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El hombre que amó a las Nereidas: Marguerite Yourcenar

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Estaba parado, descalzo, en el polvo, entre el calor y los tufos del puerto, bajo el delgado toldo de un pequeño café donde algunos clientes se habían dejado caer sobre sillas con la vana esperanza de protegerse del sol. Su viejo pantalón rojo le llegaba apenas a las espinillas, y el huesito puntiagudo, la arista del talón, las largas plantas callosas, todas escoriadas, los dedos flexibles y táctiles pertenecían a esa raza de pies inteligentes, acostumbrados a todos los contactos del aire y del suelo, endurecidos por las asperezas de las piedras, que en un país mediterráneo conservan todavía, para el hombre vestido, la soltura libre del hombre desnudo. Pies ágiles, tan diferentes de los apoyos torpes y lentos encerrados en los zapatos del Norte… El azul deslavado de su camisa armonizaba con los tonos del cielo desteñido por la luz del verano; sus hombros y sus omóplatos perforaban la tela por las desgarraduras como flacos peñascos; sus orejas un poco alargadas encuadraban oblicuamente su cráneo a la manera de las asas de un ánfora; sobre su rostro macilento y vacío aún se veían incontestables huellas de belleza, como el afloramiento de una antigua estatua quebrada en un terreno ingrato. Sus ojos de animal enfermo se disimulaban sin desconfianza tras unas pestañas tan largas como las que hacen orla a los párpados de las mulas; tenía la mano derecha contínuamente extendida, con el gesto obstinado e inoportuno de los ídolos arcaicos que parecen a los visitantes de museos la limosna de la admiración, y de su boca completamente abierta, sobre dientes resplandecientes, salían quejas inarticuladas.
-¿Es sordomudo?
-No está sordo.
Jean Demetriadis, el propietario de las grandes fábricas de jabón de la isla, aprovechó un momento de distracción, cuando la mirada vaga del idiota se perdía del lado del mar, para dejar caer una dracma sobre la dala lisa. El ligero tintineo, medio apagado por una fina capa de arena, no se perdió para el mendigo, que ávidamente recogió la pequeña moneda de metal blanco y reasumió de inmediato su estado contemplativo y gimoteante, como una gaviota a la orilla de un muelle.
-No está sordo- repitió Jean Demetriadis, colocando ante él su taza medio llena de una untuosa hez negra-. La palabra y el espíritu le han sido retirados en condiciones tales que a veces lo envidio, yo, el hombre razonable, el hombre rico, que con frecuencia encuentro en mi camino. tan sólo el aburrimiento y el vacío. Este Panegyotis (así se llama) se volvió mudo a los dieciocho años por haber encontrado a las Nereidas desnudas.
Una sonrisa tímida se dibujó en los labios de Panegyotis cuando oyó pronunciar su nombre. No parecía comprender el sentido de las palabras de este hombre importante, en el que vagamente reconocía a un protector, pero el tono, y no las palabras mismas, lo alcanzaba. Contento de saber que se trataba de él y que quizá convenía esperar una nueva limosna, adelantó la mano imperceptiblemente, con el movimiento temeroso del perro que araña con su pata la rodilla de su amó para que no olvide darle de comer.
Es el hijo de uno de los campesinos mejor acomodados de mi pueblo -siguió Jean Demetriadis- y, por excepción entre nosotros, esas gentes son verdaderamente ricas. Sus padres tienen campos como para no saber qué hacer con ellos, una buena casa de cantera, un huerto con varias especies de frutas y legumbres en el jardín, un despertador en la cocina, una vela encendida ante el muro de los iconos, en fin, todo lo que se necesita. De Panegyotis podría decirse lo que raramente se puede decir de un joven griego, que tenía frente a él una vida fácil y para siempre. También podría decirse que tenía ante él todo su camino trazado, un camino griego, polvoso, pedregoso y monótono, pero, aquí y allá, con grillos que cantan y paradas no muy desagradables a las puertas de las tabernas. Ayudaba a las viejas a varear los olivos, vigilaba el embalaje de cajas de uvas y el peso de los fardos de lana; en las discusiones con los compradores de tabaco, apoyaba discretamente a su padre, escupiendo de disgusto ante toda proposición que no rebasara el precio deseado. Estaba comprometido con la hija del veterinario, una amable pequeña que trabajaba en mi fábrica; como era muy guapo se le adjudicaban tantas amantes como muchachas de la región que aman el amor; se ha pretendido que se acostaba con la mujer del sacerdote; si es así, el sacerdote no lo resentía, pues amaba poco a las mujeres y se desinteresaba de la suya, que además se ofrece a cualquiera. imagínese la felicidad humilde de un Panegyotis; el amor de las bellas, la envidia de los hombres y a veces su deseo, un reloj de plata, cada dos o tres días una camisa maravillosamente blanca planchada por su madre, el pilav al mediodía y el uzo glauco y perfumado antes de la cena. Pero la felicidad es frágil, y cuando el hombre o las circunstancias no la destruyen, está amenazada por fantasmas. Tal vez usted no sabe que nuestra isla está poblada por presencias misteriosas. Nuestros fantasmas no se parecen a sus espectros del Norte, que solo salen a medianoche y se alojan de día en los cementerios. Descuidan cubrirse con sábanas blancas y su esqueleto está cubierto de carne. Pero tal vez son más peligrosos que las almas de los muertos que al menos fueron bautizadas, conocieron la vida, supieron lo que era sufrir.
“Las Nereidas de nuestras campiñas son inocentes y malas como la naturaleza, que a veces protege y a veces destruye al hombre. Los dioses y las diosas antiguas están bien muertos y en los museos sólo tienen sus cadáveres de mármol. Nuestras ninfas se parecen más a las hadas de ustedes que a la imagen que ustedes tienen según Praxiteles. Pero nuestro pueblo cree en sus poderes; existen como la tierra, el agua y el peligroso sol. En ellas, la luz del verano se hace carne, y es por eso que su vista provoca el vértigo y el estupor. Sólo salen a la hora trágica del mediodía, están como inmersas en el misterio de pleno día. Si los campesinos atrancan las puertas de sus casas antes de recostarse para la siesta, no es contra el sol, es contra ellas. Estas hadas verdaderamente fatales son bellas, desnudas, refrescantes y nefastas como el agua en la que se beben los gérmenes de la fiebre; quienes las han visto se consumen suavemente de languidez y de deseo; los que han tenido el atrevimiento de acercárseles se vuelven mudos de por vida, pues los secretos de su amor no deben ser revelados al vulgo. En fin, una mañana, dos de los borregos del padre de Panegyotis se pusieron a dar vueltas. La epidemia se propago rápidamente a las más bellas cabezas del rebaño, y el cuadrado de tierra apisonada frente a la casa se transformó rápidamente en un patio que asilaba al ganado enloquecido. Panegyotis partió solo, en pleno calor, en pleno sol, en busca del veterinario, que vive en la otra vertiente del Monte San Eli, en un pequeño pueblo acurrucado a la orilla del mar. Al crepúsculo, aún no había regresado. La inquietud del padre de Panegyotis se desplazó de los borregos a su hijo; se exploró en vano la campiña y los valles de las cercanías; toda la noche las mujeres de la familia oraron en la capilla del pueblo, que no es sino una troje alumbrada por dos docenas de cirios y donde a cada instante parece que María va a entrar para dar luz a Jesús. La noche siguiente, a la hora de descanso en que los hombres se sientan en la plaza del pueblo ante una minúscula taza de café, un vaso de agua o una cucharada de mermelada, se vio regresar a un Panegyotis nuevo, tan transformado como si hubiera pasado por la muerte. Sus ojos chispeaban, pero parecía que el blanco del ojo y la pupila hubieran devorado al iris; dos meses de malaria no lo habrían amarillado más, una sonrisa un poco repugnante deformaba sus labios, de los cuales ya no salían palabras.
“Sin embargo, aún no estaba completamente mudo. Sílabas entrecortadas se escapaban de su boca, como los últimos gorgoteos de un manantial que muere:
- Las Nereidas… Las damas… Nereidas… Bellas… Desnudas… Es colosal… Rubias… Cabellos todos rubios.
“Fueron las únicas palabras que se le pudieron sacar. varias veces, en los días que siguieron, todavía se le oyó repetirse se suavemente a él mismo: `Cabellos rubios… rubios’, como si acariciara seda. Y eso fue todo. Sus ojos cesaron de brillar, pero su mirada convertida, vaga y fija, adquirió propiedades singulares: contempla el sol sin pestañear, quizá encuentra placer en considerar este objeto de un rubio deslumbrante.
“Yo estaba en el pueblo durante las primeras semanas de su delirio; sin fiebre, ningún síntoma de insolación o de ataque. Sus padres lo llevaron a un célebre monasterio de las cercanías para que lo exorcisaran: se dejó hacer con la dulzura de un cordero enfermo, pero ni las ceremonias de la Iglesia ni los sahumerios de incienso, ni los ritos mágicos de las viejas del pueblo pudieron expulsar de su sangre a las locas ninfas color de sol.
“Las primeras jornadas de su nuevo estado transcurrieron en idas y venidas incesantes: regresaba infatigablemente al lugar en que ocurrió la aparición: hay ahí una fuente donde los pescadores vienen a veces a proveerse de agua dulce; un vallecito encajonado, un campo de higueras de donde un sendero baja hacia el mar. Las gentes han creído ver huellas ligeras de pies femeninos en la hierba escasa, lugares hollados por el peso de cuerpos. Se imagina la escena: los agujeros de sol en la sombra de las higueras, que no es una sombra, sino una forma más verde y más suave de la luz, el joven pueblerino alertado por risas y gritos de mujer como un cazador por los ruidos de batir de alas; las divinas jóvenes que levantan sus brazos blancos donde los vellos rubios interceptan al sol, la sombra de una hoja que se desplaza sobre un vientre desnudo, un seno claro; cuya punta se revela rosa y no violeta; los besos de Panegyotis devorando esas cabelleras rubias dándole la impresión de que masticara miel; su deseo perdiéndose entre esas piernas rubias. Así como no hay amor sin turbamiento del corazón, no hay casi voluptuosidad verdadera sin admiración de la belleza. El resto no es más que funcionamiento mecánico, como la sed y el hambre. Las Nereidas abrieron al joven insensato el acceso a un mundo femenino tan distinto de las muchachas de la isla, como el mundo éstas frente a las hembras del ganado; le proporcionaron la embriaguez de lo desconocido, el agotamiento del milagro, las maldades chispeantes de la felicidad. Se pretende que no ha cesado jamás de encontrarlas, en las horas cálidas, cuando esos bellos demonios del mediodía merodean en busca de amor; parece que olvidó hasta el rostro de su novia, de la que se aparta como de un adefesio repugnante; escupe al paso de la mujer del pope, que lloró dos meses antes de consolarse. Las ninfas lo embrutecieron para mezclarlo mejor en sus juegos, como una especie de fauno inocente. Ya no trabaja, ya no se inquieta ni de los meses ni de los días; se ha vuelto mendigo, de modo que no se queda con hambre. Vagabundea por la región, evitando lo más que puede los caminos principales; se hunde en los campos y los bosques de pinos, en los huecos de colinas desiertas, y se dice que una flor de jazmín colocada sobre un muro de piedras secas o un guijarro blanco al pie de un ciprés, son otros tantos mensajes en los que él descifra la hora y lugar de la próxima cita de las hadas. Los campesinos pretenden que no envejecerá: como todos aquellos a los que ha tocado un mal sortilegio, va a marchitarse sin que se sepa si tiene dieciocho o cuarenta años. Pero sus rodillas tiemblan, su espíritu se ha ido para no regresar, y la palabra nunca renacerá en sus labios: Homero ya sabía que los que se acuestan con las diosas de oro ven consumidas su inteligencia y su fuerza.
“Pero envidio a Panegyotis. Salió del mundo de los hechos para entrar al de las ilusiones y se me ocurre pensar que la ilusión es quizá la forma que toman las más secretas realidades a los ojos del vulgo”.
-Pero en fin, Jean -dijo con irritación la señora Demetriadis-, ¿tú crees que Panegyotis vio realmente a las Nereidas?
Jean Demetriadis no contestó porque estaba muy ocupado levantándose a medias de su silla para devolver el saludo altivo de tres extranjeras que pasaban. Esas tres jóvenes americanas, bien ajustadas en sus vestidos de tela blanca, caminaban con un paso ágil sobre el muelle inundado de sol, seguidas por un viejo cargador que se doblaba bajo el peso de provisiones compradas en el mercado; y como tres niñitas al salir de la escuela, se tomaban de la mano. Una de ellas iba con la cabeza descubierta, ramitas de mirto esparcidas por su cabellera roja; pero la segunda llevaba un inmenso sombrero de paja mexicano y la tercera se cubría como una campesina con una pañoleta de algodón y unos anteojos de sol, con vidrios negros, la protegían como una máscara. Estas tres jóvenes se habían instalado en la isla, donde habían comprado una casa situada lejos de los caminos principales: pescaban en la noche con tridente a bordo de su propia barca y cazaban codornices en otoño; no congeniaban con nadie y se atendían ellas solas, por temor a introducir una sirvienta en la intimidad de su existencia; se aislaban, en fin, de un modo tajante para evitar la maledicencia, prefiriendo quizá las calumnias. Traté vanamente de interceptar la mirada que Panegyotis lanzaba sobre estas tres diosas, pero sus ojos distraídos permanecieron vagos y sin resplandor: era obvio que no reconocía a sus Nereidas vestidas de mujeres. Repentinamente se agachó, con un movimiento ágil y como de animal, para recoger un nuevo dracma caído de uno de nuestros bolsillos, y entonces vi, prendido a los pelos rudos de su marinera, que llevaba colgada a un hombro sujeta con sus correas, el único objeto que pudo proporcionar a mi convicción una prueba imponderable: el hilo sedoso, el hilo delgado, el hilo extraviado de un cabello rubio.
(Traducción de Oscar Reyes Retana)

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