Ibrahim siempre te seguiré


No hay nada mas dificil que no engañarse a uno mismo.

Datos personales

Tres cuentos: J.D. Salinger ( )

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Entre 1940 y 1965, J. D. Salinger publicó un total de treinta cuentos, cortos y largos, y una novela. De los cuentos, trece fueron incluidos en sus tres libros conocidísimos: Nine Stories, Franny & Zooey, y Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour: An Introduction. Los restantes fueron recogidos en ediciones para coleccionistas e iniciados: los cuentos que aquí presentamos fueron extraídos de una de ellas: J.D. Salinger. Uncollected Short Stories, en dos volúmenes sin sello editorial. “Los jóvenes”, “Ve a ver a Eddie” y “Ya lo aprenderé ” fueron escritos por Salinger entre los 21 y 22 años de edad; en ese entonces se había inscrito en un curso de cuento impartido por Whit Burnett, editor de la revista Story, donde estos cuentos aparecieron por primera vez. Posteriormente la mayor parte de los cuentos de Salinger serían publicados en la revista New Yorker. Es famoso el espacio que esta revista concedió a “Raise High the Roof Beam, Carpenters”, una noveleta, en 1955, cuando el criterio editorial de la misma sólo publicaba cuentos que no excedieran las tres y -muy excepcionalmente, seis- cuartillas de extensión.
J.D. Salinger nació en Nueva York (donde vive actualmente) en 1919, hijo de un polaco importador de quesos y jamones. Empezó a escribir a los 16 años, se graduó en la Academia Militar de Valley Forge y estudió un tiempo en la Universidad de Nueva York. Entre 1942 y 1946 sirvió activamente al ejército norteamericano, mientras seguía publicando cuentos. Participa en el Día-D. En 1951 publicó un clásico de las letras norteamericanas, sólo comparable a Huckleberry Finn: The Catcher in the Rye. Alianza Editorial acaba de publicar esta novela con el título El guardián entre el centeno, aunque en español ya existía otra edición, nada potable, debido a una firma argentina: El cazador oculto. Los demás libros de Salinger traducidos al español son asequibles en Bruguera y Sudamericana principalmente.
VE A VER A EDDIE
Siempre arreglaban el cuarto de Helen mientras ella se bañaba de modo que, cuando salía del baño, en su tocador ya no estaban las cremas de noche ni los algodones sucios, y en el espejo se reflejaban las colchas lisas y los cojines del sillón. Cuando hacía sol, como ahora, se distinguían manchas cálidas y brillantes que hacían resaltar los colores pastel seleccionados de una pequeña revista sobre decoración.
Helen se estaba cepillando la gruesa cabellera pelirroja cuando entró Elsie, la sirvienta.
-Señora, el señor Bobby está aquí -dijo Elsie.
-¿Bobby? -dijo Helen-. Creí que estaba en Chicago. Pásame la bata, Elsie, y luego díle que entre.
Acomodándose la bata azul para cubrir sus largas piernas desnudas, Helen continuó cepillándose el pelo. Entonces un hombre alto con el cabello color arena, vistiendo saco sport, pasó por atrás de ella, tronando su dedo índice contra la parte de atrás de su cuello. Fue directamente al sofá que estaba del otro lado del cuarto y se apoltronó con todo y saco. Helen podía verlo en su espejo.
-¿Qué tal? -dijo-. Oye, acaban de arreglar eso. Creí que estabas en Chicago.
-Regresé anoche -dijo Bobby, bostezando-. Estoy cansadísimo.
-¿Tuviste suerte? -preguntó Helen-. ¿No fuiste a oír cantar a una muchacha o algo por el estilo?
-Uh -afirmó Bobby.
-¿No era buena?
-Mucho trabajo de pecho. Nada de voz.
Helen dejó su cepillo, se levantó y fue a sentarse en una silla color durazno a los pies de Bobby. De la bolsa de su bata sacó una lima y procedió a aplicarla en sus largas uñas rosadas.
-¿Qué más sabes? -inquirió.
-No mucho -dijo Bobby. Se enderezó en su asiento con un gruñido, sacó una cajetilla de cigarros de la bolsa de su saco, los guardó, luego se paró para quitarse el saco. Arrojó el pesado objeto en la cama de Helen, esparciendo una colonia de rayos de sol. Helen siguió limándose las uñas. Bobby se sentó en la orilla del sofá, encendió su cigarro y se inclinó hacia adelante. El sol los iluminaba a ambos, embelleciendo la piel lechosa de Helen, aunque en el caso de Bobby no hacía más que resaltar su caspa y las bolsas debajo de los ojos.
-¿Qué te parecería un trabajo? -preguntó Bobby.
-¿Un trabajo? -dijo Helen, limándose las uñas-. ¿Qué clase de trabajo?
-Eddie Jackson está por comenzar los ensayos de un nuevo show. Lo vi anoche. Deberías ver lo acabado que está el tipo ese. Le pregunté que si tenía un lugar para mi hermana y me contestó que tal vez, y dije que posiblemente te darías una vuelta por ahí.
-Qué bueno que dijiste posiblemente -dijo Helen, mirándolo-.
¿Qué lugar me daría? ¿El tercero a la izquierda o algo así?
-No le pregunté qué lugar. Pero ya es algo, ¿no?
Helen no contestó y siguió limándose las uñas.
-¿Por qué no quieres trabajar?
-No dije que no quisiera.
-¿Entonces cuál es el problema de ir a ver a Jackson?
-Ya no quiero trabajar de corista. Además odio con toda mi alma a Eddie Jackson.
-Sí -dijo Bobby. Se levantó y caminó hasta la puerta-.íElsie! 
-gritó-. íTráeme un café! -y luego volvió a sentarse.
-Quiero que veas a Eddie- le dijo.
-No quiero verlo.
-Quiero que vayas a verlo. Deja esa maldita lima por un momento.
Ella siguió limándose.
-Quiero que vayas hoy en la tarde, ¿me oíste?
-No voy a ir ni hoy en la tarde ni ninguna otra tarde -le dijo Helen, cruzando las piernas-. ¿A quién crees que le estás dando órdenes?
La mano de Bobby estaba a medio cerrar cuando le botó de un golpe la lima de sus dedos. Ella ni lo miró, ni recogió la lima de la alfombra. Tan sólo se levantó y regresó a su tocador para seguir cepillándose el pelo, la gruesa cabellera pelirroja. Bobby la siguió y se paró atrás de ella, buscando sus ojos en el espejo.
-Quiero que vayas a ver a Eddie hoy en la tarde, ¿me oíste, Helen?
Helen se cepilló el cabello.
-¿Y qué me va a hacer este machito si no me paro por ahí?
El aceptó la insinuación.
-¿Quieres que te lo diga? ¿Quieres que te diga qué voy a hacer si no vas?
-Sí, quiero saber qué vas a hacer si no me paro por ahí – Helen lo imitió.
-No hagas eso. Te voy a dar una bofetada en esa glamorosa boquita. Te lo aseguro -Bobby le advirtió-. Quiero que vayas. Quiero que veas a Eddie y que tomes ese maldito trabajo.
-No; quiero que me digas qué harás si no voy -dijo Helen, pero con su voz natural.
-Te voy a decir lo que haré -dijo Bobby, mirándola a los ojos por el espejo-. Llamaré a la esposa del mugroso de tu amigo y le diré lo que está pasando.
Helen se carcajeó.
-íAdelante! -le dijo-. íAdelante! í Ya lo sabe todo!
-¿Ya sabe, eh?- dijo Bobby
-íSí, ya lo sabe! íY no le digas mugroso a Phil! íYa quisieras tener la mitad de la presencia que él tiene!
-Es un cerdo. Un farsante asqueroso -dijo Bobby-. Ese es tu amigo.
-Viniendo de ti es un elogio.
-¿Has visto alguna vez a su esposa? -preguntó Bobby.
-Sí-he-visto a-su-esposa. ¿Ella qué tiene que ver?
-¿Te has fijado en su cara?
-¿Qué tiene de maravilloso su cara?
-íNo tiene nada de maravilloso! No tiene una boquita glamorosa como la tuya. Es sólo una cara bonita. ¿Por qué no dejas en paz al estúpido de su marido?
-íPor nada que a ti te importe! -estalló Helen.
De repente, los dedos de la mano derecha de Bobby se enterraron en el hueco de sus hombros. Ella gritó de dolor, volteó y, desde una posición incómoda. pero con todas sus fuerzas, golpeó la mano con el revés del cepillo. El aguantó la respiración y giró rápidamente de modo que les dio la espalda a ambas, a Helen y a Elsie, la sirvienta, que había entrado con su café. Elsie acomodó la bandeja en el asiento de la ventana, junto a la silla donde Helen se había estado limando las uñas, y luego salió del cuarto.
Bobby se sentó y, usando la otra mano, sorbió su café negro, Helen había comenzado a peinarse frente a su tocador. Usaba un chongo anticuado y pesado.
Hacía mucho que él había terminado su café cuando la última horquilla estuvo en su lugar. Después, ella se dirigió hacia donde él se encontraba sentado, fumando, mirando por la ventana. Cruzando los pliegues del cuello de su bata contra sus senos, se sentó, con un pequeño uups de desequilibrio, en el piso, justo a los pies de Bobby. Tomó uno de sus tobillos entre sus manos y, acariciándolo, se dirigió a él con una voz diferente.
-Perdóname, Bobby. Pero me hiciste perder la calma. ¿Te lastimé la mano?
-No importa la mano -dijo, sin sacarla de la bolsa.
-Bobby, amo a Phil. Palabra de honor. No quiero que creas que sólo estoy jugando. ¿No me crees, verdad? O sea, ¿no crees que sólo estoy jugando, tratando de lastimar a la gente?
Bobby no contestó.
-Palabra de honor, Bob. Tú no conoces a Phil. De veras que es una magnífica persona.
Bobby la miró:
-Tú y tus malditas magníficas personas. Conoces a tantas magníficas personas. El tipo de Cleveland. ¿Cómo diablos se llamaba? Bothwell. Harry Bothwell. Y qué tal el güero que cantaba en el Bill Cassidy. Dos de las malditas magníficas personas que te he conocido. -Volvió a asomarse por la ventana-. Ya estuvo bien -le dijo finalmente.
-Bob -dijo Helen-, sabes cuántos años tenía. Estaba muy joven. Tú lo sabes. Pero esta vez es cierto, Bob. En serio. Yo lo sé. Nunca antes me sentí así. ¿No puedes pensar realmente que me esté tomando esto de Phil así nada más, Bob? 
Bobby la miró de nuevo, enarcó las cejas, apretó los labios.
-¿Sabes lo que oí en Chicago? -le preguntó.
-¿Qué oíste, Bob? -preguntó amablemente Helen, haciéndole cariños en el tobillo con la yema de los dedos.
-Oí a dos tipos hablando; no los conoces. Estaban hablando de ti y de ese tipo que es aficionado a las carreras de caballos. Hanson Carpenter. Estaban platicando sobre eso. – Hizo una pausa-. ¿Con él también, Helen?
-Esa es una mentira estúpida, Bob -Le dijo Helen suavemente-. Apenas conozco a Hanson Carpenter como para saludarlo.
-Puede que así sea. Pero para un hermano es algo maravilloso tener que oírlo, ¿no? íTodo el mundo en la ciudad se carcajea de mí cuando me ven llegar a cualquier esquina!
-Bobby, si tú crees en ese maldito chisme tú tienes la culpa. ¿Qué te importa lo que digan? Tú eres más grande que ellos. No tienes porqué hacer caso a lo que inventan.
-No dije que lo creyera. Dije que eso fue lo que oí. Es bastante, ¿no?
-Bueno, pero no es cierto -le dijo Helen-. ¿No me pasas un cigarro?
Le arrojó la cajetilla de cigarros a las piernas; y luego los cerillos. Prendió uno, aspiró, y se quitó un pedazo de tabaco de la lengua con la yema de los dedos.
-Tú eras una niña muy buena -afirmó brevemente Bobby.
-¿Qué ya no lo soy? -dijo Helen con voz de niña.
El se quedó callado.
-Helen, escúchame. Te lo voy a decir. El otro día almorcé con la esposa de Phil, antes de irme a Chicago.
-¿Sí?
-Es una muchacha buena. Con clase -le dijo Bobby.
-Con clase, eh -dijo Helen.
-Sí. Escucha. Ve a ver a Eddie hoy en la tarde. Nada pierdes. Ve a verlo.
Helen le dio una fumada a su cigarro.
-Detesto a Eddie Jackson. Siempre se quiere hacer el chistoso conmigo.
-Escucha -dijo Bobby, levantándose-. Tú sabes portarte como un hielo cuando se te da la gana.- Se paró frente a ella-. Me tengo que ir. Todavía no me paro por la oficina.
Helen se levantó y lo vio ponerse su saco sport.
-Ve a ver a Eddie -dijo Bobby, poniéndose sus guantes de piel de cerdo-. ¿Me oyes? -Abotonó el saco-. Luego te llamo.
-íAh, sí, luego me llamas! -refunfuñó Helen-. ¿Cuándo? ¿El 4 de julio?
-No, pronto. Ultimamente he tenido muchísimo trabajo. ¿Dónde está mi sombrero? Ah, no traía.
Lo acompañó hasta la puerta de entrada, y se quedó ahí hasta que llegó el elevador. Luego cerró la puerta y se fue corriendo hasta su cuarto. Se dirigió al teléfono y marcó velozmente pero con precisión.
-¿Sí? -dijo en la bocina- ¿No me puede comunicar con el señor Stone, por favor? De parte de la señorita Mason. -En un momento se oyó su voz-. ¿Phil? -dijo- Escucha. Se acaba de ir mi hermano Bobby. ¿Sabes por qué? Porque la adorable snob de tu esposa le estuvo hablando de ti y de mí. íSí! Escucha, Phil. Escúchame. No me gusta. No sé si tú tienes que ver con esto o no. Pero no me gusta. No me importa. No, no puedo. Tengo otro compromiso. Tampoco hoy en la noche. Llámame mañana. Estoy muy molesta con todo esto. Te dije que me llames mañana. Phil. No. Te digo que no, Phil. Adiós.
Acomodó el auricular, cruzó las piernas y mordió pensativa la cutícula de su pulgar. Luego volteó y gritó con fuerza:
-íElsie!
Tímidamente, Elsie entró al cuarto.
-Llévate la taza del señor Bobby.
Cuando Elsie salió del cuarto, Helen marcó de nuevo.
-¿Hanson? -dijo-. Soy yo. Lo nuestro. Nosotros. Gandallita.
1940
LOS JÓVENES
Cerca de las once, viendo que su fiesta llegaba al mejor momento, Lucille Henderson recibió una sonrisa de Jack Delroy y volteó hacia Edna Phillips, sentada desde las ocho en un sillón, fumando, saludando y coqueteando con jóvenes que la ignoraban. Lucille Henderson suspiró hasta donde la dejó su vestido, frunció lo que quedaba de sus cejas y observó por toda la sala a los ruidosos jóvenes que había invitado a beberse el whisky de su padre. Sin pensarlo, fue hacia donde estaba William Jameson Junior, que se mordía las uñas y miraba fijamente a la pequeña rubia sentada en el suelo con tres jóvenes de Rutgers.
-¿Qué tal? -dijo Lucille Henderson tomando del brazo a William Jameson Junior-. Hay alguien que quiero que conozcas. 
-Quién.
-Una niña muy agradable-. Jameson la siguió a través de la sala, mientras luchaba por arrancarse un pellejo del pulgar.
-Edna preciosa-, dijo Lucille Henderson-. Me encantaría que conocieras a Bill Jameson. Bill: Edna Phillips. ¿No se conocían?
-No- dijo Edna, reparando en la gran nariz de Jameson, sus labios gruesos, sus hombros estrechos. -Encantada de conocerte- le dijo.
-Mucho gusto- contestó Jameson, comparando a Edna con la pequeña rubia del otro lado de la sala.
-Bill es muy amigo de Jack Delroy- informó Lucille.
-No lo conozco muy bien- dijo Jameson.
-Bueno, tengo prisa -dijo Lucille-. Nos vemos después, los dos.
-íHasta luego!- le gritó Edna- ¿No te quieres sentar?
-Pues no sé -dijo Jameson-. He estado sentado toda la noche.
-No sabía que fueras buen amigo de Jack Delroy-, dijo Edna- Es una magnífica persona, ¿no crees?
-Sí, creo que sí. No lo conozco muy bien. Nunca me llevé mucho con sus amigos.
-¿Ah no? Pero Lu dijo que eras buen amigo suyo.
-Eso dijo. Pero no lo conozco muy bien. Es decir, ya me tengo que ir. Tengo que escribir una composición para el lunes, de hecho no iba a venir.
-Pero si la fiesta apenas empieza -dijo Edna-. La noche es joven.
-¿Qué?
-La noche es joven. Quiero decir que es muy temprano todavía. 
-Sí -dijo Jameson- Pero yo no iba a venir. Tengo que hacer la composición. De veras. Ni siquiera iba a venir esta noche.
-Pero es muy temprano -dijo Edna.
-Sí, ya sé…
-¿Y de qué se trata tu composición?
En el otro lado de la sala, la pequeña rubia soltó una carcajada que corearon los tres jóvenes de Rutgers.
-Pregunté cuál era el tema de tu composición -repitió Edna.
-No sé -dijo Jameson-. Tengo que describir una catedral. Una catedral de Europa. No sé.
-¿Pero qué es lo que tienes que hacer?
-No sé. Se supone que tengo que criticarla, o algo. Lo tengo apuntado.
La pequeña rubia y sus amigos soltaron una nueva carcajada.
-¿Criticarla? ¿Entonces ya la viste?
-¿Ví qué?- dijo Jameson.
-La catedral.
-No, claro que no.
-O sea: ¿cómo puedes criticarla si nunca la has visto?
-Sí. Es que no soy yo, es este tipo que escribió sobre las catedrales. Tengo que hacer una crítica de lo que él escribió o algo así.
-Mmm. Debe ser muy difícil.
-¿Cómo?
-Digo que debe ser muy difícil. Lo sé porque yo misma he lidiado muchísimo con esas tonterías.
-Ajá.
-¿Quién fue el desgraciado que escribió eso de las catedrales? -dijo Edna.
De nuevo hubo risas alrededor de la pequeña rubia.
-¿Cómo? -dijo Jameson
-Pregunté quién lo escribió.
-No sé. John Ruskin.
-Ah -dijo Edna-, eso sí te va a costar trabajo.
-¿Cómo?
-Dije que te va a costar mucho trabajo. Quiero decir, eso sí que es difícil.
-Sí, ha de ser.
Edna dijo: -¿A quién miras? Yo conozco a todos.
-A nadie -dijo Jameson-. Creo que voy a servirme un trago.
-Justo lo que estaba pensando- dijo Edna. Se levantaron al mismo tiempo. Edna era más alta que Jameson, Jameson más bajo que Edna.
-Creo que todavía hay acción en la terraza. Gente pinche, supongo, aunque no estoy segura. Claro que podemos ver. También podemos tomar un poco de aire fresco.
-Sí- dijo Jameson.
Fueron hacia la terraza, Edna agachándose y sacudiéndose cenizas imaginarias de la falda. Jameson atrás, volteando y mordiéndose el índice de la mano izquierda.
Para leer, coser, o hacer crucigramas, podía decirse que la terraza de los Henderson estaba mal iluminada. Edna empujó suavemente la puerta de tela de alambre y percibió de inmediato los murmullos en la parte más oscura, hacia su izquierda. Caminó directo al frente de la terraza, se apoyó ostentosamente en el barandal blanco, respiró hasta el fondo, y volteó a buscar a Jameson.
-Alguien habla- dijo Jameson acercándose.
-Shhh… respira hondo, nada más respira. ¿No es una hermosa noche?
-¿Dónde está la bebida?
-Respira hondo- dijo Edna-. Sólo una vez.
-Sí, ya. Creo que ahí está la botella- dijo Jameson yendo hacia la mesa. Edna volteó y vio su silueta levantar y dejar cosas en la mesa.
-Ya no hay nada-dijo.
-Shhh, no tan fuerte. Ven un minuto- pidió Edna.
Jameson fue hacia ella.
-¿Qué quieres?
-Solamente mira el cielo- dijo Edna.
-Sí. Pero puedo oir a alguien conversando por allí, ¿tú no?
-Sí, tontito.
-¿Cómo?
-Algunas personas- dijo Edna- quieren estar solas.
-Ah, sí. Entiendo.
-No hables tan fuerte. ¿Cómo te sentirías si alguien te echara a perder el momento?
-Sí, claro- dijo Jameson.
-Bueno, sí, o sea: ¿qué es lo que haces todo el tiempo cuando vienes a tu casa en los fines de semana? -preguntó Edna.
¿Yo?
-¿Te vas de parranda?
-No te entiendo- dijo Jameson.
-Pues sí, ¿te vas de parranda y la pasas bien? ¿Lo típico, pues?
-No muy típico. No sé. No mucho.
-¿Sabes qué -dijo Edna de repente-. Te pareces mucho a un niño con el que salí el verano pasado. O sea, me refiero a tu apariencia y, todo. Y Barry era casi de tu estatura, quiero decir delgado y eso.
-¿Sí?
-Mmm. Era un artista. íAy, Dios!
-¿Qué te pasa?
-Nada. Pero nunca olvidaré el día que quiso hacerme un retrato. Siempre me decía, seriecísimo: Eddie, tú no eres bella de acuerdo con los patrones convencionales, pero hay algo en tu rostro que quiero captar. Lo decía seriecísimo. Sólo posé para él esa vez.
-Sí -dijo Jameson-. Oye, voy a ir adentro para ver si hay algo de beber.
-No -dijo Edna-. Mejor vamos a fumar. Es tan hermoso aquí afuera. Murmullos de amor y todo.
-Creo que ya no tengo cigarros, dejé unos en la sala.
-No te molestes- dijo Edna-. Yo tengo aquí.
Sacó de su bolsa una pequeña cigarrera negra con piedras de colores, la abrió y ofreció a Jameson uno de los tres cigarros que quedaban. Jameson tomó uno y dijo que de veras tenía que irse, debía entregar la composición el lunes. Finalmente Edna encontró sus cerillos, y encendió su cigarro. 
-Oh- dijo expulsando el humo-, se va a terminar muy pronto. Oye, por cierto, ¿te fijaste en Doris Leggett?
-¿Quién?
-Una chaparra medio rubia. Salía con Pete llesner.
-¿Quién es Pete llesner?
-Petie llesner, ¿no conoces a Petie? Es un muchacho maravilloso. Estuvo saliendo con Doris Leggett. Parece que quedó muy mal parado. Creo que ella le jugó sucio.
-¿Qué quieres decir? -dijo Jameson.
-Nada, cambiemos de tema, no me gusta decir cosas de las que no estoy segura y eso. Pero no creo que Petie me mintiera. O sea, con todo y todo.
-¿Doris Liggett? -dijo Jameson.
-Leggett. Creo que Doris les gusta a los hombres. A mi me gustaba más cómo se veía con su pelo natural. Quiero decir, el pelo oxigenado, para mí al menos, siempre se ve algo artificial cuando le da la luz y eso. No sé, puedo estar equivocada. Pero apuesto a que mi papá me mataría si un día llego a casa con el pelo pintado aunque fuera un poco. No conoces a mi papá: es totalmente de otra época. Pensándolo bien, yo creo que nunca me cambiaría el color del pelo. Pero tú sabes, algunas veces una hace las cosas más locas. Barry también me mataría sí me pintara.
-¿Quién?- dijo Jameson.
-Barry. El muchacho del que te hablé.
-¿Está aquí?
-¿Barry? íPor Dios, no! No me puedo imaginar a Barry en un lugar como éste. No conoces a Barry.
-¿Va a la universidad?
-Fue. A Princeton. Creo que salió en el treinta y cuatro. No estoy segura. En realidad, no he visto a Barry desde el verano pasado. Bueno, no he hablado con él. Me lo encuentro en fiestas y eso, pero siempre lo evito cuando él me mira. Escapo al baño -o alguna cosa por el estilo.
-Yo pensé que te gustaba ese tipo-, dijo Jameson.
-Sí, me gustaba hasta cierto punto.
-No entiendo.
-Olvídalo, prefiero no hablar de eso. Es que me pidió demasiado, eso es todo.
-Ah- dijo Jameson.
-No soy una mocha ni nada por el estilo. O no sé, a lo mejor sí soy. Pero tengo mis propios principios y trato de seguirlos. Por lo menos, lo mejor que puedo.
-Este barandal está un poco flojo -dijo Jameson.
-No es que no entienda cómo se siente un muchacho cuando sale contigo todo el verano y gasta dinero que no tiene por qué gastar en boletos para el teatro y centros nocturnos y todo eso -dijo Edna-. Quiero decir, yo lo entiendo. Siente que tú le debes algo. Bueno, pero yo no soy así. Creo que no estoy educada de esa forma. conmigo tiene que ser en serio antes de… bueno, ya sabes. O sea, el amor y todo eso.
-Sí -dijo Jameson- pero mira: de veras tengo que irme. Tengo que entregar esta composición para el lunes. Tenía que estar en mi casa desde hace horas. Entonces yo creo que entro un rato, me tomo un trago y me voy.
-Sí- dijo Edna -Ve.
-¿No vienes?
-Enseguida. Adelántate tú.
-Bueno, luego nos vemos- dijo Jameson.
Edna cambió de posición en el barandal. Encendió el último cigarro que le quedaba en la cigarrera. Adentro, alguien prendió el radio o alzó el volumen repentinamente. Una cantante ronca entonaba el estribillo de ese nuevo hit que hasta los meseros tarareaban.
Ninguna puerta golpea como una puerta de tela de alambre.
-íEdna!- la saludó Lucille Henderson.
-Hola, hola -dijo Edna-. íHola Harry!
-Bill está adentro -dijo Lucille- Harry, ¿me consigues una copa?
-Claro.
-¿Qué pasó? -dijo Lucille-. ¿No se entendieron Bill y tú?
-No sé, tuvo que irse. Tenía mucho trabajo para el lunes.
-Pues en este preciso momento está allí adentro en el suelo con Dottie Leggett. Delroy está echándole cacahuates por la espalda.
-Tu pequeño Bill es algo serio.
-¿Qué quieres decir? -dijo Lucille.
Edna hizo una mueca con los labios y golpeó la ceniza de su cigarro.
-Algo fogoso, diría yo.
-¿Bill Jameson ?
-Bueno- dijo Edna-. A mí me dejó entera. Sólo que no dejes que se me acerque de nuevo, ¿sí?
-Ajá. Vivir para aprender -dijo Lucille Henderson- ¿Dónde está ese tonto de Harry? Nos vemos luego, Ed.
Cuando terminó su cigarro, Edna también entró. Caminó rápidamente hacia la sección de la casa donde la mamá de Lucille Henderson había prohibido a las jóvenes que entraran con cigarros encendidos y vasos sudados de jaibol. Se quedó arriba unos veinte minutos. Luego volvió a la sala. William Jameson Junior, con un vaso en la mano derecha y los dedos de su mano izquierda cerca de la boca, estaba sentado varios jóvenes después de la pequeña rubia. Edna se sentó en el sillón rojo. Nadie lo había ocupado. Abrió su bolsa, sacó la pequeña cigarrera negra con piedras de colores y extrajo uno de los diez o doce nuevos cigarros.
-íEy!- gritó, golpeando su cigarro en el brazo del sillón rojo. -íLu, Bobby! A ver si pueden encontrar algo mejor en el radio. Digo, ¿quién puede bailar esa cosa?
1940
YA LO APRENDERÉ
Cuando mi hijo Harry fue enrolado en el ejército, el país perdió a una de sus mayores promesas en pinball. Soy su padre y sé que Harry no nació ayer, pero cada vez que veo al muchacho podría jurar que todo sucedió al principio de la semana pasada. Y por lo mismo, sin pensarlo mucho, diría que el ejército estaba incluyendo en sus filas a otro Bobby Pettit.
Allá en 1917, Bobby Pettit tenía la misma apariencia que le sienta tan bien a Harry. Pettit era un muchacho flaco de Crosby, Vermont, lugar también localizado en Estados Unidos. Algunos de los muchachos de la compañía se imaginaban que Pettit había pasado sus primeros años dejando caer lentamente, sobre su frente, esa gota de resina de maple de Vermont.
También el sargento Grogan estaba en esa compañía de 1917. Los muchachos del campamento se imaginaban todo tipo de cosas sobre el origen del sargento, y se corrían varios rumores; rumores divertidos, sobrepasados, censurables, que no me molestaré en repetir.
En fin, era el primer día de Pettit en las filas y el sargento estaba adiestrando al pelotón en el manejo de las armas. Pettit tenía un modo muy peculiar de manejar el rifle. Cuando el sargento gritaba “íArmas al hombro derecho!”, Bobby Pettit se ponía el fusil en el hombro izquierdo. Cuando el sargento pedía “íPortar armas!”, Pettit se conformaba con presentar armas. Era un modo seguro de llamar la atención del sargento, y éste vino sonriendo hasta Pettit.
-Muy bien, menso -saludó el sargento-, ¿qué te pasa?
Pettit se rió.
-A veces me confundo un poco -explicó brevemente.
-¿Cómo te llamas, muchacho? -preguntó el sargento.
-Bobby. Bobby Pettit.
-Bueno, Bobby Pettit -dijo el sargento-, te voy a decir Bobby. Siempre los llamo por su nombre. Y todos me dicen mamá. Como si estuvieras en tu casa.
-íAh! -dijo Pettit.
Luego explotó. Los explosivos tienen dos terminaciones: la parte que está encendida y la que está unida al T.N.T.
-íEscucha, Pettit! -estalló el sargento-. No tengo a un grupo de quinto año. Estás en el ejército. Se supone que debes saber que no tienes dos hombros izquierdos y que portar armas no es lo mismo que presentar armas. ¿Qué te pasa? ¿Qué no tienes cabeza?
-Ya lo aprenderé -dijo Pettit.
Al día siguiente tuvimos una práctica de armar tiendas y empacar mochilas Cuando el sargento se acercó a inspeccionar, se dio cuenta de que Pettit apenas se había molestado en clavar las diez estacas de la tienda a escasos centímetros de la superficie del suelo. Observando ese pequeño defecto, el sargento desplomó de un tirón la pequeña casa de campaña de Pettit.
-Pettit -susurró el sargento-. Sin lugar a dudas… eres el tipo… más tonto… más estúpido… más torpe que he visto en toda mi vida. ¿Estás loco? ¿Qué te pasa? ¿No tienes cabeza?
Pettit predijo: “Ya lo aprenderé”.
Luego cada uno de nosotros empacó su mochila. Pettit hizo la suya como un veterano – igual que cualquier boyscout. Luego vino el sargento a inspeccionar. Tenía la graciosa costumbre de pasar por atrás de los hombres y, con el antebrazo como cachiporra, golpear la parte superior de la mochila en la espalda de cada uno.
Llegó hasta la mochila de Pettit. Me ahorraré los detalles. Sólo diré que todo se desbarató, con excepción de los cinco últimos segmentos de la columna vertebral de Bobby Pettit. Fue un escándalo. El sargento se dio la vuelta para enfrentarse a Pettit. O lo que quedaba de él.
-He conocido a muchos idiotas en mi vida, Pettit -refirió el sargento-. A muchos. Pero tú te cueces aparte, íporque tú eres el más idiota de todos!
Pettit se quedó parado.
-Ya lo aprenderé- logró predecir.
El primer día de la práctica de tiro, seis hombres dispararon al mismo tiempo a seis blancos, limitándose a la posición de pecho tierra. El sargento pasaba de un lado a otro examinando las posiciones de tiro.
-Oye, Pettit, ¿con cuál ojo estás apuntando?
-No sé -dijo Pettit-. Creo que con el izquierdo.
-íApunta con el derecho! -bramó el sargento-. Me estás sacando canas verdes. ¿Qué te pasa? ¿Qué no tienes cabeza? Eso no fue nada. Cuando trajeron los blancos, después de que terminaron de disparar, nos llevamos una alegre sorpresa. Pettit había hecho todos sus disparos en el blanco del hombre que estaba a su derecha.
Al sargento casi le dio un ataque de apoplejía.
-Pettit -dijo-, tu lugar no es el ejército. íTienes seis pies, seis manos, y todos los demás sólo tienen dos!
-Ya lo aprenderé- dijo Pettit.
-No me vuelvas a decir eso. O te mato. Te mato, Pettit. Porque no te aguanto. ¿Me estás oyendo Pettit? No te aguanto. 
-Cálmese -dijo Pettit- ¿Está bromeando?
-No estoy bromeando -dijo el sargento.
-Espérese a que lo aprenda -dijo Pettit-. Usted lo verá. En serio. Me gusta el ejercito, algún día seré coronel o algo por el estilo. De veras.
Obviamente, no le dije a mi esposa que nuestro hijo Harry me recordaba a Bob Pettit allá en el ’17. Pero de todas formas se parece. De hecho, el muchacho ya tiene problemas con el sargento en el Fuerte Iroquis. Según mi esposa, el Fuerte Iroquis tiene a uno de los sargentos más desalmados del país. No hay necesidad, dice mi esposa, de ser cruel con los muchachos. No es que Harry se queje. Le gusta el ejército, sólo que, al parecer, no hay modo de tener satisfecho a ese terrible sargento primero. Y sólo es cosa de que Harry vaya aprendiéndolo.
Y, según la opinión de mi esposa, el coronel de este regimiento no significa ninguna ayuda. Todo lo que hace es pasearse y hacerse el importante. Un coronel debería ayudar a los muchachos, ocuparse de que ese pérfido sargento primero no se aproveche de ellos, que no destruya su espíritu. Un coronel, opina mi esposa, debería hacer algo más que pasearse por el lugar.
En fin, hace algunos domingos los muchachos del Fuerte Iroquis prepararon su primer desfile de primavera. Mi esposa y yo estuvimos en las tribunas y, con un grito que casi me tira la gorra, reconoció a nuestro hijo Harry mientras pasaba marchando.
-Perdió el paso- le dije a mi esposa.
-Oh, no seas así -dijo ella.
-Pero es que perdió el paso -dije.
-Supongo que eso es un crimen. Supongo que lo van a fusilar por eso. íMira! Ya retomó el paso. Sólo lo perdió por un minuto.
Luego que terminó el desfile y fueron despedidos los hombres, vino a saludarnos Grogan, el sargento primero.
-¿Cómo le va, Sra. Pettit?
-¿Cómo le va? -dijo fríamente mi esposa.
-¿Cree que haya alguna esperanza con nuestro hijo, sargento? pregunté.
El sargento sonrió amablemente y movió la cabeza.
-Imposible -dijo-. Imposible, coronel.
1941
(Traducción de Arturo Dávila y Doris Jenkins).

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