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Cortés, los indios y México

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José Luis Martínez

Cortés, los indios y México

Publicamos aquí cuatro fragmentos de dos libros fundamentales para el estudio y la comprensión de nuestra historia antigua: la biografía del tlatoani de Texcoco, Nezahualcóyotl, y la del conquistador de México. Se trata, a nuestro entender, de los más hermosos e inteligentes libros de José Luis Martínez. Esto lo afirmamos sin mensocabo de su gran ensayo sobre Ramón López Velarde, de su minucioso trabajo de recopilación de las revistas literarias de México y de otras muchas investigaciones rigurosas y creativas. El signo principal de la biografía de Cortés es el de la objetividad basada en el análisis del “tramado de las acciones positivas y negativas” del controvertido destructor de una visión del mundo y fundador de una nueva nación. La biografía del tlatoani Nezahalcóyotl es una de las obras maestras de la historiografía nacional y un paradigma de los estudios literarios y del análisis de las mentalidades. El maestro José Luis Martínez se adelantó a su tiempo al reunir esos tres aspectos y enriquecerlos con el afecto y la admiración.

CORTÉS Y LOS INDIOS

Durante los años de la conquista, los indios existieron para Cortés como guerreros valerosos a los que debía vencer o como aliados de cuyas enemistades internas supo aprovecharse. En los habitantes del México antiguo reconocía aptitudes superiores a las de los indios antillanos y una organización política y social avanzada que decidió mantener en muy buena parte. Pero al mismo tiempo, compartía la opinión general que los consideraba idólatras, sacrificadores de hombres, antropófagos, falsos y perezosos.

A Motecuhzoma, que le abrió las puertas de México y que tantas muestras de generosidad o de cobardía tuvo con él, lo trató con dureza y crueldad, aunque algo hizo para proteger a las dos hijas supervivientes del señor de México. A Cuauhtémoc, cuyo valor heroico reconoció, lo mantuvo cautivo, consintió en su tormento, utilizó su autoridad con los indios para que limpiaran y construyeran la nueva ciudad, lo llevó a la expedición de las Hibueras y lo hizo ahorcar por un supuesto intento de sublevación. Con los señores de Tlaxcala, sobre todo con el viejo y ciego Maxixcatzin, a quien tanto debía, fue agradecido, lo mismo que con el Cacique Gordo de Cempoala, pues a pesar de que se había aliado con Narváez, lo hizo curar y lo devolvió a su pueblo, en recuerdo de la ayuda que le había dado.

Después de la conquista, los nombres de los indios desaparecen de los escritos de Cortés quien sólo menciona grupos y pueblos: indios para dar servicios, pagar tributos o ser esclavos. Durante la guerra, los señores y capitanes indios eran personas; ahora son sólo indios como género.

Muchos indígenas servían a Cortés haciéndole joyas, plumajes, edificaciones o trabajando en faenas agrícolas, y otros hacían oficios nuevos para ellos, y probablemente los hacían bien. De ninguno retuvo el nombre. Ciertamente, se preocupó por la conservación de los naturales e insistió en que se les diera un trato suave y paternal, aunque no por humanitarismo ni por justicia, sino porque eran la fuerza de trabajo y de producción necesaria para que la tierra siguiera siendo próspera, para beneficio de los españoles. Las reclamaciones contra Cortés de los indios de Cuernavaca, en 1533, por el exceso de servicios y tributos que les imponía, quienes llegaron a decir "que no los trataba el dicho marqués como a vasallos sino como a esclavos", son un triste ejemplo de la contradicción que existía entre sus doctrinas y sus prácticas.

Motecuhzoma parece haber dado a Cortés dos consejos para su trato con los indios, que éste siguió puntualmente: conservar las estructuras y las divisiones territoriales para la recolección de tributos y la prestación de servicios, y tratarlos con severidad y justicia, apoyada siempre en la verdad. Sea por haber seguido esta conducta, que era la de los tlatoanis indios, o sea por su prestigio como vencedor o por otras causas que ignoramos, el hecho es que mantuvo siempre entre los indios un ascendiente y acatamiento que no recibió ninguna otra autoridad española. Era la arraigada costumbre de sujeción al señor, que él supo heredar.

En 1529, en el juicio de residencia, el doctor Cristóbal de Ojeda declaró, para inculparlo por ello:

que así mismo sabe e vido este testigo que dicho don Fernando Cortés confiaba mucho en los indios desta tierra porque veía que los dichos indios querían bien al dicho don Fernando Cortés e hacían lo que él les mandaba de muy buena voluntad.

Y ya tardíamente, en 1545, Gerónimo López, un escribano que solía contar al rey lo que ocurría en Nueva España, le describirá así esta singular actitud indígena:

A Cortés –decía– no sólo obedecían en lo que mandaba, pero lo que pensaba, si lo alcanzaban a saber, con tanto calor, hervor, amor y diligencia que era cosa admirable de lo ver.

Decidir hasta dónde es justa la acción de un capitán en la guerra es materia incierta. Pero si se acepta como límite el enfrentamiento de huestes armadas ambas, las matanzas de indígenas desarmados como lo fueron las de Cholula, el Templo Mayor –cuyo responsable fue Pedro de Alvarado– y Tepeaca, entre las mayores, fueron actos innobles y criminales. El hecho de que hayan sido hechas como recursos tácticos para atemorizar al enemigo no las redime de su perversidad.

Lo que sabemos de las relaciones de Cortés con las mujeres indígenas es más bien anecdótico y superficial. Como con algunas españolas, se sirvió de ellas sexualmente, a condición de que estuviesen bautizadas. Y aunque tuvo tres hijos conocidos con indias, ignoramos sus sentimientos. Cuando ocurrieron los primeros repartos hechos por caciques de muchachas indias, para que los españoles "tuvieran generación" con ellas y les cocinaran tortillas, Cortés se fingió desinteresado en Tabasco y entregó a la más desenvuelta, Malinali, luego doña Marina o la Malinche, a Hernández Portocarrero. Otro tanto hizo en Cempoala donde a la "muy hermosa para ser india", como dice Bernal Díaz, la dio Cortés al mismo capitán, y él se quedó con la sobrina del Cacique Gordo "que era muy fea" y que "él la recibió con buen semblante". Pero este desprendimiento era sólo astucia política ante sus soldados y ante los indígenas. Por López de Gómara sabemos que el conquistador "fue muy dado a mujeres y diose siempre". Esta afición parece haberse convertido en furor en los años siguientes a la toma de la Ciudad de México y después del regreso de las Hibueras. En su juicio de residencia, a principios de 1529, sus enemigos denunciaron el harén que don Hernando tenía en su casa, "de mujeres de la tierra e otras de Castilla", como dijo Vázquez de Tapia. Y añadió el mismo acusador que, según contaban sus criados, con todas tenía acceso aunque fuesen parientes entre ellas. Refiere también las relaciones que tuvo Cortés con dos de las hijas de Motecuhzoma, doña Isabel y doña Ana y con una prima de ellas, lo que escandalizaba en la época. Con doña Isabel, que como ya se ha narrado antes se llamaba Tecuichpo o Ichcaxóchitl, hija preferida del señor de México, Cortés tuvo una hija llamada Leonor Cortés y Moctezuma. Y con otra "princesa azteca" tuvo otra hija, María, que nació contrahecha. Cortés solía corresponder a los más señalados favores femeninos casando a sus elegidas con españoles y asignándoles encomiendas. A doña Isabel, que ya era viuda niña de Cuitláhuac y de Cuauhtémoc, cuando tenía apenas dieciocho años la casó con Alonso de Grado, que murió pocos después. Llevó a su casa a la viuda para cuidarla y procrear a Leonor, y antes de que diera a luz la casó de nuevo con Pedro Gallego, con quien tuvo Isabel un hijo. Gallego murió también, y en 1531, acaso esta quinta vez por propia voluntad, doña Isabel casó con Juan Cano, con el que tuvo cinco hijos.

Con William Cameron Townsend e indígenas de la selva amazónica, Perú, marzo 1961La india de la región de Tabasco, doña Marina o la Malinche, con su conocimiento del maya, del náhuatl y luego del español; con su amor y lealtad por Cortés, dando la espalda a su pueblo; con su inteligente perspicacia y su serena fortaleza, fue una de las claves que hicieron posible la conquista. A fines de 1522 dio a Cortés su primer hijo varón, Martín. Al principio de la expedición a las Hibueras, sin motivación conocida, Cortés la casó con Juan Jaramillo. Algunos censuraron a Cortés por este acto que parece abusivo, pero ella supo acomodarlo a su ánimo y dijo a sus parientes que encontró en Coatzacoalcos, que ahora tenía la suerte de "ser cristiana y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero que era su marido Juan Jaramillo". Éste fue en verdad caballero. Ya muerta doña Marina –quien le dio una hija, María–, siendo regidor en 1530 del ayuntamiento de la Ciudad de México, recibió el entonces alto honor de sacar el pendón en la fiesta de San Hipólito, que celebraba el triunfo español sobre Tenochtitlán. Por respeto a la raza de la que había sido su mujer, puede suponerse, Jaramillo se ausentó de la capital y no cumplió el encargo.

Aunque Cortés haya compensado a sus pasajeros y más hondos amores indígenas con maridos españoles y encomiendas, el conquistador fue mezquino sobre todo con doña Marina, a quien tanto debía. Pero él quería ser un gran señor, casado con una gran señora española, y sus sentimientos quedaban aparte.

En su segunda Carta de relación a Carlos v Cortés dejó constancia de la admiración que le causó la avanzada, compleja y refinada civilización que encontró en las ciudades indígenas del altiplano, y del orden y concierto con que se regían. La táctica de arrasamiento que impuso durante la conquista de México-Tenochitlán lo llevó a destruir lo que tanto había admirado. Y en los años siguientes, el celo de los frailes siguió destruyendo las pirámides-templos que habían quedado.

Durante el juicio de residencia a Cortés, Rodrigo de Castañeda, uno de sus acusadores, con la intención de denunciar la tibieza de Cortés para destruir las idolatrías, señaló sin proponérselo la conciencia histórica del conquistador, pues al hablar de la destrucción de las "casas de ídolos" indígenas que hacían los franciscanos, contó que:

don Hernando Cortés decía que para qué las habían quemado, que mejor estuvieran por quemar y mostró tener gran enojo porque quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria.

Otras muestras del aprecio de Cortés por las creaciones indígenas fueron los envíos que en 1522 hizo al rey y a iglesias, monasterios y dignatarios eclesiásticos y civiles españoles, de objetos de plumería, que debió encargar especialmente a artífices indígenas. Durante los primeros saqueos de tesoros mexicanos, los soldados arrancaban las incrustaciones de oro y pedrerías, y quemaban las labores de pluma, que los naturales apreciaban tanto. Apaciguada si no saciada la sed de oro de los conquistadores, Cortés tuvo sensibilidad para valorar estas obras indígenas.

MÉXICO Y CORTÉS

A los extranjeros suele sorprender el que México no tenga para Hernán Cortés reconocimientos públicos y que exista una fuerte corriente de opinión adversa a su personalidad y que condene su conquista como un acto de bandidaje. Estos hechos tienen, entre otras, una explicación histórica. México posee una tradición indígena muy arraigada. Desde los años que siguieron a la conquista se inició el rescate y el estudio del pasado indígena como un acto de afirmación nacional, y esa corriente no se ha interrumpido nunca. Existen relaciones y poemas de la conquista, desde la perspectiva de los vencidos –la "visión de los vencidos"–, no sólo de los pueblos del altiplano sino también de los mayas, que presentan la conquista como una invasión, una destrucción de los antiguos modos de vida y un sojuzgamiento de la población indígena.

En los escritos de Carlos de Sigüenza y Góngora en el siglo xvii y en las obras de los humanistas dieciochescos, sobre todo en la de Francisco Javier Clavijero, surge la exaltación y el estudio sistemático de nuestras raíces indias. Y en los años siguientes a la guerra de independencia, a principios del siglo XIX, aparece otra corriente, ya no sólo indigenista sino además antiespañola, que condena la conquista y la figura de Cortés. Al mismo tiempo, con Lucas Alamán, se inicia la contracorriente hispanista, de exaltación de la conquista española y de Hernán Cortés como héroe y cristianizador. En 1823, Alamán se siente obligado a ocultar los restos de Cortés para evitar una profanación que algunos exaltados anunciaban.

Aquella firme y constante tradición de apego y solidaridad con lo indígena, y esta polarización de posiciones, indigenismo-hispanismo, que aparece desde los primeros años del México independiente, son el origen de la conflictiva actitud de los mexicanos ante Cortés y su conquista. Además, estas posiciones entraron a formar parte de tendencias políticas. El indigenismo se incluyó en el ideario de los liberales y el hispanismo en el de los conservadores, tendencias que se opusieron, a lo largo del siglo xix, con las armas y las plumas y que, matizadas, subsisten en nuestros días. Aun a hombre tan sabio acerca de nuestro pasado como Manuel Orozco y Berra lo conturba este conflicto, como lo muestra la sentencia acerca de Hernán Cortés que se le atribuye: "Nuestra admiración para el héroe; nunca nuestro cariño para el conquistador."

Mas a pesar de las convicciones de los representantes de una u otra tendencia, y cualquiera que sea su composición racial, un mexicano siempre dice: "cuando nos conquistaron los españoles", en tanto que algunos sudamericanos, aun muy morenos, suelen decir: "cuando conquistamos..." En México, pues, se da naturalmente esta adhesión a lo indígena, así se considere buena o mala la conquista.

Estas posiciones y tendencias han sido provechosas para lo que pudiera llamarse la integración de una conciencia nacional, pero nos han impedido una visión histórica y un estudio objetivo sobre todo de la figura de Cortés. Se escribe sobre él para exaltarlo o para deturparlo, para tironearlo hacia tendencias políticas, y muy raramente para conocerlo y explicarlo. Quienes lo describen como un aventurero, agresivo, mujeriego, sifilítico, asesino de su primera mujer, codicioso, rapaz, criminal y responsable de crueldades y matanzas, pueden tener razón en parte. Y quienes lo pintan como un héroe que realizó la hazaña de la conquista con unos cientos de españoles, un cruzado que hizo posible la implantación del cristianismo, un civilizador que trajo a México la lengua y las instituciones españolas, propagó los cultivos, los ganados y las industrias, descubrió la Baja California, escribió un relato magistral de su conquista y sufrió envidias e ingratitudes, también pueden tener razón en parte.

Pero el hecho es que, frente a las visiones parciales, la personalidad real de Cortés se forma precisamente con un tramado de las acciones positivas y las negativas; y que, cualesquiera que hayan sido los recursos que empleó, el resultado de la conquista que acaudilló y de las fundaciones que hizo fue la creación de una nueva nación de la que somos herederos y a la que pertenecemos los mexicanos. Y es un hecho también que en la conquista realizaron hechos heroicos, cobardías y traiciones ambos contendientes; que aprovechando las enemistades de numerosos pueblos indígenas contra la tiranía de los aztecas, Cortés maniobró para que la conquista la hicieran prácticamente los mismos indígenas, conducidos por los españoles; y que si hubo vencedores y vencidos, y aquellos fueron con pocas excepciones, violentos y rapaces, y estos sojuzgados y explotados, para honor de los primeros existió una vigorosa corriente de protección al indígena, de denuncia airada de abusos y crímenes y un constante aunque insuficiente empeño por implantar instituciones y preceptos justicieros.

Mucho se ha avanzado en el conocimiento histórico de la conquista, del mundo indígena y en general del siglo xvi, mientras que la figura de Cortés, aun después de cinco siglos de su nacimiento, con señaladas salvedades, sigue en poder de las facciones. Puesto que los mexicanos somos herederos de las dos ramas de nuestros abuelos, es deseable hacer un esfuerzo por conocer completa la personalidad de quien nos dio esta doble ascendencia. Acaso alguna vez consigamos librarlo de las ideologías y estudiarlo con la cruel objetividad de la historia, para descubrir, con luces y sombras, una personalidad excepcional.

Ignorar o mutilar la historia no la cambia. Los tercos hechos siguen allí esperando ser conocidos y explicados.

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