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María Zambrano y su Antígona

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Adolfo Díaz Ávila

Ciento seis años ya del nacimiento de María Zambrano y treinta y siete de la publicación de su obra La tumba de Antígona (1967), cifras de insignificancia cuantitativa, pero de mucho peso en razón de lo vertiginoso de los cambios acaecidos a últimas fechas, porque nos alejamos rápidamente de Zambrano y de su Antígona.
Aunque persistan cuestionamientos, problemas, a los que la autora y su obra pretendieron dar respuesta en aquel entonces, habrá que marcar la diferencia entre los de ayer y los de hoy, por la algidez que han cobrado recientemente.

El esfuerzo reflexivo de Zambrano buscó nuevos cauces al quehacer filosófico; de entre sus propósitos destaca el de que la filosofía responda a los reclamos de la vida. A eso viene el rechazo a la posición racionalista por un lado, y, por otro, la defensa de la razón que ha sido rebajada a razón puramente "utilitaria", ésa que se presta a todo uso que de ella quiera hacerse; para salvar ambos extremos, ella propone la "razón poética". En La tumba de Antígona nos muestra un ejemplo de su puesta en práctica.
En conformidad a su proceder contemplativo, con la mirada y la atención fijas, Zambrano se solaza en el repaso de figuras claves en el desarrollo de la cultura que le significan modelos o ejemplos a imitar por parte de los humanos; por la aceptación decidida y consciente de su condición de mujer, no podían faltar en su selección figuras femeninas que influyeron determinantemente en su pensar y en su actuar. Así, se detuvo en el estudio de algunas entidades mitológicas, pero también le atrajeron mujeres tanto de la literatura como de la historia. Lo que alguna vez expresó sobre el beneficio que le reportó el haber escrito un ensayo sobre Eloisa, famosa mujer del medioevo, podría hacerse extensivo a trabajos dedicados a otras representantes destacadas de su género; en carta del 31 de junio de 1953 confesó haber escrito dicho ensayo: "Si no para morirme, para que no me suicidaran." Debido a ello puede afirmarse que cada uno de estos escritos resume mucho de la propia vida y, desde luego, de la obra de Zambrano. Tal ocurre con el dedicado al personaje de la tragedia de Edipo Rey.

Insatisfecha con el cierre de esta tragedia en la versión de Sófocles, María se siente verdaderamente impelida a dar continuidad al proceso trágico en sí y, en consecuencia, a terminar de esculpir a cada uno de los actores en juego; en primer lugar, al personaje central de la obra, es decir, a Antígona; pero eso le exige culminar a cada uno de los demás, conforme lo lleva a cabo en su propuesta.

Por haber quedado atada a obligaciones para con sus consanguíneos, Antígona, en su paso por la vida, no tuvo tiempo para sí, de ahí que Zambrano considere justo retardar el momento de su muerte definitiva. Mediante recursos que se antojan cinematográficos y hasta "virtuales", a veces congela escenas o imágenes de los sucesos del pasado, las repasa o repite, y en muchos casos, las amplía o modifica, con el fin de darles un acabado para ella más convincente.

En el prólogo justifica la creación de esta obra y, para lograrlo, expone sus razones; al arranque de la misma primera línea, argumenta: "Antígona, en verdad, no se suicidó en su tumba, según Sófocles, incurriendo en un inevitable error nos cuenta."
Una de esas razones, la de que muchas cuestiones y situaciones habían quedado inconclusas; por ejemplo, las consecuencias del error de sus padres, los efectos de la guerra fratricida entre sus propios hermanos y su repercusión sobre la ciudad, su vida y realización en el amor tronchadas de cuajo, etcétera, pero, sobre todo, el que la misma tragedia en cuanto tal no hubiera alcanzado la dimensión requerida y hubiese sido rebajada a simple catástrofe; por lo contrario, según su modo de pensar, debería continuar el "inacabable llanto" y la "lamentación sin fin".

Había que alargar entonces el tiempo y, así, la reclusión en la tumba abre un lapso para que Antígona apure al máximo su vida y su muerte, mediante el esfuerzo reflexivo descubridor de sus sentidos. "Tiempo indefinido", propicio para quien va de paso sin estar del todo ni acá ni allá: "se le dio, dice, una tumba. Había de dársele también tiempo y más que muerte, tránsito. Tiempo para deshacer el nudo de las entrañas familiares, para apurar el proceso trágico en sus diversas dimensiones". Ahí, pues, en el silencio y en la penumbra, lejos del bullicio ensordecedor y de luces enceguecedoras (la convención, la obviedad, la opinión masificante).
Zambrano interpreta el descenso de Antígona a la tumba a la manera de retorno a las entrañas, tras el objetivo de darle oportunidad de estar frente a su propia imagen por primera vez, un tener "que ir muriendo, entrándose en las propias entrañas hasta encontrar el punto donde la boca de la muerte se abre y deslizarse en su angostura hasta ser por ella bebida, tal como la víbora, su tótem tebano, hace al embeberse en la tierra".

El simbolismo de este animal totémico expresa la necesidad en el ser humano de adentrarse, de volver hacia lo más profundo de sí, por obra de la conciencia o saber, esto es, de la filosofía, para quien pretenda alcanzar un nivel en el desciframiento del propio ser, como única vía para lograr "ser". Zambrano concibe la tarea filosófica como ese movimiento interno que se lleva a cabo dentro del mismo sujeto, que empieza por barrer la casa por dentro. La tumba de Antígona proporciona un ejemplo del requerimiento de tiempo disponible para poder cumplir con esta tarea; a ella y a otros seres excepcionales con la tumba o enmuramiento, "se les da un tiempo de olvido, de ausencia como en el sueño. Con este olvido se les da tiempo. El tiempo que coincide con el tiempo que los humanos necesitan para recibir esa revelación, claros que se abren en el bosque de la historia".

Para Zambrano, pues, Antígona no podía darse la muerte, a lo más un tipo de muerte como tránsito, pasaje, dado que "en criatura de tan lograda unidad ser y vida no pueden separarse ni por la muerte".

En la recreación del personaje, Zambrano pone de relieve una de las acciones sobre las que la tragedia urde la intriga para aumentar el "Eleos" y el "Phobos", el terror y la desolación, la acción artera y la confabulación de agentes en contra de una víctima. Al igual que sobre otras víctimas, sobre Antígona descargan los golpes de la historia que Zambrano califica de "sacrificial". Ella, la sin mancha, inocente, es colocada como víctima total: debe cargar con las culpas del incesto de sus padres, con las culpas de la institución política derivadas de su siempre frágil naturaleza, con los efectos mortales del ansia de poder de sus hermanos, y todo ello con énfasis marcado sobre su condición de mujer. ( También hoy como ayer y Ƒhasta cuándo?) Esa es "...la verdadera y más honda condición de Antígonaij ser la doncella sacrificada a los Ņínferosņ sobre los que se alza la ciudad". El sacrficio de una doncella, inveterado rito que no sorprende puesto que "el sacrificio sigue siendo el fondo último de la historia, su secreto resorte". Víctima también de la institución del poder que castigó su autenticidad y espíritu crítico al haber "pisado raya" őcomo lo había hecho cuando niña en los juegos con la hermanaő al oponerse a la intransigencia de las convenciones humanas.

Un refugio en la tumba para dialogar con las piedras, ya que los hombres no están dispuestos a escuchar.

LA SOLEDAD Y EL SEGUNDO NACIMIENTO

Desde el ingreso mismo en la tumba Zambrano nos la presenta así, en pleno "delirio" del pensar acendrado, neurótico, si se quiere.
Ahora bien, además de haber sido vilipendiada, victimada, es decir, colocada en el papel de sujeto paciente, resulta que ella no esquiva el golpe, sino que asume el papel de sujeto agente al reconocerse como culpable, sujeto de su culpa y ésta asumida en grado excesivo, lo cual provoca que en torno suyo se haga un vacío total, ya sin lugar entre los vivos ni entre los muertos, esto es, "ijse le revela su soledad. Una soledad que únicamente el Dios desconocido, mudo recoge". Tan acepta ser sacrificada que en lugar de imprecaciones dirige palabras amorosas a su tumba: "No, tumba mía, no voy a golpearte. No voy a estrellar contra ti mi cabeza."

Se deja ver ya la razon del interés y aprecio de Zambrano por Antígona. Le sirve de modelo para ejemplificar lo que ella asume como la primera tarea humana, la de buscar el sentido de la existencia, por ello nos dice que esta tragedia es la más cercana a la filosofía.

Aquella soledad en grado eximio, aún mayor que la de su mismo padre y hermano Edipo őya que éste contó al menos con la compañía de la hijaő le permite cumplir hasta el final el proceso de la " anagnórisis " del autorreconocimeinto "en que, dice María, una humana criatura sin culpa propia singular, se convierte en sujeto puroij de profética soledad. Abandonada por los dioses, aun por aquella Atenea muchacha como ella, como ella hija del padre: atención desvelada en que la conciencia se revela, claridad que comienza a desprenderse del combate entre la luz y la sombras: aurora".

Se dejan ver los nexos de la elaboración metafórica que asocian a la Aurora, trabajada en otro libro bajo este título, con la figura de Antígona, y evidencian, así mismo, en el entusiasmo y admiración que por ambas experimenta Zambrano, una gran identificación de la filósofa con ambas.

El fruto o ganancia de la soledad extrema vivida por Antígona consiste en la oportunidad de darse a sí misma un segundo nacimiento, al igual que Zambrano entendiera de ese modo el haber superado una grave enfermedad, que asumió como un llamado a hacerse cargo de su propia vida a partir de entonces; en sus palabras, eso le solicitaba buscar "la revelación de su ser en todas sus dimensiones, segundo nacimiento que es vida y visión en el Ņspeculum iustitiaeņ". En el caso de Antígona este segundo nacimiento tiene lugar en el lapso de su confinamiento en la tumba, en su condición de "enmurada", aislada del "mundanal ruido". Un "segundo nacimiento", el de darse a luz a sí misma por obra de la conciencia, del saber generado por sí y de sí misma y de todo lo que la rodeó. Una razón más para no apresurar su muerte, darle tiempo que le permitiera culminar la acción valiente y heroica del autorreconocimiento, de parirse a sí misma por la luz de la conciencia, de tal importancia que Zambrano designa a este proceso el cumplimiento de la "vocaciónőAntígona", aceptar el llamado a ejercer un conocimiento pleno, integrador, como aquel que precedió a la separación entre filosofía y poesía. Por ahí se entiende mejor lo que el sacrificio de Antígona ofrece, una conciencia, conciencia que exige el sacrificio de un alma, de un ser. Sacrificio, por la dosis de tragedia que conlleva el tomar conciencia de sí y por la cuota de sangre que esto exige: "El pensamiento por lo visto tiende a hacerse sangre. Por eso pensar es cosa tan grave, o quizá es que la sangre ha de responder al pensamiento" (en Delirio y destino). Desde luego, cuando se tiene el valor de calar en el sentido trágico de la existencia, como Antígona que no pudo menos que exclamar: "La desgracia golpeó con su martillo mis sienes hasta pulirlas como el interior de una caracolaij"

Ahora que, toda la heroicidad de la gesta de Antígona, su misma gesta del pensar, fue impulsada por el amor, pues practicó el amor en sus diversas vertientes, el amor de hija al modo de Fátima, la resplandeciente, hija del profeta, que como él lo atestigua, llegó a ser madre de su propio padre, y no se diga como hermana, al grado de representar para algunos el amor más amor, por no ser sino entrega y cuidado generoso, sin esperar nada a cambio, y Ƒpor qué no en el amor de pareja con Hemón, si bien no correspondido, dada la enorme distancia entre la calidad humana de Antígona y la pobre palidez de aquél?

Es más, la obra de amor de Antígona, similar a la de Quetzalcóatl, según Zambrano, abarca los tres mundos, ya que como toda víctima de sacrificio, sobre todo si es movida por el amor, no puede ser dispensada de pasar por los infiernos: "haber de descender a los abismos para ascender, atravesando todas las regiones donde el amor es el elemento por así decir, de la trascendencia humana, primeramente fecundo, seguidamente, si persiste, creador. Creador de vida, de luz, de conciencia. Pues el amor y su ritual viaje a los ínferos es quien alumbra el nacimiento de la conciencia". Así Antígona cumplió con el mundo de los muertos al tributar los cuidados y honra al cadáver del hermano insepulto; con el mundo de los vivos, al haber acatado las consecuencias de haber nacido en el "laberinto de unas entrañas como sierpes", al involucrarse en las consecuencias de la Guerra civil, y en todo lo que la familia y la ciudad le exigieron en su paso por la vida; finalmente, al darse un tiempo intercalado entre la vida y la muerte para enfrentarse a sí, para "autoentrañarse" por obra de la toma de conciencia en su autorreconocimiento, ha ascendido al mundo celeste, al plano de lo "divino", en la terminología zambraniana, de tal manera que "su pureza se hace claridad (QuetzalcóatlőVenus) y aun sustancia misma de la humana conciencia en estado naciente. Es figura de la aurora de la conciencia".

Tan lejanas, entonces, Zambrano y su Antígona. Nuestro entorno con fachada tragicómica donde los humanos representamos una farsa sobre el entarimado endeble de la pura banalidad, tirados hacia el exterior, más y más vacíos, con la razón disminuida a su mínima expresión, con unos sentidos anestesiados. Flácida condición de las capacidades, alguna vez llamadas "superiores". Y así, por debajo de la apariencia de comicidad őque irónicamente nos devuelve nuestras muecas insensataső el fondo terrorífico, la tragedia del sin sentido, amenaza a punto de engullirnos.

Colocado en su sitio y, por ende, hecho a un lado este comentario, lo que de verdad vale la pena, además de convertir un recuerdo en homenaje a los cien años de su nacimiento, disfrutar de la lectura de la obra de María Zambrano.

Yo siempre he ido al rescate de la pasividad, de la receptividad. Yo no lo sabía, pero desde hacía muchos años yo también andaba haciendo alquimia. La cosa comenzó hace ya muchos años. Mi razón vital de hoy es la misma que ya aparece en mi ensayo Hacia un saber sobre el alma, libro que se va a reeditar. Yo creía, por entonces, estar haciendo razón vital y lo que estaba haciendo era razón poética. Y tardé en encontrar su nombre. Lo encontré precisamente en Hacia un saber sobre el alma, pero sin tener todavía mucha conciencia de ello.

Entrevista en Cuadernos del Norte

Se enciende la Aurora en los cielos tal como si fuera cosa de la tierra, flor quizá que por su pureza y ardor ha llegado al confín donde tierra y cielo se entreabren y abrazan. Tal como si fuera el abrazo sin par de cielo y tierra, un abrazo que dura y no se desvanece tan fácilmente; no es un espejismo, es una acción, o mejor aún, un acto sin par y en este caso un ser. Un ser que vive en ese acto y al par (en el mismo instante) su nacimiento y su transfiguración.

El encendido color, llama quieta, cuajada, celestial se marcha sin dejar ni huella ni nostalgia como promesa cumplida ya y que se volverá a cumplir en un eterno retorno, mientras estemos aquí en este Planeta. (Nietzsche, filósofo de la aurora y del eterno retorno, Ƒpor qué no los viste unidos? ƑPor qué el eterno retorno cumplido en ti como Aurora no lo fue en tu pensamiento? ƑPor qué no lo enunciastes así? ƑPor qué se sobrepuso tu pensamiento a la definitiva razón del ser que se cumple en sí mismo, aunque pase y esté pasando y vuelva a pasar? Acaso Heráclito lo supo y lo calló. Tú, Nietzsche, más generoso, más niño, lo dijiste a medias, como casi todo en tu vida, a medias sin juntar sus partes, como niño que juega a los dados al borde del mar).

De la aurora

A los males de la guerra han sustituido en la fingida paz la tortura declarada y establecida en formas innumerables, la proliferación del horror metódicamente cultivado: la degradación última de la razón occidental que al horror ofrece su método. El método sin un gramo ya de respeto a la inocencia que, eso sí, retoña inagotable con invencible aliento; retoñar, sí es lo que más cuenta. Y de la inocencia justamente se trata. De la inocencia indispensable para que la historia sea vivida en forma transparente, para que un soplo inextinguible de verdad la sostenga. La inocencia que fecunda la razón librándola de ser una mera construcción que en su caída se degrada en ser un ciego instrumento.

Senderos

Cuando el espacio se le da felizmente al ser vivo, según su condición, le permite al par que la respiración, la visión. Y cuando infelizmente le deja perdido, en el abandono, incapaz de visión, lo deja en el desierto. El que se den únicamente el respiro y la visión, y no como simple posibilidad sino en acto, es ya un alto, puro cielo.

Y ha de ser, habría de ser siempre la vida la que triunfe venturosamente cuando el ser viviente recae desde sus cielos inmediatos. La vida con todos los infernales riesgos que la acompañan al rebrotar. Pues que la vida brota siempre hacia arriba, busca lo alto. Y el existir irrumpe, aunque no tenga enemigo, como una fiera y esquemática proposición, como un esquema que amenaza al ser viviente en este trance con una suerte de desencarnación, despegándole violentamente de su cielo al que se ha adherido llegando con él a fundirse, perdiéndose en el olvido de sí. Mas cuando recae, si la vida triunfa se condensa en torno a la llama que renace, la llama que alimenta y sostiene todo lo corporal. Y en la oscuridad de la vida de nuevo no perderá del todo ese su vagabundaje celeste. No se extinguirá en él por completo este destello de una cierta celeste carnalidad o corporeidad.

Irresistiblemente brota la vida desde sus reiterados infiernos hacia arriba, llamada por sus oscuros cielos inmediatos, que se derramarán en luz un día heridos por la aurora. Una aurora que será una entraña a su vez, una entraña celeste.

Claros del bosque

La emancipación de lo divino, que aparece en el pensamiento de Hegel, lleva al ser humano a una extraña situación pues se ha emancipado de lo divino heredándolo. Mas de una modo tal que como individuo sólo será efímero portador de un momento, obrero őcosa que tal vez percibiese Marxő, obrero de la historia, ante la cual, a la manera del siervo antiguo, no puede alzar la frente.

Tal sumersión del ser humano, de su unidad, en el devenir fue formulada no con resignación, sino con entusiasmo. El entusiasmo venido por dejarse penetrar la intimidad por un dios nuevo, o por una nueva versión de lo divino.

El hombre y lo divino

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