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No hay nada mas dificil que no engañarse a uno mismo.

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Voces de Fernando Benítez

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Voces de Fernando Benítez

La medalla Manuel Gamio al mérito indigenista, recibida por Fernando Benítez en 1979, reconocía en parte una talentosa y tesonera labor en defensa de las naciones que conviven (malamente, por cierto) en el Estado-nación mexicano. Muchos premios recibió el maestro y hermano periodista, y todos los mereció. Proponemos, con esta selección de textos, la relectura de una de las novelas centrales del llamado (y nunca bien definido) ciclo novelístico revolucionario. Nos referimos a El rey viejo, modelo de crónica rigurosa y de relato libérrimo escrito desde la pluralidad de significados de la palabra poética. En la choza miserable de Tlaxcalaltongo terminó abruptamente el desasosiego del Primer Jefe perseguido. Benítez sigue paso a paso la tragedia y nos entrega un testimonio crítico ``a la altura del arte''.

Los indios de México

Entre las muchas diferencias que ofrecen los civilizados y los salvajes, una de las más singulares es sin duda la idea que se forman los unos de los otros. Apenas los españoles lograron entrar a Tenochtitlán, el corazón del imperio azteca, vieron en los indios a unos seres en poder del diablo; no de un diablo indeterminado, sino precisamente del diablo de los españoles. Creyeron haberlo dejado atrás, en Europa, entregado a sus bienes conocidas actividades y he aquí que ese viejo, temido y familiar demonio se les aparecía en la tierra virginal del Nuevo Mundo con su cola, sus cuernos y su maligna fisonomía erigido en el señor y en el dueño de lo extraños seres recién descubiertos.

Esta primera idea resumía otras muchas. La circunstancia de que organizaran sacrificios en masa, fueran pederastas o construyeran templos y pirámides no era otra cosa que un aspecto secundario del culto rendido al demonio. Sus ídolos representaban al diablo, sus sacerdotes le rendían homenaje al diablo, sus canciones, sus danzas estaban consagradas al diablo, sus bienes se destinaban al servicio del diablo.

Una sociedad y unos hombres de tal modo subordinados a las potencias infernales, debían ser conquistados y aniquilados. No merecían vivir en libertad ni disfrutar de ninguna pertenencia. Se les castigaría reduciéndolos a la esclavitud y al despojo y todavía debían dar las gracias a sus conquistadores por haberlos redimido de las tinieblas y permitirles conocer el mundo de la luz y de la verdad que era el mundo propio de los españoles.

Los indios, al fin salvajes -término un poco fuerte que ha sido sustituido por el de primitivos-, creyeron al principio que los españoles eran dioses no debido a que se les presentaran en forma de dioses, sino porque hacía muchos siglos ellos consideraban a sus señores como personajes divinos. El señor -el príncipe, el tecatecutli- se diferenciaba del resto de la población en que descendía por línea directa de Quetzalcóatl. Era un ser distinto a los demás. Nadie podía verle la cara sin caer fulminado al suelo; tenía derecho de vida y muerte sobre el hombre del común -el macehual- y para nombrarle o para nombrar a sus cosas existía un lenguaje especial, de manera que existían dos lenguas: la del macehual y la del príncipe.

Como por añadidura, Quetzalcóatl, el fundador de los linajes indios, había desaparecido en una época remota prometiendo regresar y asumir nuevamente el mando supremo, Moctezuma, conocedor de su historia mítica entendió que las profecías se habían cumplido con la llegada de Cortés y no ofreció resistencia en cederle un mando que él pensaba usufructuar temporalmente durante la ausencia de Quetzalcóatl.

La historia, la religión y la tendencia por revestir de ``prestigio a personas que nosotros encerraríamos en un manicomio'', se conjugaron para sacralizar a los españoles. Sus carnes blancas como la cal, sus filosas espadas, sus cañones, sus casas flotantes, sus caballos, sus armaduras, ese excesivo conjunto misterioso y temible tenía que adscribirse al mundo de lo sagrado, el cual, en relación al mundo de lo profano, era el que contaba significativamente. En este mundo resultaban naturales la violencia y la injusticia. El que está gobernado por dioses debe someterse a los caprichos, a las cóleras, y a las crueldades de sus divinos señores según lo demuestra con suficientes ejemplos el Antiguo Testamento. Aquellos señores surgidos de las olas del Mar Celestial no se conformaban con apresar al Emperador Moctezuma. Exigían oro y tributos -tampoco era ésta una novedad para los aztecas-, comida y obediencia, exigían que renegaran de sus dioses y veneran a los recién llegados, y a cada regalo, a cada nueva cesión, los huéspedes reclamaban mayores donativos y mayores sacrificios.

La matanza de sus nobles desarmados llevada a cabo por Pedro de Alvarado los determinó a defenderse, aunque no a despojarlos todavía de su naturaleza divina. Les fue necesario sufrir los horrores del sitio y sacrificar a varios españoles para arrancarles su máscara y comprobar que estaban hechos de la misma materia que el último de sus macehuales.

El convencimiento llegó demasiado tarde. Realizada la conquista, destruida Tenochtitlán, transformados en espectros sus defensores, Cortés repartió las mejores tierras entre sus compañeros y ante la repugnancia que demostraron por cultivarlas personalmente -habían sido casi todos campesinos en España y porquerizos en las Antillas-, con las tierras les cedió a los indios destinados a trabajarlas. La creación de la encomienda, si por un lado supuso el establecimiento del feudalismo, por el otro significó una sentencia tan inexorable que debe verse como una condenación de alcances divinos.

Hubo frailes que trataron de atenuar esta inmolación. Eran frailes mitad medievales, mitad renacentistas, que lucharon valientemente contra la ciega cupiditia de los nuevos señores. Algunos, como Zumárraga, quemaban vivos a los herejes y a cambio les construían escuelas; otros, como Don Vasco de Quiroga, se esforzaban en realizar la utopía de Tomás Moro; otros, como Las Casas, se pasaban la vida denunciando crímenes, pero este celo apostólico unido a un temple humano excepcional, fue incapaz de suavizar la suerte de los indios. Desaparecido el humanismo en España y erigida la Contrarreforma, la iglesia se sumó al feudalismo. Entre las fortalezas de la encomienda y las fortalezas de los monasterios, no existían diferencias apreciables.

La herencia de los vencidos

El indio abarcó toda la magnitud de su derrota y de su posterior degradación. El llanto se extendía como las aguas amargas de su laguna y las lágrimas golpeaban en Tlatelolco, como si fueran lluvia. Estas metáforas de un pueblo lacustre, no agotan el tema de llanto:

Llorad, amigos míos,
Tened entendido que con estos hechos
Hemos perdido la nación mexicana.
¡El agua se ha acedado, se acedó la comida!

Los bravos guerreros mexicanos ``semejan mujeres''; ``la huida es general'', a todos se les puso precio.

En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados
los sesos.
Roja están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.

Golpeábamos en tanto los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red
de agujeros.*

El apartheid

Los españoles y sus descendientes los criollos establecieron desde el principio un verdadero apartheid, una rígida línea de demarcación que los separaba de los indios. Ellos vivían en sus cabañas o en sus pueblos aislados, y los españoles vivían aislados en sus ciudades. Lo característico no era la relación entre vencedores y vencidos, sino la falta absoluta de relaciones.

El criollo, en el siglo xvi, salía de su casona -ay, esa casona tan pintada, tan amorosamente inventariada por los colonialistas- cubierto con su armadura y seguido de sus criados negros para jugar torneos en el prado del Concejo, o en la noche, vestido de seda, danzaba en los saraos a la luz de las velas puestas en candelabros de plata, componía sonetos petrarquistas y octavas reales, vivía -si era pobre- en las antesalas del virrey solicitando empleos, escribiendo memoriales o poemas donde enumeraba los sudores y los arañazos que había recibido su heroico padre en la guerra. Rico o pobre, el criollo se creía el hijo de un héroe, el heredero de aquel desmesurado hecho de armas y en él apoyaba su derecho a la encomienda. Su heroísmo consistía en estarse largas horas tratando de comprimir en el molde de la octava real los episodios de la conquista. Pensaba estar escribiendo una epopeya y en realidad sólo componía oficios rimados ya que no sentía el heroísmo y sólo lo empujaba el interés de defender su amada encomienda amenazada constantemente; en el fondo, ni Carlos v ni Felipe ii, tocados por las quejas de los frailes, tenían el propósito de suprimirla temerosos de que la tierra ``se despoblara'', pero agitaban el espantajo de su extinción con el fin de mantener sujetos a sus levantiscos señores feudales. La irresolución de los monarcas -su conciencia religiosa estaba en pugna con lo que era y sería la base económica de su reciente imperio colonial-, no benefició nada a los indios y en cambio favoreció una irritación y un malestar que habría de prolongarse hasta la independencia.

* Traducción Angel María Garibay K.

El rey viejo

Sucesos del 20 de mayo anotados el 6 de junio. Afuera de la cabaña se oyó la voz del capitán Valle, uno de los ayudantes, que decía:

-Señor Presidente, ha llegado el enviado del general Mariel.

El Viejo no había dormido. Estaba sentado a la mesa donde ardía un cabo de vela. Al oír la voz del capitán se levantó y él mismo abrió la puerta. Entró Valle acompañado de un indio. Su capa de hojas chorreaba y sus pies descalzos estaban cubiertos del barro amarillo y consistente que cubría los senderos de la montaña.

Recuerdo el crujido peculiar a hojarasca pisada de la capa cuando el indio la abrió para entregar el mensaje. El presidente se acercó a la mesa, desdobló el papel lentamente y lo leyó carraspeando, mientras los ojos oscuros del indio recorrían el interior de la cabaña. No había mucho que ver. En el rincón se hallaba intacta la cama del Presidente: a un lado dormía, vuelto de espaldas, el secretario de Gobernación y cerca de la puerta se extendían las camas de los dos ayudantes que también dormían.

-Bien, muy bien -dijo el Presidente al capitán Valle-, acomode usted al mensajero en un lugar abrigado y retírese a descansar. Gracias por todo.

El Viejo cerró la puerta y se dirigió a la cama.

-¿Ha recibido usted buenas noticias de Mariel? -le pregunté.

-Sí -respondió el Viejo-, por primera vez recibimos buenas noticias. Mariel informa que las fuerzas de Xico permanecen leales al gobierno. Mañana se reunirán todos con nosotros y nos darán escolta. Ya podemos dormir tranquilos.

Apagó la vela que había llevado consigo y lo oí suspirar al meterse a la cama. Seguía la lluvia cayendo con fuerza. Aliviado, volví a dormir y tuve un sueño más cargado de simbolismos extravagantes que el primero.

El Presidente se había transformado no precisamente en un rey sino en un pequeño monarca de la selva. Yo lo veía sentado en su trono, con la barba ensortijada cayéndole sobre el pecho y sosteniendo en la mano el cetro rematado por el águila que devora a la serpiente. Las copas de los árboles servían de dosel al trono; echados a los pies del monarca dormían los guardias y a su lado estaba un ministro de barba en punta y ojos penetrantes cuya figura recordaba la pequeña y nerviosa del ministro de Hacienda.

Llovía, pero el rey no parecía sentir la lluvia. Una muchedumbre de cortesanos rodeaba el trono. Aplastados y oscurecidos bajo el diluvio, cubiertos de impermeables brillantes, de anticuados paraguas y sombreros extrañamente deformados, componían una borrosa muchedumbre de la que brotan exclamaciones cargadas de furia.

Un hombre manco, casi una sombra, agitando su muñón convulsivamente, levantó la voz para dominar el ruido del agua:

-Has dejado de ser rey. Así lo hemos decretado. ¿No oyes? Así lo hemos decretado.

El rey permanecía inmóvil. Había dejado caer el cetro, sus dos brazos colgaban inertes, tenía los ojos cerrados y por su cara, como si fuera la de una estatua, escurría el agua de la lluvia.

El ministro de los ojos sagaces preguntó con voz incisiva:

-¿Y quién eres tú para decretar nada?

-Oh, ¿no lo sabes? Yo soy la Revolución.

-Ve a la escuela -respondió el ministro-. Es un lugar donde enseñan que un cuartelazo no es una revolución.

La voz aflautada de Pablo González brotó de un paraguas chorreante:

-Orden, señores, orden. No debemos olvidar que se trata de un juicio.

-¿Y quién juzga? -preguntó el ministro.

-Juzga el ejército- habló de nuevo la primera sombra-. El ejército que lo hizo rey, hoy lo derroca. ¿Sabes por qué? Porque ese viejo iluso y apolillado se atrevió a desafiarnos. Le hemos enviado los huevos de loro, según la costumbre, para que se suicide, y en vez de suicidarse los ha arrojado al suelo y nos ha respondido que sentará en el trono a un civil. ¡Ja, ja, a un civil! ¿Habéis oído algo más gracioso?

Los gritos se hicieron insoportablemente agudos.

-Ha insultado al ejército y el rey debe morir.

-Hay que ahorcarlo del árbol más alto.

-¿Quién nombra a los reyes? ¿Acaso tú lo sabes? Dilo, ¿quién nombra a los reyes en México? ¿Acaso los nombra el pueblo?

-Yo contestaré por él -cloqueó la sombra de González, sin abandonar el refugio del paraguas-. A los reyes los nombra el ejército. Es nuestro privilegio. Nuestra prerrogativa secular, nuestro máximo orgullo.

-¿Tan pronto habéis olvidado los favores recibidos? -gritó el ministro tratando de imponerse-. El rey le ha dado al país una Constitución.

-Las leyes en México no se hicieron para cumplirse y eso lo sabes tú mejor que nadie, abogado del diablo.

-El rey ha vencido a los tiranos.

-Su más vivo deseo es erigir su propia tiranía.

-El rey nos ha dado la paz.

-Ahora provoca la guerra.

-Viejo y débil -graznó la primera sombra-, he ahí dos palabras que siempre marchan juntas. El destino de México no puede depender de la voluntad de un anciano.

-Cierto -habló González-, muy cierto. El rey debe morir.

-¿Por qué debe morir? -preguntó el ministro sin perder su sangre fría-. ¿Porque tú quieres sentarte en el trono? ¿Cuáles son tus méritos? ¿El haberlo traicionado?

-¿Defender la democracia es una traición? -protestó González con una voz en la que latía el resentimiento.

-Ciertamente -respondió el ministro-, eres un demócrata que confunde la traición con la democracia. En otro país, esas ideas políticas te hubieran conducido a la horca.

Un hombre que se cubría con un impermeable amarillo levantó su mano delgada y pálida:

-Dejad que hable un doctor en derecho. No sé nada de los generales, aunque a veces, por razones profesionales, haya redactado sus proclamas y manifiestos, pero creo, como ellos, que debe morir.

-¿Por qué debe morir? Danos una razón.

-Debe morir, simplemente, porque es muy viejo. No tiene ya fuerzas para someter a los generales.

-Desean un caudillo joven, ¿eh? -preguntó con sorna el ministro-. Lo que estáis pidiendo es un espadón, un tirano que os haga marchar a cintarazos.

-No tiene ya semen -dijeron muchas voces encolerizadas-. Es un viejo impotente, incapaz de embarazar a las mujeres.

-A vuestras mujeres, a vuestras hijas, como es la costumbre en este país para ascender en el ejército.

Las últimas palabras del ministro enfurecieron a la mechedumbre.

-Se ha concluido nuestra benevolencia. Ha pisoteado los huevos de loro y los salvoconductos que le hemos enviado. Ahora vas a morir, viejo cobarde.

Las voces se hicieron intolerables. Sonaban como chillidos de aves enardecidas en medio del blando rumor de la lluvia, destruyendo toda majestad, convirtiendo en añicos el orden establecido, haciendo retroceder el tiempo a la edad en que los salvajes atacaban a sus enemigos con hachas de piedra y rodaban embriagados con el deseo de aniquilarse.

De pronto, dominando la confusión, como un relámpago que en su omnipotencia sobrehumana hiciera pueriles las más feroces peleas de los hombres, se oyó un disparo que hizo temblar la montaña. A su luz cárdena y siniestra vi a la muchedumbre disparar sus pistolas, y al rey, resbalar en su trono, cubierto de sangre.

Desperté sobresaltado. En la oscuridad de la cabaña los tiros sonaban en mis propios oídos y las voces se escuchaban todavía más cargadas de rencor que en el terrible sueño:

-Sal, viejo cobarde. Aquí está tu padre. Sal, viejo arrastrado.

Sólo entonces comprendí que éramos atacados. Sin incorporarme, lleno de angustia, llamé en voz alta:

-¿Cómo está, señor? ¿Qué es lo que ocurre?

-Enrique -respondió con voz serena-, me han roto una pierna.

El capitán Suárez, que se hallaba acostado junto a mí, arrastrándose en el suelo, se dirigió hacia el Viejo, exclamando:

-Señor Presidente, señor Presidente.

No recibió ninguna respuesta. Entre el estallido de las balas y de las injurias, se escuchó un ronco estertor y luego, la cortada respiración de los agonizantes.

La cabaña entera parecía hundirse acribillada a tiros y a insultos. Ignoro cuánto tiempo permanecí echado contra el suelo, tratando de cubrirme la cabeza con los brazos. Un temblor nervioso me sacudía, y el sonido de mis dientes, chocando unos contra otros, furiosa y desatentadamente, concluyó por llenarme de pánico.

Después de un largo rato cesaron los disparos y la puerta se vino abajo. En el hueco aparecieron, iluminados por linternas, cinco soldados apuntándonos con sus rifles.

Levanté las manos y miré hacia el rincón donde habían dispuesto el lecho de campaña que ocupaba el Viejo. Se hallaba tendido rígidamente de espaldas y con los anteojos puestos. Una de sus grandes manos colgaba fuera y la sangre enrojecía el dorso y escurría por los dedos.

No sentí indignación, ni dolor, sino asombro. Con las manos levantadas avancé descalzo -eran sólo cuatro o cinco pasos- hasta la cama del Presidente. Su rostro no revelaba agitación. Se había cerrado al exterior y únicamente sus ojos inhumanos, de máscara, medio velados por los cristales de las gafas, indicaban que el Viejo había muerto.

Le quité las gafas, que más tarde entregué a sus hijas, le cerré los ojos, y dije con voz descompuesta:

-Señores, el Presidente de la república ha muerto.


Fernando Benítez


Una historia de suplementos

Con humor, espíritu lúdico, seguridad de que no hay diferencias entre la literatura y el periodismo, y un talento, hecho de generosidad y de agudeza, que le permitió localizar a los verdaderos talentos, el maestro del periodismo cultural en nuestro país, Fernando Benítez, realizó una de las tareas más notables de la historia del periodismo. Su antisolemnidad, su prosa flexible, elegante y divertida, y su información inagotable, lo convierten en una figura fundamental de la historia contemporánea. Para Benítez, la cultura es, sobre todas las cosas, una de las formas mayores del diálogo humano.

Cómo nació el Suplemento

La primera idea de un suplemento me vino aquel mismo año de 1936 cuando entre las muchas publicaciones que llegaban a la redacción descubrí las secciones dominicales de La Nación y de La Prensa, los grandes diarios argentinos donde figuraban desde Borges hasta Ortega y Gasset y desde Alfonso Reyes hasta Azorín y Baroja. ¿Cuándo será posible -me pregunté- que México llegue a editar algo siquiera aproximado?

Ese viejo sueño principió a realizarse cuando, diez años después, fui director de El Nacional. No llegué solo sino acompañado de amigos, unos famosos hoy, otros ya muertos y algunos jóvenes republicanos españoles.

Nombré director del suplemento a Juan Rejano -murió muchísimos años después, es ese cargo- y solicité las ilustraciones del Taller de Gráfica Popular, dirigido por Leopoldo Méndez.

Consideré que como director no podía traicionar al reportero cardenista que fui, y seguir esta línea editorial me costó mi primer cese fulminante. Tuve el honor de que mi jefe de redacción, Francisco Martínez de la Vega, renunciara conmigo.

México en la Cultura

Por una serie de casualidades, en 1949 logré que don Rómulo O'Farril, recién elegido director general de Novedades, aceptara la propuesta de crear un suplemento de cultura. Don Rómulo no tenía ninguna idea de lo que era un periódico o un suplemento de esa clase. El mismo diario, con toda su espléndida maquinaria, no estaba ejercitado para editar una publicación tan fuera de las normas corrientes. Las dificultades técnicas del suplemento las resolvió el pintor Miguel Prieto, diseñador de Romance (1940-41) donde yo figuré como colaborador. Prieto fue un maestro de la tipografía. Su diseño era de una gran elegancia, si bien a veces sacrificaba el texto a la composición.

Acudí a don Alfonso Reyes, el gran periodista, el autor de Las mesas de plomo. Reyes, con su peculio editaba su correo personal, Monterrey, y aun pagaba algo de sus libros de muy escaso tiraje. Yo le ofrecí cien mil lectores y él preparó un número sobre Grecia, acompañado de un fragmento de su Homero en Cuernavaca, todavía inédito. La aparición de ese ejemplar en un México poblado de historietas grotescas y de periódicos rutinarios que concedían mayor importancia al crimen que a la cultura, causó sensación. Siempre creí que la excelencia atrae la excelencia y así ocurrió. Reyes, hasta su muerte, fue nuestro más constante colaborador. Paul Westhein, el gran crítico europeo desterrado por el nazismo, se ocupó del arte antiguo de México y del arte mundial. El gran maestro Adolfo Salazar, de la música, José Moreno Villa impuso con su estilo claro y preciso una nueva crítica de arte. Francisco Pima, crítico de cine, fue el primero en rechazar el patronazgo de las empresas cinematográficas. Luis Cernuda escribió en esas páginas muchos ensayos que después formaron libros hoy clásicos. Octavio Paz nos enriqueció con poemas y ensayos. Estaban con nosotros Alí Chumacero, José Iturriaga, Tito Monterroso, Leopoldo Zea, Luis Villoro, José Luis Martínez, Rubén Bonifaz Nuño y Miguel León-Portilla que publicó su después muy famosa Visión de los vencidos. Figuraron desde el principio Pablo y Henrique González Casanova.

Iniciamos el folletón con El niño y la niebla de Rodolfo Usigli que, andando los meses, se llevaría al teatro y al cine. Alfonso Reyes dijo antes de morir que no se podía hablar de una década -1949-1959- sin recurrir a México en la Cultura.

En efecto, los estudiosos han compuesto un índice del suplemento y me han dicho que registraron 25 mil fichas, lo cual me llenó de asombro.

La cultura en las calles

A medida que transcurrían los años se sucedían nuevas generaciones. Fueron mis inolvidables subdirectores Gastón García Cantú y Jaime García Terrés creador y animador de la valiosa Revista de la Universidad, y también Pepe Iturriaga, los González Casanova y el propio Zea. Elena Poniatowska hizo un arte de la entrevista y José Luis Cuevas destruyó con sus explosivos artículos el monopolio de los tres grandes. Ya en los últimos años irrumpieron los jóvenes: Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Jorge Ibarguengoitia, Carlos Valdés, Emilio García Riera, Juan Vicente Melo, el más grande crítico musical de este siglo en México. Intervinieron Gabriel García Márquez, Luis Cardoza y Aragón, Lya su mujer, Enrique González Pedrero, Julieta Campos, Raquel Tibol, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña, Juan García Ponce, José de la Colina, Marta Traba. Los últimos que entraron tenían 18 años y se llamaba José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis.

Habíamos destruido las capillas y el ninguneo, y la cultura circulaba al fin por las calles.

Los ensayos de Juan García Ponce eran de tal modo engañosos y simbólicos que con sólo un cambio de nombres servían para una crónica literaria o de artes plásticas.

Nunca hubo épocas de vacas flacas o de graves disensiones.

Si hubiera micrófonos en el Café París donde se reunían los Contemporáneos, o en los bares, restaurantes o redacciones, tendríamos un material literario hablado de valor inestimable. Cuántos juicios, cuántas agudezas y obsesiones se han perdido para siempre. Sin pretenderlo, esas tertulias, como la de México en la Cultura, fueron verdaderos salones literarios.

La aportación
de los trasnterrados

La masificación de la ciudad ha creado una incomunicación deplorable. Sólo nos reunimos en los entierros. La muerte y no la vida de la creación nos convoca, como ocurrió en los casos de Efraín Huerta y de Juan Rulfo. La literatura somos todos, pero esos todos están dispersos y entregados a su tarea. Bastante difícil es para un mexicano escribir y ganarse la vida.

Debo hacer una mención especial de Paul Westhein. En Alemania había sido el vocero y el crítico del expresionismo alemán y de las nuevas corrientes de arte. Logró huir de un campo de concentración y por un encadenamiento de equívocos, medio ciego -carecía de medicinas adecuadas- llegó a México. Había perdido su revista -hoy reimpresa en Alemania-, su casa y su admirable colección de pinturas. No tenía un centavo ni sabía español. Mariana Frenk fue su ángel salvador y más tarde su esposa. Ella traducía a excelente español sus ensayos y me los daba. Publicamos sus magistrales análisis del arte antiguo de México y sus iluminadores trabajos sobre el arte cntemporáneo. Era pobrísimo y vivía en una vecindad. Se asombró de que el arte mexicano no tuviera los críticos que demandaba su excelencia y fundó un premio a la crítica. Lo ganaron Beatriz de la Fuente y Jorge Alberto Manrique. No fue el multimillonario dueño del periódico el que dio el premio sino el más pobre de nuestros colaboradores. Sus ensayos, como los de José Moreno Villa, están en libros siempre reeditados.

El caso de Paul Westhein se reproduce en los españoles. Eran los desterrados del totalitarismo, los repudiados, los derrotados. Cárdenas les ofreció una patria, los salvo del horror de la segunda guerra mundial, y de la vergüenza de Franco. Podían haber venido más, si las divisiones entre Negrín y Prieto no lo hubieran impedido. Los que se quedaron en los campos de concentración franceses fueron los héroes de la resistencia, los lídres del maquis.

A García Lorca lo asesinaron. Alexaindre se encerró en su casa, Alberti y Juan Ramón Jiménez lograron emigrar. Unamuno murió con su sentencia: ``Venceréis, pero no convenceréis.''

Su aportación a la filosofía, a las letras, a la enseñanza, a la industria editorial, son invaluables. México en la Cultura se consolidó gracias a ellos. Se adaptaron fácilmente a la vida pobre y digna del intelectual mexicano. Benjamín Jarnés, Eduardo de Ontañón, Florentino Martínez Torner, Emilio Prados, Antonio Sánchez Barbudo, José Herrera Petere, Eugenio Imaz, Pedro Garfias, Juan Gil Albert, lo mismo que Enrique Díez-Canedo, León Felipe junto con Aníbal Ponce, Juan Manello, Nicolás Guillén, se integraron a la redacción de El Nacional desde 1939. Los transterrados pertenecieron a la mejor generación española. Conocíamos al buen gachupín, a uno de los ancestros y ahora teníamos a un español desconocido, ya no detrás del mostrador, sino en la cátedra y el escritorio.

De este material de sangre, de lágrimas, de desarraigos, de estas convulsiones sociales que movilizan a millones y los llevan a la muerte, surge un ansia de vivir, de creación, de renovación y de cultura. También los mexicanos habían sufrido una revolución brutal, una guerra fraticida, y los españoles encajaban bien en el periodo cardenista, culminación de diecinueve años de guerras. Juntos nos sanábamos de heridas semejantes. Por ello veo en el decenio de 1939-49 y en los años posteriores una calidad superior de la vida cultural y le doy trascendencia a lo que pudimos hacer entonces. Aprendimos mucho. El Estado ya no fue el gran patrón. En la pintura, en la literatura, en la difusión cultural, los escritores y los artistas se valieron por sí mismos.

Nueva casa

La situación del suplemento en el periódico siempre fue muy difícil, en 1958 la publicación en primera plana con dibujos de Elvira Gascón del poema de John Donne, llamado Going to Bed, traducido por Octavio Paz, casi me costó el cese. Se me acusó de hacer pornografía y de manchar la reputación del diario.

La reproducción de Las Tres Gracias de Rubens provocó la cólera de don Alejandro Quijano, el director que no dirigía el periódico. Me dijo que su mujer, al mirar aquella inmundicia, había tirado el suplemento y al pisotearlo colérica, se dislocó un tobillo.

Cualquier innovación provocaba reproches y censuras.

El fin llegó al ocuparnos de la revolución China y sobre todo de la cubana. En diciembre de 1961 se me cesó del modo más arbitrario y despótico, pero esta vez, en un acto de solidaridad conmovedora, renunciaron los treinta colaboradores del Suplemento Novedades -con la sola excepción de nuestro defensor Fernando Canales-, nunca se dio cuenta de que disponía de los mejores escritores e intelectuales del país.

A todo esto el presidente Adolfo López Mateos me buscó y me ofreció el dinero suficiente para fundar un nuevo suplemento. Le di las gracias y le dije que ya José Pagés Llergo no sólo me había ofrecido su hospitalidad sino también a los treinta colaboradores del suplemento.

Nuestro contacto se rompió bruscamente en julio de 1962, cuando Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, León Roberto García y yo publicamos el reportaje Un día en la tierra de Zapata donde describíamos el asesinato de Rubén Jaramillo y de su mujer embarazada en las ruinas de Xochicalco, el altar de la muerte. Se me acusó entonces de morder la mano que se me había extendido en plena cacería de brujas.

Durante una comida en la casa de Pepe Pagés Llergo, le expliqué al Presidente que yo no había contraído ningún compromiso y nuestro reportaje le daba la oportunidad de librarse de aquella sangre derramada.

La Cultura en México

No hubo problemas. El equipo formado en Novedades pasó íntegro a Siempre! y fue enriqueciéndose con una segunda generación de escritores. Trabajábamos los lunes después de comer en la casa de Alba y Vicente Rojo, entonces recién casados. Vicente Rojo me había malacostumbrado desde Novedades. Desde 1956, cuando sustituyó a Miguel Prieto, con su diestra mano izquierda componía el formato y luego lo revisábamos en las mesas de plomo del periódico. En Siempre! las cosas cambiaron. Se imprimía en rotograbado, la imprenta estaba lejana y se encargaban de la edición José Hernández Azorín y José Emilio Pacheco.

La enorme sala destartalada de la casa porfiriana de Siempre! estaba siempre llena de escritores y amigos que platicaban y hacían bromas, mientras a Vicente le bastaba contar las letras del primer renglón de un artículo para sumarlas y saber con la mayor precisión el espacio que debían ocupar. Diseñaba en medio del tumulto, calculaba ilustraciones y a las ocho o nueve de la noche él, José Emilio Pacheco y yo depositábamos la maqueta, los materiales y hasta la nómina en la mesa de nuestro querido Pepe Pagés. Las colaboraciones llovían a torrentes. Fue la época de Carlos Monsiváis, García Ponce, Federico Alvarez, Zaid, Melo, Batis, García Riera, de tantos ensayistas, cuentistas, poetas y novelistas que se sucedían ya no de generación en generación sino de año en año.

Vicente no sólo era el ordenador del caos sino el que sugería la coherencia y la unidad del Suplemento. Descansaba en él y en la maestría de José Emilio Pacheco. Nunca pudimos establecer una sólida crítica literaria pero colaboraron nuestros grandes ensayistas, novelistas y poetas. Dedicamos una sección a la ciencia pero jamás logramos asentarla. No había divulgadores científicos disponibles. Nos ocupábamos de los problemas de México y de la política del mundo como parte fundamental de la cultura. Por rechazar a los muy mediocres nos ganamos la calificación de ser una mafia a pesar de que pecamos de una manga muy ancha.

1968, el año crítico

Nos ocupamos del 68 exhaustivamente y la protección del generoso José Pagés Llergo nos salvó de ir a la cárcel. El acoso del gobierno hacía nuestra vida imposible. Se había instalado el fascismo y sus bajezas inevitables. Telefonazos nocturnos nos llenaban de obscenas injurias. Según recuerdo, se publicó un libelo donde yo figuraba como el administrador de una finca propiedad de Octavio Paz donde se sembraba mariguana y celebrábamos bacanales indecentes. El trabajo de denigrarnos se encargó a rufianes de baja estofa. Lanzaban a los hijos contra sus padres. Al ocurrir la carnicería de Tlatelolco publicamos el poema de Octavio Paz. Lo leí en voz alta en la redacción y el joven poeta José Carlos Becerra exclamó: ``Esto sólo pudo hacerlo Octavio Paz.''

Cuando el presidente Díaz Ordaz en su programa nacional de televisión trató de injuriar a Paz salimos en su defensa José Emilio Pacheco, Vicente Rojo, Carlos Monsiváis y yo.

Nuestros amigos estaban en la tumba o en la cárcel. Es grotesco que a cada aniversario de la muerte de aquel verdugo se le rindan homenajes y se hable de él como el salvador de las instituciones cuando lo que Díaz Ordaz hirió de muerte fue el monopolio del poder al restarle credibilidad.

Sin duda fue aquel año el más crítico y difícil. La cultura se reveló como un arma muy poderosa. El tiempo nos ha juzgado pero también nos ha dispersado. De 1939 a 1987 casi todos nuestros españoles han muerto y ya muy pocos sobreviven en bien de la cultura. Los más antiguos ya somos viejos, la segunda hornada alcanza los sesenta, los más jóvenes de entonces arañan los cincuenta: sienten que apenas comienza su tarea. Pero en tan largo lapso nuevas y vigorosas generaciones con procesadores de palabras van abriéndose camino. Los que se formaron conmigo hoy son mis guías y mis maestros. El satírico español Rojas de Oquendo huyó de México en el siglo xvi maldiciendo: ``En la ciudad de México hay más poetas que estiércol.'' Así es todavía. No pasa un año sin que aflore una centena. Tenemos grandes poetas. La poesía hoy es el andamiaje de la literatura nacional y lo que nos da consistencia. Un país de poetas está salvado.

Donde el juego es trabajo

Desde luego creo haberme buscado el mejor trabajo o al menos el más conveniente para mí. Después de diez años de reportero, el periódico se volvió mi casa. A unos les gusta el ronroneo de los gatos y a mí me gusta el ronroneo de las rotativas. Tomar un número recién impreso todavía oloroso a tinta y a madera constituye un placer. El trabajo del reportero es duro: debe buscar la noticia y escribirla bien y de prisa. El director es otra cosa. Como director me siento en la cabina de una nave fantástica cuyas órdenes cumplen abajo los tipógrafos, los cabeceros, los formadores de planas, los correctores y los rotativos. Algo nuestro que se va en aviones, en trenes, en camiones y aparece en las calles de las ciudades más remotas.

El trabajo de director del suplemento es el más divertido y el menos fatigoso. Equivale a una tertulia del café o de las antiguas librerías donde los escritores amigos se reunían para charlar de temas literarios, de ellos mismos o de otros, de política, y se entregaban a un reconfortante chismorreo. Octavio Barreda era un bromista. Se hacían muy buenas frases y salidas jocosas de excelente humor. Mi trabajo consistía en platicar, en sugerir, en informarme y sobre todo en charlar. La redacción estaba siempre pletórica. Vicente Rojo diseñaba, José Emilio Pacheco revisaba con sus ojos escrutadores de miope los originales. Monsiváis, siempre receloso, tenía la debilidad de enseñarme su crónica y yo se la arrebataba sin contemplaciones para evitar que siguiera corrigiéndola. Dos horas rogaba que le permitiera llevársela de nuevo y yo, implacable, la publicaba y siempre constituía un éxito. A Emmanuel Carballo le sugería entrevistar a los viejos escritores ya próximos a la muerte y así recogimos las últimas confesiones de José Vasconcelos, de Martín Luis Guzmán y José Gorostiza. Son documentos esenciales para la historia de la literatura.

Cincuenta años después

Veinticinco años más tarde juzgué conveniente dejar a los jóvenes la dirección del suplemento y me retiré no sin nostalgia. Al ocurrir la catástrofe de Excélsior mi viejo amigo Manuel Becerra Acosta me propuso la dirección de un nuevo suplemento, y acepté. Se trataba -nada más y nada menos- que de crear un diario moderno, crítico, en todo diferente a los viejos dinosaurios que constituían y constituyen la llamada gran prensa.

Mi equipo estaba disperso y había contraído nuevos compromisos. Sin colaboradores y privado de Vicente o de José Emilio, el millonario se transformó en un mendigo. Me pasaba horas enteras, teléfono en mano, solicitando la limosna de una colaboración.

Remé otro diez años en compañía de José de la Colina y de Huberto Batis. Debo decir que a partir de Siempre!, nunca hubo censuras, pero tampoco estímulos. Los suplementos son un apéndice de los diarios, una especie de Cenicienta fuera del trajín cotidiano. Lo comprendo bien. El periódico es un tonel de las Danaides que nunca se llena y cada veinticuatro horas debe abastecerse de nuevo. Su fecha es asimismo su nacimiento y su epitafio.

La vida interna de los periódicos es siempre muy conflictiva. Estallan pasiones, intereses, desacuerdos, personalismos muy difíciles de conciliar. Debemos alentar siempre grandes proyectos a sabiendas de que la realidad los irá mutilando de manera irremediable. Cuando las pasiones personales se sobreponen al interés superior de una publicación sobrevienen rupturas que la empobrecen y la deterioran.

Por supuesto, la crisis iniciada en 1981 ha golpeado a la cultura nacional y, según era de esperarse, a sus más débiles organismos. La atomización del peso y la dificultad de obtener dólares han determinado la imposibilidad de pagar a escritores de renombre y los mismos sueldos del personal directivo se han convertido en cenizas.

La Jornada Semanal

Todo este cúmulo de adversidades, lejos de conducirnos al pesimismo, ha redoblado nuestra fe en que la difusión de la cultura es más necesaria que nunca en medio de la crisis.

Nacido en el periodismo, considero que sus suplementos culturales son mucho más importantes que las revistas, debido a su difusión nacional y a su saturación inmediata. Desde luego, las revistas no presionadas por el tiempo son excelentes e indispensables a la salud espiritual de la nación. Para fortuna nuestra, con mayor o menos éxito, todos los diarios han creado un espacio a la cultura. No estamos ya solos como lo estuvimos en Novedades.

El problema consiste en la escasez de expertos. Octavio Paz, con todo su prestigio y sus recursos, declara que no ha logrado establecer en su revista una crítica literaria en cierto modo orgánica. Son los escritores los que debían hacerla, pero los reclama la necesidad de su trabajo y de su propia obra realizada en condiciones cada vez menos favorables.

En nuestro medio sólo existe un gran escritor dedicado a la crítica: José Emilio Pacheco. Su rareza nos habla de la precariedad de este quehacer. Y no sólo en el campo literario. Disponer de un crítico de teatro como Guillermo Sheridan, o de un experto en música como Juan Vicente Melo, o de un profesional en cine como Emilio García Riera, o de artes plásticas como Cardoza y Aragón o Juan García Ponce, constituyen hallazgos insustituibles. No es remuneradora ni se improvisa esta tarea. La industria editorial está en crisis. Sin embargo, nosotros, con grandes sacrificios pecuniarios de La Jornada, sí creemos en el futuro del libro. No es posible que en un país de muy buenos escritores y editoriales ambiciosas no exista una crítica que responda a su calidad. Intentaremos hacerla con la ayuda de los nuevos escritores.

Me santiguo al abordar la nave construida por mis amigos. Confieso que me invadió un poco de miedo pero al entrar en mi cabina la presencia de los capitanes y de los oficiales desvaneció el miedo y me llenó de seguridad.

Todo está hecho, toda la tripulación en su puesto, listos para elevar el ancla. Dios mío -dice el ateo- este barco, pulido y afinado, construido, con tan amorosa paciencia, me llevará muy lejos. El timón obedece, los motores trabajan, mis radares señalan puertos, islas de la especiería, sueños y esperanzas.

Ya traspasamos la línea de sombra y el hechizo se desvaneció. La proa corta las olas agitadas. Sonrío. El viaje, sí, el último viaje. Pienso que ``estoy a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar''.

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