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Vigilar y fornicar Escrito por: Michel Foucault

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Vigilar y fornicar

Escrito por:
Este texto de Foucault, que forma parte de su Historia de la sexualidad, apareció originalmente en la revista Communications (Junio de 1982, No. 35.)

Casiano analiza el combate por la castidad en el capítulo sexto de las Instituciones “Del espíritu de fornicación”, y en varias Conferencias: la cuarta, sobre “La concupiscencia de la carne y del espíritu”; la quinta, sobre los “Ocho vicios principales”; la décimosegunda sobre “La castidad”; y la vigésimoctava sobre las “Ilusiones nocturnas”. En una lista de ocho combates aparece aquél en segundo lugar, bajo la forma de una lucha contra el espíritu de fornicación. Esta, a su vez, se divide en tres subcategorías. Este cuadro tiene un aspecto muy poco jurídico si se le compara con los catálogos de faltas como los que se encontrarán a partir del momento en que la Iglesia medieval organizó el sacramento de la penitencia sobre el modelo de una jurisdicción. Pero, sin lugar a dudas, las especificaciones que propone Casiano tienen otro significado.
Primero examinemos el lugar que ocupa la fornicación dentro de los otros espíritus del mal.(1)
Casiano completa el cuadro de los ocho espíritus del mal con reordenamientos internos; forma parejas de vicios que guardan entre sí relaciones particulares de “alianza” y de “comunidad”: orgullo y vanagloria, pereza y acidia, avaricia y cólera. La fornicación forma pareja con la gula. Por diversas razones: porque son dos vicios “naturales”, que son innatos y por consiguiente nos es muy difícil desprendernos de ellos; porque son dos vicios que requieren la participación del cuerpo no sólo para formarse sino para llevar a cabo su objetivo; y, por último, porque existen entre ellos nexos de causalidad muy directa: es el exceso de alimento lo que enciende en el cuerpo el deseo de la fornicación. Y, ya sea porque de esta manera se encuentra íntimamente relacionado con la gula o, por el contrario, por su naturaleza propia, el espíritu de fornicación tiene un lugar privilegiado en relación con los otros vicios de los cuales forma parte.
En primer lugar, en la cadena causal, Casiano subraya el hecho de que los vicios no son independientes unos de otros, incluso sí, de manera más particular, una persona puede ser atacada por uno o por otro. Un vector causal los une: comienza en la gula, la cual nace con el cuerpo y enciende a la fornicación; esta primera pareja engendra luego la avaricia, entendida como apego a los bienes terrenales; la cual da origen a las rivalidades, las disputas y la ira; de los cual se produce el abatimiento de la tristeza, que provoca el hastío de la vida monástica en conjunto y la acidia. Tal encadenamiento supone que nunca se podrá vencer un vicio si no se ha triunfado sobre aquél en el cual éste se apoya. “La derrota del primero aplaca al que le sigue; vencido aquél, éste languidece sin mayor empeño.” La pareja gula-fornicación debe arrancarse de cuajo antes que las otras se asemejen a “un árbol gigantesco cuya sombra se extiende a lo lejos”. De aquí la importancia ascética del ayuno como medio para vencer la gula y para dar fin a la fornicación. Allí está la base del ejercicio ascético, pues en ésta se encuentra el inicio de la cadena causal.
El espíritu de fornicación también se encuentra en una posición dialéctica singular en relación con los últimos vicios y sobre todo con el orgullo. En efecto, para Casiano, orgullo y vanagloria no pertenecen a la cadena causal de los otros vicios. Lejos de ser engendrados por éstos, los origina la victoria que se obtiene de ellos: orgullo “carnal” en relación con los otros porque se hace alarde de los ayunos, de la castidad, de la pobreza, etc.; orgullo “espiritual” que hace creer que este progreso sólo se debe a los propios méritos. Vicio de la derrota de los vicios a la que sigue una caída estrepitosa porque se cae de lo más alto. Y la fornicación, el vicio más vergonzoso, el que más hace enrojecer, es consecuencia del orgullo -castigo, pero al mismo tiempo tentación, prueba que Dios envía al presuntuoso para recordarle que la debilidad de la carne siempre lo amenaza si la gracia no viene en su auxilio. “Porque si alguien ha gozado largo tiempo de la pureza del corazón y del cuerpo, como consecuencia natural (…) en el fondo, se enorgullece en cierta medida (…) Por ello el Señor lo abandona, por su bien: la pureza que le daba tanta seguridad comienza a perturbarlo, en medio de la prosperidad espiritual, se siente tambalear”. En el gran ciclo de los combates, en el momento en que el alma sólo tiene que luchar contra sí misma, se hacen sentir nuevamente los aguijones de la carne, lo cual es índice del carácter inacabado de esta lucha y de que siempre se ve amenazada el alma con el hecho de que este combate puede reiniciarse una y otra vez.
Por último, la fornicación tiene un cierto privilegio ontológico en relación con los otros vicios que le confiere una importancia ascética particular. A. igual que la gula, tiene sus raíces en el cuerpo. Es imposible vencerla sin someterlo a la maceración; mientras que la ira o la tristeza se combaten “tan sólo con la industria del alma”, la fornicación no puede arrancarse de cuajo sin “la mortificación corporal, la vigilia, el ayuno, el trabajo que muele al cuerpo”. Lo cual no excluye – por el contrario- el combate que el alma tiene que librar contra sí misma, ya que la fornicación puede nacer de pensamientos, de imágenes, de recuerdos: “Cuando el demonio con su sutil astucia ha insinuado el recuerdo de la mujer en nuestro corazón, comenzando con nuestra madre, nuestras hermanas, nuestras parientes o ciertas mujeres piadosas, debemos ahuyentar lo más rápido posible estos recuerdos, por miedo a que si nos detenemos demasiado en ellos, el tentador encuentre la ocasión para hacernos pensar luego en otras mujeres insensiblemente”.
Sin embargo, la fornicación tiene una diferencia capital con la gula. El combate contra ésta debe ser llevado con mesura puesto que no puede renunciar a todo el alimento: “es preciso ocuparse de las exigencias de la vida… por temor a que el cuerpo llegue a la extenuación por nuestra culpa y ya no pueda cumplir con los ejercicios espirituales”. Debemos mantener a distancia y tomar sin apasionamiento esta inclinación natural por la comida, pero no debemos extirparla ya que tiene una legitimidad natural; y negarla totalmente, es decir hasta la muerte, significaría cargar al alma con la culpa de un crimen. En cambio, no hay límite en la lucha contra el espíritu de fornicación; todo lo que nos puede conducir a él debe extirparse y, en este terreno ninguna exigencia natural puede justificar la satisfacción de una necesidad. Por tanto, se trata de dar muerte total a una debilidad cuya supresión no tiene como consecuencia la muerte de nuestro cuerpo. De los ocho vicios, sólo la fornicación es el mismo tiempo un vicio innato, natural, corporal en su origen y que debe ser destruido por completo, igual que otros vicios del alma como la avaricia o el orgullo. Por tanto es una mortificación radical que nos permite vivir en nuestro cuerpo liberándonos de la carne. “Salir de la carne y permanecer al mismo tiempo en el cuerpo.” La lucha contra la fornicación nos permite acceder a un más allá de la naturaleza en la existencia terrestre. Nos “rescata del fango terrestre”. Nos permite vivir en este mundo una vida que no es de este mundo pues es la más radical. Esta mortificación nos ofrece la promesa más elevada aquí abajo: otorga “a la carne parásita, la ciudadanía que se les prometió a los santos y que gozarían cuando fueran librados de la corruptibilidad carnal.”
Es evidente que la fornicación, aunque forma parte de los ocho elementos del cuadro de los vicios, tiene una posición particular frente a los otros: a la cabeza del encadenamiento causal, al principio del comienzo de las caídas y del combate, y en uno de los puntos más difíciles y más decisivos del combate ascético.
En la Conferencia V, Casiano divide la fornicación en tres especies. La primera consiste en la “conjunción de los dos sexos” (commixtio sexus utriusque); la segunda se lleva a cabo “sin contacto con la mujer” (absque femineo tactu) – por esto condenaron a Onán-; la tercera “se concibe por el espíritu y el pensamiento”. En la conferencia XII se retoma casi la misma distinción: la conjunción carnal (carnalis commixtio) a la que Casiano llama fornicatio en sentido restringido; luego viene la impureza, inmunditia, que se produce sin contacto con una mujer, durmiendo o en estado de vigilia: se debe a “la incuria de un alma sin circunspección”, y por último, la libido que se desarrolla en los “recovecos del alma” sin involucrar a la “pasión corporal” (sine passione corporis). Esta especificación es importante ya que permite entender qué quiere decir Casiano cuando utiliza el término general de fornicatio, para el cual no da ninguna definición de conjunto. Pero es importante sobre todo por el uso que hace de estas tres categorías que, por otro lado, es diferente de lo que se podría encontrar en muchos textos anteriores.
En efecto, existía una trilogía tradicional de los pecados de la carne: el adulterio, la fornicación (que designaba las relaciones sexuales fuera del matrimonio) y la “corrupción de niños”.
En todo caso, estas son las tres categorías que se encuentran en la Didaché: “No cometerás adulterio, no fornicarás, no seducirás a los jóvenes”. Estas son las que encontramos en la carta de Bernabé: “No cometas ni fornicación ni adulterio, no corrompas a los niños”(2). Posteriormente, sólo se conservaron los dos primeros términos: la fornicación designaba todas las faltas sexuales en general y el adulterio, las que transgredían la obligación de fidelidad en el matrimonio. Pero, en todo caso, era muy común combinar esta enumeración de preceptos relacionados con la codicia de pensamiento o de mirada, y todo lo que puede conducir a la consumación de un acto sexual prohibido: “No seas codicioso pues la codicia lleva a la fornicación, evita la plática obscena y las miradas desvergonzadas pues todo eso engendra adulterios”.
El análisis de Casiano se caracteriza ante todo por no conceder un destino particular al adulterio, el cual entra en la categoría de fornicación en el sentido estricto, y sobre todo en que concentra su atención en las otras dos categorías. En ninguna parte habla de las relaciones sexuales propiamente dichas en los diferentes textos en los que evoca el combate por la castidad. En ningún lugar se examinan los diferentes “pecados” posibles según el acto cometido, la persona con quien se comete, su edad, su sexo, las relaciones de parentesco que se podrían tener con ella. En estos textos no aparece ninguna de las categorías que en la Edad Media van a constituir la gran codificación de los pecados de lujuria. Es indudable que Casiano, por el hecho de dirigirse a monjes que habían hecho voto de renunciar a cualquier tipo de relación sexual, no tenía por qué comenzar con esta cuestión previa. Pero es preciso señalar que Casiano se contenta con hacer alusiones furtivas sobre un punto importante de la vida cenobítica, que había suscitado recomendaciones precisas de Basilio de Cesarea(3) y de Crisóstomo: “Que nadie, en especial los jóvenes, se quede con otro, ni siquiera un momento, ni se aparte con él, ni se cojan de la mano.”(4) Se tiene la impresión de que a Casiano sólo le interesan los dos últimos términos de su subdivisión (que se refieren a lo que ocurre sin relación sexual y sin pasión del cuerpo), como si eludiera la fornicación como conjunción entre dos individuos, y sólo concediera importancia a elementos cuya condenación anteriormente no tenían valor más que de acompañamiento en relación a la importancia de los actos sexuales propiamente dichos.
Pero si los análisis de Casiano omiten la relación sexual, si éstos se despliegan en un mundo tan solitario y en un escenario tan interior, la razón de eso no es simplemente negativa. Se debe a que lo esencial del combate por la castidad se refiere a un objetivo que no pertenece al orden del acto o de la relación; concierne a otra realidad que no es la de la relación sexual entre dos individuos. Un pasaje de la Conferencia XII permite percibir lo que es esa realidad. En este capítulo, Casiano caracteriza las seis etapas que son índice de progreso en la castidad. Ahora bien, como el propósito de esta caracterización no es mostrar la castidad en sí misma, sino determinar los signos negativos a través de los cuales se puede reconocer su evolución -los diferentes rastros de impureza que desaparecen paulatinamente-, con eso sabemos contra qué es preciso batirse en el combate de la castidad.
Primera señal de este progreso: cuando el monje está despierto no es “doblegado” por “un ataque de la carne” – impugnatione carnali non eliditur. Por tanto dejan de irrumpir en el alma movimientos que derrotan a la voluntad. Segunda etapa: si se presentan en el espíritu “pensamientos voluptuosos” (voluptariae cogitationes), el alma no se “detiene” en ellos. No piensa en lo que, involuntariamente y a pesar suyo, llega a pensar.(5)
Se encuentra en la tercera fase cuando una percepción del mundo exterior ya no puede provocar la concupiscencia: la mirada puede topar con una mujer sin ninguna codicia.
En la cuarta etapa,. ya no se experimenta el más inocente movimiento de la carne durante la vigilia. ¿Acaso quiere decir Casiano que ya no se produce ningún movimiento en la carne y que entonces se ejerce un dominio total sobre el cuerpo? Es poco probable puesto que a menudo insiste en la permanencia de los movimientos involuntarios del cuerpo. El término que utiliza – perferre- se relaciona sin duda con el hecho de que estos movimientos ya no afectan. el alma y que ésta ya no tiene que padecerlos.
Quinto grado: “Si el tema de una conferencia o como consecuencia necesaria de una lectura se concibe la idea de la generación humana, el espíritu no concibe ni siquiera el más sutil consentimiento al acto voluptuoso, sino que lo considera con mirada tranquila y pura como una acción simple, como un ministerio necesario, atribuido al género humano y no le afecta recordarlo de la misma manera que no le afecta pensar en la fabricación de ladrillos o el ejercicio de cualquier otro oficio.”
Por último, se llega a la fase final cuando “la seducción de un fantasma femenino no causa ilusión durante el sueño. Aunque no habíamos considerado este engaño como culpable de pecado, éste es índice sin embargo de una codicia que se oculta aún en el magín”.
Por lo tanto no hay relación con otra persona, ningún acto, y ni siquiera la intención de cometerlo en esta designación de los diferentes rasgos del espíritu de fornicación que se desvanece a medida que progresa la castidad. No hay fornicación en el sentido restringido del término. En este microcosmos de la soledad están ausentes los dos elementos mayores en torno de los cuales giraba la ética sexual no sólo de los filósofos antiguos, sino también de un cristiano como Clemente de Alejandría – por lo menos en la Carta II del Pedagogo: la conjunción de dos individuos (sinusia) y los placeres del acto (aphrodisia). Los elementos que están en juego son los movimientos del cuerpo y los del alma, las imágenes, las percepciones, los recuerdos, las figuras del sueño, el curso espontáneo del pensamiento, el consentimiento de la voluntad, la vigilia y el sueño. Y en eso se bosquejan dos polos en los cuales es preciso observar que no coinciden con el cuerpo y el alma: el polo involuntario que es el de los movimientos físicos o el de las percepciones que se inspiran en recuerdos y en las imágenes que sobrevienen y que, al propagarse en el espíritu, asedian, solicitan y atraen a la voluntad; y el polo de la misma voluntad que acepta o rechaza, se aparta o se deja cautivar, se detiene, consiente. Por un lado, hay una mecánica del cuerpo y del pensamiento que embaucando al alma se carga de impureza y puede conducir hasta la polución; y, por el otro, un juego del pensamiento consigo mismo. En esto encontramos las dos formas de la “fornicación” en el sentido amplio que Casiano había definido al lado de la conjunción de los sexos y a los cuales consagró todo su análisis: la inmunditia que, durante la vigilia o el sueño, sorprende un alma que no es capaz de vigilarse y que lleva, fuera de cualquier contacto con otra persona, a la polución; y la libido que se desarrolla en las profundidades del alma y en relación con la cual Casiano evoca el parentesco de las palabras libido-libet.
El trabajo del combate espiritual y los progresos de la castidad cuyas seis etapas describió Casiano, pueden entenderse como una tarea de disociación. Nos encontramos muy lejos de la economía de los placeres y de su estricta limitación a los actos permitidos; lejos igualmente de la idea de una separación tan radical como sea posible entre el alma y el cuerpo. Se trata de una labor perpetua sobre el movimiento del pensamiento (ya sea que ésta sea la prolongación y el eco de los movimientos del cuerpo o el caso contrario), en sus formas más rudimentarias, sobre los elementos que pueden desencadenarlo, de manera que el sujeto no se vea implicado, incluso por la forma más oscura y aparentemente más “involuntaria” de la voluntad. Como se ha visto, las seis etapas a través de las cuales progresa la castidad representan seis fases en el proceso que debe poner fin a la implicación de la voluntad. Derrotar a la implicación en los movimientos del cuerpo, es el primer grado. Luego derrotar la implicación imaginativa (no detenerse en las representaciones que ofrece el espíritu). Luego derrotar la implicación sensible (dejar de experimentar los movimientos del cuerpo). Luego derrotar la implicación representativa (dejar de pensar en los objetos como objetos susceptibles de causar deseo). Y, por último, derrotar la implicación onírica (lo que puede haber de deseo en las imágenes que no obstante son involuntarias del sueño). Casiano da el nombre de concupiscencia a esta implicación, cuyo acto involuntario o cuya voluntad explícita de cometer un acto es la forma más evidente. Contra ella se dirige el combate espiritual y el esfuerzo de disociación, de desimplicación que lleva a cabo.
De esta manera se explica el hecho de que a lo largo de esa lucha contra el espíritu de “fornicación” y en favor de la castidad, el problema fundamental, y por decirlo así único, sea el de la polución – desde sus aspectos voluntarios o las complacencias que lo solicitan, hasta las formas involuntarias en el sueño o en la ensoñación. Tanta importancia tiene esto que Casiano reconocerá como signo de que se ha llegado al grado más alto de la castidad, la ausencia de sueños eróticos y de polución nocturna. A menudo vuelve sobre este tema: “La prueba de que se ha alcanzado esa pureza será que ninguna imagen nos perturbe cuando estamos relajados y en reposo en el sueño”, y además: “Tal es el fin de la integridad y la prueba definitiva: que ninguna excitación voluptuosa nos asalte durante nuestro sueño y que no seamos conscientes de las poluciones que nos hace padecer la naturaleza”. Toda la Conferencia XXII está consagrada a la cuestión de las “poluciones de la noche”, y a la necesidad de que “orientemos toda nuestra fuerza para librarnos de ellas”. Y, en diversas ocasiones, Casiano cita algunos santos personajes como Sereno que habían llegado a tan alto grado de virtud que nunca se veían expuestos a semejantes inconvenientes.
Se dirá que es perfectamente lógico que este tema sea tan importante en una regla de vida en la que era fundamental renunciar a cualquier relación sexual. También se recordará el valor que se concedía a los fenómenos del sueño y de la ensoñación como reveladores de la cualidad de la existencia y a las purificaciones que deben garantizar su serenidad en los grupos inspirados más o menos directamente por el pitagorismo. Por último y sobre todo, se debe pensar que la polución nocturna constituía un problema en términos de pureza ritual; y es precisamente este problema el tema de la Conferencia XXII: ¿Puede uno acercarse a los “santos altares” y participar en el “banquete redentor” cuando uno se ha manchado en la noche? Pero si todas estas razones pueden explicar la existencia de esta preocupación en los teóricos de la vida monástica, no pueden dar cuenta del lugar, exactamente central que ocupa la cuestión de la polución voluntaria-involuntaria en todo el análisis de los combates por la castidad. La polución no es simplemente el objeto de una prohibición más intensa que las otras, o mas difícil de observar. Esta es un “analizador” (analyseur) de la concupiscencia en la medida en que era posible determinar a lo largo de todo lo que la hace posible, la prepara, la incita y finalmente la desencadena, y que es, en medio de las imágenes, de las percepciones, de los recuerdos del alma, la parte de lo voluntario y de lo involuntario. La labor que el monje ejerce sobre sí mismo consiste en evitar que su voluntad se vea arrastrada en el movimiento que va del cuerpo al alma y del alma al cuerpo y sobre el cual su voluntad puede tener mucha ascendencia ya sea para favorecerlo o para detenerlo por medio del movimiento del pensamiento. Las cinco primeras etapas de los progresos de la castidad constituyen las liberaciones sucesivas de la voluntad que cada vez son más sutiles con respecto a los movimientos, cada vez más fuertes, que pueden conducir a esta polución.
Falta aún la última etapa que sólo es alcanzada por la santidad: la ausencia de esas poluciones “totalmente” involuntarias que tienen lugar durante el sueño. Aunque Casiano precisa que para que se produzcan de esta manera, no todas son forzosamente involuntarias. Un exceso de alimentación, pensamientos impuros durante el día constituyen para ellas una especie de consentimiento, cuando no de preparación. También distingue la naturaleza del sueño que la acompaña, y el grado de la impureza de las imágenes. Aquél que se ve de esta manera sorprendido estaría en un error si busca la causa de ello en el cuerpo o en el sueño: “Es el signo de un mal que se fermentaba interiormente, y que no se originó durante la noche, sino que, por yacer en lo más profundo del alma, emerge durante el reposo del sueño, revelando la fiebre oculta de las pasiones que hemos contraído alimentándonos durante largas jornadas de pasiones malsanas”. Resta por último la polución sin rastro alguno de complicidad, sin ese placer que prueba que consentimos en él, que ni siquiera está acompañado por imagen onírica alguna. Sólo puede llegar hasta este grado un asceta que se ejercita suficientemente; la polución ya no es más que un “resto” en el que el sujeto no participa. “Es preciso que nos esforcemos en reprimir los movimientos del alma y las pasiones de la carne hasta que la carne satisfaga las exigencias de la naturaleza sin suscitar voluptuosidad alguna, librándose del exceso de sus humores sin ninguna comezón malsana y sin suscitar combate alguno por la castidad”.
Puesto que en este caso ya no se trata más que de un fenómeno de la naturaleza, únicamente nos puede liberar de él, el poder más fuerte que la naturaleza: la gracia. Es por eso que la ausencia de polución es marca de santidad; sello de la más elevada castidad posible, favor que podemos recibir, pero no adquirir.
El hombre, por su parte, debe permanecer en un estado de perpetua vigilancia incluso de los más ínfimos movimientos que se pudieran originar tanto en su cuerpo como en su alma. Velar noche y día, la noche para el día y el día pensando en la futura noche. “Así como la pureza y la vigilancia durante el día, preparan la castidad durante la noche, la vigilancia nocturna fortalece el corazón y le da firmeza para observar la castidad durante el día.” Esta vigilancia significa la puesta en práctica de la “discriminación” que, como es sabido, se encuentra en el centro de la tecnología de sí mismo, tal como es desarrollada en la espiritualidad de inspiración evagriana. El trabajo que el monje debe hacer sin cesar en sus propios pensamientos para reconocer aquellos que pueden hacerlo caer en tentación, es el del molinero que expurga los granos, del centurión que reparte los soldados, del cambista que pesa las monedas para aceptarlas o rechazarlas. Tal trabajo le permitirá expurgar los pensamientos según su origen, distinguirlos de acuerdo con su cualidad propia, así como disociar el objeto que en ellos se representa del placer que podría evocar. Labor de análisis permanente que se tiene que realizar por sí mismo y en relación con los otros por la obligación de la confesión.(6)
No es posible comprender la concepción de conjunto que tiene Casiano de la castidad y de la “fornicación”, ni la manera en la que los analiza, ni los elementos que él incluye y que interrelaciona (libido, concupiscencia, libido), sin hacer referencia a las tecnologías de sí, por medio de las cuales caracteriza la vida monástica y el combate espiritual que la atraviesa.
¿ Acaso es preciso concluir que de Tertuliano a Casiano existe un fortalecimiento de las “prohibiciones”, una valorización más acentuada de la continencia completa, una creciente descalificación del acto sexual? Es indudable que no se debe plantear el problema en estos términos.
La organización de la institución monástica y el dimorfismo que se establece de esta manera entre la vida de los monjes y la de los laicos, introdujeron cambios importantes en el problema de la renuncia a las relaciones sexuales. Trajeron consigo, de manera correlativa, el desarrollo de tecnologías de sí particularmente complejas. De esta manera aparecieron en esa práctica de la renuncia, una regla de vida y un modo de análisis que, a pesar de continuidades evidentes, marcan con el pasado diferencias importantes. Para Tertuliano el estado de virginidad implicaba una actitud exterior e interior de renuncia al mundo, que eran completadas con reglas de vestimenta, de conducta, de manera de ser. En la mística de la virginidad que se desarrolla a partir del siglo III, el rigor de la renuncia (en el tema, que ya está presente en Tertuliano, de la unión con Cristo) retorna la forma negativa de la continencia, en promesa de matrimonio espiritual. En Casiano, que más que inventor es sobre todo testigo, se produce una especie de desdoblamiento, una suerte de retirada que permite descubrir toda la profundidad de una escena interior.
De ninguna manera se trata de la interiorización de un catálogo de prohibiciones, que sustituye la prohibición del acto con la de la intención. Se trata de la apertura de un ámbito (cuya importancia ya había sido subrayada por textos como los de Gregorio de Nisa o, sobre todo, de Basilio de Ancira): el del pensamiento, con su curso regular y espontáneo, con sus imágenes, sus recuerdos, sus percepciones, con los movimientos y las impresiones que se comunican del cuerpo al alma y del alma al cuerpo. Lo que está en juego entonces, no es un código de actos permitidos o prohibidos, sino toda una técnica para analizar y diagnosticar el pensamiento, sus orígenes, sus cualidades, sus peligros, su poder de seducción, y todas las fuerzas oscuras que pueden ocultarse bajo el aspecto que presenta. Y si, en última instancia, el objetivo es expulsar todo lo que es impuro o inductor de impureza; éste sólo puede alcanzarse a través de una vigilancia permanente, de sospechar de todo y sobre todo de sí mismo. Es preciso que siempre se plantee la cuestión de tal manera que desaloje todo aquello que de “formación” secreta pueda ocultarse en los más profundos repliegues del alma.
En esta ascesis de la castidad se puede reconocer un proceso de “subjetivación” que confina a una ética sexual que estaba centrada en la economía de los actos. Pero es preciso subrayar inmediatamente dos cosas. Esta subjetivación es indisociable de un proceso de conocimiento que hace de la obligación de buscar y de decir la verdad de sí mismo una condición indispensable y permanente de esa ética; si existe subjetivación, ésta implica una objetivación indefinida que uno hace de sí mismo – indefinida en el sentido de que-, puesto que no se adquiere de una vez para siempre, no conoce término en el tiempo; y en el sentido de que es necesario llevar tan lejos como sea posible el examen de los movimientos de pensamiento, por insignificantes e inocentes que puedan parecer. Por otro lado, esta subjetivación en forma de búsqueda de la verdad de sí, se efectúa a través de complejas relaciones con los otros. Y de diversas maneras: porque se trata de desalojar de sí la fuerza del Otro, del Enemigo, que se oculta bajo las apariencias de uno mismo; porque se trata de librar contra ese Otro un combate sin tregua del que no se puede triunfar sin el socorro de la Omnipotencia, que es más fuerte que él, y por último, porque en este combate es indispensable la confesión a los otros, la sumisión a sus consejos, la obediencia permanente a los directores. Por lo tanto, las nuevas modalidades que se adoptaron sobre la ética sexual en la vida monástica, la constitución de una nueva relación entre el sujeto y la verdad, el establecimiento de relaciones complejas de obediencia al otro, forman parte de un conjunto, cuya coherencia aparece en el texto de Casiano. No se trata de ver en él un punto de partida. Si nos remontamos en el tiempo, y más allá del cristianismo, encontramos muchos de estos elementos en vía de formación e incluso ya constituidos en el pensamiento antiguo (en los estoicos o en los neoplatónicos). Por otra parte, el mismo Casiano afirma que presenta de manera sistemática (la cuestión de su aportación personal debe estudiarse, pero por el momento no es éste nuestro problema) la experiencia del monacato oriental.
En todo caso, es evidente que el estudio de un texto como éste confirma que casi no tiene sentido hablar de una “moral cristiana de la sexualidad” y menos aún de “moral judeo-cristiana”. En lo que concierne a la reflexión sobre las conductas sexuales, desde la época helenística hasta San Agustín se desarrollaron procesos complejos. También se pueden descifrar muchos otros. En cambio, el advenimiento del cristianismo, en general, apenas se puede percibir, como principio imperioso de otra moral sexual, en ruptura total con las que lo precedieron. Como lo dice P. Brown, en relación con el cristianismo en la lectura de la totalidad de la Antigüedad, es difícil establecer la cartografía de la repartición de las aguas.
Traducción de Antonio Marquet
(1) Los otros siete son la gula, la avaricia, la ira la pereza, la acedía, la vanagloria y el orgullo.
(2) Carta de Bernabé, XIX, 4. Un poco más arriba, con relación a las prohibiciones alimentarias, el mismo texto interpreta la interdicción de comer hiena como prohibición del adulterio; la de comer liebre, como prohibición de la seducción de niños; la de comer comadreja, como condena de las relaciones orales.
(3) Basilio de Cesarea, Exhortación a renunciar al mundo, 5: “Evita cualquier comercio, cualquier relación con los jóvenes cofrades de tu edad. Huye de ellos como del fuego. Desgraciadamente son muchos los que a través de ellos, el enemigo les ha prendido fuego y los ha librado a las llamas eternas.” Cf. Las preocupaciones indicadas en las Grandes Reglas y las Reglas breves. Véase asimismo Juan Crisóstomo, Adversus oppugnatores vitae monasticae.
(4) Instituciones, II, 15. Aquellos que infringen esta ley cometen una grave falta y se vuelven sospechosos de “conjuratiois pravique consilii”. ¿Son acaso estas palabras una manera alusiva de designar un comportamiento amoroso, o señalar el peligro de relaciones privilegiadas entre miembros de la misma comunidad? Encontramos las mismas recomendaciones en Instituciones, IV, 16.
(5) El término que Casiano utiliza para designar el hecho de que el espíritu se detenga en estos pensamientos es inmorari. Posteriormente la delectatio morosa será una de las categorías importantes en la ética sexual de la Edad Media.
(6) Cf. en la Conferencia XXII (6), el ejemplo de una “consulta” en relación con un monje que cada vez que se presentaba a la comunión era víctima de una ilusión nocturna, y no se atrevía a tomar parte en los santos misterios. Los “médicos espirituales”, después de interrogatorio y discusiones, diagnostican que es el diablo el que envía esas ilusiones para impedir que el monje llegue a la comunión que desea. Por lo tanto, abstenerse significaba caer en la trampa del diablo. Comulgar a pesar de todo era derrotarlo. Una vez que se hubo tomado esta decisión, el diablo no volvió a aparecer.
 

El hombre que amó a las Nereidas: Marguerite Yourcenar

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Estaba parado, descalzo, en el polvo, entre el calor y los tufos del puerto, bajo el delgado toldo de un pequeño café donde algunos clientes se habían dejado caer sobre sillas con la vana esperanza de protegerse del sol. Su viejo pantalón rojo le llegaba apenas a las espinillas, y el huesito puntiagudo, la arista del talón, las largas plantas callosas, todas escoriadas, los dedos flexibles y táctiles pertenecían a esa raza de pies inteligentes, acostumbrados a todos los contactos del aire y del suelo, endurecidos por las asperezas de las piedras, que en un país mediterráneo conservan todavía, para el hombre vestido, la soltura libre del hombre desnudo. Pies ágiles, tan diferentes de los apoyos torpes y lentos encerrados en los zapatos del Norte… El azul deslavado de su camisa armonizaba con los tonos del cielo desteñido por la luz del verano; sus hombros y sus omóplatos perforaban la tela por las desgarraduras como flacos peñascos; sus orejas un poco alargadas encuadraban oblicuamente su cráneo a la manera de las asas de un ánfora; sobre su rostro macilento y vacío aún se veían incontestables huellas de belleza, como el afloramiento de una antigua estatua quebrada en un terreno ingrato. Sus ojos de animal enfermo se disimulaban sin desconfianza tras unas pestañas tan largas como las que hacen orla a los párpados de las mulas; tenía la mano derecha contínuamente extendida, con el gesto obstinado e inoportuno de los ídolos arcaicos que parecen a los visitantes de museos la limosna de la admiración, y de su boca completamente abierta, sobre dientes resplandecientes, salían quejas inarticuladas.
-¿Es sordomudo?
-No está sordo.
Jean Demetriadis, el propietario de las grandes fábricas de jabón de la isla, aprovechó un momento de distracción, cuando la mirada vaga del idiota se perdía del lado del mar, para dejar caer una dracma sobre la dala lisa. El ligero tintineo, medio apagado por una fina capa de arena, no se perdió para el mendigo, que ávidamente recogió la pequeña moneda de metal blanco y reasumió de inmediato su estado contemplativo y gimoteante, como una gaviota a la orilla de un muelle.
-No está sordo- repitió Jean Demetriadis, colocando ante él su taza medio llena de una untuosa hez negra-. La palabra y el espíritu le han sido retirados en condiciones tales que a veces lo envidio, yo, el hombre razonable, el hombre rico, que con frecuencia encuentro en mi camino. tan sólo el aburrimiento y el vacío. Este Panegyotis (así se llama) se volvió mudo a los dieciocho años por haber encontrado a las Nereidas desnudas.
Una sonrisa tímida se dibujó en los labios de Panegyotis cuando oyó pronunciar su nombre. No parecía comprender el sentido de las palabras de este hombre importante, en el que vagamente reconocía a un protector, pero el tono, y no las palabras mismas, lo alcanzaba. Contento de saber que se trataba de él y que quizá convenía esperar una nueva limosna, adelantó la mano imperceptiblemente, con el movimiento temeroso del perro que araña con su pata la rodilla de su amó para que no olvide darle de comer.
Es el hijo de uno de los campesinos mejor acomodados de mi pueblo -siguió Jean Demetriadis- y, por excepción entre nosotros, esas gentes son verdaderamente ricas. Sus padres tienen campos como para no saber qué hacer con ellos, una buena casa de cantera, un huerto con varias especies de frutas y legumbres en el jardín, un despertador en la cocina, una vela encendida ante el muro de los iconos, en fin, todo lo que se necesita. De Panegyotis podría decirse lo que raramente se puede decir de un joven griego, que tenía frente a él una vida fácil y para siempre. También podría decirse que tenía ante él todo su camino trazado, un camino griego, polvoso, pedregoso y monótono, pero, aquí y allá, con grillos que cantan y paradas no muy desagradables a las puertas de las tabernas. Ayudaba a las viejas a varear los olivos, vigilaba el embalaje de cajas de uvas y el peso de los fardos de lana; en las discusiones con los compradores de tabaco, apoyaba discretamente a su padre, escupiendo de disgusto ante toda proposición que no rebasara el precio deseado. Estaba comprometido con la hija del veterinario, una amable pequeña que trabajaba en mi fábrica; como era muy guapo se le adjudicaban tantas amantes como muchachas de la región que aman el amor; se ha pretendido que se acostaba con la mujer del sacerdote; si es así, el sacerdote no lo resentía, pues amaba poco a las mujeres y se desinteresaba de la suya, que además se ofrece a cualquiera. imagínese la felicidad humilde de un Panegyotis; el amor de las bellas, la envidia de los hombres y a veces su deseo, un reloj de plata, cada dos o tres días una camisa maravillosamente blanca planchada por su madre, el pilav al mediodía y el uzo glauco y perfumado antes de la cena. Pero la felicidad es frágil, y cuando el hombre o las circunstancias no la destruyen, está amenazada por fantasmas. Tal vez usted no sabe que nuestra isla está poblada por presencias misteriosas. Nuestros fantasmas no se parecen a sus espectros del Norte, que solo salen a medianoche y se alojan de día en los cementerios. Descuidan cubrirse con sábanas blancas y su esqueleto está cubierto de carne. Pero tal vez son más peligrosos que las almas de los muertos que al menos fueron bautizadas, conocieron la vida, supieron lo que era sufrir.
“Las Nereidas de nuestras campiñas son inocentes y malas como la naturaleza, que a veces protege y a veces destruye al hombre. Los dioses y las diosas antiguas están bien muertos y en los museos sólo tienen sus cadáveres de mármol. Nuestras ninfas se parecen más a las hadas de ustedes que a la imagen que ustedes tienen según Praxiteles. Pero nuestro pueblo cree en sus poderes; existen como la tierra, el agua y el peligroso sol. En ellas, la luz del verano se hace carne, y es por eso que su vista provoca el vértigo y el estupor. Sólo salen a la hora trágica del mediodía, están como inmersas en el misterio de pleno día. Si los campesinos atrancan las puertas de sus casas antes de recostarse para la siesta, no es contra el sol, es contra ellas. Estas hadas verdaderamente fatales son bellas, desnudas, refrescantes y nefastas como el agua en la que se beben los gérmenes de la fiebre; quienes las han visto se consumen suavemente de languidez y de deseo; los que han tenido el atrevimiento de acercárseles se vuelven mudos de por vida, pues los secretos de su amor no deben ser revelados al vulgo. En fin, una mañana, dos de los borregos del padre de Panegyotis se pusieron a dar vueltas. La epidemia se propago rápidamente a las más bellas cabezas del rebaño, y el cuadrado de tierra apisonada frente a la casa se transformó rápidamente en un patio que asilaba al ganado enloquecido. Panegyotis partió solo, en pleno calor, en pleno sol, en busca del veterinario, que vive en la otra vertiente del Monte San Eli, en un pequeño pueblo acurrucado a la orilla del mar. Al crepúsculo, aún no había regresado. La inquietud del padre de Panegyotis se desplazó de los borregos a su hijo; se exploró en vano la campiña y los valles de las cercanías; toda la noche las mujeres de la familia oraron en la capilla del pueblo, que no es sino una troje alumbrada por dos docenas de cirios y donde a cada instante parece que María va a entrar para dar luz a Jesús. La noche siguiente, a la hora de descanso en que los hombres se sientan en la plaza del pueblo ante una minúscula taza de café, un vaso de agua o una cucharada de mermelada, se vio regresar a un Panegyotis nuevo, tan transformado como si hubiera pasado por la muerte. Sus ojos chispeaban, pero parecía que el blanco del ojo y la pupila hubieran devorado al iris; dos meses de malaria no lo habrían amarillado más, una sonrisa un poco repugnante deformaba sus labios, de los cuales ya no salían palabras.
“Sin embargo, aún no estaba completamente mudo. Sílabas entrecortadas se escapaban de su boca, como los últimos gorgoteos de un manantial que muere:
- Las Nereidas… Las damas… Nereidas… Bellas… Desnudas… Es colosal… Rubias… Cabellos todos rubios.
“Fueron las únicas palabras que se le pudieron sacar. varias veces, en los días que siguieron, todavía se le oyó repetirse se suavemente a él mismo: `Cabellos rubios… rubios’, como si acariciara seda. Y eso fue todo. Sus ojos cesaron de brillar, pero su mirada convertida, vaga y fija, adquirió propiedades singulares: contempla el sol sin pestañear, quizá encuentra placer en considerar este objeto de un rubio deslumbrante.
“Yo estaba en el pueblo durante las primeras semanas de su delirio; sin fiebre, ningún síntoma de insolación o de ataque. Sus padres lo llevaron a un célebre monasterio de las cercanías para que lo exorcisaran: se dejó hacer con la dulzura de un cordero enfermo, pero ni las ceremonias de la Iglesia ni los sahumerios de incienso, ni los ritos mágicos de las viejas del pueblo pudieron expulsar de su sangre a las locas ninfas color de sol.
“Las primeras jornadas de su nuevo estado transcurrieron en idas y venidas incesantes: regresaba infatigablemente al lugar en que ocurrió la aparición: hay ahí una fuente donde los pescadores vienen a veces a proveerse de agua dulce; un vallecito encajonado, un campo de higueras de donde un sendero baja hacia el mar. Las gentes han creído ver huellas ligeras de pies femeninos en la hierba escasa, lugares hollados por el peso de cuerpos. Se imagina la escena: los agujeros de sol en la sombra de las higueras, que no es una sombra, sino una forma más verde y más suave de la luz, el joven pueblerino alertado por risas y gritos de mujer como un cazador por los ruidos de batir de alas; las divinas jóvenes que levantan sus brazos blancos donde los vellos rubios interceptan al sol, la sombra de una hoja que se desplaza sobre un vientre desnudo, un seno claro; cuya punta se revela rosa y no violeta; los besos de Panegyotis devorando esas cabelleras rubias dándole la impresión de que masticara miel; su deseo perdiéndose entre esas piernas rubias. Así como no hay amor sin turbamiento del corazón, no hay casi voluptuosidad verdadera sin admiración de la belleza. El resto no es más que funcionamiento mecánico, como la sed y el hambre. Las Nereidas abrieron al joven insensato el acceso a un mundo femenino tan distinto de las muchachas de la isla, como el mundo éstas frente a las hembras del ganado; le proporcionaron la embriaguez de lo desconocido, el agotamiento del milagro, las maldades chispeantes de la felicidad. Se pretende que no ha cesado jamás de encontrarlas, en las horas cálidas, cuando esos bellos demonios del mediodía merodean en busca de amor; parece que olvidó hasta el rostro de su novia, de la que se aparta como de un adefesio repugnante; escupe al paso de la mujer del pope, que lloró dos meses antes de consolarse. Las ninfas lo embrutecieron para mezclarlo mejor en sus juegos, como una especie de fauno inocente. Ya no trabaja, ya no se inquieta ni de los meses ni de los días; se ha vuelto mendigo, de modo que no se queda con hambre. Vagabundea por la región, evitando lo más que puede los caminos principales; se hunde en los campos y los bosques de pinos, en los huecos de colinas desiertas, y se dice que una flor de jazmín colocada sobre un muro de piedras secas o un guijarro blanco al pie de un ciprés, son otros tantos mensajes en los que él descifra la hora y lugar de la próxima cita de las hadas. Los campesinos pretenden que no envejecerá: como todos aquellos a los que ha tocado un mal sortilegio, va a marchitarse sin que se sepa si tiene dieciocho o cuarenta años. Pero sus rodillas tiemblan, su espíritu se ha ido para no regresar, y la palabra nunca renacerá en sus labios: Homero ya sabía que los que se acuestan con las diosas de oro ven consumidas su inteligencia y su fuerza.
“Pero envidio a Panegyotis. Salió del mundo de los hechos para entrar al de las ilusiones y se me ocurre pensar que la ilusión es quizá la forma que toman las más secretas realidades a los ojos del vulgo”.
-Pero en fin, Jean -dijo con irritación la señora Demetriadis-, ¿tú crees que Panegyotis vio realmente a las Nereidas?
Jean Demetriadis no contestó porque estaba muy ocupado levantándose a medias de su silla para devolver el saludo altivo de tres extranjeras que pasaban. Esas tres jóvenes americanas, bien ajustadas en sus vestidos de tela blanca, caminaban con un paso ágil sobre el muelle inundado de sol, seguidas por un viejo cargador que se doblaba bajo el peso de provisiones compradas en el mercado; y como tres niñitas al salir de la escuela, se tomaban de la mano. Una de ellas iba con la cabeza descubierta, ramitas de mirto esparcidas por su cabellera roja; pero la segunda llevaba un inmenso sombrero de paja mexicano y la tercera se cubría como una campesina con una pañoleta de algodón y unos anteojos de sol, con vidrios negros, la protegían como una máscara. Estas tres jóvenes se habían instalado en la isla, donde habían comprado una casa situada lejos de los caminos principales: pescaban en la noche con tridente a bordo de su propia barca y cazaban codornices en otoño; no congeniaban con nadie y se atendían ellas solas, por temor a introducir una sirvienta en la intimidad de su existencia; se aislaban, en fin, de un modo tajante para evitar la maledicencia, prefiriendo quizá las calumnias. Traté vanamente de interceptar la mirada que Panegyotis lanzaba sobre estas tres diosas, pero sus ojos distraídos permanecieron vagos y sin resplandor: era obvio que no reconocía a sus Nereidas vestidas de mujeres. Repentinamente se agachó, con un movimiento ágil y como de animal, para recoger un nuevo dracma caído de uno de nuestros bolsillos, y entonces vi, prendido a los pelos rudos de su marinera, que llevaba colgada a un hombro sujeta con sus correas, el único objeto que pudo proporcionar a mi convicción una prueba imponderable: el hilo sedoso, el hilo delgado, el hilo extraviado de un cabello rubio.
(Traducción de Oscar Reyes Retana)

CARPENTIER: ESE MUSICO QUE LLEVO DENTRO

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La Editorial Letras Cubanas publicó en 1980, en tres volúmenes plagados de erratas y cuya pésima impresión iguala la torpeza del trabajo editorial, un libro estupendo: Ese músico que llevo dentro, de Alejo Carpentier. En ellos se reúnen arbitrariamente, al azar, más de doscientos de los artículos sobre música que Carpentier escribió durante más de cincuenta años para los periódicos de Venezuela y la Habana: como se calcula que la suma total de esos artículos superaría los dos mil, esta compilación nos ofrece apenas un diez por ciento, y no un diez por ciento antológico, sino apenas los artículos y recortes que el azar dejó en el archivo de Carpentier y en otros lugares más inmediatos que las hemerotecas venezolanas. Así y todo, la riqueza intelectual y artística, la frescura periodística, la importancia histórica de sus polémicas y descubrimientos, hacen de Ese músico que llevo dentro uno de los títulos más importantes de la historia cultural reciente de Latinoamérica -una historia cultural siempre escasa en material sobre música. A manera de ejemplo, y por la dificultad de conseguir en México ese libro, presentamos unas cuantas crónicas.
UN OYENTE DE BUENA VOLUNTAD
Hay, en los conciertos, un personaje que me enternece: aquel que, habiendo sido siempre un entusiasta aficionado a la pelota y al boxeo, se ha casado con mujer decididamente aficionada a la música. Y como el casamiento implica siempre, por parte del hombre, un cierto propósito de orden y superación, el marido -pensando que, al fin y al cabo, la música es cosa muy estimable, y que le ha llegado el momento de sustituir a Carrasquel por Beethoven, en su cultura-, manifiesta, de pronto, un interés por la música, que asombra, antes que nadie, a su esposa.
Ambos llegan, pues a la sala de conciertos. Por vez primera el marido, con alguna curiosidad, mira lo que ocurre en el escenario… íCuántos instrumentos distintos!… ¿Y cómo se llamará aquel bambú negro, que el músico se acerca a la boca sosteniéndolo diagonalmente, sin duda para que no lo tropiece con los pies? Debe ser incómodo. íSiendo tan bonito el violón! ¿Y aquel otro instrumento de cobre, tremendo, apocalíptico, allá, junto a los trombones? í Los pulmones que debe tener un hombre, para soplar en semejante artefacto! Además, la práctica de tales instrumentos, debe ser perjudicial para la salud. Evidentemente. No es como el flautín, tan cómodo, que aquel se saca del bolsillo. Y allí, en medio, junto a las flautas -¿serán las mismas que florean los valses?- hay una cantidad de eso que llaman  porque las hacen de madera, las flautas son  seguramente. íAh! Ya sale el director. íBuena figura!…
Sinfonía Heroica de Beethoven, dice el programa. Escuchemos… Bien. No está mal. Pero yo hubiera empezado más fuerte. Eso no es muy heroico. Más bien sombrío. Y todo ocurre en las . En fin: parece que se nota algún movimiento en los violines. Tampoco muy heroico, que digamos. Yo, más bien, hubiera usado trompetas, como las bandas. Por cierto: ¿qué diferencia habrá entre una banda y una orquesta sinfónica? ¿Y entre una sinfónica y una filarmónica? Debe haber libros en que se explica todo eso. Pero, pensándolo bien, hay una nota en el programa en que se habla de la obra. Veamos… Así, mientras la orquesta toca, yo me voy enterando. Se habla, aquí, del primer tema. ¿Sería aquello, tan obscuro, que sonaba en las maderas? ¿Y cómo era aquel tema? No recuerdo. Pero, también se habla de una ? ¿Qué será una ? Es que, deberían usar un lenguaje más sencillo para explicarle a uno: , , … ¿Qué es eso de  ? Y luego, . El que modula es porque canta… ¿No es así? Y yo no veo cantantes en el escenario. Y eso que dicen que hay una Sinfonía de Beethoven, que tiene cantantes. ¿O será que los cantantes no han salido todavía?… Debe haber un libro en que se explica todo eso. íAh! íPero se acabó!… Llegó el momento de aplaudir: … Pero… ¿por qué me miran todos, como enfurecidos? ¿Qué he hecho yo, Dios mío? Ahora me dicen que una sinfonía tiene varios . Y que no se aplaude entre los . Bueno. Entendido. Aplaudiré cuando me lo digan. O, mejor, cuando yo vea que aplauden los demás. Debe haber un libro en que le expliquen a uno todas esas cosas… Pero ahora, estoy todo confundido con la Sinfonía heroica… Mejor voy a leer las notas en que se explican las obras que tocarán después. Así iré más preparado para la segunda parte.
El oyente de buena voluntad de inclina, sin embargo, hacia la esposa:
-¿Te parece tan heroica esta Sinfonía de Beethoven?
-íEstán tocando la Quinta de Chaikovski!
-Pero… íaquí dice Sinfonía Heroica!…
-í Lo que tienes ahí es el programa del lunes próximo!…
El Nacional Caracas, 12 de julio de 1952
UN ARTÍCULO SOBRE EL NACIONALISMO
En un interesantísimo artículo por Adolfo Salazar en el último número de la revista Pro-Arte Musical de La Habana, el eminente musicólogo examina, con su acostumbrada sagacidad, el actual proceso de universalización de la música hispanoamericana. Universalización no entendida en el sentido de , de , sino de emancipación de un cierto nacionalismo epidérmico, documental, pintoresco, que se manifestó en todo el continente hace veinte años. Y concluye el crítico: ten si la presente generación de oyentes continúa interesándose por su folklorismo…» Y añade, para aclarar que no se muestra adverso al nacionalismo, sino que pide -como muchos, ahora, en América- un nacionalismo más hondo, más esencial: cento, una fuerza que yacía en el fondo del idioma clásico.»
Antes de llegar a estas justas conclusiones, nos dice Adolfo Salazar:
“La primera reacción (de los compositores americanistas) fue la de un descrédito de los artistas que seguían demasiado dócilmente el modelo europeo, en una época en que no había otro. No se pensaba entonces en una copia, porque el arte europeo hablaba lo que puede decirse que era el idioma normal, como nuestros primeros padres no se habían enterado de que andaban por el Paraíso en el traje de Adán y Eva. Fue menester una critica insidiosa para que se percataran ellos de que estaban desnudos. Realmente, los indigenismos, nacionalismos, negrismos, aztequismos, incaísmos o borinquismos que se multiplicaron velozmente, no fueron sino la hoja de parra… Después de haber mordido el fruto del árbol de la ciencia, el artista americano ya era capaz de juzgar sobre el bien y sobre el mal. De estas dos etapas la primera consistió en sentenciar dónde estaba el mal: en la imitación del arte europeo. La segunda parte, o sea, dónde estaba el bien, era menos perentoria”…
En esto último, me parece que Adolfo Salazar soslaya un problema, mucho más importante de lo que pudiera parecer a primera vista, que se sitúa en el origen de los nacionalismos americanos de este siglo. Y es que la famosa  de los indigenismos, aztequismos, negrismos, etcétera, aunque pueda parecer raro, no venía de Europa. No debe olvidarse que nuestro nacionalismo algo ingenuo se veía precedido y justificado por un nacionalismo europeo alentado por los compositores que creíamos más .
Los latinoamericanos de mi generación pasaron su adolescencia en compañía de Grieg, de Rimski, de Músorgski, de Granados y Albéniz. Cuando cumplieron veinte años, descubrieron a Béla Bartók, a Manuel de Falla , y al Stravinsky nacionalista de Petruchka. De 1900 a 1920, la música europea parecía orientarse decididamente hacia un nacionalismo de tipo folklórico, con utilización intensiva de ritmos, de temas, de giros populares. (Recuerde Adolfo Salazar el libro de Octave Aubry, escrito después de la Primera Guerra Mundial, en que, luego de contemplar el panorama musical de Europa, concluía el autor que la tendencia nacionalista era general en el Viejo Continente.) En un concierto parisiense de 1929 oí quejarse al compositor francés Maurice Jaubert de que una obra de Chávez  Cuando un compositor nuestro se presentaba en París, se le exigía un mínimo de .
Así, un cierto nacionalismo del cual nos estamos emancipando actualmente en música, debe mucho a una moda europea que la respaldaba y justificaba. Las parras de que nos habla Adolfo Salazar crecían, sobre todo, en las jardineras de la Sala Gaveau.
El Nacional, Caracas, 19 de noviembre de 1952.
LA RUE FONTAINE: CALLE CUBANA
Tanta lipidia por un medio de maní.
Tú lo pagat’te y yo lo comí…
Los letreros luminosos parpadean a lo largo de la rue Fontaine. Un cosaco decadente trata inútilmente de atraer la atención de los transeúntes hacia las delicias improbables que se ocultan detrás de las puertas misteriosas del Caveau Caucasien. Los dancings a base de tangos y jazz, se muestran como intimidados. Los restaurantes norteamericanos, árabes o italianos son desertados por sus últimos parroquianos. Medianoche. Hora de brujas que cabalgan magras escobas; hora de la puñalada decisiva en los folletones truculentos. Hora de encantaciones y sortilegios.
Tata Cuñengue mató el alacrán…
Tata Cuñengue, hermano del Taita José, simiente del Solar del Arará donde más de un nieto de capitanes generales fue a pedir que le confeccionaran un embó en tiempos de la colonia, vive ahora, con todo esplendor, en el mismo corazón de Montmartre. La rue Fontaine está ya en camino de verse transformada en una calle cubana. La invasión fue radical, decisiva, El Melody’s Bar para comenzar. Ahora, la Cabaña Bambú…
Tanta lipidia por un medio de maní…
íHubo lipidia por implantar la música cubana en París! Hubo lipidia, polémicas, carreras en pelo, esfuerzos fallidos. Pero al fin la verdad se ha impuesto. Nadie os negará ya, a orillas del Sena, que nuestro folklore es de una riqueza incomparable; que nuestros ritmos hacen palidecer a todos los demás; que nuestros cantos populares rebosan de una poesía recia, honda y varonil.
-¿Conque usted es cubano? -os preguntan las francesas, encantadas de conocer vuestra nacionalidad-. ¿Cubano? íEnséñeme a bailar la rromba!…
Se les ofrece la lección con agrado, por aquello de disfrutar las ventajas de un abrazo sancionado por las buenas costumbres. Por lo del abrazo, únicamente, porque a las francesas ya no hay que enseñarles el son. Lo conocen. Han ensayado sus pasos una y mil veces. No hay velada, bien comenzada ante las piernas rosadas de las girls del Paramount, o ante las sutilísimas disertaciones de los personajes escénicos de Jean Giraudous, que no se termine por una estancia más o menos prolongada en el Melody’s Bar o en la Cabaña Bambú.
La historia del Melody’s Bar merece ser relatada. Hace un año, este dancing era una cifra más en la lista de innumerables cabarets de Montmartre. Sólo un capricho difícilmente explicable podía induciros a entrar en esa boíte huérfana de prestigio, menos lujosa que cualquier otra, menos alegre, menos elegante que el Perroquet o la Boíte a Matelots. Era una mera sala de baile, con una orquesta y un bar. Y no puede decirse que, por esa época, el establecimiento disfrutara de una carrera floreciente… Hasta que llegaron los cubanos. La orquesta de Barreto – virtuoso de la guitarra-, con el estupendo Heriberto Rico, para quien el clarinete o el saxofón no guardan secretos. Maracas, cencerros y timbales. Y, por todo haber, el encanto de nuestros cantos vernáculos. El dueño del Melody’s decidió jugarse el todo por el todo, confiando a estos músicos  el cuidado de levantar los menguados valores de su cabaret. Y el milagro se realizó. Noche tras noche, vimos cómo la concurrencia se iba haciendo más brillante, más numerosa. Los cubanos, un grupo nutrido, se encargaron de enseñar las buenas tradiciones de nuestros bailes. Durante sus frecuentes apariciones, Moisés Simons consentía en instalarse ante el piano, para tocar y chiflar Marta o La negra Quirina. Al terminar su aplastante labor cotidiana, los artistas de cine -los de Gaumont o los de la Paramount- adquirieron la costumbre de detenerse un instante en el templo de los ritmos criollos. Algunos meses después, la victoria del establecimiento era total. Las mesas repletas. El bar, sin un taburete por ocupar. Y grupos en la entrada, discutiendo con el maítre d’hotel para tratar de obtener un metro cuadrado de espacio donde hacinarse.
Vientos de revolución comenzaron a soplar a lo largo de la rue Fontaine. Los ches tangueros mostraron la más ruidosa indignación. Ante sus cabarets desiertos, abandonados por un público cansado de bulines y milongas, hastiados de compadritos que robaron los ahorros de la mamasita por , y de niñas que darían cualquier cosa por vestirse de percal” los bandoneones se desinflaron con desconsuelo: «Che, pero esto no e’múúúsica!»… Tal vez aquello , porque era más que música; eran parcelas del ritmo infinito, aerolitos desprendidos de la relojería cósmica, los que venían, a caer a dos pasos del Sacré Coeur y de sus cúpulas bizantinas. Percusiones que evocaban siglos en que el hombre acompañó sus cantos con palmadas; acentos elementa les y verdaderos como un trozo de madera, una piel atesa da al fuego, un árbol, capaces de liberar al individuo de sus más oscuras inhibiciones.
Tata Cuñengue mató el alacrán
El sortilegio era contagioso. Los tangueros huyeron con sus amelcochados instrumentos debajo del brazo. Los virtuosos del vals se ahorcaron con la cuarta cuerda de sus violines. Los negros tocadores de jazz decidieron concertar una alianza. Y fue así como la rue Fontaine se vio invadida por los ritmos criollos. A dos pasos del Melody’s, se abrió la Cabaña Bambú, con otra orquesta cubana, boite destinada a recibir a los bailadores que no hallaban lugar en el otro dancing. Pero como el más reciente se llenaba también, los demás establecimientos acabaron por consagrarse definitivamente a la rumba… íYa sabéis que actualmente hay una calle íntegra de Montmartre habitada por Chévere, Goyito, la mujer de Antonio y Candita la Loca!…
íCuando pienso en los momentos amargos, las luchas, los sarcasmos, los saludos retirados, que me valió, hace ya ocho años, la firme voluntad de consagrar mis modestos esfuerzos a la defensa y exaltación de los ritmos afrocubanos!… Hubo más que denuestos, más que críticas acerbas. Mi nombre ha quedado grabado en un infame mamotreto musical, editado en La Habana hace tiempo, como defensor de ritmos que . Se me tachó de anticubano, porque cometía el error de llevar a extranjeros, de paso por nuestra Isla, a escuchar los sones de la playa y las orquestas populares de ciertos bailes de Regla. Hubo cartas abiertas publicadas en periódicos, protestando de mis iniciativas en lo que se refería a propagar el conocimiento de algunos sectores de nuestro folklore. Los que entonces colaboraron conmigo, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, saben, por cosecha propia, que mis palabras resultan pálidas ante la realidad. Pero los jóvenes siempre tienen razón. La experiencia de los ancianos nunca ha servido para nada, como no fuera para cometer tonterías. Pocos prejuicios resultan tan absurdos como los que se apoyan en la pretendida … Hace diez años, en artículos publicados por mi en La Discusión, predecía ya que los ritmos afrocubanos conquistarían el mundo. Demostraba por qué ciertos géneros encantadores pero intrascendentes como la criolla o el bolero, no lograrían imponerse fuera de nuestra patria. íTanto peor para los que entonces cerraron las agallas! Esas realidades estaban en el ambiente. No era necesario ser mago ni genio para darse cuenta de ello. Bastaba observar, con alguna agudeza, con algún espíritu critico, el panorama musical que se extendía a nuestro alrededor. Comprender que, en momentos en que nuestras expresiones folklóricas comenzaban a esfumarse con una rapidez aterradora, las orquestas de soneros realizaban el milagro de hacer perdurar, lozanamente, una auténtica tradición antillana. El folklore sólo sabe defenderse cuando ha logrado crear, formar, moldes, géneros bien definidos. Un son es una forma musical, con tanta justificación, con tanta razón de existir, como una sonata o una sinfonía…
Hoy, ante el espectáculo del triunfo de la música afrocubana en el extranjero, todo el mundo se íacta de haber comprendido a tiempo. Los compositores más adversos a esos ritmos, tratan de adaptarse a ellos, para poder rumiar también los laureles de la victoria. Pero el sentido afrocubano es virtud innata. No se adquiere como una corbata nueva. Para escribir La rebambaramba o Bembé, hay que llamarse Roldán o Caturla; para componer la letra y la música de Chivo que rompe tambor o el Paso ñañigo hay que ser Moisés Simons; para completar ese maravilloso libro que se titula Sóngoro cosongo -donde se encuentran algunos de los poemas más logrados que se hayan escrito en Cuba-, hay que llamarse Nicolás Guillén.
Tanta lipidia por un medio de maní…
íTanta lipidia porque nos atrevimos a defender lo que era nuestro!… íVengan a recibir lecciones de cubanismo a la rue Fontaine!…
Carteles, La Habana, 9 de octubre de 1932.
UN GRAN COMPOSITOR LATINOAMERICANO: HECTOR VILLALOBOS
El mal de exotismo es mal que aqueja demasiado a menudo a los artistas de nuestra América. Tenemos mucho del pino de Heine que soñaba con la palmera remota. Sólo que con nosotros acontece lo contrario: somos palmera, crecida a veces en plena selva virgen, y nos esforzamos por disfrazarnos de pino escarchado… Para el europeo resulta exótico un ambiente a lo Gauguin, con tornasol de luces y grandes flores, rojas como bocas primitivas. Para nuestro temperamento, lo exótico debe estar en Montparnasse… Lo que acontece, desgraciadamente, es que teniendo casi siempre una violenta paleta de rojos y añiles en el espíritu, nos aplicamos a neutralizarla con los grises de brumas invernales. Nos repetimos il pleut dans mon coeur, como el suave poeta, para engañar el incendio tropical que llevamos dentro.
Recientemente, un conocido editor parisiense me hablaba de las posibilidades de lanzar una colección de libros de autores latinoamericanos traducidos al francés, rogándome que hiciera una lista aproximativa de obras que pudieran incluirse en esa serie. Se deseaban obras  y que presentasen aspectos diversos del . Al hacer la lista en cuestión, tuve la penosa sorpresa de ver cuán pocos escritores de nuestro íoven continente se han aplicado a tratar, con verdadera amplitud, con miras a situarse en la literatura universal, los temas vernáculos. Dado su número, son muy escasos los artistas de América que pueden jactarse de poseer una verdadera , capaz de sorprender, por su autenticidad y fuerza, a la sensibilidad europea. Don Segundo Sombra o los frescos de Diego Rivera, constituyen, con un puñado de obras más, ejemplos que nunca podrían alabarse bastante.
Un gran poeta nuestro se dolió de que lo trataran de indio. íOjalá sus poemas hubiesen sido escritos, en efecto, con plumas arrancadas de su indumentaria!… … Europa no trata de sojuzgarnos. En ella encontramos la disciplina secular que nos falta; en ella vemos desarrollarse las ecuaciones que permiten resolver los problemas del métier; en ella solemos hallarnos… Pero es el Viejo Continente el primero en querer escuchar las voces vírgenes que tenemos la misión de aportar. Una atmósfera de dulce mediocridad cunde en torno del que intenta olvidarse de sí mismo, para adoptar una personalidad prestada… Por fueros de herencia, por leyes de evolución, los europeos tienen derechos adquiridos sobre terrenos que nos resulta casi imposible trillar de igual a igual. Tenemos deberes que cumplir hacia una tradición nuestra, que no ha pasado nunca sobre los de acá.
Más de un poeta moderno de América entona cantos a la máquina, la fábrica y la chimeneas, en ciudades don de los postes telegráficos dar frutos, y donde no existió todavía una sensación de maquinismo. íImaginad a Car Sandburg, el poeta cívico de Chicago, golpeando en un tropicalísimo bongó!… Y no es que el arte americano deba hacerse, inevitablemente, invocando cocoteros, negro, selvas vírgenes, indios, y mulatas que duerman en hamacas a la sombra de los palmares. La cuestión está en hurgar sinceramente nuestra sensibilidad, que encierra furores y nostalgias, asperezas y matices, de un carácter peculiarísimo… Es más útil invocar lo que pueda haber de autóctono en nosotros -por influencias de ambiente o atavismo-, que dibujar indios o figuras para manuales de etnología, como lo haría cualquier observador europeo. Pero cuando tratamos de estilizar los motivos típicos, extrayendo la médula de todo un espíritu popular, también seguimos una inclinación legitima hacia lo que más naturalmente debe conmovernos. La Rasluka sensiblera del organillo ruso, tendrá forzosamente, para el eslavo, un mensaje poético que resultará tan invisible para nosotros como una onda de T.S.H.
Había toda una lección de estética en el gesto de un negro criollo, a quien oí, cierta vez, interpretando viejas canciones francesas, con violencias rítmicas dignas de una rumba… No debemos ocultar la influencia poderosa de los ambientes en que hemos crecido. Nuestra sensibilidad tiene forzosamente un handicap en su desfavor, cuando intenta situarse, en cuanto a contenido, en el  o en el , con un espíritu falsamente alemán o francés. El camuflage espiritual es nuestro exotismo. Y no olvidemos -bien lo dijo Cocteau-, que el exotismo sólo alimenta a los malos poetas.
Heitor Villa-Lobos es uno de los pocos artistas nuestros que se enorgullece de su sensibilidad americana, y no trata de desnaturalizarla. Por una vez, es palmera que piensa como palmera, sin soñar con pinos nórdicos. De ahí el éxito realmente extraordinario -éxito de público, éxito de crítica, éxito de apreciación por los profesionales-, obtenido en París por las obras del compositor, con sus páginas llenas de esa trepidación rítmica de ese colorido formidable, que sólo s conoce en las tierras americanas cuyos elementos autóctonos fueron enriquecidos por el aporte de los barcos negros.
Durante centenares de años, ciertos puertos de América -esos puertos que aún conservan un aire de vieja estampa geográfica, y a los que sólo falta una rosa de los vientos clavada en una nube-, propiciaron los más singulares cocteles de razas. Soldadesca española, aventureros portugueses, emigrantes italianos, traficantes y bucaneros franceses, población india, y carne de ébano encorvada en las haciendas, bajo la tralla de los encomenderos. íTodo un escenario para novela de Conrad!… Un arte sonoro, de riquezas insospechadas, se elaboraba rápidamente en torno de los caravanserrallos marítimos… Bajo el imperativo de ambientes tiránicos, de un sol y una flora que entronizaban nuevos módulos de vida, los caracteres se modificaban extrañamente… Los negros tenían tal poder de adaptación, que las condiciones de existencia les hacían crearse, por así decirlo, nuevas sensibilidades, íntimamente vinculadas con las tierras a que se les había traído. Africa venía a ser una visión remota, sin gran autoridad sobre el presente. El cambio era tan elocuente que, en islas separadas por media singladura, llegaban a diferir a punto de no entenderse. El hecho resaltaba extraordinariamente en las Antillas, donde el renuevo de carácter era tan sensible que, en poco tiempo, un negro de Cuba, un haitiano y un jamaiquino, resultaban tan diversos, en costumbres y caracteres, como un noruego y un español… (íNo hablemos ya del negro de la Lusiana!)
Los negros e indios adquirían el sentido melódico de los españoles, portugueses o italianos, dando a sus canciones una amplitud no prevista por los sonsonetes primitivos. Los aires de importación europea se enriquecían con los ásperos alardes de una percusión insólita. Acontecían fenómenos de evolución: la contradanza normanda, importada en Cuba por colonos o bucaneros franceses, podía volverse una danza coloreada, madre de los deliciosos y arrabaleros danzones. En otros países, las agudas chirimías indias se acoplaban con la bronca arquitectura de los tambores negros. Los elementos sonoros dejaban de ser africanos o europeos, para adquirir carta de ciudadanía americana. Los aires de danzas y canciones se multiplicaban al infinito. Las guitarras perdían cuerdas; los acordeones ganaban voces; los tambores variaban de forma; las quenas se urbanizaban… ¿Cómo todo este prodigioso arsenal de temas y acentos, no iba a incubar temperamentos lozanos y vehementes como el de VillaLobos?
Yo no soy folklorista [me decía Villa-Lobos, recientemente]. El folklore no me preocupa. Mi música es como es, porque la siento así. No cazo temas para utilizarlos después. Escribo mis composiciones con el espíritu de quien hace música pura. Me entrego completamente a mi temperamento. íHallan muy brasileña mi música! Es, sobre todo, porque refleja una sensibilidad absolutamente brasileña. Esa es mi sensibilidad; no lograría tener otra… Casi todos mis motivos musicales son de mi invención. Y cuando, en mis Choros, por ejemplo, asoma un motivo típico, siempre ha sido transformado de acuerdo con mi temperamento. Y si alguno recuerda, por su carácter -como afirmaba Florent Schmitt- alguna canción popular de Sáo Paulo, es porque esas canciones son las que arrullaron mi niñez, siendo por lo tanto, las más aptas a conmoverme. Las siento del mismo modo que un ruso sentiría los estribillos de cocheros de Petruchka…
Planteada la cuestión de nacionalismo como problema de sensibilidad (¿no era ese mismo punto de vista el expuesto por Manuel de Falla en una entrevista publicada hace algún tiempo?), Heitor Villa-Lobos no acude siempre -como en su Noneto, en sus Sirandas-, a la inspiración de los temas netamente brasileños. Sus numerosos cuartetos tríos y sonatas, así como el Rudépoeme dedicado a Arthur Rubinstein y la partitura de un raro ballet que prepara actualmente, sólo aspiran a ser música situada en el plano más musical posible. Si resultan, a veces, de una violencia y aspereza un poco desconcertantes -como el profético scherzo que enriquece un tiro escrito hace más de diez años-, es porque la visión estética del músico tiene toda la ruda generosidad de los paisajes de América. Las bestezuelas de A prole do bebé, con las cuales el compositor pretende enternecerse, son capaces de devorar al rorro que juegue con ellas. Solo un chico con instintos de ogro podría divertirse con tan terribles, si bien encantadores, juguetes.
Este artista de treinta y ocho años, sólo conoce Europa desde hace poco tiempo. Pero su naturaleza intrépida y voluntariosa le había permitido adivinar, desde el Brasil, las saludables herejías sonoras que florecían en el Viejo Continente. Algunas de sus obras, muy anteriores al año 1920, resultan casi agoreras.
-En general [afirma el compositor], cualquier músico del presente, aun mediocre, es más merecedor de indulgencia que los del pasado, ya que los problemas que se ve obligado a resolver son infinitamente más complejos. Hay músicos de hoy que hallo muy malos, pero los creo siempre mejores que los de ayer.
La obra de inspiración brasileña de Villa-Lobos, constituye ya una considerable aportación de valores americanos. En este sector se colocan las sabrosas Sirandas, para piano, llenas de percusiones incisivas, procedentes de las sambas de los negros de Bahía; las Saudades das selvas brasileiras, para piano; los bellos Poemas indios, con las letras anotadas por el padre Jean de Lery, en 1553, y, recientemente, por Roquete Pinto; las Cancioncillas de ronda, para coros femeninos y orquesta; y el sorprendente Noneto, para flauta, oboe, clarinete, saxofón, fagote, celesta, arpa, piano y batería, con coros mixtos, en los que Villa-Lobos ha querido traducir .
Pero, hasta ahora, lo más fuerte y nuevo en la producción de Villa-Lobos, son sus Choros, dados a conocer en París en los dos grandes festivales consagrados a sus obras, y celebrados en la Sala Gaveau, el año pasado.
El Choro [explica VillaLobos], es una nueva forma de composición musical, en la cual aparecen sintetizadas las distintas modalidades de la música brasileña, india y popular, teniendo por principales elementos el ritmo y cualquier melodía típica de carácter primitivo, que aparece, de cuando en cuando, accidentalmente, y siempre transformada de acuerdo con mi temperamento. Los procedimientos armónicos se crean en relación con el carácter de los materiales empleados.
Los Choros que VillaLobos ofreció al público parisiense, reúnen los más distintos elementos sonoros: el No 4, está escrito para tres trompas y trombón; el No. 2, para flauta y clarinete; el No. 3 para coro masculino e instrumentos de viento; el No. 7, para flauta, oboe, clarinete, saxofón, fagot, violín y violonchelo.
Florent Schmitt, el inquieto autor de La tragedia de Salomé y del admirable Quinteto ha escrito acerca del Choros No. 8, para orquesta, estas líneas elocuentes:
En esa obra gigantesca, compuesta para los ochenta émbolos de la orquesta, vemos desencadenarse, sin hipocresía alguna, los peores instintos de este heredero de la Edad de Piedra. La fantasía codea el sadismo, en esa partitura, pero es un sadismo estilizado, de hombre bueno con alma selecta, que no está al alcance del primer bruto, y permanece en los dominios de la belleza. La orquesta aúlla y delira, presa de un jazzium tremens, y, en el momento en que creeis ver alcanzados los limites de un dinamismo casi sobrehumano, he aquí que, de golpe, cuatro brazos de leñador entran en juego, veinte dedos que valen cientos, zarandean dos formidables tanks de quince octavas, que, sobre ese fondo tumultuoso, explotan con estrépito de movimiento sísmico en los infiernos. Es el golpe de gracia. Aquello es demoniaco o divino según vuestro entendimiento. Podréis odiar o adorar esa música, pero no permaneceréis indiferentes. Irresistiblemente sentiréis que, esa vez, un gran soplo ha pasado.
-Otra de mis nuevas formas de composición es la Seresta, algo como serenata -nos dice el compositor-. Es un género de obras para canto que recuerda, en aspecto refinado, el estilo de las canciones tradicionales del Brasil: romanzas de mendigos, músicos ambulantes, y diversos estribillos de carreteros, boyeros, campesinos y albañiles, originarios de las regiones más lejanas de la Capital Federal.
Actualmente, además de preparar composiciones nuevas, Villa-Lobos está trabajando en la realización de una importantísima obra acerca de folklore, titulada Alma do Brasil, cuyo primer volumen aparecerá en breve. Esa obra es una recopilación de auténticos documentos musicales brasileños, confrontados con motivos típicos de otros países, clasificados por orden cronológico y de acuerdo con sus caracteres originales. Habiendo recorrido todo el Brasil durante más de cuatro años, en busca de datos, Villa-Lobos está culminando su labor con rara fortuna.
Domingo por la tarde. El estudio de Villa-Lobos no puede contener más amigos, intérpretes e invitados. El compositor hace alardes de agilidad para sostener conversaciones simultáneas -algo como las partidas de ajedrez contra veinte jugadores. En torno del piano -arca sonora-, arden los fuegos votivos de incontables cigarrillos. En las paredes hay fotografías de otros intérpretes del compositor: Arthur Rubinstein, Vera Janacopoulos, Aline van Barentzen… El extraordinario cantante ruso Kurganov somete su garganta intrépida a los caprichos líricos de una estupenda vocalización hebraica. Después del lamento de sinagoga, el guitarrista Saenz de la Maza toca a Falla y Mozart. Luego es Berta Singerman, la prodigiosa declamadora, que hace sonar Las campanas de Poe, con su dicción vibrante de bronces y metales… Entre los oyentes se reconocen a Lucie DelarueMardrus y la cantante Elsie Houston.
Y el admirable Tomás Terán se sienta ante el piano. Ejecuta prestigiosamente una suite de Sirandas de VillaLobos… Y la voz formidable de América, con sus ritmos de selva, sus melodías primitivas, sus contrastes y choques que evocan la infancia de la humanidad, cunde en el bochorno de la tarde veraniega, a través de una música refinadísima y muy actual. La encantación surte efecto. Los martillos del piano – ¿baquetas de tambor?- golpean mil lianas sonoras, que transmiten ecos del continente virgen.
Y, ante el discurso de la palmera que piensa como palmera, calla por un instante, como avergonzada, la fuente de la plaza Saint-Michel.
Gaceta Musical, París, julio-agosto de 1928.
MARTÍ, ESTUDIANTE DE MÚSICA
Aunque resulte paradójico, los poetas suelen carecer de sentido musical. Tal parece que la posesión de ritmos verbales propios, de melodías interiores, se acompañe, en ellos, de una suerte de pereza de la sensibilidad ante una música formulada como hecho externo. Cuando Víctor Hugo se daba a tararear una canción, desafinaba de modo horroroso – según lo reveló su esposa Adela a la posteridad. Verlaine nunca entendió una miaja de la música que para sus poemas habían escrito algunos de los compositores más grandes de su tiempo. Valle Inclán, por boca del marqués de Bradomín, proclamaba su total incomprensión de la música de Wagner… Y por la misma facilidad de su multiplicación, no multiplicaremos los ejemplos.
Sin embargo, la regla tiene excepciones. Tengo entendido que Paul Valéry era muy músico; también Hugo Hoffmansthal, cuya correspondencia con Richard Strauss es muy elocuente al respecto… Y en cuanto a José Martí, conocemos su elogio del compositor romántico cubano Nicolás Ruiz Espadero, y sus referencias a algunos músicos de su tiempo, que nos muestran al autor de los Versos sencillos como hombre dotado de una fina sensibilidad musical. Pero hay más. Hay un hecho curioso y desconocido que se me reveló hace algunos años, cuando llevaba a cabo una serie de investigaciones acerca de la historia de la música cubana, en la Biblioteca Nacional de La Habana: José Martí se consagró, durante un breve tiempo, al estudio de la teorética musical.
¿Cómo tuve pruebas de ello?… Un día, estaba revisando textos de didáctica debidos a autores cubanos del siglo XIX – o editados en La Habana durante la pasada centuria- cuando tropecé con un tomito titulado Tratado teórico de música, cuyo autor era un tal Narciso Téllez y Arcos. Como el pie de imprenta era de La Habana, y con fecha 1868, empecé a hojearlo, aunque sin esperar grandes informaciones de un texto de simple teoría. De pronto detrás del frontispicio, apareció la firma inconfundible de José Martí, estampada en tinta negrísima. El libro había pertenecido al Apóstol, y los estacionarios de la Biblioteca, al clasificarlo, no habían observado esa importantísima particularidad… el volumen, aunque bien conservado, ostentaba las nobles huellas del estudio. Ciertos trazos a lápiz, frases subrayadas, correcciones manuscritas de erratas de imprenta, etcétera, revelaban, por parte de Martí, una muy atenta lectura…
Sin embargo -¿he de confesarlo?- el descubrimiento me produjo una cierta tristeza. En su intento de estudiar la teoría musical, el Apóstol se había tropezado con un texto francamente detestable, único tal vez, que hubiera podido conseguir en las librerías de aquellos años. Y, lo que era peor, dicho texto estaba colmado de definiciones erróneas, de conceptos oscuros y equivocaciones técnicas de toda índole. «Cuántas piezas podrán calificarse de melodías?» -rezaba una pregunta de aquel catecismo. Y el autor respondía:  (sic).
Más adelante preguntaba el profesor: «Cómo se clasificarán las demás piezas que continuamente oímos, ya en el templo, ya en el teatro?» Y contestaba, con prodigioso aplomo, el autor del tratado:  (íLo que nos haría alcanzar fácilmente el , el , subiéndose la cuenta hasta el infinito!)
íComprendo que José Martí se haya cansado pronto de estudiar teorética musical por el método del señor Narciso Téllez y Arcos!…
El Nacional Caracas, 4 de marzo de 1953.
EL BEETHOVEN DE CADA DÍA
Conozco pocos libros de una lectura tan amena como la de estos Cuadernos de conversación de Beethoven que el eminente musicólogo francés J.G. Prodhomme acaba de presentarnos, en su totalidad, en una excelente edición crítica. Como es sabido, a partir de 1818 la sordera del autor de la Novena sinfonía fue absoluta. De nada servía ya al compositor el auxilio de aparatos acústicos. Así, fue necesario que llevara siempre en los bolsillos algún cuaderno o libreta, en los cuales sus amigos e interlocutores pudieran escribir, en cualquier momento, lo que tuvieran que decirle. Esto dio un total de 137 cuadernos que nos informan, día a día, de la vida de Beethoven, entre los años 1819 y 1827, de una manera en cierto modo indirecta, ya que nos muestran las respuestas que se hacen a sus preguntas, las noticias que se le dan, amén de comentarios en torno a sus ideas, referencias a obras musicales y literarias que le interesaban, etcétera. Esto, como bien lo dice el recopilador, . A veces, empero, Beethoven expresa por escrito ciertas opiniones que fuera mejor comunicar, discretamente a un interlocutor, toma notas de tipo musical, hace confidencias, apunta el titulo de un libro, y su gran presencia queda afirmada, Así, en un coloquio quebrado que es una constante información sobre sus gustos, su modo de vivir, sus aficiones y aversiones, ya que sus contertulios habituales le hablan – como es natural- de cosas susceptibles de serle gratas o interesantes, cuando no responden concretamente a sus preguntas.
El resultado de esto es tan apasionante como una novela, ya que vemos vivir en torno al gran hombre todo un mundo intelectual vienés, en uno de los momentos más agitados de la historia del siglo XX. En la peña de Beethoven, que se reunía en los deliciosos cafés y tabernas de El Cisne Blanco, El Camello Negro, El Erizo Encarnado, La Ciudad de Trieste – catándose muy buenos vinos, y alabándose atrevidamente a las mujeres bonitas que pasaban-, el pensamiento era liberal. Se aborrecía la Santa Alianza, y se estaba con los hombres que obligarían a Fernando VII a restablecer la Constitución de 1812. En 1823, la formación del ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis, por iniciativa de Luis XVIII, para intervenir en España, llena de indignación a los comensales de Beethoven. Uno de sus amigos más íntimos le dice:  Estas palabras demuestran muy claramente que, más de una vez, el nombre de Bolívar había sonado en aquellas conversaciones.
Lo curioso es que, ante los acontecimientos, el hombre que hubiera tachado tan rabiosamente la dedicatoria a Napoleón de la Sinfonía Heroica al saber que iba a ceñirse la corona imperial, no ve ya al Corso con los mismos ojos en 1820. Su intimo amigo Peters, en un diálogo que no parece hallar objeciones por parte del compositor, le dice: IF Napoleón regresara  “s de la Revolución y el espíritu de su tiempo exigían un hombre así…» Más adelante, se sabe que un compositor, amigo de Beethoven, ha sido encargado de componer una misa para el exemperador, cautivo en Santa Elena. , aconseja Peters. Otro comensal, apasionado por los acontecimientos que entonces se desarrollaban en el Nuevo Mundo, le señala el magnífico asunto para una ópera que sería la llegada de Pen a América y la fundación de Pensilvania…
…Y todo esto, en un constante catar de vinos finos, cerveza de Ratisbona, mostos de Rhin; en un constante banquete de ostras venecianas, faisanes de Bohemia, ocas de Pomerania, anguilas, salchichas, patos asados, que nos restituye un Beethoven singularmente voluptuoso, conversador, humano, bien distinto del eterno torturado que algunos se empeñan en él.
El Nacional Caracas, 29 de abril de 1952.
RESURRECCIÓN WAGNERIANA
Sobre la Villa Wahnfried, rota en su centro por una bomba, a dos pasos de la tumba de Richard y Cósima, está floreciendo, en tercera generación, la frondosa encina de los Wagner. El pintor Wieland Wagner, hijo de Sigfrid, nieto de Richard, acaba de renovar totalmente la escenografía de los dramas líricos de su ilustre abuelo, en los festivales dados este verano por el Teatro de Bayreuth, abierto nuevamente al público. La pequeña ciudad bávara escogida por Wagner para erigir en ella su propio templo sufrió mucho con los bombardeos. Algunos de sus principales edificios están en ruinas. Pero el teatro permanece intacto, en lo alto de su colina, cumplidos setenta y cinco años desde el día en que por primera vez resonara, bajo su techo, la Novena sinfonía con cuya histórica ejecución fue inaugurado.
Después de la guerra del 14, el Teatro de Bayreuth fue abierto por Sigfrid Wagner. Ahora son los hijos de éste, Wolfgang y Wieland, quienes asumieron la aplastante labor de reorganizar los festivales, en una Europa, empobrecida, donde, sin embargo, los gastos de una gran empresa artística alcanzan cifras astronómicas, por el costo de los materiales, tarifas sindicales, etcétera. Wolfgang se ocupo de la parte económica y administrativa; Wieland, el pintor, de la realización artística. Y no era menuda tarea la que este último se echaba en hombros, pues era evidente que la escenografía tradicional de Bayreuth, con sus rocas de cartón, sus selvas de papel recortado, sus tempestades y cabalgatas de utilería, resultaba tremendamente anacrónica. Novedosos en tiempos de Wagner, ciertos artificios de tramoya parecían ridículos en nuestros días. Y sin embargo, dentro de su misma ingenuidad, esa imaginería se había unido de tal manera, en nuestras mentes, a los personajes mismos de los dramas líricos, que nos costaba trabajo pensar en una transposición posible. Las selvas de papel de Sigfrid, por ser de papel precisamente, nos hacían aceptable el dragón Fafner, el acuario del Oro del Rhin, por su carácter de estampa popular nos hacia admitir el absurdo de criaturas acuáticas colgadas de alambres. Había una serie de costumbres establecidas que no podían echarse abajo con sólo pintar unos telones más modernos, o transformar las hojarascas wagnerianas en tres árboles estilizados.
Los críticos están de acuerdo en que Wieland Wagner, con un talento que le viene por muy cabal herencia, ha resuelto el problema de modo genial, recurriendo mucho más a las luces que a la pintura. El secreto de su escenografía consiste en haberse valido de una enorme cantidad de cortinas de distintas materias y de unos pocos dispositivos de tres dimensiones, que sirven de pantalla a los más maravillosos juegos luminosos. Ciertos episodios (el duelo del segundo acto de La Walkiria, por ejemplo) aparecen resueltos en sombras proyectadas sobre un fondo violentamente alumbrado. Un amanecer es sugerido por una claridad que se va intensificando en un espolón de roca, hasta entonces invisible. Ciertas escenas se desarrollan entre telones de gasa, que crean un atmósfera de brumas. Wieland Wagner se ha servido, incluso, de proyecciones cinematográficas, para resolver ciertos problemas que la tramoya tradicional había dejado en entredicho.
Por lo demás, los festivales se llevaron a cabo de acuerdo con las grandes tradiciones de Bayreuth. El oro del Rhin se representó sin interrupción, como quería Wagner, en una ejecución continua dedos horas y media. Los cobres, desde lo alto de las cortinas, anunciaron el comienzo de los actos con los más brillantes leit-motivs de la Tetralogía… íSetenta y cinco años después de la fundación del Teatro de Bayreuth, el culto wagneriano sigue tan vivo como siempre, pese a Federico Nietzsche!…
El Nacional Caracas, 13 de septiembre de 1951
DEL PELIGRO DE CIERTAS REVISIONES
La más auténtica  parece haberse encarnizado este año con los festivales de Bayreuth… Durante meses se nos anunció que el gran Clemens Krauss dirigía los dramas líricos presentados. Muere Clemenes Krauss y es sustituido por Igor Markévich. ¿Quién es Igor Markévich? El hombre que asombró a los melómanos europeos hace años, con la relación de un Concierto grosso, escrito a la edad de diecinueve años, que nada debía -o muy poco- a lo que entonces hacían sus mayores. Luego, estrenó un ballet, dotado del desafiante título de Rompecabezas, antes de darnos una cantata gigantesca, escrita sobre El paraíso perdido de Milton. Después, el temperamento de director que en él bullía fue tan poderoso que le hizo abandonar la creación propia para interpretar la obra ajena… Igor Markévich había sido llamado, pues, a sustituir a Clemens Krauss en el podium del  de Bayreuth. Ya estaban las partituras ensayadas, cuando un agudo dolor en la columna vertebral obligó al Kappelmeister invitado a abandonar la labor los sustituyó finalmente un Joseph Keilberth, de quien los críticos dicen horrores.. a pesar de que, como buen director alemán, debía haber salido airosamente de la prueba de interpretar música de Wagner.
Pero eso no es todo. Wieland Wagner, nieto del compositor que había intentado, con gran fortuna, una total renovación de la escenografía imaginada por su ilustre abuelo -sobre todo en Parsifal, Tristán y la Tetralogía-, se enfrentó, esta vez, con el Tänhäuser que Sigfrid Wagner había dirigido por última vez, antes de morir, en 1950. Aplicando a esa realización los procedimientos del expresionismo logró -según dicen los críticos- algo que mas se parece a un ejercicio de gimnasia sueca, colectivamente ejecutado, que a un movimiento de coristas e intérpretes trabados en una acción de drama lírico. La escena del Venusberg, dotada esta vez de un crudo simbolismo, escandalizó a muchos de los melómanos que, hoy como ayer, al decir de Nietzsche, . Sus innovaciones de carácter mímico- coreográfico, con forzadas estilizaciones de gestos y actitudes, tendían a destruir una mitología que existe, de hecho, para los wagnerianos fervientes. Porque, al fin y 31 cabo, un compositor llega al futuro con el lastre estético ” de su época. Estábamos acostumbrados a una cierta atmósfera de selvas umbrías, de rocas, de cielos atravesados por cabalgaduras de walkirias, que si bien podían resultar algo ingenuas para un espectador de hoy, formaban parte de una tradición. Bien está que el cinematógrafo, las proyecciones, los juegos de luces de que dispone un teatro moderno. entraran en Bayreuth. Pero, así como la coreografía de Petruchka evoca una Rusia que ya no existe y está situada como valor meramente artístico, en las nociones del público; así como Giselle es inseparable de su marco romántico a lo Walter Scott, el drama lírico wagneriano creó un ámbito, un estilo, una manera de desarrollarse, que difícilmente podríamos apartar de su universo sonoro. Al transformar su escenografía, Wieland Wagner realizó una labor de piadosa revisión. Pero ciertas  del gusto -o mal gusto- wagneriano, deberían de conservarse, por cuanto son características de un estilo que, a través de cien cromos famosos; pasó a ser del dominio común.
El Nacional, Caracas, 16 de septiembre de 1951.
LOS QUE VUELVEN AL REDIL
El artista de otros tiempos iniciaba su carrera sin el menor afán de aparecer como innovador ante los ojos de sus contemporáneos. Salido del taller de un maestro, trataba más bien de demostrar que habla asimilado perfectamente las enseñanzas de ese maestro, llegando a igualarlo en cuanto al dominio de la técnica. Luego, la personalidad se iba definiendo poco a poco, a través del oficio, llegándose al hallazgo del lenguaje propio… Desde mediados del siglo pasado en cambio, el artista se preocupa desde el comienzo por , en la temprana busca de un idioma nuevo. Después de que Wagner hubiera hablado de una , muchos compositores se vieron obsesionados por la posibilidad de dar el salto adelante que podía situarlos fuera del área de influencia del área mayores. Muchos nombres famosos ilustran esa peculiar actitud del espíritu. Recuérdense las diatribas de Debussy contra Beethoven y Wagner. Y luego, los pronunciamientos tendenciosos de Stravinsky en favor de Bellini y del Verdi de  -manera ésta de minimizar al autor de Parsifal. Y luego, los manifiestos de Los Seis contra Debussy. Y ahora, la hostilidad de la gente joven de Darmstadt contra ciertos precursores del atonalismo.
Pero nuestra época asiste, en contrapartida, a un fenómeno que nunca hubiéramos podido contemplar en el pasado. Muchos músicos, muchos pintores, que iniciaron sus carreras como auténticos revolucionarios, atropellando los cánones, rompiendo lanzas contra todos los academicismos; sienten una misteriosa necesidad, a partir de cierto momento, de buscarse asideros en la tradición. Debussy termina su existencia proclamándose un legítimo heredero de los maestros franceses de siglo XVIII. Después de haber promovido verdaderos escándalos en el Conservatorio de París, Ravel, responsable directo de la remoción de varios profesores, regresa de la Primera Guerra Mundial rindiendo un tierno homenaje a Couperin. Stravinsky, que revolucionó una época con La consagración de la primavera, declara ahora que nunca fue ajeno al espíritu del clasicismo. Schônberg, en los últimos días de su vida, se aplicó a demostrar -con alguna razón, hay que reconocerlo de paso- que los procedimientos. estructurales de su música procedían directamente de los de la Escuela neerlandesa. Alban Berg por su parte, afirmaba que mucho debía a Puccini…
El caso de Hindemith es más sorprendente todavía. El joven ogro del expresionismo alemán, que atronaba los pianos de sus mocedades con el rag-time de la Suite 1922, se erige ahora en celoso defensor de la tradición. A medida que pasan los años, se muestra más afecto a los conjuntos de cámara, que remozan el clima sonoro de las orquestas del siglo XVIII. Ese revolucionario de la primera hora, obligado a expatriarse de Alemania a causa de una música que los nazis calificaban de , se ha entregado a verdaderos experimentos de laboratorio para demostrar que el atonalismo es un absurdo y que toda verdad sonora se encierra en el temperamento tradicional. En cuanto a su obra, después del espléndido logro de Matías el pintor, ha propendido a encasillarse en una suerte de academicismo de nuevo cuño. Como bien lo señalaba el critico Carlo Coldarolli recientemente:  oficio era tan seguro que casi nunca erraban. Y a veces el arte necesita de “error” genial».
 Debussy, continuador de Rameau. Stravinsky, adicto al clasicismo. Alban Berg, rindiendo homenaje a Puccini. ¿Por qué se afanan tanto ciertos artistas de esta época en hacer olvidar que fueron responsables de verdaderas revoluciones estéticas? ¿Acaso no fue un gran mérito haber tenido el valor de promoverlas? Aunque mucho pueda agradarnos El libertino de Stravinsky, debe reconocerse que el Stravinsky clásico -clásico a su manera- sigue siendo el de la Consagración, El zorro, y Las bodas.
El Nacional, Caracas, 16 de julio de 1958.
EL AÑO MOZART
Según reza en el libro de partidas de bautismo de la Catedral de Salzhurgo, el niño Juan Crisóstomo Wolfgang Teófilo Mozart nació en dicha ciudad el día 27 de enero de 1756… Lo cual significa para nosotros que el año que va a empezar estará situado bajo el signo de la música, conmemorándose en el – además del centenario de la muerte de Robert Schumann-, el bicentenario del nacimiento del autor de La flauta mágica.
Transcurren los años, y el  sigue presente. Su obra nunca ha sido discutida, ni negada, exaltada o desvalorizada -de acuerdo con el aire de los tiempos- como ha ocurrido con la creación de otros compositores, aplaudidos en vida, olvidados a poco de morir, exhumados cincuenta años más tarde al ritmo de las inquietudes de distintas generaciones. Y es que nadie, como Mozart, ilustró la teoría del  de García Lorca. Por encima de su poder creador, por encima de su tremenda maestría técnica, habría en él esa gracia, ese , ese don de transformar en oro cuanto tocaba, que sólo se encuentra muy de tarde en tarde en la historia de un arte. El hombre capaz de dictar nuevas normas al teatro lírico, con un Don Juan que abre la trayectoria de la ópera moderna; el artista que ya había adivinado el romanticismo en algunas de sus Fantasías para el piano; el genio que más seguramente anunció el advenimiento de Beethoven, llega a nosotros en unas páginas tan límpidas, tan  -por la poca cantidad de tinta gastada- que dan ganas de clamar al milagro. ¿De qué está hecha la música de Mozart? De nada. Había roto con las disciplinas contrapuntísticas de sus predecesores, transformando el acompañamiento de la melodía en un mero balanceo armónico, tan sencillo en su escritura que parecía pensado para manos de niño. Donde otros hubieran puesto tremendas doblefugas; Mozart colocaba rondós juguetones, deliciosos minués, inefables cantábiles tan simples, tan claros, que quedaron al alcance de los estudiantes de tercer año de piano. Y sin embargo, en todo ello hay como un soplo divino, una energía propia, una dinámica invisible, una fuerza oculta -un , que sólo halla una definición en ese otro  que era el  del poeta Yerma.
Profundo revolucionario, como lo fueron todos los grandes artistas, Mozart lo intuyó todo. Amplió las posibilidades técnicas de la orquestación, probando todas las combinaciones instrumentales posibles. (¿No llegó a escribir piezas para armónica, una Fantasía para reloj de música, y un Andante para órgano mecánico?) Llevó la forma sonata a su plano de máxima madurez, rematando todas las búsquedas formales del clasicismo con su propia creación. Inventó. con Don Juan, el drama lírico moderno. Y en cuanto a vislumbre del futuro… (¿no está anunciado el cromatismo de Tristán e Isolda en el andante de la Sinfonía No. 40…) Pero, como todos los genios auténticos, Mozart era revolucionario sin alardear de serlo; por propensión natural, por inventiva. El pasado y el futuro vivían en él, sin saber de fechas. Nacido hace doscientos años, sigue presente entre nosotros, tan juvenil, tan fresco, tan adorable, como el delicioso Querubín de Las bodas de Fígaro, todo estremecido de amor -siempre maravillado ante el espectáculo del mundo y del viento que le narra su historia.
El Nacional. Caracas 18 de noviembre de 1955