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Vigilar y fornicar Escrito por: Michel Foucault

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Vigilar y fornicar

Escrito por:
Este texto de Foucault, que forma parte de su Historia de la sexualidad, apareció originalmente en la revista Communications (Junio de 1982, No. 35.)

Casiano analiza el combate por la castidad en el capítulo sexto de las Instituciones “Del espíritu de fornicación”, y en varias Conferencias: la cuarta, sobre “La concupiscencia de la carne y del espíritu”; la quinta, sobre los “Ocho vicios principales”; la décimosegunda sobre “La castidad”; y la vigésimoctava sobre las “Ilusiones nocturnas”. En una lista de ocho combates aparece aquél en segundo lugar, bajo la forma de una lucha contra el espíritu de fornicación. Esta, a su vez, se divide en tres subcategorías. Este cuadro tiene un aspecto muy poco jurídico si se le compara con los catálogos de faltas como los que se encontrarán a partir del momento en que la Iglesia medieval organizó el sacramento de la penitencia sobre el modelo de una jurisdicción. Pero, sin lugar a dudas, las especificaciones que propone Casiano tienen otro significado.
Primero examinemos el lugar que ocupa la fornicación dentro de los otros espíritus del mal.(1)
Casiano completa el cuadro de los ocho espíritus del mal con reordenamientos internos; forma parejas de vicios que guardan entre sí relaciones particulares de “alianza” y de “comunidad”: orgullo y vanagloria, pereza y acidia, avaricia y cólera. La fornicación forma pareja con la gula. Por diversas razones: porque son dos vicios “naturales”, que son innatos y por consiguiente nos es muy difícil desprendernos de ellos; porque son dos vicios que requieren la participación del cuerpo no sólo para formarse sino para llevar a cabo su objetivo; y, por último, porque existen entre ellos nexos de causalidad muy directa: es el exceso de alimento lo que enciende en el cuerpo el deseo de la fornicación. Y, ya sea porque de esta manera se encuentra íntimamente relacionado con la gula o, por el contrario, por su naturaleza propia, el espíritu de fornicación tiene un lugar privilegiado en relación con los otros vicios de los cuales forma parte.
En primer lugar, en la cadena causal, Casiano subraya el hecho de que los vicios no son independientes unos de otros, incluso sí, de manera más particular, una persona puede ser atacada por uno o por otro. Un vector causal los une: comienza en la gula, la cual nace con el cuerpo y enciende a la fornicación; esta primera pareja engendra luego la avaricia, entendida como apego a los bienes terrenales; la cual da origen a las rivalidades, las disputas y la ira; de los cual se produce el abatimiento de la tristeza, que provoca el hastío de la vida monástica en conjunto y la acidia. Tal encadenamiento supone que nunca se podrá vencer un vicio si no se ha triunfado sobre aquél en el cual éste se apoya. “La derrota del primero aplaca al que le sigue; vencido aquél, éste languidece sin mayor empeño.” La pareja gula-fornicación debe arrancarse de cuajo antes que las otras se asemejen a “un árbol gigantesco cuya sombra se extiende a lo lejos”. De aquí la importancia ascética del ayuno como medio para vencer la gula y para dar fin a la fornicación. Allí está la base del ejercicio ascético, pues en ésta se encuentra el inicio de la cadena causal.
El espíritu de fornicación también se encuentra en una posición dialéctica singular en relación con los últimos vicios y sobre todo con el orgullo. En efecto, para Casiano, orgullo y vanagloria no pertenecen a la cadena causal de los otros vicios. Lejos de ser engendrados por éstos, los origina la victoria que se obtiene de ellos: orgullo “carnal” en relación con los otros porque se hace alarde de los ayunos, de la castidad, de la pobreza, etc.; orgullo “espiritual” que hace creer que este progreso sólo se debe a los propios méritos. Vicio de la derrota de los vicios a la que sigue una caída estrepitosa porque se cae de lo más alto. Y la fornicación, el vicio más vergonzoso, el que más hace enrojecer, es consecuencia del orgullo -castigo, pero al mismo tiempo tentación, prueba que Dios envía al presuntuoso para recordarle que la debilidad de la carne siempre lo amenaza si la gracia no viene en su auxilio. “Porque si alguien ha gozado largo tiempo de la pureza del corazón y del cuerpo, como consecuencia natural (…) en el fondo, se enorgullece en cierta medida (…) Por ello el Señor lo abandona, por su bien: la pureza que le daba tanta seguridad comienza a perturbarlo, en medio de la prosperidad espiritual, se siente tambalear”. En el gran ciclo de los combates, en el momento en que el alma sólo tiene que luchar contra sí misma, se hacen sentir nuevamente los aguijones de la carne, lo cual es índice del carácter inacabado de esta lucha y de que siempre se ve amenazada el alma con el hecho de que este combate puede reiniciarse una y otra vez.
Por último, la fornicación tiene un cierto privilegio ontológico en relación con los otros vicios que le confiere una importancia ascética particular. A. igual que la gula, tiene sus raíces en el cuerpo. Es imposible vencerla sin someterlo a la maceración; mientras que la ira o la tristeza se combaten “tan sólo con la industria del alma”, la fornicación no puede arrancarse de cuajo sin “la mortificación corporal, la vigilia, el ayuno, el trabajo que muele al cuerpo”. Lo cual no excluye – por el contrario- el combate que el alma tiene que librar contra sí misma, ya que la fornicación puede nacer de pensamientos, de imágenes, de recuerdos: “Cuando el demonio con su sutil astucia ha insinuado el recuerdo de la mujer en nuestro corazón, comenzando con nuestra madre, nuestras hermanas, nuestras parientes o ciertas mujeres piadosas, debemos ahuyentar lo más rápido posible estos recuerdos, por miedo a que si nos detenemos demasiado en ellos, el tentador encuentre la ocasión para hacernos pensar luego en otras mujeres insensiblemente”.
Sin embargo, la fornicación tiene una diferencia capital con la gula. El combate contra ésta debe ser llevado con mesura puesto que no puede renunciar a todo el alimento: “es preciso ocuparse de las exigencias de la vida… por temor a que el cuerpo llegue a la extenuación por nuestra culpa y ya no pueda cumplir con los ejercicios espirituales”. Debemos mantener a distancia y tomar sin apasionamiento esta inclinación natural por la comida, pero no debemos extirparla ya que tiene una legitimidad natural; y negarla totalmente, es decir hasta la muerte, significaría cargar al alma con la culpa de un crimen. En cambio, no hay límite en la lucha contra el espíritu de fornicación; todo lo que nos puede conducir a él debe extirparse y, en este terreno ninguna exigencia natural puede justificar la satisfacción de una necesidad. Por tanto, se trata de dar muerte total a una debilidad cuya supresión no tiene como consecuencia la muerte de nuestro cuerpo. De los ocho vicios, sólo la fornicación es el mismo tiempo un vicio innato, natural, corporal en su origen y que debe ser destruido por completo, igual que otros vicios del alma como la avaricia o el orgullo. Por tanto es una mortificación radical que nos permite vivir en nuestro cuerpo liberándonos de la carne. “Salir de la carne y permanecer al mismo tiempo en el cuerpo.” La lucha contra la fornicación nos permite acceder a un más allá de la naturaleza en la existencia terrestre. Nos “rescata del fango terrestre”. Nos permite vivir en este mundo una vida que no es de este mundo pues es la más radical. Esta mortificación nos ofrece la promesa más elevada aquí abajo: otorga “a la carne parásita, la ciudadanía que se les prometió a los santos y que gozarían cuando fueran librados de la corruptibilidad carnal.”
Es evidente que la fornicación, aunque forma parte de los ocho elementos del cuadro de los vicios, tiene una posición particular frente a los otros: a la cabeza del encadenamiento causal, al principio del comienzo de las caídas y del combate, y en uno de los puntos más difíciles y más decisivos del combate ascético.
En la Conferencia V, Casiano divide la fornicación en tres especies. La primera consiste en la “conjunción de los dos sexos” (commixtio sexus utriusque); la segunda se lleva a cabo “sin contacto con la mujer” (absque femineo tactu) – por esto condenaron a Onán-; la tercera “se concibe por el espíritu y el pensamiento”. En la conferencia XII se retoma casi la misma distinción: la conjunción carnal (carnalis commixtio) a la que Casiano llama fornicatio en sentido restringido; luego viene la impureza, inmunditia, que se produce sin contacto con una mujer, durmiendo o en estado de vigilia: se debe a “la incuria de un alma sin circunspección”, y por último, la libido que se desarrolla en los “recovecos del alma” sin involucrar a la “pasión corporal” (sine passione corporis). Esta especificación es importante ya que permite entender qué quiere decir Casiano cuando utiliza el término general de fornicatio, para el cual no da ninguna definición de conjunto. Pero es importante sobre todo por el uso que hace de estas tres categorías que, por otro lado, es diferente de lo que se podría encontrar en muchos textos anteriores.
En efecto, existía una trilogía tradicional de los pecados de la carne: el adulterio, la fornicación (que designaba las relaciones sexuales fuera del matrimonio) y la “corrupción de niños”.
En todo caso, estas son las tres categorías que se encuentran en la Didaché: “No cometerás adulterio, no fornicarás, no seducirás a los jóvenes”. Estas son las que encontramos en la carta de Bernabé: “No cometas ni fornicación ni adulterio, no corrompas a los niños”(2). Posteriormente, sólo se conservaron los dos primeros términos: la fornicación designaba todas las faltas sexuales en general y el adulterio, las que transgredían la obligación de fidelidad en el matrimonio. Pero, en todo caso, era muy común combinar esta enumeración de preceptos relacionados con la codicia de pensamiento o de mirada, y todo lo que puede conducir a la consumación de un acto sexual prohibido: “No seas codicioso pues la codicia lleva a la fornicación, evita la plática obscena y las miradas desvergonzadas pues todo eso engendra adulterios”.
El análisis de Casiano se caracteriza ante todo por no conceder un destino particular al adulterio, el cual entra en la categoría de fornicación en el sentido estricto, y sobre todo en que concentra su atención en las otras dos categorías. En ninguna parte habla de las relaciones sexuales propiamente dichas en los diferentes textos en los que evoca el combate por la castidad. En ningún lugar se examinan los diferentes “pecados” posibles según el acto cometido, la persona con quien se comete, su edad, su sexo, las relaciones de parentesco que se podrían tener con ella. En estos textos no aparece ninguna de las categorías que en la Edad Media van a constituir la gran codificación de los pecados de lujuria. Es indudable que Casiano, por el hecho de dirigirse a monjes que habían hecho voto de renunciar a cualquier tipo de relación sexual, no tenía por qué comenzar con esta cuestión previa. Pero es preciso señalar que Casiano se contenta con hacer alusiones furtivas sobre un punto importante de la vida cenobítica, que había suscitado recomendaciones precisas de Basilio de Cesarea(3) y de Crisóstomo: “Que nadie, en especial los jóvenes, se quede con otro, ni siquiera un momento, ni se aparte con él, ni se cojan de la mano.”(4) Se tiene la impresión de que a Casiano sólo le interesan los dos últimos términos de su subdivisión (que se refieren a lo que ocurre sin relación sexual y sin pasión del cuerpo), como si eludiera la fornicación como conjunción entre dos individuos, y sólo concediera importancia a elementos cuya condenación anteriormente no tenían valor más que de acompañamiento en relación a la importancia de los actos sexuales propiamente dichos.
Pero si los análisis de Casiano omiten la relación sexual, si éstos se despliegan en un mundo tan solitario y en un escenario tan interior, la razón de eso no es simplemente negativa. Se debe a que lo esencial del combate por la castidad se refiere a un objetivo que no pertenece al orden del acto o de la relación; concierne a otra realidad que no es la de la relación sexual entre dos individuos. Un pasaje de la Conferencia XII permite percibir lo que es esa realidad. En este capítulo, Casiano caracteriza las seis etapas que son índice de progreso en la castidad. Ahora bien, como el propósito de esta caracterización no es mostrar la castidad en sí misma, sino determinar los signos negativos a través de los cuales se puede reconocer su evolución -los diferentes rastros de impureza que desaparecen paulatinamente-, con eso sabemos contra qué es preciso batirse en el combate de la castidad.
Primera señal de este progreso: cuando el monje está despierto no es “doblegado” por “un ataque de la carne” – impugnatione carnali non eliditur. Por tanto dejan de irrumpir en el alma movimientos que derrotan a la voluntad. Segunda etapa: si se presentan en el espíritu “pensamientos voluptuosos” (voluptariae cogitationes), el alma no se “detiene” en ellos. No piensa en lo que, involuntariamente y a pesar suyo, llega a pensar.(5)
Se encuentra en la tercera fase cuando una percepción del mundo exterior ya no puede provocar la concupiscencia: la mirada puede topar con una mujer sin ninguna codicia.
En la cuarta etapa,. ya no se experimenta el más inocente movimiento de la carne durante la vigilia. ¿Acaso quiere decir Casiano que ya no se produce ningún movimiento en la carne y que entonces se ejerce un dominio total sobre el cuerpo? Es poco probable puesto que a menudo insiste en la permanencia de los movimientos involuntarios del cuerpo. El término que utiliza – perferre- se relaciona sin duda con el hecho de que estos movimientos ya no afectan. el alma y que ésta ya no tiene que padecerlos.
Quinto grado: “Si el tema de una conferencia o como consecuencia necesaria de una lectura se concibe la idea de la generación humana, el espíritu no concibe ni siquiera el más sutil consentimiento al acto voluptuoso, sino que lo considera con mirada tranquila y pura como una acción simple, como un ministerio necesario, atribuido al género humano y no le afecta recordarlo de la misma manera que no le afecta pensar en la fabricación de ladrillos o el ejercicio de cualquier otro oficio.”
Por último, se llega a la fase final cuando “la seducción de un fantasma femenino no causa ilusión durante el sueño. Aunque no habíamos considerado este engaño como culpable de pecado, éste es índice sin embargo de una codicia que se oculta aún en el magín”.
Por lo tanto no hay relación con otra persona, ningún acto, y ni siquiera la intención de cometerlo en esta designación de los diferentes rasgos del espíritu de fornicación que se desvanece a medida que progresa la castidad. No hay fornicación en el sentido restringido del término. En este microcosmos de la soledad están ausentes los dos elementos mayores en torno de los cuales giraba la ética sexual no sólo de los filósofos antiguos, sino también de un cristiano como Clemente de Alejandría – por lo menos en la Carta II del Pedagogo: la conjunción de dos individuos (sinusia) y los placeres del acto (aphrodisia). Los elementos que están en juego son los movimientos del cuerpo y los del alma, las imágenes, las percepciones, los recuerdos, las figuras del sueño, el curso espontáneo del pensamiento, el consentimiento de la voluntad, la vigilia y el sueño. Y en eso se bosquejan dos polos en los cuales es preciso observar que no coinciden con el cuerpo y el alma: el polo involuntario que es el de los movimientos físicos o el de las percepciones que se inspiran en recuerdos y en las imágenes que sobrevienen y que, al propagarse en el espíritu, asedian, solicitan y atraen a la voluntad; y el polo de la misma voluntad que acepta o rechaza, se aparta o se deja cautivar, se detiene, consiente. Por un lado, hay una mecánica del cuerpo y del pensamiento que embaucando al alma se carga de impureza y puede conducir hasta la polución; y, por el otro, un juego del pensamiento consigo mismo. En esto encontramos las dos formas de la “fornicación” en el sentido amplio que Casiano había definido al lado de la conjunción de los sexos y a los cuales consagró todo su análisis: la inmunditia que, durante la vigilia o el sueño, sorprende un alma que no es capaz de vigilarse y que lleva, fuera de cualquier contacto con otra persona, a la polución; y la libido que se desarrolla en las profundidades del alma y en relación con la cual Casiano evoca el parentesco de las palabras libido-libet.
El trabajo del combate espiritual y los progresos de la castidad cuyas seis etapas describió Casiano, pueden entenderse como una tarea de disociación. Nos encontramos muy lejos de la economía de los placeres y de su estricta limitación a los actos permitidos; lejos igualmente de la idea de una separación tan radical como sea posible entre el alma y el cuerpo. Se trata de una labor perpetua sobre el movimiento del pensamiento (ya sea que ésta sea la prolongación y el eco de los movimientos del cuerpo o el caso contrario), en sus formas más rudimentarias, sobre los elementos que pueden desencadenarlo, de manera que el sujeto no se vea implicado, incluso por la forma más oscura y aparentemente más “involuntaria” de la voluntad. Como se ha visto, las seis etapas a través de las cuales progresa la castidad representan seis fases en el proceso que debe poner fin a la implicación de la voluntad. Derrotar a la implicación en los movimientos del cuerpo, es el primer grado. Luego derrotar la implicación imaginativa (no detenerse en las representaciones que ofrece el espíritu). Luego derrotar la implicación sensible (dejar de experimentar los movimientos del cuerpo). Luego derrotar la implicación representativa (dejar de pensar en los objetos como objetos susceptibles de causar deseo). Y, por último, derrotar la implicación onírica (lo que puede haber de deseo en las imágenes que no obstante son involuntarias del sueño). Casiano da el nombre de concupiscencia a esta implicación, cuyo acto involuntario o cuya voluntad explícita de cometer un acto es la forma más evidente. Contra ella se dirige el combate espiritual y el esfuerzo de disociación, de desimplicación que lleva a cabo.
De esta manera se explica el hecho de que a lo largo de esa lucha contra el espíritu de “fornicación” y en favor de la castidad, el problema fundamental, y por decirlo así único, sea el de la polución – desde sus aspectos voluntarios o las complacencias que lo solicitan, hasta las formas involuntarias en el sueño o en la ensoñación. Tanta importancia tiene esto que Casiano reconocerá como signo de que se ha llegado al grado más alto de la castidad, la ausencia de sueños eróticos y de polución nocturna. A menudo vuelve sobre este tema: “La prueba de que se ha alcanzado esa pureza será que ninguna imagen nos perturbe cuando estamos relajados y en reposo en el sueño”, y además: “Tal es el fin de la integridad y la prueba definitiva: que ninguna excitación voluptuosa nos asalte durante nuestro sueño y que no seamos conscientes de las poluciones que nos hace padecer la naturaleza”. Toda la Conferencia XXII está consagrada a la cuestión de las “poluciones de la noche”, y a la necesidad de que “orientemos toda nuestra fuerza para librarnos de ellas”. Y, en diversas ocasiones, Casiano cita algunos santos personajes como Sereno que habían llegado a tan alto grado de virtud que nunca se veían expuestos a semejantes inconvenientes.
Se dirá que es perfectamente lógico que este tema sea tan importante en una regla de vida en la que era fundamental renunciar a cualquier relación sexual. También se recordará el valor que se concedía a los fenómenos del sueño y de la ensoñación como reveladores de la cualidad de la existencia y a las purificaciones que deben garantizar su serenidad en los grupos inspirados más o menos directamente por el pitagorismo. Por último y sobre todo, se debe pensar que la polución nocturna constituía un problema en términos de pureza ritual; y es precisamente este problema el tema de la Conferencia XXII: ¿Puede uno acercarse a los “santos altares” y participar en el “banquete redentor” cuando uno se ha manchado en la noche? Pero si todas estas razones pueden explicar la existencia de esta preocupación en los teóricos de la vida monástica, no pueden dar cuenta del lugar, exactamente central que ocupa la cuestión de la polución voluntaria-involuntaria en todo el análisis de los combates por la castidad. La polución no es simplemente el objeto de una prohibición más intensa que las otras, o mas difícil de observar. Esta es un “analizador” (analyseur) de la concupiscencia en la medida en que era posible determinar a lo largo de todo lo que la hace posible, la prepara, la incita y finalmente la desencadena, y que es, en medio de las imágenes, de las percepciones, de los recuerdos del alma, la parte de lo voluntario y de lo involuntario. La labor que el monje ejerce sobre sí mismo consiste en evitar que su voluntad se vea arrastrada en el movimiento que va del cuerpo al alma y del alma al cuerpo y sobre el cual su voluntad puede tener mucha ascendencia ya sea para favorecerlo o para detenerlo por medio del movimiento del pensamiento. Las cinco primeras etapas de los progresos de la castidad constituyen las liberaciones sucesivas de la voluntad que cada vez son más sutiles con respecto a los movimientos, cada vez más fuertes, que pueden conducir a esta polución.
Falta aún la última etapa que sólo es alcanzada por la santidad: la ausencia de esas poluciones “totalmente” involuntarias que tienen lugar durante el sueño. Aunque Casiano precisa que para que se produzcan de esta manera, no todas son forzosamente involuntarias. Un exceso de alimentación, pensamientos impuros durante el día constituyen para ellas una especie de consentimiento, cuando no de preparación. También distingue la naturaleza del sueño que la acompaña, y el grado de la impureza de las imágenes. Aquél que se ve de esta manera sorprendido estaría en un error si busca la causa de ello en el cuerpo o en el sueño: “Es el signo de un mal que se fermentaba interiormente, y que no se originó durante la noche, sino que, por yacer en lo más profundo del alma, emerge durante el reposo del sueño, revelando la fiebre oculta de las pasiones que hemos contraído alimentándonos durante largas jornadas de pasiones malsanas”. Resta por último la polución sin rastro alguno de complicidad, sin ese placer que prueba que consentimos en él, que ni siquiera está acompañado por imagen onírica alguna. Sólo puede llegar hasta este grado un asceta que se ejercita suficientemente; la polución ya no es más que un “resto” en el que el sujeto no participa. “Es preciso que nos esforcemos en reprimir los movimientos del alma y las pasiones de la carne hasta que la carne satisfaga las exigencias de la naturaleza sin suscitar voluptuosidad alguna, librándose del exceso de sus humores sin ninguna comezón malsana y sin suscitar combate alguno por la castidad”.
Puesto que en este caso ya no se trata más que de un fenómeno de la naturaleza, únicamente nos puede liberar de él, el poder más fuerte que la naturaleza: la gracia. Es por eso que la ausencia de polución es marca de santidad; sello de la más elevada castidad posible, favor que podemos recibir, pero no adquirir.
El hombre, por su parte, debe permanecer en un estado de perpetua vigilancia incluso de los más ínfimos movimientos que se pudieran originar tanto en su cuerpo como en su alma. Velar noche y día, la noche para el día y el día pensando en la futura noche. “Así como la pureza y la vigilancia durante el día, preparan la castidad durante la noche, la vigilancia nocturna fortalece el corazón y le da firmeza para observar la castidad durante el día.” Esta vigilancia significa la puesta en práctica de la “discriminación” que, como es sabido, se encuentra en el centro de la tecnología de sí mismo, tal como es desarrollada en la espiritualidad de inspiración evagriana. El trabajo que el monje debe hacer sin cesar en sus propios pensamientos para reconocer aquellos que pueden hacerlo caer en tentación, es el del molinero que expurga los granos, del centurión que reparte los soldados, del cambista que pesa las monedas para aceptarlas o rechazarlas. Tal trabajo le permitirá expurgar los pensamientos según su origen, distinguirlos de acuerdo con su cualidad propia, así como disociar el objeto que en ellos se representa del placer que podría evocar. Labor de análisis permanente que se tiene que realizar por sí mismo y en relación con los otros por la obligación de la confesión.(6)
No es posible comprender la concepción de conjunto que tiene Casiano de la castidad y de la “fornicación”, ni la manera en la que los analiza, ni los elementos que él incluye y que interrelaciona (libido, concupiscencia, libido), sin hacer referencia a las tecnologías de sí, por medio de las cuales caracteriza la vida monástica y el combate espiritual que la atraviesa.
¿ Acaso es preciso concluir que de Tertuliano a Casiano existe un fortalecimiento de las “prohibiciones”, una valorización más acentuada de la continencia completa, una creciente descalificación del acto sexual? Es indudable que no se debe plantear el problema en estos términos.
La organización de la institución monástica y el dimorfismo que se establece de esta manera entre la vida de los monjes y la de los laicos, introdujeron cambios importantes en el problema de la renuncia a las relaciones sexuales. Trajeron consigo, de manera correlativa, el desarrollo de tecnologías de sí particularmente complejas. De esta manera aparecieron en esa práctica de la renuncia, una regla de vida y un modo de análisis que, a pesar de continuidades evidentes, marcan con el pasado diferencias importantes. Para Tertuliano el estado de virginidad implicaba una actitud exterior e interior de renuncia al mundo, que eran completadas con reglas de vestimenta, de conducta, de manera de ser. En la mística de la virginidad que se desarrolla a partir del siglo III, el rigor de la renuncia (en el tema, que ya está presente en Tertuliano, de la unión con Cristo) retorna la forma negativa de la continencia, en promesa de matrimonio espiritual. En Casiano, que más que inventor es sobre todo testigo, se produce una especie de desdoblamiento, una suerte de retirada que permite descubrir toda la profundidad de una escena interior.
De ninguna manera se trata de la interiorización de un catálogo de prohibiciones, que sustituye la prohibición del acto con la de la intención. Se trata de la apertura de un ámbito (cuya importancia ya había sido subrayada por textos como los de Gregorio de Nisa o, sobre todo, de Basilio de Ancira): el del pensamiento, con su curso regular y espontáneo, con sus imágenes, sus recuerdos, sus percepciones, con los movimientos y las impresiones que se comunican del cuerpo al alma y del alma al cuerpo. Lo que está en juego entonces, no es un código de actos permitidos o prohibidos, sino toda una técnica para analizar y diagnosticar el pensamiento, sus orígenes, sus cualidades, sus peligros, su poder de seducción, y todas las fuerzas oscuras que pueden ocultarse bajo el aspecto que presenta. Y si, en última instancia, el objetivo es expulsar todo lo que es impuro o inductor de impureza; éste sólo puede alcanzarse a través de una vigilancia permanente, de sospechar de todo y sobre todo de sí mismo. Es preciso que siempre se plantee la cuestión de tal manera que desaloje todo aquello que de “formación” secreta pueda ocultarse en los más profundos repliegues del alma.
En esta ascesis de la castidad se puede reconocer un proceso de “subjetivación” que confina a una ética sexual que estaba centrada en la economía de los actos. Pero es preciso subrayar inmediatamente dos cosas. Esta subjetivación es indisociable de un proceso de conocimiento que hace de la obligación de buscar y de decir la verdad de sí mismo una condición indispensable y permanente de esa ética; si existe subjetivación, ésta implica una objetivación indefinida que uno hace de sí mismo – indefinida en el sentido de que-, puesto que no se adquiere de una vez para siempre, no conoce término en el tiempo; y en el sentido de que es necesario llevar tan lejos como sea posible el examen de los movimientos de pensamiento, por insignificantes e inocentes que puedan parecer. Por otro lado, esta subjetivación en forma de búsqueda de la verdad de sí, se efectúa a través de complejas relaciones con los otros. Y de diversas maneras: porque se trata de desalojar de sí la fuerza del Otro, del Enemigo, que se oculta bajo las apariencias de uno mismo; porque se trata de librar contra ese Otro un combate sin tregua del que no se puede triunfar sin el socorro de la Omnipotencia, que es más fuerte que él, y por último, porque en este combate es indispensable la confesión a los otros, la sumisión a sus consejos, la obediencia permanente a los directores. Por lo tanto, las nuevas modalidades que se adoptaron sobre la ética sexual en la vida monástica, la constitución de una nueva relación entre el sujeto y la verdad, el establecimiento de relaciones complejas de obediencia al otro, forman parte de un conjunto, cuya coherencia aparece en el texto de Casiano. No se trata de ver en él un punto de partida. Si nos remontamos en el tiempo, y más allá del cristianismo, encontramos muchos de estos elementos en vía de formación e incluso ya constituidos en el pensamiento antiguo (en los estoicos o en los neoplatónicos). Por otra parte, el mismo Casiano afirma que presenta de manera sistemática (la cuestión de su aportación personal debe estudiarse, pero por el momento no es éste nuestro problema) la experiencia del monacato oriental.
En todo caso, es evidente que el estudio de un texto como éste confirma que casi no tiene sentido hablar de una “moral cristiana de la sexualidad” y menos aún de “moral judeo-cristiana”. En lo que concierne a la reflexión sobre las conductas sexuales, desde la época helenística hasta San Agustín se desarrollaron procesos complejos. También se pueden descifrar muchos otros. En cambio, el advenimiento del cristianismo, en general, apenas se puede percibir, como principio imperioso de otra moral sexual, en ruptura total con las que lo precedieron. Como lo dice P. Brown, en relación con el cristianismo en la lectura de la totalidad de la Antigüedad, es difícil establecer la cartografía de la repartición de las aguas.
Traducción de Antonio Marquet
(1) Los otros siete son la gula, la avaricia, la ira la pereza, la acedía, la vanagloria y el orgullo.
(2) Carta de Bernabé, XIX, 4. Un poco más arriba, con relación a las prohibiciones alimentarias, el mismo texto interpreta la interdicción de comer hiena como prohibición del adulterio; la de comer liebre, como prohibición de la seducción de niños; la de comer comadreja, como condena de las relaciones orales.
(3) Basilio de Cesarea, Exhortación a renunciar al mundo, 5: “Evita cualquier comercio, cualquier relación con los jóvenes cofrades de tu edad. Huye de ellos como del fuego. Desgraciadamente son muchos los que a través de ellos, el enemigo les ha prendido fuego y los ha librado a las llamas eternas.” Cf. Las preocupaciones indicadas en las Grandes Reglas y las Reglas breves. Véase asimismo Juan Crisóstomo, Adversus oppugnatores vitae monasticae.
(4) Instituciones, II, 15. Aquellos que infringen esta ley cometen una grave falta y se vuelven sospechosos de “conjuratiois pravique consilii”. ¿Son acaso estas palabras una manera alusiva de designar un comportamiento amoroso, o señalar el peligro de relaciones privilegiadas entre miembros de la misma comunidad? Encontramos las mismas recomendaciones en Instituciones, IV, 16.
(5) El término que Casiano utiliza para designar el hecho de que el espíritu se detenga en estos pensamientos es inmorari. Posteriormente la delectatio morosa será una de las categorías importantes en la ética sexual de la Edad Media.
(6) Cf. en la Conferencia XXII (6), el ejemplo de una “consulta” en relación con un monje que cada vez que se presentaba a la comunión era víctima de una ilusión nocturna, y no se atrevía a tomar parte en los santos misterios. Los “médicos espirituales”, después de interrogatorio y discusiones, diagnostican que es el diablo el que envía esas ilusiones para impedir que el monje llegue a la comunión que desea. Por lo tanto, abstenerse significaba caer en la trampa del diablo. Comulgar a pesar de todo era derrotarlo. Una vez que se hubo tomado esta decisión, el diablo no volvió a aparecer.
 

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