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No hay nada mas dificil que no engañarse a uno mismo.

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Seis enfermedades del espíritu contemporáneo (I)

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Constantin Noica



"Ninguna neurosis puede explicar el sentimiento de exilio en la Tierra, la alienación, el tedio metafísico, el sentimiento del vacío y del absurdo, la hipertrofia del yo, el rechazo de todo, la protesta sin objeto, así como ninguna psicosis puede explicar la enajenación de los economistas y de los políticos o el demonismo tecnocrático", nos dice Marco Cugno en su ensayo sobre el libro de Noica Seis enfermedades del espíritu contemporáneo. En esta primera parte del trabajo del filósofo rumano, traducido por Antonio Armonía, se habla de la etiología de esas enfermedades y se recuerda la ciudad ideal, la Siracusa de Platón que, al igual que las futuras estaciones espaciales, padecía una "carencia de lo individual". Don Quijote, Fausto, Zaratustra, Don Juan, Tolstoi y Beckett, entre otros autores y personajes, ejemplifican esas enfermedades que, a la postre, son estímulos indispensables para el trabajo intelectual y la creación artística. Para La Jornada Semanal es un motivo de especial satisfacción presentar al lector mexicano a uno de los mayores pensadores de nuestro tiempo, Constantin Noica, maestro de Cioran y de una generación de filósofos rumanos.

Además de las enfermedades somáticas, identificadas desde hace siglos, y de las enfermedades psíquicas, identificadas en tiempos más recientes, deben existir otras, de orden superior, que llamaremos enfermedades del espíritu. Ninguna neurosis puede explicar la desesperación del Eclesiastés, el sentimiento de exilio sobre la tierra o de alienación, el tedio metafísico y el sentimiento de vacío o del absurdo, la hipertrofia del yo y el rechazo de todo, la contestación sin objeto, así como ninguna psicosis puede explicar el furor económico y político, el arte abstracto, el "demonismo" técnico o el del formalismo extremo en la cultura, que conduce a la primacía de la exactitud a ultranza.

No hay duda de que alguna de estas tendencias condujeron y conducen a grandes creaciones. Sin embargo, estas son grandes irregularidades del espíritu. Sólo que, mientras las enfermedades somáticas tienen un carácter accidental (hasta la muerte, se ha dicho, es un accidente para el ser viviente) y las psíquicas son en cierto modo contingentes y necesarias, pues dependen del acondicionamiento individual y social del hombre, y son por tanto como éste, accidentales, las enfermedades del espíritu parece que se manifestaran como enfermedades constitucionales.

Aquello que queremos mostrar en estas páginas es que las enfermedades del espíritu son en realidad enfermedades del ser, enfermedades ónticas, y que por tanto, a diferencia de las otras, bien podrían colocarse, en el caso del hombre, entre las enfermedades constitucionales; porque, si el alma y el cuerpo participan del ser, sólo el espíritu lo refleja plenamente, ya sea en su fuerza o en su precariedad. También el ser está enfermo en alguna de sus versiones. Las cosas inanimadas y animadas pueden encubrir alguna enfermedad del ser, que éstas, con su aparente estabilidad, esconden; mientras el hombre, con su inestabilidad superior, revela la propia enfermedad. En suma, el ser puede revelarse no sólo enfermo, sino también falso.

Si, por ejemplo, un científico encontrase el modo de prolongar la vida hasta el infinito y pusiera su descubrimiento a disposición de la humanidad, al principio obtendría gloria; pero luego debería ser llevado a juicio. Sería un falsificador de valores, equivalente a decir un falsificador del ser. Así como existen falsarios, pueden existir también los falsificadores de otros valores distintos al dinero, por ejemplo los falsificadores de la verdad o de la belleza y, sobre todo, los falsificadores del bien. (Se nos puede preguntar si una parte de la tecnología moderna, al producir determinados tipos de bienes inútiles, no falsifica la idea de bien.) En la medida en que el ser sea un valor, o sin más "el valor" en el seno de lo real, podría por lo mismo incurrir en una falsificación; aquel científico nos ofrecería un ser falso, del mismo modo en que los falsarios ponen en circulación billetes falsos.

Es probable, sin embargo, que no podamos abstenernos de emplear el ser falso obtenido, aunque nos abstenemos de usar billetes falsos, por el que los falsificadores no sufrirían condena alguna. Al contrario, emplearemos el ser falso para intentar darle sentido y plenitud ontológica a una existencia que, dentro de sus límites normales, no abarca su propio ser. En otras palabras, con un ser falso –similar a la existencia de la ameba, que supera en duración a todas las demás existencias terrestres– tenderemos a compensar un vacío de ser.

Pero sólo ahora, extendiendo la vida humana en el tiempo, veremos nuestro vacío de ser, como en la fábula rumana Juventud sin vejez, que muestra de modo admirable cuán insulsa es la vida humana proyectada sobre el plano de la eternidad. No tienes el derecho de pedir el prolongamiento de una vida parecida, que sufre de una anemia crónica o de una verdadera y auténtica hemofilia espiritual. No puedes recibir como regalo su prolongamiento. Pero te puedes preguntar, en el instante en que comprendas que la eternidad no es condición suficiente para acceder a la plenitud del ser (y tal vez ni siquiera la necesaria), si será algo más, aparte del hecho de ser "efímero", que hace del hombre un ser enfermo por excelencia, como ya quedó dicho. Más allá de la enfermedad crónica –si de enfermedad se trata– de un ser humano medido en el tiempo, verían la luz las verdaderas enfermedades del hombre, un ser que existe en el tiempo, pero que no encuentra su medida dentro del tiempo.

El prolongamiento de la vida hasta el infinito representa sin duda un ejemplo extremo para evidenciar la carencia de ser en el hombre; escojamos uno más plausible, que en un futuro próximo estará a la vista de todos. Las enfermedades ónticas, que se reflejan en el hombre como enfermedades del espíritu, se manifestarán en él de modo sorprendente cuando habite, como se prevé, por largos periodos en las estaciones espaciales. Este hombre carecerá de algo que de pronto nos damos cuenta debe constituir un elemento esencial para la plenitud del ser: lo individual. Respirará aire, pero será un aire acondicionado y general, no este aire, siempre determinado, de su tierra; se nutrirá, pero de sustancias generales; concluirá experimentos y enriquecerá su conocimiento, pero será un conocimiento que se fijará en la esencia antes que en las realidades particulares; se deleitará mirando cualquier planta, pero será tan sólo una planta de laboratorio. Así pues, le faltará algo: la realidad individual, "esta cosa determinada", el tode ti del filósofo griego. Sufrirá de una enfermedad que podemos llamar todetite. Ni las cosas que lo rodeen, ni él mismo tendrán características de la realidad determinada, sino más bien de aquellas cosas generales. El hombre deberá regresar a la tierra de vez en cuando o definitivamente para curarse de su todetite.

Los enfermos de todetite ya existen, como siempre han existido entre las grandes naturalezas teoréticas: por ejemplo los héroes de Los demonios de Dostoievski –o ciertos héroes de Thomas Mann– para quienes la sociedad real ofrece modelos en abundancia. También Platón de tanto en tanto sufría de todetite, cuando insistía, como a la caza de una obsesión, en querer implantar su ciudad ideal en la realidad de Siracusa. Por otra parte, es posible que en la sociedad del mañana la elaboración teórica y la programación impongan su primacía y la enfermedad de la todetite (la necesidad de volver a encontrar lo individual) se difunda cada vez más. Hasta ahora se ha manifestado la enfermedad opuesta, o sea, aquella en la que el sufrimiento no proviene de la carencia de lo individual, sino de la carencia de lo general. Refiriéndonos de nuevo al término griego –katholou, "en general"–, podemos definir esta enfermedad como catholite.

En cierto sentido, la catholite es la enfermedad espiritual típica del ser humano, torturado como está por la obsesión de elevarse a una forma válida de universalidad. Cuando, en un acto elemental de lucidez, el hombre sale de la anestesia de los sentidos generales por los que se le manipula continuamente, en interés de la especie y de la sociedad, busca por todos los medios sanar de la insatisfacción de ser una simple existencia individual, sin ningún significado particular de orden general. Con la mayor parte de los compromisos que asume deliberadamente, busca apropiarse de los sentidos generales. A menudo se deja engatusar por bellos hechos (por ejemplo, la ideología de su tiempo): de tal modo sana sólo en apariencia y deja perdurar en lo profundo la enfermedad. Pero la catholite recobra virulencia, aun en las naturalezas humanas normales, cada vez que el acto de lucidez se prolonga por un tiempo suficiente para consentirle al hombre darse cuenta de la vanidad de lo general escogido por él.

La literatura –la que significa vida– ofrece también a veces ejemplos múltiples. En el Journal de Salavin, el escritor francés Georges Duhamel describe el trabajo de un hombre mediocre que, no encontrando por sí mismo, hombre normal como es, ninguna otra posibilidad de elevarse a los sentidos generales, decide sin más convertirse en santo. La enfermedad de la catholite, latente en cada hombre pero activada aquí de modo deliberado, esta vez tiene una evolución lenta y rigurosa, en cierto modo serena, en el desastre que provoca: el héroe se separa poco a poco de la sociedad y de la familia, de la vida cotidiana y al final de la vida misma, bajo la blanda obsesión de un orden general que estas realidades no contienen. Por el contrario, la misma enfermedad asume un carácter histérico en César Birotteau, el héroe de Balzac, que lo lleva a convulsiones de patetismo tales que lo empujan a afrontar, a su nivel de hombre normal, a Napoleón en persona. En realidad, él trataba de elevarse a un nivel de afirmación general, mediante la confrontación con un destino que le parecía de una generalidad máxima. Son como dos casos clínicos extremos, dentro de los que se enmarcan, con diversos matices, innumerables formas de catholite, enfermedad que todos sufrimos, seres carentes de lo general como somos.

Además de la catholite y de la todetite, sufrimos de una tercera enfermedad en lo profundo de nuestro ser espiritual. La carencia de lo general adecuado en la catholite y de lo particular adecuado en la todetite no representan los únicos motivos de crisis espiritual en el hombre. Éste también necesita determinaciones adecuadas, o sea, manifestaciones que correspondan armoniosamente ya sea a su ser individual o al sentido general al que tiende. Y puesto que la enfermedad depende, en este caso, de la imposibilidad de obtener las determinaciones, podemos llamarla horetite, pensando en el término griego horos, "determinación". La enfermedad expresa el tormento y la exasperación de no poder obrar de acuerdo con el propio pensamiento. En la cultura europea existe un modelo extraordinario de enfermo de horetite: Don Quijote. Todo su trabajo consiste en darse determinaciones; pero su verdad le resulta refutada, en la primera parte de la obra (se trata de molinos de vientos y rebaños), porque él mismo se las inventa, mientras que en la segunda parte no son determinaciones reales para él porque todo depende de las invenciones de los otros.

Sin embargo, en el caso de la catholite puede existir una forma clínica menos violenta de la enfermedad, que lleva a la calma y la serenidad, pero es una vana espera de determinaciones que dura toda la vida. Así sucede en la novela de Dino Buzzati, El desierto de los tártaros, en la cual el héroe se deja arrastrar poco a poco por la enfermedad de la horetite, en la espera de la eventual batalla, en un puesto fronterizo, contra un enemigo desconocido. Pero el verdadero enemigo será la muerte pura y simple, o sea, la determinación última que se manifiesta en la vida de los hombres, privados como estamos, la mayor parte de las veces, de determinaciones que tengan sentido. Y, de nuevo, entre estas dos formas clínicas extremas puede insertarse cada forma de horetite, como tercera enfermedad espiritual del hombre.

Nos parece que, en las páginas precedentes, podemos identificar tres enfermedades espirituales que reflejan la posible carencia de los términos del ser en el hombre: lo general, lo individual y las determinaciones. Como en una medicina alternativa, y no sin una sonrisa, naturalmente, les hemos puesto nombres. ¿Pero cómo no nombrarlas, si estas enfermedades se manifiestan de modo muy claro en el hombre y, más aún, como "situaciones" del ser, también en las cosas? No obstante la lista de enfermedades no se cierra aquí.

Se pueden manifestar, a nuestro parecer, otras tres enfermedades, esta vez no a causa de la carencia, sino a causa del rechazo (en el hombre) o de lo inadecuado (en las cosas) de uno de los términos del ser. Después de haber nombrado las tres primeras, haremos lo mismo con las otras tres que vienen a completar el cuadro de las enfermedades del ser y del espíritu. Las llamaremos acatholia, atodetia y ahoretia, y dejaremos que se presenten solas de modo más amplio, a través de sus manifestaciones en el hombre, porque son un poco más extrañas a primera vista. Las ilustraremos mediante tres creaciones culturales, toda vez que la cultura es un espejo que engrandece la vida espiritual del hombre.

1. Don Juan y el rechazo
de lo general

Para la enfermedad de la acatholia escogemos el caso de Don Juan. Se trata de un destino humano límite, en el que lo general demuestra ser categóricamente negado –o bien es convertido en una simple estatua de piedra. En un destino similar se puede leer sin error el síndrome de la enfermedad espiritual correspondiente.

Don Juan encarna plenamente el primer término del ser, lo individual, en cuanto él es una verdadera "individualidad", o sea, un hombre que se ha desprendido de la inercia de la generalidad común. No cualquiera es un individuo. Los hombres son de ordinario, como las cosas, simples realidades particulares, no individuales, o sea, casos particulares de la especie humana y de los ordenamientos de la sociedad. Si a pesar de ello aún queremos llamar "individuo" al caso particular en cuanto a que es indiviso (como lo es el grano de frijol, indivisible como grano), entonces debemos decir: no cualquier hombre, por el contrario, se alza al nivel de la individualidad.

Don Juan se ha despegado de la inercia de ser en cualquier cosa predeterminada, dando un vuelco propio. No quiere dejarse engañar más por las verdades (prejuicios) de la sociedad y de la religión. Es un libertino y, como tal, hace lo que le parece y le apetece. En este sentido, tiene una individualidad, que todavía no es una personalidad, porque ha salido de un orden y debería abrirse a un orden suyo propio. Pero él no se abre deliberadamente a nada. Es una "individualidad" pura. Es el hombre del diablo, como dice su criado Sganarello (en la versión de Molière), equivalente a decir el individuo carente de ley, el que rechaza lo general.

Despegado y suspendido como está, el individuo no navega sobre las aguas de la vida y no se deja arrastrar por donde ésta quiera; él se da las determinaciones, es él quien asume la iniciativa de los eventos que lo modelarán. Un libertino como Don Juan pone así en juego también el segundo término del ser, las determinaciones, en cuanto el libertino es aquél que se da determinaciones libres. Su ser y sus acciones son por otra parte perfectamente homologables. La comparación que habitualmente se hace entre Don Juan y la mariposa que va de flor en flor tiene un significado propio, así como tiene sentido decir que él es un elemento de la naturaleza que vive de atracciones y repulsiones. Sólo que en el caso del hombre aparecen, en el capítulo de las determinaciones, dos notas nuevas: la infinidad y, sobre todo, la culpabilidad, equivalente a decir la responsabilidad.

El Don Juan de Molière no tiene, a decir verdad, la lista de determinaciones que se da, las "mil y tres" conquistas femeninas, sino que él mismo pone en juego una "infinitud" de determinaciones similares y le explica a Sganaresllo sus impulsos, elaborando la teoría de la infidelidad humana respecto de cada determinación, y de cada amor dado. ¿Cómo es posible detenerse en uno solo?

Esta teoría de la infidelidad necesaria en las cosas del eros ya había sido enunciada por otro: Platón. Mientras que en este último la infidelidad a una sola o a múltiples encarnaciones de lo bello era una elevación hacia la Idea de belleza, o sea, hacia un general que comprendía todas las determinaciones superadas, en Don Juan la infidelidad es ciega y permanece en el mismo nivel, sin ninguna elevación. Él quiere sencillamente "hacer justicia" a la belleza de todas las mujeres que encuentra. Pero no sabe decir también: a la pura y simple belleza, a lo general. Por esto ama la conquista por sí misma, por los "pequeños progresos" que realiza día tras día al vencer la resistencia, y esto le da sin más el sentimiento de ser un conquistador a la medida de los grandes. Se siente un Alejandro, dice, capaz de conquistar, a su modo, toda la Tierra. Y aquí se manifiesta la palabra que traduce su desequilibrio; él desearía que existieran otros mundos, para poder hacer nuevas conquistas amorosas, hasta el infinito.

En posesión así de los dos primeros términos del ser, Don Juan rechaza el tercero, lo general. He aquí que aparece en su lugar el "malvado infinito", del que hablaba Hegel, la infinitud del ahora y siempre. Ésta precipita a Don Juan en la nada, así como transforma en nada todo aquello que es simple repetición de sí, ciega rotación. Ya no es necesaria la condena moral de la sociedad, ni siquiera la religiosa del cielo, que invocan Sganarello, o el papá de Don Juan, o la misma Elvira. Es condenado por el simple hecho de haber caído en el "malvado infinito" de las determinaciones. Y si esta desventura del ser, de caer en el "malvado infinito", puede pertenecer, en el fondo, también a las cosas inanimadas o a los seres inferiores, aquello que distingue a Don Juan, como una particularidad de veras característica del hombre, es la culpabilidad: no tanto la culpabilidad de contravenir las leyes terrenas o celestiales, o sea un general determinado, sino aquella de repudiar lo general como tal.

En Molière es interesante el hecho de que, a diferencia de sus predecesores españoles o italianos, que ponían el acento en el castigo divino, él parece querer decir esto. Por otra parte toda la obra –después de la presentación del héroe– se concentra en la confrontación con este general inerte, de piedra. Don Juan queda descrito en su última hora, cuando el mecanismo de las determinaciones, a falta de lo general, rompe incluso eso. En vez de continuar gozando de los "pequeños progresos" de la conquista, como había dicho, y ejercitarlos con sutil arte sobre casos escogidos, el héroe sólo conquista simples jovenzuelas campesinas, con el medio más rudimentario y carente de matices: la solicitud de matrimonio. Tal vez usando medios más refinados habría podido seguir fascinando a un criado como Sganarello, que en cambio se exaspera por el desorden simple y puro, no compensado nunca siquiera por el refinamiento del sacrilegio, ni tampoco por el placer consumado. Y el desorden de Don Juan se refleja de lleno en el desorden de los discursos que le suelta Sgaranello que ahora querría desesperadamente devolverlo al buen camino.

Es aquí, al final de la mitad de la obra de Molière –y en plena campiña, o sea en cualquier parte– que aparece la estatua del Comendador, padre de Elvira, que Don Juan había matado. La generalidad inerte puede aparecer verdaderamente en cualquier parte. Al desorden se contrapone ahora el orden más bajo, la materia muerta. Al menos ésta debería calmar la furia de las determinaciones donjuanescas sin sentido. Las llamadas de los otros, de su padre, de Elvira, del hermano de Elvira a quien Don Juan casualmente había salvado la vida, parecen ser otros tantos avisos de la estatua. Y el mismo Sganarello no siente más que el aviso vacío de lo general, cuando pregunta: "¿Y no os rendís ni siquiera a la sorprendente maravilla de una estatua que se mueve y que habla?" Pero Don Juan le responde: "Allí, efectivamente, hay algo que no sé explicarme; pero lo que sea nunca podrá convencer a mi cerebro ni turbar mi corazón." Aquello que Don Juan no se sabe explicar es que a pesar de no decir nada en nombre del orden, tampoco ha sabido encontrar otro.

Sin embargo, el desorden total no aparece todavía en él, puesto que sabe dominarse y desafiar, sino que aparece en el pensamiento de su criado, quien discurre y argumenta de manera delirante: "El hombre en este mundo es como un pajarillo sobre la rama; la rama está pegada al árbol; quien se pega al árbol, sigue las buenas reglas..." y continúa así de loco hasta la conclusión, perfectamente justificada en sí misma, pero desligada del razonamiento: "...y por consecuencia acabaréis en el infierno." Lo general aparece ahora (pero en el exterior) al final de la pièce para llevarse al no-ser, en un mundo que había rechazado cada apertura al ser. Primero lo general aparece bajo el semblante de una mujer con velo negro, heraldo de muerte, que dice: "A Don Juan sólo le queda un instante..."; después es lo general más próximo a la inercia final, el Tiempo vacío, guadaña en mano, que no dice ni siquiera eso; en fin, es el Convidado de piedra, la estatua del Comendador, que lo toma de la mano. Al contacto de la piedra (de lo general inerte), Don Juan siente el fuego que lo aniquilará.

En las versiones más antiguas, españolas e italianas, la obra se intitulaba El convidado de piedra. Probablemente desde el punto de vista artístico todo es mejor en la versión de Molière, respecto de las de sus predecesores, con excepción del título: el convidado es, de hecho, un pensamiento admirable con respecto a lo general desafiado por el hombre y aceptado por él solamente como un huésped, no como un verdadero amo, como debería ser.

La acatholia es la enfermedad del esclavo humano que ha olvidado cada amo, incluso el interior.

2. Tolstoi y el rechazo
de lo individual

Con respecto a la acatholia, que da prioridad a la individualidad real, con sus provocadores rechazos, la atodetia tiene un carácter más blando, porque da prioridad a lo general, cuyas resistencias son más discretas. El rechazo ahora se produce en nombre de lo general, por tanto en nombre de una entidad o de una ley; pero no se trata ya de un acto de desafío que desemboca en la rebelión, como en el caso de Don Juan, y en la ironía superior, como se verá en el curso del análisis de la acatholia, sino más bien de un acto de compasión al confrontar el mundo, o bien de un acto de indiferencia en las confrontaciones del mundo y de lo individual. La acatholia podría ser característica del mundo europeo, donde descuella la individualidad, mientras la atodetia se manifiesta, al menos, en la forma de la indiferencia por lo individual, sobre todo en el mundo asiático. En cada caso, alguien colocado entre estos dos mundos ha asumido el compromiso de describir, y por tanto de vivir en sus entrañas, el rechazo de lo individual: este alguien es Tolstoi.

La gente común no sabe que sus actos y sus manifestaciones dependen de leyes que aniquilan cada individualidad, aun si se trata de Napoleón. Pero así como en la acatholia lo general negado reaparecía, llevando a la disolución de lo individual, ahora con la enfermedad de la atodetia lo individual se vengará, haciendo que el hombre atodético no tenga ni estabilidad, ni una identidad propia, ni morada. El valor artístico de Guerra y paz, la obra mediante la cual consideramos poder ilustrar la atodetia, no comporta ningún prejuicio, y tampoco el Don Juan de Molière hace concesiones artísticas: como todas las grandes creaciones, estas dos obras florecen sobre el sufrimiento y los desórdenes del hombre, de los que se nutren. Sólo Tolstoi estaba destinado a sufrir por la realización fallida de sus propias ideas y de su propia vida. La obra teoriza la atodetia, pero a menudo, como obra, la desmiente.

El rechazo de lo individual domina toda la novela de Tolstoi, manifestándose desde el final de la primera escena, el recibimiento de Ana Pavlovna Serer. Todos los personajes que entran en escena –a excepción de Pierre Bezuchov, de cuya autenticidad el autor requerirá para organizar en torno a ella la novela– llevan en el ser la impronta de una sociedad bien definida en sus generalidades, que no tiene la menor intención de dejar espacio a la autenticidad individual. Si a pesar de que el artista dentro de Tolstoi no les concede, durante todo el libro, actuar como simples personajes "típicos", el atodético dentro de él, estimulado por la enfermedad, los pondrá en situaciones típicas, o bien –cuando los personajes corran el riesgo de escapar, con su verdad viva, al control de la generalidad para convertirse en seductoras individualidades– buscará aplastarlos invocando insistentemente lo general. Y lo hará con los grandes y los pequeños: con Napoleón y con el zar Alejando por un lado, y con el "tipo" del campesino ruso, Platón Karataev, por otro. Entre estos extremos, todos los personajes laten llenos de vida individual; pero el sentido general intenta, y a veces lo consigue, impedirles abrirse a la vida.

En el caso en cuestión, entre estos extremos, todos los héroes, en primer lugar los personajes lúcidos, están hechos para sentir la vanidad, la suya y la de los otros. Andrei Bolkonski, que yace herido sobre el campo en Austerlitz, mientras Napoleón inspecciona el teatro de la batalla vencida, se dice que ellos son insignificantes respecto al "alto cielo ilimitado". Cuando, al día siguiente, después de ser recogido del campo de batalla y llevado entre los heridos de gravedad, ve nuevamente al emperador, siente claramente toda la "nulidad de la grandeza". Innumerables veces, en la novela, la onda o más bien el reflujo de lo general viene a nivelar y a deslavar todo aquello que busca por un instante asumir un contorno individual. Pero, como si la obra hubiese apostado por desmentir su atodetia, Tolstoi es constreñido a retomar el problema de la inexistencia de lo individual al final de la novela. ¿Qué cosa existe verdaderamente en la historia?, se pregunta.

Este problema de qué cosa exista verdaderamente o, en términos aún más claros, de cuál sea la verdadera fuerza que da sentido y consistencia a los hechos de la historia, y también de la narración histórica, viene explicado en el Epílogo de la gran obra. Las teorizaciones de Tolstoi son vistas usualmente con indulgencia, como la parte más débil de su obra, aun si se admite que el visionario que había en él y el profeta del fin de la vida son solidarios con el artista creador. Es difícil, sin embargo, no ver en estas teorizaciones la honestidad de la naturaleza de creador de Tolstoi, mientras, desde la perspectiva de la atodetia, que ataca la visión del profeta, como enfermedad constitucional del hombre, sus teorizaciones tienen algo de transtornante en la misma medida que la obra.

Casi no vale la pena recordar que el mismo arte pone en juego lo individual y que representa, en definitiva, la conversión de las determinaciones de lo individual en lo general, equivalente a decir que sustrae las cosas de su "catástrofe" para salvarlas "anastróficamente" de la caída, en vez de anularlas; el Tolstoi artista no podía no salvarlas de este modo, por mucho que hubiese hablado de su anulación. Diremos no obstante que su lucidez teorética es sorprendente y, a veces, tan seductora como su inspiración artística, aunque otras veces parezca contrastar con ella.

"Agarrar de repente y expresar en palabras, describir la vida ya no de la humanidad sino de un solo pueblo, parece imposible." No se pueden dar todas las determinaciones de esta gran realidad individual que es un pueblo y no se puede decir desde el inicio cuál es la fuerza que pone en movimiento a los pueblos. En efecto, ¿qué fuerza, qué ley, qué razón crea la historia? La voluntad divina, dice Tolstoi, ya no puede ser invocada; la voluntad de las masas ya no puede ser formulada adecuadamente. En cuanto a la obra de los "héroes" o de las grandes personalidades puesta en juego por los nuevos historiadores, en lugar de la voluntad divina, no puede ser tomada en consideración, si se mira la humanidad de ellos, una humanidad demasiado humana, como él mismo ha hecho con Napoleón y con el zar Alejandro. Con el alma abierta a la humanidad, Tolstoi contempla la historia como un producto de todos.

Cada hombre es, a su modo, un agente de la libertad, como lo sugiere la propia consciencia. Pero, al mismo tiempo, cada hombre siente que la propia voluntad está dominada por leyes, mientras la razón investiga en la historia misma de las leyes, por ejemplo las leyes estadísticas o el determinismo político-económico. En efecto, dice Tolstoi, en la historia pasa como en todas las demás ciencias: determinadas fuerzas se manifiestan en forma de leyes. La fuerza de la humanidad es la libertad, así como para la naturaleza las fuerzas son la gravedad, la inercia, la electricidad, la vitalidad. ¿Pero qué sabemos de estas fuerzas?, se pregunta Tolstoi. Tan poco como de la esencia de la libertad. Pero sabemos una cosa: si existiera un cuerpo que se moviera fuera de las leyes mecánicas, todas las ciencias naturales desaparecerían. Lo mismo acontece con la libertad: ella debe encontrar, en el límite, la necesidad.

La obsesión está tan metida en Tolstoi que lo lleva al fatalismo. Se podría decir, por el contrario, que le da demasiada importancia a las masas humanas y a cualquiera en particular, llegando así a lo "infinitamente pequeño" de la libertad, según su expresión, y anulando a la postre a la persona humana. Al invocar la "libre" voluntad de algunos grandes hombres como causa de la historia, en realidad no se hace historia, dice Tolstoi, porque se tiene el deber de llegar a la libertad infinitesimal, de cualquier individuo, que sin embargo resulta inaccesible. Pero sucede como en la ciencia, donde, sin siquiera conocer la esencia de la gravedad, aún se ven las leyes; no se conocerá la necesidad histórica última, pero se verán sus leyes, mediante la integración de los elementos infinitesimales, también los desconocidos. "El curso de los eventos mundiales [...] depende de la concomitancia de todas las voluntades de los hombres": este fue el comentario del autor de cara a la incógnita histórica que culminaba, en la época, con la batalla de Borodino.

En efecto, Tolstoi dice algo admirable, constantemente confirmado por la ciencia: el vínculo entre dos series de hechos desconocidos puede ser algo conocido. Nosotros no sabemos en el fondo qué cosa es la libertad y tampoco sabemos qué cosa es la necesidad, pero sabemos cuál es su vínculo. Lo individual se da determinaciones diversas, que no podemos conocer en su totalidad ni tampoco prever; lo general también llevará su infinidad organizada de determinaciones, igualmente desconocidas. Pero el ser, el ser histórico esta vez, nace del vínculo entre determinaciones, que sin la conversión en algo general no son nada, y este mismo general, del que no sabemos si acaso no será una nada. Como en el cálculo infinitesimal, de dos nadas nace algo determinado.

¿Dónde se encuentra verdaderamente lo individual? Tolstoi ha negado que exista –en Guerra y paz al menos–, y su grandeza consta en haber intentado lo imposible; la plenitud de la visión artística sin la plenitud del ser histórico que había puesto en juego.

En realidad, más allá de los destinos individuales que, desde el punto de vista artístico, Tolstoi no puede impedirse delinear y más allá de la misma salida, consentida, de un personaje, Pierre Bezuchov, la obra vive por la extraordinaria evidencia que asume otra realidad individual: la época. Ésta no puede ser aplastada por las leyes históricas y tampoco ser reducida al papel de un elemento infinitesimal. Pero para la atodetia de Tolstoi resulta profundamente significativo el fracaso artístico relativo a Platon Karataev, que habría debido constituir el personaje-clave de la obra (aunque sea episódico en apariencia). A este personaje el autor no lo puede representar de modo vivo, sino como un tipo, el "campesino ruso", bajo la vana declamación de la generalidad. Pero el rechazo de lo individual se manifiesta también en aquella obra-clave que habría debido ser la vida misma de Tolstoi, con su profetismo, y que lo lleva a la inestabilidad ya sea en su mundo histórico o en su propia existencia, la cual culmina en la fuga "de casa", o sea de cada refugio. Se podría decir que él es der Unbehauste, como Fausto, si su atodetia no fuese en sí misma la enfermedad típica de todos los profetas.
En esta segunda parte del ensayo de Constantin Noica, el notable filósofo rumano, se hace el análisis de algunos aspectos de la obra de Samuel Beckett, Esperando a Godot. Noica nos dice que lo general existe y que, en la obra de Beckett, es representado por el irrepresentable Godot. De esta manera la obra central del teatro del absurdo se une al Libro de Job, aunque anula la débil luz de esperanza que brilla en el fondo del texto bíblico. Duhamel y su Salavin, Dino Buzzati y el enemigo que tal vez no exista en el desierto tártaro que rodea a la fortaleza, Galileo, Cremonini, Nietzsche, los dioses enfermos y los pueblos y las épocas históricas, ilustran y ejemplifican esas enfermedades del espíritu presentes “en el gran desorden del universo”.



3. Godot y el rechazo de las determinaciones

Después del rechazo de lo general y de lo individual, ahora le toca al rechazo de las determinaciones con la ahoretia, una enfermedad también significativa para el mundo contemporáneo (la ahoretia de los hippies, por ejemplo), aunque en el fondo sea una enfermedad constitutiva del hombre y, por tanto, en cierta medida eterna.

No hay nada de absurdo, al menos sobre el plano de las consecuencias prácticas, en negar la existencia de la divinidad, de las leyes o de cualquier cosa de orden general, como hace Don Juan. Y todavía más: no hay nada de absurdo en decir, como Tolstoi, que el individuo como tal no existe, sino que se halla hundido en algo más vasto que él o que es sencillamente evanescente. Es absurdo decir que las manifestaciones del individuo, sus mensajes, cuando se refieren al hombre, y en general las determinaciones del ser individual o de las situaciones individuales no existen, o que pueden ser intercambiables, o que no significan nada. "Nada que hacer", es el primer compás de Esperando a Godot de Samuel Beckett.

Don Juan era una naturaleza individual que se imponía toda clase de determinaciones (mil y tres), aunque iba a la perdición por falta de un sentido general propio. La visión histórica (en el Epílogo de Guerra y paz) representa la infinidad de determinaciones –la libre voluntad de los hombres– enredada en la necesidad de lo general último, pero corre el riesgo de ignorar completamente lo individual, que se convierte en una realidad infinitesimal. El absurdo contemporáneo (como el del Eclesiastés), por el contrario, la toma con las determinaciones y las desordena, empezando por la comunicación entre los hombres y los contactos humanos.

Cada uno de estos tres grandes momentos de la literatura humana prejuzga, en parte, aquella que estamos tentados a definir como la "tríada ontológica", destinada a ser repropuesta inconscientemente también por la literatura; una tríada que pone en juego ya sea lo individual, las determinaciones o lo general. Pero el ser, y junto con él el habla, resulta perjudicado más profundamente por el absurdo contemporáneo, el cual, desordenando y suspendiendo las determinaciones, en primer lugar la comunicación, corre peligro de no poder explicar ya nada, si no es bajo la forma del no decir (como en el teatro de Ionesco).

Y es aquí, más que en lo trágico de Don Juan o en la eventual tragedia de la persona según la visión de Tolstoi, que residen los síntomas de aquello que podría ser definido como lo trágico moderno. A diferencia de lo antiguo, que dependía de la fuerza de lo general, lo trágico moderno proviene de la libertad caótica de las determinaciones y, al final, de la pulverización de éstas. El existencialismo moderno ha advertido el aspecto trágico de esta libertad perfecta de poder hacer lo que sea, equivalente al tormento de no poder saber qué se debe hacer exactamente; y la revolución tecnocientífica ha asumido, a los ojos de cualquiera (como los del "Club de Roma", por ejemplo), el carácter de evento inquietante, porque dispone de una total libertad de medios que consienten en darle vida a cualquier cosa, en la jungla de determinaciones que se dan en el conocimiento, la creatividad y por supuesto el desarrollo demográfico liberado del fatum de la muerte precoz.

Por algún tiempo, esta libertad de las determinaciones no se consideraba un desorden, sino una gloria y un triunfo para el hombre moderno. Como las artes figurativas, liberadas de los temas arcaizantes o religiosos, han dado curso a la libertad de expresar cualquier cosa, a partir del impresionismo y de las escuelas sucesivas; como el conocimiento científico se ha extendido por doquier y ha levantado el velo de todos los misterios, o ha pretendido hacerlo; como la tecnología ha creado todos los instrumentos, útiles e inútiles, hasta apropiarse, fabricándolo, de aquel extraño instrumento que es el cerebro humano; así mismo ha hecho la literatura, que ha descrito todas las vidas, todas las épocas, todas las conciencias y todas las profundidades de la conciencia, junto con todos los mundos perdidos, olvidados o por descubrir.

¿Pero a qué se ha llegado con esta libertad total de las determinaciones comprendidas en el modelo del ser? No ciertamente al ser, sino más bien a los riesgos del no ser –lo que no debe ser siempre entendido como una condena, sino sólo como una advertencia de que el hombre contemporáneo se debe hacer a sí mismo. En las artes figurativas, después de haber representado tanto (de cada rostro se ha hecho un retrato, cada ángulo de la naturaleza se ha convertido en paisaje, cada objeto colocado sobre la mesa ha podido convertirse en "naturaleza muerta"), los creadores ya no quieren representar nada de cuanto existe, sino que en el mejor de los casos hacen arte abstracto; en el conocimiento científico, en el cual han sido develados algunos misterios del pasado, han aparecido nuevos misterios, incluso en el plano más racional, como el de las matemáticas, con las paradojas de la lógica; en la técnica, donde los resultados obtenidos son muy superiores a cuanto había soñado el hombre del pasado con su imaginación pigre y ligada al modelo animal (el vuelo de los pájaros, por ejemplo), se ha llegado a tomar por asalto la naturaleza y a la pregunta de si un cerebro que tuviese todo el resto del cuerpo artificial o, viceversa, un cuerpo natural con un cerebro artificial, sería el mismo hombre, otro hombre o simplemente un hombre. En la literatura, después de haber dado curso a todos los mensajes, se ha llegado a la ausencia de mensaje y puesto que también la ausencia de mensaje era una manera de decir algo, se ha llegado a la anti-palabra y al anti-sentido, al anti-discurso sobre la anti-naturaleza y sobre el anti-hombre.

Es admirablemente clara, a este respecto, la salida de Beckett en Esperando a Godot porque, en su género, se trata de una salida. Lo individual existe; lo general existe, bajo el nombre de Godot (God, Gott, o su caricatura, el dueño de las ovejas y de las cabras, con las que no hace nada), lo esperado. Pero las determinaciones no existen ya y los hombres no quieren imponérselas más. Las boicotean. Es posible ver el boicoteo (de la naturaleza, del sentido, de la comunicación, del mensaje, de los ordenamientos) en varias creaciones del arte contemporáneo. Pero la obra de Beckett es la teorización del boicot. "Nada que hacer", dice Estragón, y Vladimir, que continúa recordando algo y deseando algo, al menos un poco de conversación y de juego, añade: "Empiezo a creerlo también yo. Me he resistido bastante a este pensamiento... Y retomo la lucha." Pero no hay nada más que hacer que esperar la venida de Godot. Quedan vacío lo individual y vacío lo general. Entre ellos no dejan lugar a casi nada.

Sin embargo uno mira el sombrero, como si esperase encontrar algo, y el otro mira el zapato, y Vladimiro se pregunta: "¿Y si nos peináramos?" Habría lugar para la peinada. "¿De qué?", pregunta Estragón. "¿De ser nacidos?" Y trae a la mente la reflexión de la antigüedad: "Mejor para el hombre si no hubiera nacido."

"¿Tenías algo que decirme?", retoma con dulzura Estragón. Y Vladimir: "No tengo nada que decirte." Entonces el primero reflexiona en voz alta: "¿Y si nos colgáramos?" Ya han ahorcado y colgado todo lo demás. Y el otro responde: "No hagamos nada. Es más prudente." En ellos permanece una espera, el último resto posible: ¿qué les dirá lo general? "Tengo curiosidad de saber qué nos dirá (Godot)", exclama Vladimir. Entonces Estragón, que está más distanciado, por estar inmerso en el olvido y el no-sentido, tiene un estremecimiento: "¿No estamos ligados (a Godot)?"

Desde el momento en que siguen viviendo, ellos están ligados a una forma de generalidad que se puede llamar Godot, y a través de él se ligan directa o indirectamente con otros hombres, como Pozzo, que ahora entra en escena con Lucky, el criado guiado por medio de una cuerda. También Pozzo sabe de Godot, "También yo estaría feliz de conocerlo", exclama. Sin embargo, él no se somete para nada al orden general, sino sólo a su capricho de patrón que los hace tirar de la cuerda de Lucky (¿su cuerpo? ¿su instrumento?) cuando algo le pasa por la cabeza. Acaba por sentirse en cierto modo obligado hacia los dos, que han aceptado conversar con él. "¿Qué puedo hacer por esta buena gente que se aburre?" Prueba con la piedad, una piedad terrible por el tedio del mundo. En tanto, Estragón dice: "No pasa nada, ninguno viene, ninguno va, es terrible." Todo es terrible, excepto el hecho de que se espera a Godot, cuyo mensajero, el Muchacho de las respuestas estereotipadas, llega para anunciar su venida el día siguiente. Y el día siguiente será igual al precedente. Pero Estragón ha olvidado qué ha hecho con anterioridad, en torno al mismo árbol, ahora cubierto de hojas, para darse, por fuerza, las determinaciones que los hombres se niegan a sí mismos. Estragón ha olvidado: "¿Encontrarme? ¿Dónde quieres que me encuentre? ¡He arrastrado mi puerca vida a través del desierto! ¿Y tú querrías que vea los matices? (Mirada circular) ¡Mira este asco! ¡Nunca he salido!"

Tampoco salen ni siquiera ahora. "No es el vacío lo que nos falta", dice Estragón como comentario del destino de ellos. Y añade: "Encontramos siempre algo, ¿verdad, Didi, para darnos la impresión de existir?" Y así, pasan los dos al juego de los zapatos, pero sobre todo al juego de los tres sombreros –los suyos y el olvidado por Lucky el día anterior– posados sobre dos cabezas. ¡Cuántas combinaciones se pueden hacer con tres sombreros sobre dos cabezas! Podrían continuar así, hasta el infinito. No se necesitan más palabras: el sencillo juego clownesco de los sombreros lo dice todo, mientras el regreso de Pozzo, ahora ciego, junto con Lucky, ahora mudo, no puede añadir nada al juego de los sombreros, si no, tal vez, sugerir que aquellos que todavía estaban agitados el día anterior habían hecho demasiado. "No quiero respirar más", había dicho Estragón. En esta total entropía humana a la que han llegado, "en esta inmensa confusión", como sentencia Vladimiro, "una sola cosa está clara. Nosotros esperamos que venga Godot."

Se encogen, en posición fetal, con la cabeza entre las piernas, como si quisieran encontrar el estado de gestación primordial. Cuando llega el Muchacho del día anterior para anunciarles que Godot vendrá "mañana", les dará la respuesta más ajustada a la pregunta: "¿Qué hace el señor Godot?" "No hace nada, señores." No quedaría más que colgarse en un mundo en el que ni siquiera lo general tiene nada que hacer ni que prescribir. Aunque en un mundo similar las sogas no aguantan. Estamos en medio del desierto, como decía Estragón.

Era igual en el Libro de Job. Pero allá el mundo no estaba en las últimas, mientras en el mundo del absurdo contemporáneo nada significa más nada y cada determinación es superflua. La ahoretia es la enfermedad que manda al hombre a las arenas del desierto, o a los jóvenes bajo los puentes, o sea "a ninguna parte". La acatholia y la atodetia podían hacer que el hombre se afanara por afirmar; la catholite, la todetite y la horetite, a su vez, podían llevar, con sus accesos u otras veces con el síndrome común de sosegada evolución de la enfermedad, a grandes realizaciones humanas. La ahoretia, en cambio, en sus consecuencias extremas es la enfermedad del no-acto. Pero aun ella se demostrará infinitamente creadora.

Aquello que era sorprendente en todas las otras enfermedades espirituales, o sea que no convierten al hombre en un inválido, como las enfermedades del cuerpo y del alma, sino que le confieren fuerzas insospechadas, aun cuando parece que lo paralizaran, se hallará plenamente confirmado también en la ahoretia.

Las seis enfermedades

A diferencia de las enfermedades habituales, que pueden ser innumerables, desde que son causadas por diversos agentes y variadas circunstancias externas, las enfermedades de orden superior, las enfermedades del espíritu, no pueden ser sino seis, en cuanto reflejan seis situaciones o precariedades del ser.

La primera situación consiste en no tener, para una realidad individual y para sus determinaciones, algo de orden general. Las cosas se manifiestan en todos los modos, pero no son realmente. En el hombre es la catholite.

La segunda consiste en no tener, para las determinaciones que se ligan a algo general, una realidad individual. Las manifestaciones se pueden organizar de todos los modos, pero no son realmente. Todetite.

La tercera situación óntica consiste en no tener, para algo general que ha asumido una forma individual, determinaciones aptas. Las cosas "se realizan" en principio, pero ni siquiera ahora son realmente. Horetite.

La cuarta, opuesta a la precedente, consiste en no tener (o para el hombre en el rechazo), para algo individual elevado a lo general, determinaciones específicas. Puede ser un acceso al orden, pero las cosas, estando privadas de manifestaciones determinadas, no son realmente. Ahoretia.

La quinta consiste en no tener o, para el hombre, en desconocer, para un general especificado mediante varias determinaciones, una realidad individual. Las manifestaciones tienen una correspondencia segura, pero sin la concentración en una realidad: así pues no son realmente. Atodetia.

La sexta precariedad del ser consiste en concentrar (en el hombre de modo deliberado) en una realidad individual determinaciones privadas en sí mismas de la certeza de lo general. Las cosas se fijan, pero en algo que, sin el apoyo de lo general, no son realmente. Acatholia.

Es a causa de estas seis enfermedades, verosímilmente, que se ha podido hablar del hombre como del "ser enfermo" en el universo, y no a causa de las enfermedades habituales que, incluso las nerviosas, pueden culpar a tantos otros seres vivientes. No habían recibido nuestra denominación y tal vez no habían sido coligadas siempre claramente a las carencias del hombre, sobre la línea del ser, pero nos parece que de ellas se tratara cada vez, y de todos modos es el conjunto de ellas lo que podría autorizar a definir al hombre como el ser enfermo del universo, desde el momento en que para él son constitutivas.

Pero, si se toma en el sentido común la palabra enfermedad, suena inadecuada en referencia al hombre. No sólo el hombre, en efecto, está enfermo del ser, sino todo demuestra que lo está, más bien no puede sustraerse –a diferencia del hombre– a la negatividad de la enfermedad óntica.

En el ámbito de la cultura ocurre algo muy extraño: ésta parecía destinada a sacar a la luz la perfección de las cosas (sus leyes y el orden de los que dependen y, en el hombre, las leyes y el orden de los que debería depender); pero, al develar sus leyes, la cultura ha sacado a la luz la imperfección.

Los dioses se han revelado enfermos. Después de haber creado un mundo inferior a las expectativas, algunos de ellos se han retirado, convirtiéndose en dioses odiosos, una suerte de naturalezas demasiado generales, sin rostro ni carácter; otros, en cambio, se han mezclado demasiado en los quehaceres humanos, como los dioses griegos, convirtiéndose en naturalezas demasiado individuales, casi unilaterales y mutiladas por su especialización; otros, en fin, no obstante haber permanecido naturalezas generales, han tenido rostro y carácter, pero sin un régimen claro de vida, ni haberse sabido dar determinaciones, o bien se las han dado en un número excesivo, como los dioses indios. Los dioses están enfermos.

También el cielo está enfermo. Los antiguos creían en la incorruptibilidad de los astros y de las esferas celestes (así como creían en la incorruptibilidad divina). Pero el telescopio de Galileo vino a demostrar las imperfecciones de la luna, que su contemporáneo Cremonini no quería ver; y hoy parece que se ha llegado a identificar las enfermedades galácticas. En el Cosmos está escondida una carcoma.

También la luz está enferma. Goethe creía aún en su perfección, protestando contra Newton, que la consideraba una mezcla de siete colores, y por tanto impura. Pero no sólo es impura; también viene medida, en su paso de entidad cósmica débil, que avanza a sólo trescientos mil km/s. Impura en sí misma, débil, la luz también está escindida internamente, siendo al mismo tiempo corpúsculo y onda. ¡Cuántas enfermedades en un simple rayo de luz!

Aunque también el Tiempo, el tiempo absoluto, homogéneo y uniforme, con su ritmo implacable, se ha revelado menos majestuoso, al convertirse en un simple tiempo local, o un tiempo solidario con el espacio, mientras el espacio mismo se transforma, a su vez, por orden universal de coexistencia de las cosas, en simple campo espacial, en una suerte de realidad regional, como en un universo en el que existieran innumerables partes, pero disgregadas.

¿Y no decimos también que la Vida está enferma, con sus aproximaciones y sus incertidumbres? ¿No les parece así a los biólogos contemporáneos, para los cuales es el resultado de un caso transformado por necesidad, una especie de tumefacción incidental de la materia –sobre la Tierra, al menos– siempre turgente, que crece y se hincha, junto con el hombre, tal vez hasta el estallido del absceso? Seguramente está enfermo el Logos, que se manifiesta despedazado en lenguas naturales; y aunque no se admita que se trata del resultado de un castigo divino por el asalto humano a la torre de Babel, pese a ser una forma de anomalía por esto, el Logos, ser dividido, debería llevar en sí, como dice su nombre, la unidad de la razón.

Pero si todas las grandes entidades están enfermas (por no hablar de las pequeñas realidades, los seres inferiores y las cosas) y si la cultura muestra sus enfermedades como constitutivas, ¿cómo no hablar de enfermedades del ser? Es menester tomar en consideración las situaciones críticas del ser mismo, tanto como éstas conciernen directamente al hombre y al ser que les es propio. La cultura ha sacado a la luz prevalecientemente las enfermedades de las cosas, y a pesar de que el hombre está ligado al tiempo, al espacio, a la Vida y al Logos, que se han revelados precarios, podría todavía considerarse, por su espíritu y por su razón, superior a ellos. Se podría sin más sostener que el hombre es el único ser sano, o susceptible de curación, en el mundo, mientras todo el resto es imperfecto y está enfermo, en vez de decir que sólo el hombre es el "ser enfermo" en el universo.

En cierto sentido, esta afirmación de Nietzsche (y no sólo suya, desafortunadamente) es una de aquellas grandes afirmaciones estúpidas de la humanidad, que registramos sin someterlas a un escrutinio crítico. Pero el sencillo hecho de que el hombre está concebido para saber de sí que es un ser enfermo, le concedería la prerrogativa, única en el mundo, de sanar de la enfermedad, o al menos de trascender su condición, si su enfermedad fuese irremediable. Naturalmente, el ciego no recobrará la vista si "sabe" que es ciego. En realidad, él no lo sabe verdaderamente: se lo dice a sí. En cada caso, él no conoce la vista. Mientras el hombre, como ser enfermo por excelencia, en medio de una presunta salud general, sabría cuál es su enfermedad y cuál es la salud del resto; o bien, si de veras el resto está enfermo, como lo muestra toda la cultura, y él sólo aporta su poco de enfermedad, esta última es con seguridad de otra naturaleza respecto a todo aquello que es precario, incierto y está enfermo en el mundo.

Aquello que se aclarará en las páginas siguientes, es el hecho de que en el hombre, y solamente en él, las enfermedades del ser son estímulos ontológicos. Por otra parte, ¿qué Ser sería aquél que no consintiese un poco más de ser? ¿Y qué ser humano sería aquél que no pudiese acrecentar su humanidad? Realmente está enferma, en el hombre, sólo la conciencia vana y aplastante de lo efímero, de lo corruptible y de la inutilidad de cada tentación de ser y de hacer; ella sola debilita al hombre (cuando no se convierte ella misma en poesía o canto). Por el contrario, las enfermedades del ser, de su ser espiritual, han tenido o pueden tener el positivismo humano, también en sus irregularidades. El desorden del hombre es su venero de creación.

En una u otra de estas enfermedades enraízan individuos, pueblos o épocas históricas enteras –y fructifican. Seis enfermedades constitutivas del hombre pueden llevar a seis grandes tipos de afirmación humana. No se trata por tanto de curar tales enfermedades, y una medicina óntica no tendría sentido. Se trata tan sólo de conocer las enfermedades y de que se reconozcan, con el propio destino humano. En cierto sentido, ellas cubren a tal punto la existencia humana –los instantes y además los pensamientos del hombre (también los pensamientos nacen de tales desorientaciones)– que, siendo seis, pueden constituir una estructura propia y verdadera para cada una de las orientaciones del hombre. Se podría hablar de seis edades del hombre, como de sus seis objetos de amor; de seis modos de crear e, igualmente, se hablaría, de seis modos de constituir sistemas filosóficos; de seis tipos de cultura, de seis tipos de libertad, de seis experiencias de la historia y de otras tantas concesiones de lo trágico, de seis casos y de las correspondientes necesidades, de seis significados de la infinidad y de seis significados de la nada.

¿Cuánto puede ser prolongado este ejercicio de organización de la variedad de estructuras del mundo del hombre, mediante un ensamblaje de las enfermedades ónticas y, en definitiva, mediante un sistema? Una primera justificación la ofrecería el mismo hecho de que, a causa de las seis enfermedades, se puede ver una variedad de cosas allá donde domina de ordinario la apariencia de un solo sentido (¿quién ve de costumbre más de un sentido en la libertad o bien en lo trágico?); una segunda la ofrecerían las mismas estructuras obtenidas sobre planos muy diversos.

Pero un pensamiento que sale demasiado bien acaba por convertirse en sospechoso a los ojos del mismo autor. Quizás no exista una séptima enfermedad del espíritu, consistente en portar, junto con una pizca de novedad, una inmensa monotonía. Describimos tan sólo las seis enfermedades, con el orden que ellas mismas sugieren en el gran desorden del universo.

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