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Mircea Eliade Treinta y uno de diciembre

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Mircea Eliade, máxima autoridad mundial en el estudio de las religiones, fue también un notable narrador cuya obra literaria ha sido lamentablemente opacada por la monumentalidad de sus ensayos no sólo acerca de lo religioso, sino también de lo simbólico y, en general, por su inagotable búsqueda de conferirle a la existencia un explicación más allá de la que proveen la información de los sentidos y la razón positiva. Mucho de su pensamiento quedó plasmado en relatos y novelas como “La noche de San Juan”, La novela del adolescente miope, “19 rosas”, “Dayan”... En este y el siguiente número, presentamos una carta y dos textos de Eliade inéditos en español. Los acompañan dos ensayos de Gabriel Gómez López y Doina Rusti en los que abordan, respectivamente, la obra narrativa y la ensayística del autor de El mito del eterno retorno.

En los pabellones se bajan las luces. Un celador recorre cabizbajo las salas apagando las bombillas. De cada tres, apaga dos. Los enfermos lo miran extrañados. Lo observan con ojos fijos, vidriosos y extraños. Algunos se hacen señas. Su gesto es adusto y no sonríen, a pesar de que el celador viene todas las noches a la misma hora y anuncia que se va a apagar la luz.

Delante de una puerta blanca, el celador sacude la cabeza. Intenta, quizá, ahuyentar sus pensamientos. O tal vez la sacuda porque en el pasillo entra el viento por el cristal roto de una ventana. Descorre cuidadosamente los cerrojos de la puerta y, a continuación, la abre del todo. Cualquiera diría que el celador tiene miedo. Pero todas las noches entra once veces en la sala. Y conoce a cada enfermo. Y no tiene miedo de ninguno.

Hay seis camas con colchas blancas sin destapar. Y en las ventanas se distinguen gruesas rejas. El celador se ha acercado a la estufa. Y sonríe. La sonrisa le ilumina el rostro. Desde hace muchos años traspasa noche tras noche el umbral de la sala enrejada. Jamás ha tenido miedo. Pero las sonrisas y las miradas de los enfermos...

Seis enfermos con camisas de dormir blancas están junto a la estufa, mirando hacia la puerta. Sus miradas chocan contra el cuerpo del celador y se clavan en él. Y allí se quedan. Y el celador intenta en vano deshacerse de ellas. En vano les sigue el rastro hasta los ojos de los enfermos. En esos ojos, las miradas se apagan. Son ojos helados y el celador se estremece. Una vez, un enfermo estaba muriéndose y él se le quedó mirando largamente a los ojos. Y desde entonces los mira todas las noches, en la sala de ventanas enrejadas.

Conteniendo el aliento, ha apagado dos bombillas. ¿Por qué de repente hace frío en la habitación? ¿Y por qué tiene la sensación de que se han encendido las luces en los ojos de los enfermos? ¿Por qué ha pensado en el cementerio? El cementerio está lejos, escondido detrás de la colina, y la capilla no se ve desde el pabellón. Pero los ojos de los enfermos tienen un extraño brillo. O tal vez sólo se lo parezca a él.

Se estremeció y se dio media vuelta. Pero, con todo, ningún enfermo se había movido. Aún se veía bien en la sala. La bombilla iluminaba arriba de la puerta. Y las llamas jugueteaban, rojas, a los pies de los enfermos que estaban junto a la estufa. Alguien ha estornudado. El ruido ha roto de forma extraña el silencio. Diríase que ha estornudado un desconocido que ha abierto la puerta y se ha dirigido a toda prisa hacia la estufa. Los enfermos lo han seguido con los ojos bien abiertos y fríos hasta que se ha sentado en medio de ellos. Y el celador le ha dejado sitio para que pase.

Sentía en las narices un raro cosquilleo. Se le saltaban las lágrimas, como si estuviera a punto de llorar, pero el celador se sentía más bien tentado a reír. No quería hacerlo delante de los enfermos, porque sufrían y eran desdichados. Determinó darse la vuelta. Y de nuevo vio el fulgor de los ojos, y el aliento se le cortó en la garganta ahogándolo. Cuando se recobró, creían que le habían atado los brazos. ¿Pero quién iba a atárselos? No los podía mover. Ni tampoco podía mover las piernas. Primero, se notó las mejillas abrasadas. Y luego la nuca. Se estremeció. Alguien que estaba junto a la estufa venía hacia él. Un paso, dos... El hombre del camisón blanco avanzaba tieso como un resorte. Pasó una sombra por delante de la ventana. Y un rostro con dos ojos rojos miraba en la sala. Al celador le daban ganas de echarse a reír. La cara de ojos rojos no lo asustaba. Lo acompañaba desde que vio los ojos de aquel. Y le daban ganas de reír porque el rostro de ojos rojos se rió. Él vio cómo se reía y cómo le brillaban los ojos rojos.

Un paso, dos...

Pero los enfermos se hallaban todos al lado de la estufa mirándolo. Había sido una alucinación. Buscó al desconocido contando a los enfermos. Eran seis. Sus miradas ahora pendían sobre el suelo. Quizá estuvieran cansados.

¿Por qué no se movían? Al celador le habría gustado verlos animados, corriendo. ¿Sus ojos?... ¿Por qué lo miran helados? Se deslizó por el suelo y levantó la mano para tocarlos. Y de nuevo se acercó la sombra de la ventana y otra vez le golpearon los oídos. Un paso, dos... Los enfermos se han movido. El celador se encuentra al lado de la puerta, con una mano crispada en la pared. Ha comprendido que no le van a hacer nada. Los enfermos le miran la mano, con los dedos flacos y abiertos, clavando las uñas en la pared. ¿Entonces es verdad que les brillan los ojos? ¿Y que se palpan el cuello, serios, con cuidado? ¿Y que abren la boca echando la cabeza hacia atrás, y los ojos de par en par buscando por algún sitio un astro oculto, aislado, apagado, pálido y grave, sin sonrisa?...

Desde fuera llegaron entonces unos extraños y horripilantes lamentos.

El celador entró sin llamar al cuarto del interno de guardia. Se detuvo petrificado junto a la puerta. El interno estaba pálido y temblaba. Y sus ojos también eran como los otros. Sobre la mesa tenía un espejo de pie. Sin duda, el joven se había estado mirando antes en él. Lo habían dejado solo. Seguramente se acordaría de los otros, que estarían divirtiéndose en habitaciones llenas de humo de tabaco y buen humor. Hacía dos años que pasaba la Nochevieja en el manicomio. Nadie lo entendía. Porque la sonrisa y los ojos se le iluminaban de una forma tan rara...

Se miró en el espejo. Esa noche lo sorprendió su rostro. Y no tendría que haberlo sorprendido. Se estremeció al ver su rostro. Musitó unas palabras hasta que la cara se perdió en la bruma y ya no quedaron más que los ojos. Dos ojos fijos y extraños que no reconocía y que lo aterraban como un precipicio. Un precipicio al que uno se precipita de repente y no chilla porque espera estrellarse contra el suelo, y no se estrella porque el precipicio no tiene fondo, y el pecho se asfixia, y los oídos zumban y la niebla le oprime el cerebro, y el precipicio no tiene fondo.

Miraba temblando al celador. De pronto, su mente se iluminó como un relámpago y sonrió. Luego se le olvidó que había sonreído. Aflojó la tenaza de los dientes. Una pregunta, susurrada con una voz extraña. El celador no le contestó. Lo miraba alelado, con los ojos clavados en él, cada vez más vidriosos. Sin embargo, comprendió que en la mente del celador se había hecho la luz. Por un instante, púas de oscuridad se le clavaron en el cráneo. Se sorprendió de estar parado junto a la mesita del espejo. Se esforzó por acordarse de él, del cuartito con una alfombra granate, del hombre de labios apretados y ojos inmóviles. No conseguía hacerse preguntas. Tenía la sensación de despertarse de un largo sueño, que por él habían pasado años y años, que ya no conocía a nadie y que había olvidado todo lo que le había sucedido antes.

Pero fue sólo un momento. Enseguida dio con el nombre. Recordó que era el interno de guardia y que el hombre que estaba en la puerta, lívido, era el único celador que había aceptado pasar la Nochevieja en el manicomio. Repitió entonces de forma más clara la pregunta. Y los labios del celador se animaron de una forma extraña.

–Los enfermos se han puesto a chillar en la sala.

¿Por qué les vinieron ganas a los dos de soltar una carcajada? ¿Por qué sonrieron con vergüenza? De pronto, se sintieron un par de buenos camaradas y eso los tranquilizó. El celador recuperó el uso de su cuerpo y se movió. Al interno se le fue el miedo sin darse cuenta. Y recobró la tranquilidad del que sabe que tiene una función que hacer y el poder para hacerla. Sin prisas, se puso la bata.

–Hay que tranquilizarlos.

El celador se rió contento.

–Apaguémosles todas las bombillas.

También el interno se rió y salieron.

Caminaban pensativos, uno al lado del otro. Los pasillos estaban desiertos. Los que no habían obtenido permiso para ir a la ciudad se habían reunido en el cuarto del portero. El celador había cerrado todas las salas.

Cerca de la puerta, oyeron gritos. Lamentos prolongados, voces roncas o apenas murmullos entre dientes, tristes y furiosos. Las voces se apagaban. El interno empujó la puerta sin miedo y entró. Seis hombres con camisón blanco, arrodillados y con los ojos resplandecientes jeremiqueaban. Las mandíbulas les temblaban dejando ver unos dientes blancos y fríos; los labios cubiertos de espuma. La luz de la bombilla se proyectaba pálida sobre el grupo, paralizándolo.

El interno avanzó hacia ellos. Les habló de forma destemplada. Pero los hombres de camisón blanco no lo escuchaban. Tenían la cabeza vuelta hacia las ventanas y los ojos miraban algo invisible entre las nubes.

El interno no se asustó. Sonrió con ternura. Se inclinó hacia uno y quiso darle la vuelta. Tenía la nuca rígida. Entonces miró al celador. Y éste le entendió la mirada. De pronto, la habitación se quedó a oscuras. Se distinguían los camisones blancos al resplandor de las llamas. Por las ventanas se deslizaba el brillo plateado de la nieve y las estrellas. Se callaron todos, sorprendidos.

Contaron las campanadas, una tras otra, hasta doce. Eso los puso serios. El interno y el celador se acercaron con cuidado a la estufa. Se hicieron sitio sin molestar a nadie. Estuvieron así un buen rato mirándose unos a otros. Lo único vivo que había eran los ojos. Unos ojos que les habían parecido apagados.

Uno dijo despacio.

–Mañana es Año Nuevo.

Los otros lo escucharon meditabundos. El interno y el celador estaban contentos de que los enfermos ya no gimieran. Sonreían.

–Mañana es Año Nuevo.

La misma voz.

Luego silencio. Los cuerpos se volvían de piedra. No se movía ni un músculo ni se movía un camisón. Las sonrisas se helaron en la boca. Luego los ojos. Brillaban con un resplandor verde. Y de pronto dejaron de brillar. Se quedaron inmóviles en las cuencas, turbios.

A trechos se oía dar las horas al reloj de pared. El ruido flotaba en la habitación como husmeando para luego desaparecer. La lumbre también se apagaba. Cada vez hacía más frío. El mismo silencio pétreo en ocho cuerpos de hielo.

Una febril algarabía hizo trizas el silencio. En los pasillos se oían pasos que corrían, voces y ruidos de sillas. Alguien decía un nombre, luego otro y otra vez el primero.

Los enfermos se estremecieron. Un breve sobresalto los devolvió a todos a la vida. Los ojos se encendieron. Y las cabezas se dirigieron a la puerta.

Los ruidos venían de todas partes y, después, un golpe. Se abrió la puerta pero no entró nadie. Voces y luz. El interno se echó a temblar. Y el celador tenía una sonrisa cada vez más ancha, casi a punto de echarse a reír. Se oyó un sollozo breve y ahogado y dos ojos se volvieron hacia el interno. Él los miró con interés y sonrió. Atento, levantó los brazos hacia el pecho del celador. Luego más arriba. Las manos se situaron con cuidado en el cuello. Rodearon, acariciándolo, el cuello. Y el celador sonreía.

Alguien encendió las bombillas. En la puerta, hombres de batas blancas, soñolientos y trémulos. Van asustados por la sala mirando a los hombres, los camisones blancos y las rejas.

Los enfermos están inquietos. Se levantan, se miran y se tocan. Luego, los ojos se les encienden, el cuello les tiembla y dejan caer lentamente la cabeza hacia atrás. A sus pies, el interno le sonríe a una cara amarilla, con los labios cárdenos y regueros de espuma cayéndole por la barbilla.

Traducción del rumano por Joaquín Garrigos.

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