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Charles Baudelaire Consejos a los jóvenes literatos

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Fernando del Paso, uno de nuestros principales hombres de letras, hace en este número una lúcida revisión al tema siempre actual de la verdad, la mentira y la verosimilitud literarias. En ámbitos cercanos transita el resto de esta entrega: Rubén Moheno traduce los consejos de Baudelaire a los jóvenes literatos; el poeta Francisco Hernández habla con Alejandro Alonso del proceso creativo que originó Diario invento, su más reciente libro; Jorge Valdés Díaz-Vélez presenta un poema inédito y, desde Rumania, Leandro Arellano entrega a nuestros lectores una cálida postal de Bucarest.

Los preceptos que leerán son fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma de errores; habiendo cometido cada uno –todos o poco hizo falta–, espero que mi experiencia será verificada por la de cada quien.

Dichos preceptos no tienen, pues, otra pretensión que la de los vade mecum, otra utilidad que la de la Civilidad pueril y honesta –¡utilidad enorme! Supongan el código de la civilidad escrito por una Warens de corazón honesto y bueno, ¡el arte de vestirse útilmente enseñado por una madre! Así aportaré yo en estos preceptos una ternura toda fraternal.


I. DE LA BUENA SUERTE
Y DEL MAL DE OJO EN LOS INICIOS

Los escritores jóvenes que hablan de un colega joven con un acento mezclado con envidia, dicen: "¡Es un bello principio, ha tenido mucha suerte!"; no reflexionan que todo inicio ha sido siempre precedido y es el efecto de otros veinte inicios que ellos no han conocido.

Yo no sé si, en hechos de reputación, el golpe del rayo ha tenido lugar jamás, creo más bien que un éxito está en proporción aritmética o geométrica, según la fuerza del escritor, al resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles. Existe la lenta agregación de éxitos moleculares, pero generaciones milagrosas y espontáneas, jamás.

Aquellos que dicen: "Tengo mal de ojo", son aquellos que no han tenido aún éxito suficiente y que lo ignoran.

Yo soy parte de mil circunstancias humanas que abarcan la voluntad humana y ellas mismas tienen sus causas legítimas; son una circunferencia en la que se encierra la voluntad; pero esa circunferencia es móvil, viviente, sinuosa, y cambia todos los días, todos los minutos, todos los segundos su círculo y su centro. Así, llevados por ella, todas las voluntades humanas que están enclaustradas ahí varían su juego recíproco a cada instante, y eso es lo que constituye la libertad.

Libertad y fatalidad son dos contrarios: vistos de cerca y de lejos, es una sola voluntad.

Es por eso que no hay mal de ojo. Si usted tiene mal de ojo, es que le falta alguna cosa: esa cosa, conózcala, y estudie el juego de las voluntades vecinas para desplazar la circunferencia más fácilmente.

Un ejemplo entre mil. Muchos de aquellos que quiero y estimo se irritan contra las popularidades actuales. Eugène Sue, Paul Feval –los logogrifos actuales–; pero el talento de esas gentes, por frívolo que sea, no deja de existir, y la cólera de mis amigos no existe, o más bien existe de menos, porque es tiempo perdido, la cosa menos preciosa del mundo. La cuestión no es saber si la literatura de corazón o de la forma es superior a esa moda. Eso es demasiado cierto, al menos para mí. Pero ello no sería justo sino a medias, en tanto que usted no tenga tanto talento en el género que desea instalarse como Eugène Sue en el suyo. Despertar igual interés con nuevos medios; poseer una fuerza igual y superior en sentido contrario, doblar, triplicar, cuadruplicar la dosis hasta una concentración igual y superior en sentido contrario, y usted no tendrá más el derecho de decirme burgués, porque el burgués estará en usted. Hasta entonces, ¡voe victis! Pues nada es verdad sino la fuerza, que es la justicia suprema.

II. DE LOS SALARIOS

Así de bella como sea una cosa, es antes que nada –antes que se demuestre su belleza–, tantos metros de alto por tantos de largo. Lo mismo la literatura, que es la materia más inapreciable, es ante todo un llenado de columnas; y la arquitectura literaria, cuyo nombre solo no es una posibilidad de beneficio, debe vender en todos los precios.

Existen gentes jóvenes que dicen: "Dado que ésta vale tan poco, ¿para qué hacerse tanto mal?" Hubieran podido entregar la mejor obra; y en ese caso no hubiesen sido robados sino por la necesidad actual, por la ley de la naturaleza, se han robado a sí mismos, mal pagados, ahí hubieran podido encontrar honor; mal pagados se han deshonrado.

Resumo todo lo que yo podría escribir sobre la materia, en esta máxima suprema que dejo a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores, de todos los hombres de negocios: ¡No es sino por medio de sentimientos hermosos que se llega a la fortuna!

Esos que dicen: "¡Para qué quebrarse la cabeza por tan poco!", son aquellos que, más tarde, una vez llegados a los honores, quieren vender sus libros a 200 francos el folletón, y que, rechazados, regresan al día siguiente a ofrecerlos por cien francos menos.

El hombre razonable es aquél que dice: "Yo creo que éste vale tanto, porque tengo genio; pero si es necesario hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los suyos."

III. DE LAS SIMPATÍAS Y LAS ANTIPATÍAS

En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante ellas necesitan ser verificadas, y ahí la razón juega un papel final.

Las verdaderas simpatías son excelentes, pues ellas son dos en uno –las falsas son detestables, pues no hacen sino uno, menos la indiferencia primitiva, que es mejor que el odio, continuación necesaria del engaño y la desilusión.

Es por ello que admito y admiro la camaradería en tanto que esté fundada en similitudes esenciales de razón y de temperamento. Es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las numerosas aplicaciones del sagrado proverbio: la unión hace la fuerza.

La misma ley de franqueza y candidez debe regir las antipatías. Existen sin embargo gentes que fabrican odios igual que admiradores, en el descuido. Eso es muy imprudente; es hacerse un enemigo sin provecho ni beneficio. Un golpe que no acierta no hiere menos el corazón del rival al que estaba destinado, sin contar con que puede, a izquierda y derecha, herir a uno de los testigos del combate.

Un día, durante una lección de esgrima, un acreedor vino a molestarme; lo perseguí por toda la escalera a golpes de florete. Cuando regresé, el maestro de armas, un gigante pacífico que me habría tumbado a tierra con sólo soplarme, me dijo: "¡Cómo prodiga usted su antipatía!, ¡un poeta!, ¡un filósofo!, ¡bah!" Había perdido el tiempo para hacer dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado, y despreciado por un hombre más –el acreedor, a quien no había dañado gran cosa.

En efecto, el odio es un líquido precioso, un veneno más caro que aquel de los Borgia –porque está hecho de nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño, ¡y dos terceras partes de nuestro amor! ¡Es preciso ser avaro con él!

IV. DE DERRENGAR

El derrengar no debe practicarse sino contra los supuestos del error. Si usted es fuerte, perderse es atacar a quien no sea un hombre fuerte; haría brotar disidentes en algunos puntos, él será siempre de los suyos en ciertas ocasiones.

Existen dos métodos para derrengar: por la línea curva y por la línea recta, que es el camino más corto.

Se hallarán suficientes ejemplos de la línea curva en los folletones de J. Janin. La línea curva divierte a la galería, pero no la instruye.

La línea recta se practica con éxito ahora por algunos periodistas ingleses; en París, ha caído en desuso; el mismo Sr. Granier de Casagnac parece que la ha olvidado. Ésta consiste en decir: "El señor x... es un hombre deshonesto, y además un imbécil; eso es lo que voy a probar" –¡y probarlo! Primo, secundo, tertio, etcétera. Yo recomiendo este método a todos los que tienen la fe de la razón y el puño sólido.

Un derrengar fallido es un accidente deplorable, es una flecha que se regresa, o al menos los despoja de la mano al partir, una bala cuyo rebote le puede matar.

V. DE LOS MÉTODOS DE COMPOSICIÓN

Hoy día se necesita producir mucho; entonces es necesario ir de prisa; entonces es necesario apresurarse lentamente; entonces es necesario que todos los golpes cuenten, y que ni un toque sea inútil.

Para escribir rápido, es necesario haber pensado mucho, haber cargado un tema con uno, en el paseo, en el baño, en el restaurante, y casi con la amante. E. Delacroix me decía un día: "El arte es una cosa tan ideal y tan fugitiva, que los útiles no están jamás suficientemente listos, ni los medios suficientemente expeditos." Es lo mismo con la literatura; no soy pues partidario del fracaso, empaña el espejo del pensamiento.

Algunos, y los más distinguidos, de los más concienzudos, Edouard Ourliac, por ejemplo, comienzan por recargar mucho papel, ellos llaman a eso cubrir su tela. Esta confusa operación tiene por objetivo no perder nada. Luego, en cada ocasión en que copian, alargan y podan. El resultado, así sea excelente, es abusar de su tiempo y su talento. Cubrir una tela no es recargarla de colores, es bosquejar en frotis, es disponer de masas de tonos ligeros y transparentes. La tela debe ser cubierta –en espíritu– cuando el escritor toma la pluma para escribir el título.

Se dice que Balzac recargaba su copia y sus pruebas de una manera fantástica y desordenada. Una novela pasa entonces por una serie de génesis, donde se dispersa no solamente la unidad de la frase, sino también de la obra. Es sin duda ese mal método que a menudo da al estilo ese no sé qué de difuso, de atropellado y de borrador, el único defecto de ese gran historiador.

VI. DEL TRABAJO DIARIO Y DE LA INSPIRACIÓN

La orgía no es más la hermana de la inspiración: hemos anulado ese parentesco adúltero. El enervamiento rápido y la debilidad de algunas bellas naturalezas es testimonio suficiente contra ese odioso prejuicio.

Una alimentación sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los escritores fecundos. La inspiración obedece, como el hambre, como la digestión, como el sueño. Sin duda existe en el espíritu una especie de mecánica celeste, de la que no hay que avergonzarse, sino sacar el partido más glorioso, como los médicos, de la mecánica del cuerpo. Si se desea vivir en una contemplación tenaz de la obra del mañana, el trabajo diario aportará la inspiración; como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y como el pensamiento sereno y potente sirve para escribir legiblemente; porque el tiempo de la mala escritura ya pasó.

VII. DE LA POESÍA

En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo jamás abandonarla. La poesía es una de las artes que benefician más; pero es un empleo de una especie en la cual los intereses no se tocan sino tarde; en compensación, muy grandes.

Yo desafío a los envidiosos a citarme buenos versos que hayan arruinado a un editor.

Desde el punto de vista moral, la poesía establece una demarcación tal entre los espíritus de primer orden y los de segundo, que el público más burgués no escapa a esta influencia despótica. Conozco gente que no lee los boletines de Teophile Gautier sino porque él hizo la Comedia de la muerte; sin duda no perciben todas las gracias de esta obra, pero saben que él es poeta.

¿Qué tiene de asombroso, además, dado que todo hombre bien puesto puede pasar dos días sin comer; sin poesía jamás?

El arte que satisface la más imperiosa necesidad siempre será el que reciba más honores.

VIII. DE LOS ACREEDORES

Ustedes recuerdan sin duda una comedia titulada Desorden y genio. Que algunas veces el desorden haya acompañado al genio, es prueba simplemente de que el genio es terriblemente fuerte; desgraciadamente, ese título expresaba, para muchas personas jóvenes, no un accidente, sino una necesidad.

Dudo mucho que Goethe tuviese acreedores; el mismo Hoffman, atrapado por las más frecuentes necesidades, aspiraba sin cesar a salir de ellas, y por lo demás, murió en el momento en que una vida más larga permitía a su genio un progreso más radiante.

No tengan acreedores nunca, pongan, si así lo desean, semblante de tenerlos, es todo lo que yo les puedo transmitir.

IX. DE LAS AMANTES

Si yo deseo observar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, estoy obligado a poner dentro de la clase de mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer honesta, a la marisabidilla y a la actriz. La mujer honesta porque pertenece necesariamente a dos hombres y porque es una pastura mediocre para el alma despótica de un poeta; la marisabidilla, porque es un hombre incompleto; la actriz, porque está restregada con literatura y habla en jerga; en resumen, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra; el público es para ella algo más preciado que el amor.

¿Se figuran ustedes a un poeta enamorado de su mujer y forzado a verla representar a un travestí? Me parece que debería prenderle fuego al teatro.

¿Se figuran ustedes a este poeta, obligado a escribir un papel para su mujer que no tiene talento?

¿Y a este otro sudando para devolver por medio de epigramas al público de la última escena los dolores que ese público le ha causado en el ser más querido; ese ser que los orientales encerraban bajo triple llave antes de que vinieran a estudiar derecho a París? Es porque todos los verdaderos literatos tienen horror de la literatura en algunos momentos, que yo no admito para ellos –almas nobles y libres, espíritus fatigados, que siempre tienen necesidad de descansar su séptimo día–, sino dos clases de mujeres posibles: las muchachas, o las mujeres salvajes, el amor o la brasa ardiente. Hermanos, ¿es necesario explicar las razones?

Traducción de Rubén Moheno

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