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Pierre Bordieu Campo Intelectual y Proyecto Creativo

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Pierre Bordieu
Campo Intelectual y Proyecto Creativo.

Pierre Bordieu
Campo Intelectual y Proyecto Creativo
(traducción: José Muñoz Delgado)
Para que a la sociología de la creación intelectual y artística le sea asignado su objeto propio y al
mismo tiempo sus límites, debe percibirse y establecerse el principio de que la relación entre el
artista creativo y su obra, y en consecuencia su obra misma, es afectada por el sistema de relaciones
sociales dentro de la cual tiene lugar la creación como un acto de comunicación o, para ser más
preciso, por la posición del artista creativo en la estructura del campo intelectual (la cual es en sí
misma, en todo caso en parte, una función de su obra pasada y la recepción que haya ésta
encontrado). El campo intelectual, el cual no puede ser reducido a un simple agregado de agentes
aislados o a la suma de elementos meramente yuxtapuestos, está compuesto, al igual que un campo
magnético, de un sistema de líneas de fuerza. En otras palabras, los agentes o sistemas de agentes
constituyentes pueden ser descritos como muchas fuerzas que, por su existencia, combinación o
composición, determinan su estrucutura específica en un momento dado en el tiempo. En
reciprocidad, cada uno de ellos está definido por su posición particular dentro de este campo de
donde deriva sus propiedades posicionales las cuales no pueden ser asimiladas a propiedades
intrínsecas. Cada uno es también definido por un tipo específico de participación en el campo
cultural tomado como un sistema de relaciones entre temas y problemas; este es un determinado
tipo de inconsciente cultural, mientras que al mismo tiempo intrínsecamente posee lo que puede ser
llamado un peso funcional, debido a que su propia 'masa', esto es, su poder (o mejor, su autoridad),
dentro del campo no puede ser definida independientemente de su posición dentro de él.
Obviamente este enfoque sólo puede justificarse en la medida en que el objeto al cual es aplicado,
esto es, el campo intelectual (y, así, el campo cultural), posea la autonomía relativa que autorice la
autonomización metodológica operada por el método estructural cuando éste trate al campo
intelectual como un sistema gobernado por sus propias leyes. Es posible ver cómo, en la historia de
la vida artística e intelectual de occidente, el campo intelectual (y al mismo tiempo el intelectual,
distinguiéndolo del académico, por ejemplo) gradualmente se convirtió en un tipo de sociedad
histórica. A medida que las áreas de la actividad humana llegaron a estar diferenciadas con mayor
claridad, un orden intelectual en sentido legítimo, dominado por un tipo particular de legitimidad,
empezó a autodefinirse en oposición a los poderes económico, político y religioso, esto es, a todas
las autoridades que podían reclamar el derecho de legislar sobre materias culturales en nombre de
un poder o autoridad que no era, propiamente hablando, intelectual. La vida intelectual estuvo
dominada a todo lo largo de la Edad Media, durante parte del Renacimiento y, en Francia (con la
importancia de la corte) durante todo el período clásico, por una autoridad legitimante externa. Sólo
gradualmente llegó a estar organizada en un campo intelectual a medida que los artistas creativos
empezaron a liberarse económica y socialmente del patronazgo de la aristocracia y la Iglesia y de
sus valores éticos y estéticos. En ese momento empezaron a aparecer autoridades específicas de
selección y consagración que eran intelectuales en sentido propio (aun cuando, como los
publicistas y los gerentes teatrales, estuvieran todavía sujetos a las restricciones económicas y
sociales que de ahí en adelante continuaron influyendo en la vida intelectual), y las cuales fueron
colocadas en una situación de competencia por la legitimidad cultural. Como ha mostrado L. L.
Shücking, la dependencia de los escritores respecto a la aristocracia y sus cánones de gusto
persistieron mucho más largamente en el dominio de la literatura que en el del teatro, puesto que
'cualquiera que deseara ver sus obras publicadas tenía que buscar el patrocinio de un gran señor'.
Para ganar la aprobación de un benefactor y la del público aristocrático el escritor estaba obligado a
apegarse a su ideal cultural, a su gusto por las formas dificultosas y artificiales, por el esoterismo y
el humanismo clásico peculiares de un grupo ansioso de distinguirse a sí mismo de la gente común
en todos sus hábitos culturales. En contraste, el escritor de teatro en el período isabelino ya no era
exclusivamente dependiente de la buena voluntad y preferencias de un solo patrono. A diferencia
del teatro de la corte francesa el cual -- como Voltaire recordó a un crítico inglés quien alababa el
naturalismo de la línea 'not a mouse stirring' en Hamlet-- estuvo confinado a un lenguaje tan noble
como aquel de las personas de alta jerarquía a quienes estaba dirigido, el dramaturgo Isabelino
debía su libertad de expresión a las demandas de las diversos gerentes teatrales y, a través de ellos,
a las cuotas de entrada pagadas por un público de origen crecientemente diverso.1 Y así, las
instituciones de consagración intelectual y artística proliferaron y se diversificaron cada vez más.
Ejemplos de ello fueron las academias y los salones (donde especialmente en el siglo dieciocho,
con el eclipse de la corte y el arte cortesano, la nobleza fraternizó con la intelligentsia burguesa,
adoptando sus patrones de pensamiento y sus concepciones artísticas y morales), así como las
instituciones de consagración y difusión cultural tales como las casas de publicaciones, teatros,
asociaciones científicas y culturales. Simultáneamente, el público se extendió y diversificó. De esta
manera, el campo intelectual, al devenir crecientemente independiente de influencias externas (las
cuales de aquí en adelante deben pasar a través de la estructura mediadora del campo), llega a ser
un campo de relaciones gobernado por una lógica específica: la competencia por la legitimidad
cultural. 'Históricamente considerado', acota L. L. Schücking, 'el publicador [publisher] empieza a
desempeñar un papel en el tablado, en el cual el patrono desaparece, en el siglo dieciocho.'2 No hay
incertidumbre acerca de esto entre los poetas. Así, Alexander Pope, cuando escribía a Wycherley
en mayo 20, 1709, entona una copla burlesca a expensas de Jacob Tonson, el celebrado publicador
y editor de una autorizada antología. Jacob, declara, crea poetas a la manera en que los reyes solían
crear a los caballeros. Otro publisher, Dodsley, iba después a ejercer poderes similares y a
convertirse así en el blanco de los agudos versos de Richard Graves:
In vain the poets form their mine [En vano de la mina los poetas
Extract the shining mass, La reluciente masa extraen,
Till Dodsley's Mint has stamped the coin Hasta que Dodsley acuñe la
And bids the sterling pass. (moneda
Y a lo genuino el paso ceda.]
Y en verdad tales firmas editoras devinieron gradualemente en fuentes de autoridad. ¿Quién
puede concebir la literatura inglesa de ese siglo sin Dodsley, o 'la alemana del siguiente siglo sin un
Cotta?... Una vez que Cotta hubo ensamblado exitosamente algunos de los más eminentes
escritores "clásicos" en sus publicaciones, por décadas llegó a ser algo así como un título de
inmortalidad el ser publicado por él.'3 Y Shücking puntualiza que la influencia de los gerentes de
teatro fue aun mayor puesto que, después de la moda de un Otto Brahm, ellos pudieron moldear,
vía sus decisiones, el gusto de una época.4
Todo nos conduce a suponer que la constitución de un campo intelectual relativamente autonómo
es la condición para la aparición del intelectual independiente, que no reconoce ni desea reconocer
ninguna otra obligación que no sea la de las demandos intrínsecas de su proyecto creativo. Uno
tiende con demasiada frecuencia a olvidar que el artista no siempre despliega hacia todas las
restriciones externas la impaciencia que para nosotros parece ser la definición de proyecto creativo.
Schücking nos dice que Alexander Pope, quien fue considerado un grandísimo poeta a todo lo
largo del siglo dieciocho, leyó su obra maestra, una traducción de Homero que sus
contemporáneos consideraron incomparable, a su benefactor Lord Halifax, en presencia de una
multitud y, de acuerdo con Samuel Johnson, aceptó sin chistar las alteraciones sugeridas por el
noble lord. Shücking cita muchos ejemplos dirigidos a probar que esta práctica estaba lejos de ser
la excepción:
Lydgate, el famoso discípulo de Chaucer, evidentemente la consideró totalmente natural cuando
su benefactor, el Duke Humphrey de Gloucester, hermano de Enrique V (1413-22), corrigió su
manuscrito; y sabemos de exactos paralelismos a este en la vida de Spenser, quien fue
contemporáneo de Shakespeare. Shakespeare mismo, en Soneto 78, declara que su mecenas
'enmienda el estilo' de otros, y en su Hamlet nos muestra un príncipe que instruye a los actores
como un director experimentado.5
A medida que el campo intelectual gana autonomía, el artista declara más y más firmemente su
pretensión de independencia y su indiferencia hacia el público. Indudablemente es en el siglo
diecinueve y con el movimiento romántico que se inicia el desarrollo hacia la emancipación de la
intención creativa el cual iba a encontrar en la teoría del arte por el arte su primera declaración
sistemática.6 Esta redefinición revolucionaria de la vocación del intelectual y de su función en la
sociedad no siempre es reconocida como tal, debido a que conduce a la formación del sistema de
conceptos y valores que van a constituir la definicón social de lo intelectual la cual es considerada
por nuestra sociedad como autoevidente. De acuerdo a Raymond Williams, 'el cambio radical ... en
las ideas de arte, del artista y su lugar en la sociedad' --el cual con las dos generaciones de aritstas
románticos, Blake, Wordsworth, Coleridge y Southey por un lado, y Byron, Keats y Shelley por el
otro, coincide en Inglaterra con la Revolución Industrial-- presenta cinco características
fundamentales:
primero, que un cambio importante estaba teniendo lugar en la naturaleza de las relaciones entre
un escritor y sus lectores; segundo, que estaba estableciéndose por sí misma una actitud habitual
diferente hacia el 'público'; tercero, que la producción de arte estaba llegando a ser vista como una
más de un gran número de tipos especializados de producción sujeta a casi las mismas condiciones
que la producción general; cuarto, que una teoría de la 'realidad superior' del arte como la sede de la
verdad imaginativa estaba recibiendo un énfasis creciente; quinto, que la idea del escritor creativo
independiente, el genio autónomo, estaba deviniendo una especie de regla [kind or rule].7
Pero ¿deberíamos ver la revolución estética contenida en la teoría de la realidad superior del arte y
la del genio autónomo meramente como una ideología compensatoria, provocada por la amenaza
que constituye, para la autonomía de la creación artística y para la singularidad irremplazable del
hombre cultivado, la sociedad industrial y la industrialización de la sociedad intelectual? Si así lo
hacemos, ello equivaldría a sustituir, para una explicación total de la realidad, una parte de la
realidad total a ser explicada. En vez del selecto círculo de lectores con quienes el artista tenía
contactos personales, y cuyo consejo y criticismo él estaba acostumbrado a aceptar, por prudencia,
deferencia, buena voluntad o interés, o todo eso al mismo tiempo, él ahora queda confrontado con
un público, una 'masa' indiferenciada, impersonal y anónima de lectores sin rostro. Esos lectores
son un mercado compuesto de compradores potenciales capaces de dar a una obra esa sanción
económica que, además de asegurar la independencia económica e intelectual del artista, no siempre
carece enteramente de legitimación cultural. La existencia de un 'mercado literario y artístico' hace
posible el establecimiento de un cuerpo de profesiones propiamente intelectuales --ya sea por la
aparición de nuevos roles o por los roles existentes asumiendo nuevas funciones-- esto es, la
creación de un campo real en la forma de un sistema de relaciones construidas entre los agentes del
sistema de producción intelectual.8 La especificidad del sistema de su producción combinada con la
especificidad de su producto --una realidad bidimensional, mercancía y significado, cuyo valor
estético no puede ser reducido a su valor económico aun cuando la viabilidad económica confirme
la consagración intelectual-- conduce a la especificidad de las relaciones que se establecen en su
interior. Las relaciones entre cada uno de los agentes del sistema y los agentes o instituciones que
son totalmente o en parte externas al sistema están siempre mediadas por las relaciones establecidas
dentro del sistema mismo, esto es, dentro del campo intelectual. La competencia por la legitimación
cultural, en la cual el público es a la vez botín y, al menos en apariencia, árbitro, nunca puede ser
completamente identificada con la competencia por el éxito comercial. La invasión de métodos y
técnicas tomadas en préstamo del mundo comercial en conexión con la comercialización de las
obras de arte --como la publicidad comercial para los productos intelectuales-- coincide con la
glorificación del artista y de su misión cuasi-profética, y con el intento sistemático de separar lo
intelectual y su universo del mundo cotidiano, aunque sólo por extravagante elegancia. Esto va
aparejado con la intención declarada del artista de no reconocer más que al lector ideal, quien debe
ser un alter ego, esto es, otro intelectual, presente o futuro, capaz de asumir en su creación o
comprehension de obras de arte la misma vocación genuinamente intelectual que caracteriza al
intelectual autónomo como alguien que sólo reconoce la legitimidad intelectual. 'Que es bello lo que
corresponde a una necesidad interna', dijo Kandinsky. La declaración de la autonomía de la
intención creativa conduce a una moralidad de convicción que tiende a juzgar las obras de arte por
la pureza de la intención del artista y la cual puede terminar en una especie de terrorismo del gusto
cuando el artista, en nombre de una convicción, demanda reconocimiento incondicional a su obra.
Así, de aquí en adelante, la ambición por la autonomía aparece como la tendencia específica de la
intelligentsia. La exclusión del público y la negativa declarada a satisfacer la demanda popular lo
cual alienta el culto de la forma por sí misma, del arte por el arte --una acentuación sin precedentes
del aspecto más específico e irreductible del acto de creación, y así una declaración de la
especificidad e irreductibilidad del creador-- están acompañados por la contracción y la
intensificación de las relaciones entre miembros de la sociedad artística. Y así, empieza a aparecer
lo que Schücking llama sociedades de admiración mutua, pequeñas sectas enclaustradas dentro de
su esoterismo,9 mientras que al mismo tiempo hay signos de una nueva solidaridad entre el artista
y el crítico o periodista.
Los únicos críticos reconocidos fueron aquellos que tenían acceso a los arcana y que habían sido
iniciados --personas, por así decirlo, que más o menos se habían congraciado con la perspectiva
estética del grupo ... Se sigue ... que cada uno de esos grupos esotéricos se convirtió en una especie
de sociedad de admiración mutua. El mundo contemporáneo se preguntaba por qué los críticos,
quienes habían usualmente representado a un estado conservador, repentinamente se arrojaron a los
brazos de los practicantes de un nuevo arte.10
Inspirado por la convicción --tan profundamente contenida en la definición social de la vocación
intelectual al grado que tendía a darse por supuesta-- de que el público está irremisiblemente
condenado a la incomprensión, o a lo mejor a una comprensión tardía, este 'nuevo criticismo' (por
una vez en el genuino sentido de la palabra) se ubica en la retaguardia para justificar al artista.
Sintiendo que ya no está autorizado, como representante del público cultivado, para pronunciar un
veredicto perentorio en nombre de un código indiscutible, se pone incondicionalmente al servicio
del artista y procura escrupulosamente decifrar sus intenciones y razones, en lo que intenta ser
meramente una interpretación experta. Esto está claramente excluyendo al público en su conjunto: y
de hecho aquí empiezan a aparecer, provenientes de las plumas del teatro o de los críticos del arte --
quienes están gradualmente omitiendo referencias a la actitud del público en premieres y apertura
de exhibiciones--, frases tan elocuentes como 'la obra fue bien recibida por el público'.11
Recordar que el campo intelectual como un sistema autónomo --o pretender que lo es-- es el
resultado de un proceso histórico de autonomización y diferenciación interna, es justificar la
autonomización metodológica que autoriza las búsqueda por la lógica específica de las relaciones
establecidas dentro de este sistema y que lo constituyen como tal. También significa ilusiones
disipantes nacidas de la familiaridad vía la demostración de que puesto que es el producto de la
historia, este sistema no puede disociarse de las condiciones históricas y sociales bajo las cuales
fue establecido. Cualquier intento de considerar proposiciones surgidas de un estudio sincrónico de
un estado del campo como verdades esenciales, transhistóricas y transculturales está por ello
condenado.12 Una vez que son conocidas las condiciones históricas y sociales que hacen posible
la existencia de un campo intelectual --las cuales a la vez definen los límites de validez de un
estudio de un estado de este campo-- entonces este estudio asume su significado pleno, debido a
que puede abarcar la totalidad concreta de las relaciones que constituyen el campo intelectual como
un sistema.
LOS PAJAROS DE PSAPHON
Las implicaciones plenas del hecho de que un autor escribe para un público no han sido nunca
completamente exploradas. Pocos actores sociales dependen tanto como los artistas, e intelectuales
en general, para lo que son y para la imagen que tienen de sí mismos, de la imagen que otra gente
tiene de ellos y de lo que ellos son. 'Hay algunas cualidades', dice Jean-Paul Sartre, 'que nos llegan
enteramente de los juicios de otra gente.'13 Este es el caso con la cualidad de escritor, una cualidad
que es definida socialmente y que es inseparable, en cada sociedad y cada época, de una cierta
demanda social que el escritor debe tomar en cuenta; es aun más claro el caso de la reputación del
escritor, esto es, la idea que se forma una sociedad del valor y la verdad de la obra de un escritor o
artista. El artista puede llegar a aceptar o rechazar esta imagen de sí mismo que la sociedad le
regresa como en el espejo, pero no puede ignorarla: mediante la intermediación de la imagen social
la cual tiene la opacidad y la inevitabilidad de un hecho establecido, la sociedad interviene justo en
el centro del proyecto creativo, encajando sobre el artista sus demandas y rechazos, sus
expectativas y su indiferencia. No importa que pueda querer o hacer, el artista tiene que enfrentar la
definición social de su obra, esto es, en términos concretos, el éxito o fracaso que ella ha tenido, las
interpretaciones que de ella han sido dadas, la representación social, con frecuencia estereotipada y
sobresimplificada, que es formulada por el público aficionado. En resumen, perseguido por el ansia
de salvación, el artista está condenado a aguardar con mirada expectante los signos, siempre
ambiguos, de una elección que está perpetuamente en la balanza. El puede experimentar el fracaso
como un éxito legítimo, o el éxito inmediato y brillante como una advertencia de condenación (con
referencia a una definición, fechada históricamente, del artista consagrado o maldito). El debe
necesariamente reconocer la verdad de su proyecto creativo en el reflejo de la recepción social de su
obra, debido a que el reconocimiento de esta verdad está contenido dentro de un proyecto que
siempre está en busca del reconocimiento.
El proyecto creativo es el lugar de reunión y a veces del conflicto entre la necesidad intrínseca de
la obra de arte, la cual demanda ser continuada, mejorada y completada, y las presiones sociales
que dirigen la obra desde el exterior. Paul Valéry distinguió entre 'obras que son como si hubieran
sido creadas por su público, en el sentido de que cubren sus expectativas y son así casi
determinadas por el conocimiento de esas expectativas, y las obras que, por el contrario, tienden a
crear su propio público'.14 Y uno sin duda podría establecer todas las fases intermedias entre obras
casi exclusivamente determinadas y dominados por la imagen (sea ésta establecida intuitiva o
científicamente) de las expectativas del público, tales como periódicos, magazines y las obras mejor
vendidas, y aquellas obras que están enteramente subordinadas a las intenciones de su creador.
Importantes consecuencias metodológicas se siguen de esto: a mayor autonomía de las obras a las
que se aplica metodología (al costo de autonomización metodológica por la cual postula su objeto
como sistema) mayor recompensa obtendrá el análisis interno de esas obras. Pero ello estaría en
peligro de devenir irreal y desorientador cuando se aplica a aquellas obras 'con intención de actuar
poderosa y brutalmente sobre la sensibilidad, para ganarse el favor de un público deseoso de
emociones fuertes y aventuras exóticas' de las que habla Valéry. Tales obras son creadas por su
público debido a que son creadas expresamente para su público; tal como, en Francia, France-Soir,
France-Dimanche, Paris-Match o descripciones parecidas en Parisiennes, las cuales pueden ser
atribuidos casi totalmente a las condiciones económicas y sociales de su manufactura y son en
consecuencia enteramente pertinentes para el análisis externo. Quienes son conocidos como
'autores mejor-vendidos' obviamente son el material más accesible para los métodos sociológicos
tradicionales, puesto que uno está autorizado para suponer que las presiones sociales (deseo de
apegarse a un estilo que ha funcionado bien, temor a la pérdida de popularidad, etc.) lleva más peso
en su proyecto intelectual que la necesidad intrínseca de la obra de arte. La mística jansenista del
intelectual que nunca ve el éxito de la noche a la mañana sin alguna sospecha está quizá justificada
parcialmente por la experiencia. Puede ser posible para los artistas creativos el ser más vulnerables
al éxito que al fracaso, y en verdad ellos han sabido fracasar en la conquista de su propio éxito, y
subordinarse a sí mismos a las presiones impuestas por la definición social de una obra de arte la
cual ha recibido la consagración del éxito. Recíprocamente, esos métodos son
correspondientemente menos útiles cuando se aplican a las obras de arte cuyos autores, al negarse a
cumplir con las expectativas de los lectores reales, imponen las demandas que la necesidad los
obliga, sin ninguna concesión para la idea, anticipada o experimentada, de que los lectores
formarán su obras o estarán formados de ella.
Sin embargo, aun la intención artística 'más pura' no puede escapar totalmente a la sociología,
porque, como hemos visto, aun para existir depende de ciertas condiciones históricas y sociales
particulares y también porque está obligada a hacer alguna referencia a la verdad objetiva reflejada
de regreso desde el campo intelectual. La relación entre el creador y su creación es siempre
ambigua y a veces contradictoria. Esto sigue siendo verídico en tanto que la obra de cultura, como
objeto simbólico con intención comunicativa, como mensaje a ser recibido o rechazado, y con ella
el autor de mensaje, deriva no sólo su valor --el cual puede medirse por el reconocimiento que
recibe de parte de los colegas del escritor o del público en general, por sus contemporáneos o por la
posteridad --sino también su significancia y verdad tanto de aquellos que la reciben como del
hombre que la produce. Mientras que las presiones sociales pueden a veces revelarse a sí mismas
en la forma directa y brutal de las presiones financieras o las obligaciones legales --por ejemplo
cuando un art dealer insiste en que un pintor se apegue a la manera que le ha traído éxito--,15
usualmente funcionan en una forma más insidiosa. Aun el autor más indiferente a la seducción del
éxito y el menos dispuesto a hacer concesiones a las demandas del público está seguramente
obligado a tomar en cuenta la verdad social de su obra según ésta le es retroreportada por el
público, los críticos o analistas, y a redefinir su proyecto creativo en relación con esta verdad.
Cuando él es enfrentado con esta definición objetiva, ¿no es alentado a repensar sus intenciones y a
hacerlas explícitas? y, ¿no están éstas, por ello, en peligro de ser alteradas? Mas generalmente, ¿no
es cierto que el proyecto creativo se define inevitablemente a sí mismo en relación a los proyectos
de otros creadores? Hay pocas obras que no contengan algunas indicaciones de la idea que el autor
se había formado de su empresa, de los conceptos en términos de los cuales él había pensado su
originalidad e innovación, esto es, lo que lo distinguía, ante sus propios ojos, de sus
contemporáneos y predecesores. Por ejemplo, como observa Louis Althusser:
Marx a medida que avanzaba nos dejó, en el texto o las notas al pie de Das Kapital, una serie
completa de juicios sobre su propia obra, comparaciones críticas con sus predecesores (los
Fisiócratas, Smith, Ricardo, etc.), y finalmente observaciones metodólogicas muy precisas, las
cuales trajeron su método analítico muy cerca del de las ciencias --matemáticas, física, biología,
etc., así como el método dialéctico definido por Hegel ... Al hablar de su obra y sus
descubrimientos Marx reflexiona en términos filosóficamente equivalentes sobre lo novedoso, y
por tanto la distinción específica, de sus metas.16
Sin duda no todos los creadores intelectuales han formulado una idea tan consciente de lo que
ellos estaban tratando de lograr: uno piensa en Flaubert, por ejemplo, sacrificando a petición de
Louis Bouilhet, muchos 'enunciados parasitarios' y 'extras, que hacen lenta la narrativa' pero que
pudieron haber sido la expresión de algunas de las corrientes más profundas de su genio:
Esta cara silente del reverso, esta referencia hablada a su otro -- para nosotros hoy, el principal
interés de la literatura-- que Flaubert fue el primero en intentar --un intento casi siempre, en lo que a
él concernía, inconsciente o bien tímido. Su conciencia literaria no estuvo, ni pudo haber estado, al
mismo nivel que su obra y su experiencia.... Flaubert no nos da (en su correspondencia) una
verdadera teoría de su práctica la cual, en tanto que revolucionaria, permaneció totalmente obscura
para el escritor mismo. El mismo consideró L'Éducation Sentimentale como fracaso estético por la
ausencia de acción, perspectiva y construcción. El no vio que este libro fue el primero en sacar a
luz esa des- dramatización (uno está tentado a decir des-novelización de la novela) que iba a ser el
punto de partida de toda la literatura moderna, o mejor, el sintió que era un defecto lo que para
nosotros es su cualidad mayor.17
Es suficiente pensar en lo que la obra de Flaubert habría sido (y podemos imaginar esto
comparando las diferentes versiones de Mademe Bovary) si él no hubiese tenido que tomar en
cuenta una censura que difícilmente fue calculada para facilitarle el descubrimiento del verdadero
carácter de su intención artística. Si, en vez de haber sido obligado a referirse a una teoría estética
en la cual el interés propio de la novela es la psicología de los caracteres y la construcción exitosa
de la trama, él hubiera entrado en contacto, con los críticos y el público, con la teoría de la novela
que está disponible para los novelistas de nuestro tiempo, a la luz de la cual los lectores de la teoría
contemporánea leen su obra y todo lo que dejó de decir, su obra de toda la vida habría sin duda
quedado profundamente alterada.
Desde la llegada de Last Year in Marienbad (ha observado Gérard Genette), ha habido un
extraordinario cambio en perspectiva en la reputación de Alain Robbe-Grillet. Hasta entonces, a
pesar de la perceptible extrañeza de sus primeros libros, Robbe-Grillet había pasado por un escritor
realista y objetivo, dirigiendo sobre cada cosa la mirada impasible de una suerte de cine-cámara de
escritura, delineando en el mundo visible, por cada una de sus novelas, un campo de observación
que no abandonaría hasta que hubiese agotado las posibilidades descriptivas de su estar-ahí, sin
preocuparse de la acción ni de los caracteres. Roland Barthes ha puntualizado el aspecto
revolucionario de esta forma de descripción (en Les Gommes y Le Voyeur) la cual, al reducir el
mundo percibido a una serie de superficies, logra desembarazarse del 'objeto clásico' así como de la
'sensibilidad romántica': adoptado por el mismo Robbe Grillet, simplificado y popularizado en
muchas formas diferentes, este análisis eventualmente llegó a ser la Vulgata del 'nouveau roman' y
la 'escuela visual de escritura' con la cual todos estamos familiarizados. Robbe-Grillet parecía
entonces estar definitivamente establecido en su rol de minucioso agrimensor cuantitativo,
abominado y por ello adoptado como tal tanto por el criticismo oficial como por la opinión pública.
Last Year in Marienbad cambió todo esto en una forma que logró una fuerza adicional vía la
publicidad que acompañó a un evento cinematográfico: de la noche a la mañana Robbe-Grillet se
había convertido en una especie de autor de fantasía, un explorador del mundo de la imaginación,
un vidente, un taumaturgo. Lautréament, Bioy Casarés, Pirandello y el surrealismo rápidamente
reemplazaron la calendarización ferroviaria y el Catalogue des armes et cycles en el arsenal de
referencias... ¿Fue esta una conversión, o debería ser reconsiderado el 'caso Robbe-Grillet'?
Apresuradamente releídas en esta nueva luz, las novelas anteriores revelaban ahora una irrealidad
perturbadora, la cual repentinamente parecía fácil de identificar: espacio inestable y sin emabrgo
obsesivo, ansioso, progreso a tropezones, falsas semejanzas, confusión de gente y lugares, tiempo
en expansión, sentimientos generalizados de culpa, secreta fascinación por la violencia --quién
puede dejar de reconocerlos: el mundo Robbe-Grillet fue el mundo de los sueños y alucinaciones y
simplemente fue la lectura descuidada de nuestra parte, inatenta o mal dirigida, la que nos hubo
distraído de este hecho evidente... . Robbe-Grillet ha cesado de ser el símbolo de un neo-realismo
'cosista', y el significado público de su obra se ha movido pendularmente hacia el lado de lo
imaginario y lo subjetivo. Uno puede objetar que este cambio en significado sólo afecta al 'mito
Robbe-Grillet' y permanece externo a su obra; pero puede ser visto un desarrollo paralelo en las
teorías propuestas por el mismo Robbe-Grillet. Entre el hombre que en 1953 declaraba: 'Les
Gommes es una novela descriptva y científica'... y el que en 1961 dijo que las descripciones en Le
Voyeur y La 'falousie 'son siempre dadas por alguien'... y concluir que esas descripciones son
'enteramente subjetivas' y que esa subjetividad es la característica esencial de lo que ha sido llamado
la 'nueva novela', ¿quién puede dejar de detectar uno de esos sesgos de énfasis que indican tanto un
punto de inflexión en el pensamiento del escritor como un deseo de realinear sus obras previas
sobre la nueva perspectiva?18
Gérard Genette concluye este análisis (el cual merece ser citado en su enteridad por su precisión
etnográfica) reclamando para el escritor 'el derecho de contradecirse a sí mismo'. Pero aunque él
procede a demostrar mediante una fresca lectura de las novelas mismas la legitimidad de las dos
interpretaciones concurrentes, ciertamente está evadiendo el problema sociológico planteado por el
hecho de que Robbe-Grillet ha dado su bendición sucesivamente a dos versiones contradictorias de
la verdad. La evolución simultánea de los escritos del creador acerca de su obra, del 'mito público'
de su obra y acaso también de la estructura interna de su obra, lo conduce a uno a preguntarse si
entre las posturas iniciales de objetividad y la tardía conversión a la subjetividad pura no ha tenido
lugar el descubrimiento y la autoaceptación de la verdad objetiva de la obra y del proyecto creativo.
En otras palabras, un descubrimiento y una aceptación que estuvieron preparados y alentados por
las opiniones de los críticos literarios y acaso también por la versión pública de esas opiniones.
Ciertamente no ha sido puntualizado con la frecuencia suficiente el que, actualmente en todo caso,
lo que un crítico dice acerca de una obra para el creador mismo aparece no tanto como un juicio
crítico sobre el valor de la obra sino más bien como una objetivación del proyecto creativo en tanto
éste puede ser deducido a partir de la obra misma. Es por ello esencialmente distinguible de la obra
como una expresión pre-reflexiva del proyecto creativo, y aun de las puntualizaciones teóricas que
el creador puede hacer acerca de su obra. Se sigue que la relación que conecta al creador (o, más
precisamente, la representación más o menos consciente que el creador se forma de su intención
creativa) con el criticismo visto como un esfuerzo para recapturar el proyecto creativo mediante el
estudio de la obra, en el cual se revela a sí mismo sólo mediante el ocultamiento de sí (aún a los
ojos del creador mismo), no puede describirse como una relación de causa y efecto, no importa qué
tanto la evolución concomitante de la opinión del autor de su obra pueda inclinar a uno en esa
dirección. ¿Significa esto que las palabras del crítico no tienen efecto en absoluto? De hecho los
escritos críticos que el creador reconoce debido a que se siente reconocido y porque se reconoce a
sí mismo en ellos, no equivalen a una redundancia respecto a la obra, porque ellos expresan el
proyecto creativo poniéndolo en palabras y lo alientan así a ser lo que está expresado.19
Por su naturaleza y ambición, la objetivación lograda por el criticismo está indudablemente
predispuesta a jugar un rol particular en la definición y desarrollo del proyecto creativo. Pero es
dentro y a lo largo de todo el sistema de relaciones sociales --que el creador mantiene con todo el
complejo de agentes que componen el campo intelectual en cualquier mimento dado en el tiempo --
que la objetivación progresiva de la intención creativa es alcanzada. Este complejo de agentes
incluye otros artistas, críticos, e intermediarios entre el artista y el público --tales como publishers,
negociantes en arte o periodistas cuya función es construir una apreciación inmediata de obras de
arte y el hacerlas conocidas para el público (no hacer un análisis científico de ellas como hace el
crítico en un sentido propio). Es también en esta forma que el significado público de la obra y del
autor es establecido, mediante el cual el actor es definido y en relación al cual él debe definirse.
Indagar en los orígenes de este significado público es interrogarse a uno mismo quién enjuicia y
quién consagra, y cómo opera el proceso de selección al que habría que agradecer que, de entre la
masa indiferenciada e indefinida de obras que se producen y hasta se publican, emerjan obras que
valen la pena ser amadas, admiradas, preservadas y consagradas. ¿Debería uno caer en la opinión
ampliamente aceptada de que esta tarea es la responsabilidad de unos pocos "creadores del gusto"
quienes están calificados por su audacia o por su autoridad para conformar el gusto de sus
contemporáneos? Con frecuencia es en el nombre de una concepción carismática de su tarea que el
avant-garde publisher, actuando como un 'maestro de sabiduría', se asigna a sí mismo la misión de
descubrir en las obras --y en las personas de aquellos que se le acercan-- los signos imperceptibles
de la gracia, y de revelar para sí a quienes él ha reconocido de entre aquellos que lo han reconocido.
La misma concepción inspira con frecuencia al crítico iluminado, al aventurado art-dealer o al
amateur inspirado. ¿Cuál es la situación real? En primer lugar, los manuscritos recibidos por el
publisher están sujetos a varias causas determinadoras. Muy frecuentemente ellos ya llevan la
marca del intermediario (quien en sí mismo está situado en el campo intelectual como director de
una serie, lector del publisher, autor 'exclusivo' de una de las casas editoras, crítico bien conocido
por su juicio cuidadoso o audaz, etc.) a través de la cual lograron llegar al publisher.20 En segundo
lugar ellos son el resultado de una especie de pre-selección que opera, vía los autores mismos, con
referencia a la idea que ellos tienen del publisher, de la tendencia literaria qué él representa --la
'nueva novela', por ejemplo-- lo cual puede haber guiado su proyecto creativo.21 ¿Cuáles con los
criterios de selección ejercidos por el publisher, dentro de la situación de preselección? El sabe que
no posee la clave que le revelará infaliblemente las obras que merecen prevalecer, y puede profesar
simultáneamente el relativismo estético más radical y la fe más plena en una especie de absolutismo
del 'instinto'. De hecho la concepción que él tiene de su específica vocación como un avant-garde
publisher, sabedor de no tener un principio estético a excepción de una desconfianza hacia todos
los cánones establecidos, necesariamente toma en cuenta --en la división del trabajo intelectual-- la
imagen que tienen de su función público, críticos y autores. Esta imagen, que se define por
contraste con la imagen de otros publishers, es confirmada a sus ojos por el rango de los autores
que se autoclasifican en relación a ella. La idea que el publisher tiene de su propia práctica (como
audaz e innovadora por ejemplo) la cual rige su práctica al menos en la medida que la expresa, la
'postura' intelectual que puede grosso modo ser descrita como 'vanguardista' y que indudablemente
es el principio último y con frecuencia indeclinable sobre la cual se realizan sus elecciones, son
establecidas y confirmadas con referencia a la idea que él tiene de ideas y posturas diferentes de la
suya y de la representación social de su propia postura.22 La situación del crítico no es muy
diferente: las obras ya preseleccionadas que él recibe ahora llevan una marca adicional, la del
publisher (y a veces también la del prefacio que puede ser la de un escritor crativo o la de otro
crítico) de tal manera que su lectura de cualquier obra particular debe tomar en cuenta la
representación social de las características típicas de los libros liberados por el publisher interesado
('nueva novela', 'literatura objetual', etc.), una representación de la que él y sus colegas pueden ser
en parte responsables.23 ¿No vemos a veces al crítico actuando como discípulo iniciado, enviando
la revelación interpretada de regreso a su originador quien, a su vez, lo confirma en su vocación de
decodificador privilegiado mediante la confirmación de la exactitud de su interpretación? La
literatura y la pintura han atestiguado con frecuencia esta especie de pareja perfecta, acaso hoy más
que nunca antes. El publisher actuando como empresario (que también lo es) puede usar
técnicamente la imagen pública de sus publicaciones --por ejemplo la Vulgata de la 'nueva novela'--
para lanzar un libro. El tipo de cosa que él puede decir al crítico, quien ha sido elegido no sólo en
función de su influencia sino también en función de las afinidades que pueda tener con el libro, lo
cual puede ir tan lejos como su lealtad declarada, es una mezcla extremadamente sutil en la cual la
idea que él tiene de la obra se combina con la idea que él tiene de la idea que el crítico se formará de
la obra, dado que él tiene una cierta concepción de las publicaciones de la casa.
¿No está haciendo el publisher una plausible observación sociológica cuando él concluye que la
'nueva novela' no es ni más ni menos que la suma total de las novelas publicadas por Éditions de
Minuit? Es significativo que lo que ha llegado a ser el nombre de una escuela literaria, adoptado
por los autores mismos, fue originalmente, como los 'impresionistas', una etiqueta peyorativa
asignada por un crítico tradicionalista a las novelas publicadas por Éditions de Minuit. Pero los
autores no se han contentado meramente con asumir esta definición pública de su empresa; han
sido definidos por ella en la misma medida en que han tenido que definirse a sí mismos en relación
con ella. Al igual que el público lector fue alentado a buscar e imaginar ligas que pudieran conectar
libros publicados bajo el mismo formato, así también, los autores, puede decirse, han sido
alentados a pensar de sí mismos como constituyentes de una escuela, y no simplemente un grupo
fortuito, vía la necesidad de tomarse en cuenta mutuamente y de avenirse a la imagen que el público
se había formado de ellos. Lo que de hecho ha sucedido es que han adoptado no sólo el título sino
también la versión de su obra mediante la cual fue definida su imagen pública, identificándose a sí
mismos con una identidad impuesta desde afuera y surgida originalmente a partir de una mera
coincidencia y que han volcado en un proyecto colectivo. De ser alentados para situarse a sí
mismos en relación a los otros en el grupo, para ver en cada uno de los otros en el grupo, para ver
en cada uno de los otros una forma de expresión de su propia verdad, a reconocerse en aquellos a
quienes reconocen como auténticos miembos de la escuela, ¿no han sido conducidos a establecer
explícitamente el principio de lo que debería unirlos desde el momento en que fueron vistos por
otra gente como formando una sola unidad? Y al mismo tiempo, a medida que el grupo se hace
aparente para sí y se afirma más claramente como una escuela, ¿no es cierto que ellos alientan a los
críticos y al público a inclinarse cada vez más a buscar los signos de lo que une a los miembros de
la escuela y los distingue de otras escuelas, esto es, a separar lo que puede ser unificado y a
unificar lo que puede ser mantenido separado? El público también es invitado a unirse al juego de
imágenes reflejadas ad infinitum el que eventualmente llega a a cobrar existencia real en un
universo donde el reflejo es la única realidad. La posición vanguardista (la cual no necesariamente
es atribuible al snobismo) está obligada a formular, a dar la bienvenida y a traficar con 'teorías' que
puedan aportar una base racional para una adhesión que nada le deba a sus razones. Debemos
recurrir de nuevo a Proust:
Debido a que ella se consideraba 'avanzada' y (solamente en arte) 'nunca demasiado a la
izquierda', como ella decía, Madame de Cambremer tenía la idea de que la música no sólo progresa
sino que lo hace a lo largo de una línea recta, y que Debussy era en cierta forma un super-Wagner,
un poco más avanzado aun que Wagner.Ella no se percataba de que mientras que Debbussy no era
tan independiente de Wganer como ella creería unos pocos años después, debido a que después de
todo uno usa las armas conquistadas para deshacerse del otro a quien uno tiene momentáneamente
vencido, él estuvo no obstante buscando cubrir -- después del fastidio que ya empezaba a sentir por
las obras completas en las cuales todo está expresado-- la necesidad opuesta . Por supuesto, había
teorías para apoyar esta reacción por el momento, similares a aquellas que en política son traídas a
colación para apoyar leyes contra las congregaciones, guerras en el Este (enseñanza contra natura,
peligro amarillo, etc.). Decían que una época de velocidad requiría una forma rápida de arte,
exactamente en la misma forma que habrían dicho que la guerra que iba a llegar no duraría una
quincena, o que cuando el ferrocarril llegara eliminaría aquellos pequeños lugares donde paraba el
carricoche.24
Así el significado público de la obra, como un juicio objetivamente instituido sobre el valor y la
verdad de la obra (en relación al cual cualquier juicio individual de gusto está obligado a definirse),
es necesariamente colectivo. Es decir, el sujeto de un juicio estético es un 'uno' el cual puede
tomarse por un 'yo'. La objetivación de la intención creativa que uno puede llamar 'publicación' (en
el sentido de 'ser hecho público') es ejecutada vía un número infinito de relaciones sociales
particulares, entre autor y publisher, entre autor y crítico, entre autores, etc. En cada una de esas
relaciones, cada uno de los agentes emplea la idea socialmente establecida que él tiene del otro
colega en la relación (la representación de su posición y función en el campo intelectual, de su
imagen pública como autor consagrado o maldito, como un publisher de vanguardia o tradicional,
etc.). Cada agente también emplea la idea de la idea que el otro colega en la relación tiene de él, esto
es, de la definición social de su verdad y su valor tal y como están constituidos dentro y a lo largo
de toda la red de relaciones entre todos los miembros del mundo intelectual. Se sigue que la
relación que el creador tiene con su obra está siempre mediada por la relación que él guarda con el
significado público de sus obras. Este significado le es recordado en forma concreta en la
perspectiva de todas las relaciones que él tiene con todos los otros miembros del mundo intelectual.
Es el producto de las interacciones infinitamente compejas entre actos intelectuales vistos como
juicios que a la vez son determinados por y determinates de la verdad y el valor de obras y de
autores. Así, al juicio estético más singular y personal tiene como referencia a un significado
común ya establecido. La relación con cualquier obra, aun la propia de uno, es siempre una relación
con una obra que ha sido juzgada. El valor y la verdad última de una obra nunca puede ser algo
más que la suma de juicios potenciales que sobre ella formularían todos los miembros del mundo
intelectual --con referencia, en todos los casos, a la representación social de la obra como la
integración de juicios individuales sobre ella. Debido a que el significado particular debe estar
siempre definido en relación al significado común, necesariamente contribuye a la definición de lo
que será una nueva versión de este significado común. El juicio de la historia, que será el
pronunciamiento final sobre la obra y su autor, está ya iniciado por el juicio del mismísimo primer
lector; la posteridad tendrá que tener en cuenta el significado público que le es heredado por la
opinión contamporánea. Psaphon, el joven ovejero de Lydia, entrenó pájaros para repetir: 'Psaphon
es un dios'. Cuando oyeron hablar a los pájaros, y las palabras que decían, los conciudadanos de
Psaphon lo aclamaron como un dios.
PROFETAS, SACERDOTES Y HECHICEROS
Aunque cada parte del campo intelectual es dependiente de todas las otras, no todas dependen de
las otras en la misma medida. En ajedrez, el futuro de la dama puede depender del peón más
insignificante y, sin embargo, la dama sigue siendo la pieza más poderosa de todas. En forma
similar las partes constituyentes del campo intelectual las cuales están colocadas en una relación de
interdependencia funcional se distinguen no obstante por diferencias en peso funcional y
contribuyen en montos muy desiguales a darle al campo intelectual su particualar estructura. De
hecho la estructura dinámica del campo intelectual no es otra que la red de interacciones entre una
pluralidad de fuerzas. Estas pueden ser agentes aislados como el creador intelectual, o sistemas de
agentes como los sistemas educacionales, las academias o los círculos. Esas fuerzas están
definidas, básicamente en todo caso, tanto en su existencia como en su función, por la posición que
ellas ocupan en el campo intelectual. Están definidas también por la autoridad, más o menos
reconocida --que es más o menos vigorosa y de largo alcance (y en todos los casos mediada por su
interacción), y la cual ellas ejercen o proclaman ejercer-- sobre el público. Esta autoridad representa
el premio y al mismo tiempo en alguna medida el imperio de la competición por la consagracíón
intelectual y la legitimidad.25 Pueden ser las clases superiores quienes, por su posición social,
sancionen el rango de las obras que consumen dentro de la jerarquía de obras legítimas. También,
pueden ser instituciones específicas tales como el sistema educacional y las academias las que por
su
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La esfera de la legitimidad La esfera de lo que está La esfera de lo arbitrario
que pretende universalidad en proceso de legitimación en cuanto a legitimidad
(o de la legitimidad seccional)
Música Cine Diseño modas Repostería
Cosmética
Pintura Fotografía
Escultura Decoración Eventos deportivos,
etc.
Literatura Jazz
Teatro Muebles
Autoridades de legitimación Autoridades de legitimación Autoridades de legitimación
legítimas (universidades, aca- en competencia mutua y con no-legítimas (alta costura,
demias) pretensiones de legitimidad diseñadores, publicidad)
(críticos, clubes)
____________________________________________________________________________
__
autoridad y enseñanza consagran cierto tipo de obra y un cierto tipo de hombre cultivado.
Igualmente pueden ser los grupos literarios o artísticos, clubes sociales, círculos críticos, 'salones' o
'cafés' los cuales tienen un rol reconocido como guías culturales o 'formadores del gusto'.
Cualquiera que sea la forma, casi siempre existe en todas las sociedades una pluralidad de fuerzas
sociales, a veces en competencia, a veces co-ordinadas, las que por razón de su poder político o
económico o por las garantías institucionales de que disponen, están en una posición de imponer
sus normas culturales sobre un área mayor o menor del campo intelectual. Esas fuerzas sociales
reclaman, ipso facto, legitimidad cultural ya sea para los productos culturales que manufacturan,
para las opiniones que pronuncian sobre los productos culturales manufacturados por otros, o para
las obras y las actitudes culturales que ellas transmiten. Cuando entran en conflicto lo hacen en
nombre de su postura de ser la fuente de la ortodoxia y cuando son reconocidas es su postura hacia
la ortodoxia la que está siendo reconocida. Cualquier acto cultural, sea éste de creación o de
consumo, contiene el enunciado implícito del derecho de expresarse uno mismo legítimamente. Por
ello, esto involucra la posición en el campo intelectual de la persona interesada y el tipo de
legitimidad que pretende representar. Es así que el creador puede tener una relación hacia su obra
completamente diferente --y su obra inevitablemente lleva la marca-- dependiendo de si él ocupa
una posición que es marginal (en relación a la universidad, por ejemplo) u oficial. Cuando un
amigo le aconsejó concursar por una cátedra universitaria Feuerbach replicó: 'yo sólo soy alguien
en tanto que no soy nadie', dando a entender, a la vez, su nostalgia de integrarse dentro de la
institución oficial y la verdad objetiva de un proyecto creativo que está obligado a definirse por
contraste con la filosofía oficial que lo ha rechazado. Proscrito por la universidad después de su
Thoughts on Death and Immortality, él evadió las restriciones del Estado sólo para asumir el papel
de filósofo libre y pensador revolucionario el cual, mediante su rechazo, esa misma filosofía oficial
le había asignado.
La estructura del campo intelectual mantiene una relación de interdependencia con una de las
estructuras básicas del campo intelectual, ésta de las obras culturales, establecida en una jerarquía
de acuerdo a su grado de legitimidad. Uno puede observar que en una sociedad dada en un
momento dado del tiempo no todos los signos culturales --ejecuciones teatrales, recitales de
canciones, poesía o música de cámara, operetas u óperas-- son iguales, en dignidad y valor, ni
invocan al mismo enfoque con el mismo grado de insistencia. En otras palabras, los diversos
sistemas de expresión desde el teatro hasta la televisión, están objetivamente organizados de
acuerdo a una jerarquía independiente de las opiniones individuales, que define su legitimidad
cultural y sus grados.26 Confrontados con signos situados fuera de la esfera de la cultura legítima
los consumidores sienten que están autorizados a permanecer consumidores en forma pura y a
enjuiciar libremente; en el dominio de la cultura consagrada, en cambio, ellos se sienten sujetos a
normas objetivas y están obligados a adoptar una actitud piadosa, ceremonial y ritualista. A esto se
debe que el jazz, el cinema y la fotografía, por ejemplo, no ocasionan (debido a que no se insiste
sobre ello en la misma medida) la reverencia que es común encontrar en presencia de las obras de
la cultura educada. Es verdad que algunos virtuosos están remolcando, hacia el interior de esas
artes en proceso de llegar a legitimarse, modelos de conducta que son operantes en el dominio de la
cultura tradicional. Pero al carecer de una institución dedicada a enseñarlos sistemática y
metodológicamente y en consecuencia de darle el sello de respetabilidad como partes constituyentes
de la cultura legítima, la mayoría de la gente las experimenta en una forma enteramente diferente. Si
el conocimiento informado de la historia de esas artes y la familiaridad con las reglas técnicas o
principios teóricos que las caracterizan sólo son encontrados en circunstancias excepcionales, ello
se debe a que la gente no se siente obligada, como hacen en otras situaciones, a hacer el esfuerzo de
adquirir, retener y transmitir el corpus de conocimiento que va a constituir la condición necesaria y
el acompañamiento ritual del consumo educado.
Uno pasa entonces por etapas desde las artes enteramente consagrados --el teatro, la pintura, la
escultura, la literatura o la música clásica (entre las cuales las jerarquías están también establecidas
y pueden variar con el transcurso del tiempo)-- hasta sistemas de signos que (a primera vista en
todo caso) son dejados al juicio individual, sea la decoración de interiores, cosmética o repostería.
La existencia de obras santificadas y de todo un sistema de reglas que definen el enfoque
sacramental supone la existencia de una institución cuya función no solamente es el transmitir y el
hacer disponible sino también el conferir legitimidad. De hecho, el jazz y el cine tienen a su
disposición medios de expresión que son al menos tan poderosos como aquéllos de las obras
culturales más tradicionales. Hay grupos de críticos profesionales quienes detentan el uso de
journals especializados y plataformas en radio y televisión, y quienes también (y este es un signo
de sus pretensiones de legitimidad cultural) remedan con frecuencia los tonos educados y tediosos
de los críticos académicos y toman de ellos el culto de la erudición por la erudición como si,
angustiados por las dudas acerca de su legitimidad, no tuvieran otra que adoptar y exagerar los
signos externos mediante los cuales pueden ser reconocidos por la autoridad de aquellos que
controlan el monopolio de la legitimación institucional, esto es, los profesores. Con frecuencia
relegados a las artes 'marginales' por su posición marginal en el campo intelectual, esos individuos,
aislados y privados de toda garantía institucional, y que en una situación de competencia son
propensos a emitir juicios muy dispares e incluso incomparables, nunca son oídos fuera de las
limitadas asambleas de sus fans, tales como los grupos jazzísticos o los clubes de cine. Así, por
ejemplo, la posición de la fotografía en la jerarquía de las obras y actividades legitimadas, a mitad
del camino entre las actividades 'vulgares' --aparentemente abandonadas a la anarquía de las
preferencias individuales-- y las actividades culturales nobles sujetas a reglas estrictas, explica la
ambigüedad de las reacciones que ella levanta, especialmente entre los miembros de las clases
cultivadas. A diferencia de una actividad legítima, una actividad que sólo está en proceso de llegar a
ser legítima plantea la cuestión de su propia legitimidad a aquellos que se entregan a ella. Aquellos
que desean romper las reglas de la práctica común y se niegan a asignar a su actividad y a su
producto la significancia y función acostumbradas están obligados de algún modo a aportar un
sustituto (el cual no puede no parecer tal) para lo que está dado en la naturaleza de la certeza
inmediata, para los fieles adoradores de la cultura legítima. Esta 'certeza' es una convicción de la
legitimidad cultural de la actividad y todas las reconfirmaciones sustentantes desde los modelos
técnicos hasta las teorías estéticas. Es evidente que la forma de la relación de participación que cada
sujeto mantiene con el campo de las obras culturales y, en particular, con el contenido de su
intención intelectual o artística y la forma tomada por su proyecto creativo (por ejemplo, el grado en
que ella es reflexionada y hecha explícita) depende estrechamente de su posición en el cqmpo
intelectual. Lo mismo sucede para los temas y problemas que definen la especificidad del
pensamiento de un intelectual lo cual, entre otros métodos, un análisis lexicológico puede traer a
luz. De acuerdo a la posición que él ocupa en el campo intelectual cada intelectual está
condicionado a dirigir su actividad hacia una cierta área del campo cultural. Esto es en parte el
legado de generaciones previas y en parte recreado, reinterpretado y transformado por sus
contemporáneos. Similarmente él está condicionado a mantener un cierto tipo de relación, la cual
puede ser más o menos fácil o dificultosa, natural o dramática, con los signos culturales en sí
mismos más o menos repetables, más o menos nobles, más o menos marginales o, posiblemente,
más o menos originales, los cuales constituyen esta región del campo cultural. Un análisis
metódico de las referencias a otros autores, la medición de su frecuencia, su homogeneidad o
diversidad (lo cual puede indicar el grado de autodidactismo), la extensión y jerarquía de las
regiones del campo al cual ellas se refieren, la posición en la jerarquía de valores legitimados de las
autoridades o fuentes invocadas, las referencias tácitas o no reconocidas ( lo cual puede ser el
grado más alto de la sofisticación o el grado más alto de la ingenuidad), poniendo al mismo tiempo
especial atención a la manera particular en que se hace la cita, sea ésta irreprochablemente
académica o casual, reverente o condescendiente, ornamental o necesaria, revelaría la existencia de
'familias de pensamiento' que son realmente familias culturales. Esas familias pueden asignarse
fácilmente a posiciones típicas, sean éstas reales o potenciales, adquiridas o profesadas, en el
campo intelectual, y más precisamente a relaciones típicas, pasadas o presentes, con el
establishment universitario.27
La estructura del campo intelectual puede ser más o menos compleja y diversificada de acuerdo a
la sociedad o la época y al peso funcional de las diversas autoridades que tienen o reclaman tener
legitimidad. Sin embargo, es todavía verídico que ciertas relaciones sociales fundamentales se
establecen siempre que existe una sociedad intelectual relativamente independiente de las
autoridades políticas, económicas y religiosas. Puede tratarse de relaciones entre creadores --sean
éstos contemporáneos o de períodos diferentes, pareja o desigualmente santificados por diferentes
públicos y por autoridades de diversos grados de poder legítimo o legitimante--, o relaciones entre
los creadores y las diversas autoridades de legitimación. Puede haber garantes legítimos de la
legitimidad o que claman ser tales como las academias, las sociedades de eruditos, grupos de
amigos, círculos o grupos pequeños. Estos pueden ser aceptados o rechazados en grados diversos
por las autoridades de legitimación o de transmisión tales como el sistema educativo, o las solas
autoridades de transmisión tales como los articulistas científicos --con todas las posibles
combinaciones y afinidades dobles que ésto permite. Se sigue que las relaciones recíprocas que
cada intelectual puede mantener con otros miembros de la sociedad intelectual o con el público y, a
fortiori, con toda la realidad social externa al campo intelectual (tal como su clase social u origen, o
a la que él pertenece, o a las fuerzas económicas tales como los traficantes o compradores) están
mediados por la estructura del campo intelectual. Más precisamente, sus relaciones están mediadas
por su posición relativa respecto a las autoridades propiamente culturales cuyos poderes organizan
el campo intelectual: los actos o juicios culturales siempre contienen una referencia a la ortodoxia.
Pero, más profundamente, dentro del campo intelectual como un sistema estructurado, todos los
individuos y todos los grupos sociales que están específica y permanentemente dedicados a la
manipulación de los bienes culturales (para adaptar una de la fórmulas de Weber) mantienen no
sólo relaciones competitivas sino también relaciones de complementariedad funcional. Esto sucede
en tal forma que cada uno de los agentes o sistemas de agentes que constituyen el campo intelectual
deriva una mayor o menor proporción de sus características de la posición que ocupa en el sistema
de posiciones y oposiciones.
La escuela es requerida para perpetuar y transmitir el capital de signos culturales consagrados,
esto es, la cultura que le ha sido heredada por los creadores intelectuales del pasado, y para moldear
a una práctica en concordancia con los modelos de esa cultura a un público agredido por mensajes
conflictivos, cismáticos y heréticos --por ejemplo, en nuestra sociedad, los medios de
comunicación modernos. Adicionalmente es obligado a establecer y definir sistemáticamente la
esfera de la cultura ortodoxa y la esfera de la cultura herética. Simultáneamente defiende la cultura
consagrada contra el continuo desafío planteado por la mera existencia de los nuevos creadores (o
por la deliberada provocación de su parte) quienes pueden hacer surgir en el público (y
particularmente dentro de las clases intelectuales) nuevas demandas y dudas rebeldes. Así, la
escuela es investida con una función muy similar a aquélla de la Iglesia quien, de acuerdo con
Marx, 'debe establecer y sistemáticamente definir la nueva doctrina victoriosa o defender la antigua
contra ataques proféticos, planteando qué tiene y qué no tiene valor sagrado y hacerlo penetrar en la
fe de los laicos.' Se sigue que el sistema educativo como institución diseñada especialmente para
conservar, transmitir e inculcar los cánones culturales de una sociedad, deriva un buen número de
sus características estructurales y funcionales a partir del hecho de que ella tiene que cumplir esas
funciones particulares. También se sigue que un buen número de los rasgos característicos de la
enseñanza y el enseñante, que los comentaristas más críticos mencionan solamente como
fundamentos para la condena, pertenecen propiamente a la definición misma de la función de la
educación. Así por ejemplo, sería fácil demostrar que la actividad de rutina --y engendradora de
rutinas-- de la escuela y sus maestros, tan frecuentemente atacada por grandiosas profecías
culturales al igual que por pequeñas herejías, (consistentes con frecuencia en su sola denuncia),
están sin duda inevitablemente implícitas en la lógica de una institución que está fundamentalmente
entregada a su función de conservación cultural.
Lo que con frecuencia es descrito como competencia por el éxito es en realidad una competencia
por la consagración librada en un mundo intelectual dominado por la competencia entre las
autoridades que reclaman el monopolio de la legitimidad cultural y el derecho a retener y conferir
esta consagración en nombre de principios fundamentalmente opuestos: la autoridad personal
invocada por el creador y la autoridad institucional favorecida por el profesor. Se sigue que la
oposición y la complementariedad entre creadores y profesores (es decir, 'entre auctores quienes
establecen su propia doctrina y lectores que explican las doctrinas de otros' --de acuerdo a la
diferenciación de Gilbert de la Pourrée) indudablemente constituye la estructura fundamental del
campo intelectual. En forma parecida, la oposición entre sacerdotes y profetas (con la oposición
secundaria entre sacerdote y hechicero) domina, de acuerdo con Max Weber, el campo religioso.
Los curadores de cultura responsables de la propaganda cultural y de organizar el noviciado que
produce la devoción cultural, están en oposición a los creadores de cultura, auctores quienes
pueden imponer sus autoritas en materias artísticas y cientificas (como otros lo hacen en materias
éticas, políticas o reeligiosas). Esto es similar a la forma en que la permanencia y la omnipresencia
de la institución legítima, organizada, está en oposición a los destellos de luz únicos e irregulares de
una creación que no tiene más principio de legitimación que ella misma. Estos dos tipos de
proyecto creativo son tan claramente opuestos que la condenación de la rutina profesoral, que en
cierta manera es consustancial a las ambiciones proféticas, frecuentemente actúa como un sustituto
de un diploma de qualificación de profeta. Un conflicto entre sacerdote y hechicero puede
presentarse a sí mismo como un conflicto entre sacerdote y profeta o --¿quién sabe?-- entre dos
profetas rivales. El debate acerca del 'nuevo crticismo' que fue llevado y traído entre Raymond
Picard y Roland Barthes, aporta la mejor ilustración de este análisis. ¿Tiene el proyecto intelectual
de cualquiera de los contendientes algún otro contenido aparte de la oposición al proyecto del otro?
El sacerdote condena las 'revelaciones oraculares' y el 'espíritu sistemático', en breve el espíritu
profético y 'vaticinador' del hechicero;28 el hechicero condena el arcaísmo y conservadurismo, la
rutina y la mentalidad rutinaria, la pedante ignorancia y la difusa prudencia del sacerdote.29 Cada
uno tiene su papel: en esta esquina, la académica calma chicha; en la otra, el viento de cambio.30
Cada intelectual remolca hacia el interior de sus relaciones con otros intelectuales una demanda
para su consagración (o legitimación) cultural la cual depende, por la forma que toma y los
fundamentos que cita, de la posición que él ocupa en el campo intelectual. En particular la demanda
depende de su relación con la universidad, la cual, en ultima instancia, dispone de los signos
infalibles de la consagración. La Academia demanda el monopolio de consagración de los
creadores contemporáneos. Ella contribuye a la organización del campo intelectual en lo que toca a
la ortodoxia con un tipo de jurisprudencia que combina tradición e innovación. Por otro lado la
universidad demanda el monopolio de transmisión de las de las obras consagradas del pasado, las
cuales santifica como 'clásicas', así como el monopolio de legitimación y consagración (otorgando
grados, entre otras cosas) de aquellos consumidores culturales que más cercanamente se le ajustan.
En estas circunstancias, la ambivalente agresividad de los creadores es comprensible --esperando
los signos de su consagración académica, ellos no pueden dejar de percatarse que la consagración
puede solamente llegar en última instancia desde una institución cuya legitimidad es disputada por
la totalidad de su actividad creativa. En forma similar, varios de los ataques contra la ortodoxia
académica provienen de intelectuales situados en la periferia ornamental del sistema universitario
quienes son propensos a disputar su legitimidad, probando con ello que reconocen lo suficiente su
jurisdicción como para el reprocharle el no ser aprobados por ella.31
En verdad, cada uno de nosotros tenemos la sospecha de que un buen número de disputas que
aparentemente están situadas en el reino puro del principio y la teoría derivan los aspectos menos
mencionados de su raison d'étre y a veces su existencia entera de las tensiones latentes o patentes
en el campo intelectual. ¿De qué otra manera vamos nosostros a explicar por qué tantas disputas
ideológicas en el pasado nos son incomprensibles hoy? La única participación real posible en las
disputas pasadas es quizá la que está autorizada por la similaridad de posición entre campos
intelectuales de diferentes períodos. Cuando Proust ataca a Saint-Beuve, ¿no es ésto la explosión
de Balzac contra el hombre al que llamó 'Sainte-Bevue' ('bevue'=disparate)? La causa última de los
conflictos, reales o inventados, que dividieron al campo intelectual a lo largo de sus líneas de fuerza
y que constituyeron, más allá de toda duda, el factor más decisivo del cambio cultural, debe ser
buscada al menos con la misma intensidad tanto en los factores objetivos que determinan la
posición de quienes estuvieron involucrados como en las razones que ellos dan a otros y a sí
mismos para haberse involucrado en ellas.
EL INCONSCIENTE CULTURAL
Finalmente, es en la medida en que él forma parte de un campo intelectual por referencia al cual su
proyecto creativo está definido y constituido, por la medida en que él es, por así decirlo, el
contemporáneo de aquellos con quienes él desea comunicarse y a quienes se dirige a través de su
obra, refiriéndose implícitamente a un código completo que comparte con ellos --temas y
problemas del momento, métodos de argumentación, formas de percepción ...--, es en esta medida
en que el intelectual está social e históricamente situado. Sus elecciones intelectuales y artísticas
más conscientes están siempre dirigidas por su propia cultura y gusto, que en sí mismos son
interiorizaciones de la cultura objetiva de una sociedad, época o clase particular. La cultura que
entra en la composición de las obras que él crea no es algo que se añade, por así decirlo, a una
intención ya existente y por ello irreductible a la realización de esa intención. Por el contrario,
aquélla constituye la precondición necesaria para el cumplimiento concreto de una intención
artística en una obra de arte, en la misma forma en que el lenguaje como 'tesoro común' es la
precondición para la formulación de la palabra más individual. Debido a ésto, la obra de arte es
siempre elíptica --deja inexpresado lo esencial, implícitamente asume lo que forma sus
fundamentos mismos, esto es, los axiomas y postulados que ella da por supuestos, y cuyas
axiomáticas deberían ser el objeto de estudio de la ciencia de la cultura. Lo que involuntariamente
revela el silencio elocuente de la obra es precisamente la cultura (en el sentido subjetivo) a través de
la cual el creador participa en su clase, su sociedad y su época, y la cual él introduce
inconscientemente en las obras que crea, aun dentro de aquéllas que parecen las más originales.
Esta cultura consiste de credos que de tan obvios son tácitamente asumidos en vez de ser
explícitamente postulados. Son ejemplos las formas de pensamiento, las formas de lógica,
expresiones estilísticas y palabras llamativas (ayer existencia, situación, autenticidad; hoy
estructura, inconsciente y praxis) que parecen tan naturales e inevitables que no son, propiamente
hablando, objeto de una elección consciente. Ellas pueden compararse a lo que Arthur O. Lovejoy
se refiere con el 'pathos metafísico'32 o lo que puede ser llamado la tonalidad del talante que
caracteriza a todos los medios de expresión de una época, aun de aquéllos más alejados del campo
cultural, por ejemplo, literatura en jardinería y decoración de exteriores. El acuerdo sobre las
axiomáticas implícitas del entendimiento y la afectividad forma la base para la integración lógica de
una sociedad y una época. La 'filosofía sin sujeto', que hoy está retornando con mucho meneo a la
parte delantera de la escena intelectual en la forma de la lingüística estructural o la antropología,
parece ejercer una verdadera fascinación sobre gente que muy recientemente aguantaba en el mero
polo opuesto del horizonte ideológico y que solía combatirla en nombre de los derechos
incuestionados de la conciencia y la subjetividad. Esto es debido, a diferencia del pensamiento
durkheimiano --el cual está reviviendo en una nueva forma--, a que no revela todas las
consecuencias antropológicas de sus descubrimientos en forma tan brutal y sistemática, lo cual hizo
posible olvidar que lo que es verdad de un pensamiento incivilizado es verdad de todo el
pensamiento cultivado.
Para que los juicios y argumentos de brujería tengan alguna validez (escribió Mauss), deben tener
un principio que no pueda ser sometido a examinación. Uno puede discutir si el maná está presente
o no en tal o cual lugar, pero uno no cuestiona su existencia. Ahora bien, los principios sobre los
cuales se fundamentan esos juicios y argumentos, y sin los cuales uno no los cree posibles, son lo
que en filosofía se denominan categorías. Siempre presentes en el lenguaje, sin estar
necesariamente explícitos, ordinariamente existen más bien en la forma de hábitos que gobiernan la
conciencia, los cuales son, en sí mismos inconscientes.33
Nuestra común aprehensión del mundo está también fundamentada sobre principios no abiertos a
la examinación y sobre categorías inconscientes de pensamiento que constantemente amenazan con
insinuarse a sí mismos dentro de la visión científica. Bachelard está hablando el mismo lenguaje de
Mauss cuando nota que los 'habitos racionales' --sean éstos la 'mentalidad euclideana', el
'inconsciente geométrico' o la 'dialéctica de forma y materia' -- 'son otras tantas esclerosis sobre las
que debemos triunfar antes de que podamos encontrar el movimiento espiritual del discovery'.34
Pero, puesto que el proyecto científico y el progreso mismo de la ciencia presupone un retorno
reflexivo hacia los fundamentos de la ciencia y la explicitación de las hipótesis y operaciones que la
hacen posible, indudablemente es en las formas de arte que las formas sociales del pensamiento de
una época encuentran su expresión más ingenua y completa. Así, como observa Whitehead: 'es en
la literatura donde recibe su expresión la actitud concreta de la humanidad. En consecuencia, es
hacia la literatura a donde debemos mirar, particularmente en sus formas más concretas ... si es que
esperamos descubrir los pensamientos introspectivos de una generación'.35 Así, para tomar un
solo ejemplo, la relación que el creador mantiene con su público, la cual está estrechamente ligada
--como ya hemos visto-- con la situación del campo intelectual dentro de la sociedad y con la
posición del artista dentro de este campo, obedece a modelos que son profundamente
inconscientes. Y esto en la medida en que es una relación de comunicación naturalmente sujeta a
las reglas que gobiernan las relaciones interpersonales en el mundo social del artista o de aquéllos a
los que él se está dirigiendo. Como observa Arnold Hauser, el antiguo arte oriental con su
representación frontal del rostro humano es un 'arte que despliega y demanda respeto', ofrece al
observador una expresión de deferencia y cortesía que se aviene a un patrón de etiqueta. Todo el
arte cortejante es un arte cortés el cual, debido a su subordinación al principio de la representción
frontal, exhibe su rechazo al tensionante efectismo de un fácil arte ilusionista.
Esta actitud encuentra expresión tardía, pero todavía en formas bastante claras, en las
convenciones del teatro clásico de la corte donde el actor, sin conceder nada a las demandas de la
ilusión escénica se dirige directamente a la audiencia, en cierta forma lo evoca con cada una de sus
palabras y gestos. El no está contento con evitar dar la espalda a la audiencia sino que demuestra en
todas las formas posibles que la acción toda es pura ficción, un divertissement presentado de
acuerdo a las reglas establecidas. El teatro naturalista es una etapa transitoria hacia el polo opuesto
de este arte 'frontal', esto es, el film, el cual inmoviliza a la audiencia, la lleva hacia la acción en vez
de traer la acción y presentársela, e intenta presentar la acción en una forma tal que sugiere que los
actores están siendo observados en una situación de la vida real, y así reduciendo la ficción a un
mínimo.36
Esos dos tipos de intención estética que la obra de arte revela por la forma en que se dirrige al
espectador están en afinidad electiva con la estructura de las sociedades en las cuales ellas están
establecidas y con la estructura de las relaciones sociales, aristocráticas o democráticas, favorecidas
por aquellas sociedades. Cuando Scaliger encuentra ridículo que 'los caracteres nunca abandonan el
tablado y que aquellos que permanecen en silencio son considerados como si estuviesen presentes',
cuando él considera absurdo 'comportarse en el escenario como si uno no pudiera oir lo que una
persona está diciendo acerca de otra',37 ello se debe a que ya no entiende las convenciones teatrales
que los hombres de la Edad Media daban por supuestas debido a que ellas confirmaban un sistema
de elecciones implícitas. Esas mismas elecciones, de acuerdo a Panofsky, fueron expresadas en el
espacio 'compuesto'38 de la representación pictórica o plástica en la Edad Media. Esta
yuxtaposición espacial de escenas sucesivas fue completamente diferente de las convenciones
teatrales y plásticas del Renacimiento y la edad clásica, con su representación 'sistemática' del
espacio y el tiempo lo cual es expresado igualmente en perspectiva y en la regla de las tres
unidades.
Puede parecer sorprendente atribuir al inconsciente cultural las actitudes, aptitudes, conocimiento,
temas y problemas, en resumen, todo el sistema de categorías de percepción y pensamiento
adquiridos por el aprendizaje sistemático que organiza la escuela o hace posible organizar. Esto se
debe a que el creador mantiene con su cultura adquirida, al igual que con su cultura primera, una
relación que puede ser definida de acuerdo a Nicolai Hartman como al mismo tiempo 'remolcante' y
'remolcada' y a que él no se da cuenta de que la cultura que posee lo posee. Así como puntualiza
Louis Althusser,
Sería de lo más imprudente el reducir la influencia de Feuerbach en los escritos de Marx entre
1841 y 44 únicamente a aquellos lugares en que es explícitamente mencionado. Porque numerosos
pasajes en esos textos reproducen, o directa-mente denotan desarrollos del pensamiento de
Feuerbach sin que sea citado por su nombre. ... Pero ¿por qué tendría Marx que entrecomillar a
Feuerbach cuando todo mundo sabía de él, y sobre todo cuando Marx se había apropiado de su
pensamiento y pensaba en categorías de Feuerbach como si fuesen las propias?39
Apropiaciones e imitaciones inconscientes son claramente la expresión más obvia del
inconsciente cultural de una época, de ese sentido general que hace posible el sentido particular en
el que encuentra su expresión.
Por esta razón, la relación que un intelectual necesariamente mantiene con la escuela y con su
pasado educativo es un peso determinante en el sistema de sus elecciones intelectuales más
inconscientes. Los hombres formados por una cierta escuela tienen en común un cierto molde
mental; formado en la misma matriz a la que están predispuestos a entrar dentro de una inmediata
complicidad con almas afines.40 Lo que los individuos deben a la escuela es sobre todo un
sedimento de lugares comunes, no sólo un lenguaje común y un estilo sino también terrenos para el
encuentro mutuo y fundamentos para el acuerdo, problemas en común y métodos comunes para su
abordaje. Los hombres cultivados de una época dada pueden tener diferentes opiniones sobre los
temas acerca de los cuales debaten pero de todos modos están de acuerdo en debatir acerca de
ciertos temas. Lo que ata a un pensador a una época, lo que lo sitúa y lo data es sobre todo la clase
de problemas y temas en términos de los cuales él está obligado a pensar. Como sabemos, el
análisis histórico con frecuencia encuentra difícil distinguir entre lo que puede ser atribuido al
modo particular de una individualidad creativa y lo que debe achacarse a las convenciones y reglas
de un género o una forma de arte, y más aún, al gusto, ideología y estilo de una época o una
sociedad. Los temas y maneras que son personales de un creador siempre conducen en parte a los
tópicos y la retórica como la fuente común de temas y formas que definen la tradición cultural de
una sociedad y una época. Es debido a ésto que la obra está siempre objetivamente orientada en
relación al medio literario, a sus demandas estéticas y espectativas intelectuales, a sus categorías de
percepción y pensamiento. Consideremos por ejemplo las distinciones entre géneros literarios con
las nociones de épica, trágica, cómica y heroica, entre estilos de acuerdo a categorías como lo
pictórico y lo plástico, o entre escuelas con oposiciones tales como aquéllas entre clásica y
naturalista, burguesa y popular, realista y surrealista. Tales distinciones dirigen al proyecto
creativo, el cual definen posibilitandolo para definirse a sí mismo en forma diferencial y para el cual
aquéllas aportan sus recursos esenciales. Al privarlo de los recursos que otros creadores en otras
épocas derivarán de su ignorancia de esas distinciones, el público es conducido a desear temas de
un tipo determinado y de una manera típica, lo cual es visto como la forma 'natural' y 'razonable' de
tratar esos temas, debido a que ello se acomoda a la definición social de lo natural y lo razonable.41
En la misma forma que los lingüistas recurren al criterio de la intercomprensión para poder
determinar áreas lingüísticas, uno puede también determinar áreas intelectuales y culturales y
generaciones mediante la localización de las redes de cuestiones y temas obligatorios que definen el
campo cultural de una época. Sería superficial concluir que en todos los casos de divergencias
patentes entre intelectuales de una época sobre lo que es llamado a veces ' los grandes problemas de
la época' debe haber una falla de integración lógica. Los conflictos abiertos entre tendencias y
doctrinas tienden a enmascarar, a los ojos de los participantes mismos, la complicidad subyacente
que ellos presuponen y que golpea al observador desde afuera del sistema. Esta complicidad puede
ser expresada como un consenso dentro del disenso que constituye la unidad objetiva del campo
intelectual de un período dado. Este consenso inconsciente sobre los puntos focales del campo
cultural es formado por la escuela cuando forma el elemento irreflexivo común a todo pensamiento
individual.
El hecho esencial es indudablemente que los esquemas intelectuales que se muestran en la forma
de reflejos automáticos solamente pueden ser comprendidos, en la mayoría de los casos, mediante
el estudio retrospectivo de opciones ya completadas. Se sigue que ellos pueden regular y gobernar
las operaciones intelectuales sin ser conscientemente percibidas y controladas. Es sobre todo a
través del inconsciente cultural que él retiene de su entrenamiento intelectual y particularmente de
su escolarización que un pensador participa en su sociedad y en su época: las escuelas de
pensamiento pueden llevar arracimadas, en forma más común de lo que puede suponerse, los
pensamientos de la escuela. Esta hipótesis se confirma de manera ejemplar por el análisis de la
relación entre el arte gótico y el escolasticismo la cual fue propuesto por Erwin Panofsky. Lo que
los arquitectos de las catedrales góticas inconscientemente tomaron en préstamo de la escuela fue
un 'principium importans ordinem ad actum' o un 'modus operandi', esto es, 'ese método peculiar de
proceder que debe haber sido la primera cosa que dejó su impronta en la mente del lego cada vez
que ésta entró en contacto con la del hombre de escuela'.42 Así, por ejemplo, el principio de
clarificación (manifestatio), el esquema de presentación literaria descubierto por el escolasticismo el
cual requiere del autor el hacer claro y explícito (manifestare) el orden y la lógica de sus palabras --
su 'plan', deberíamos decir-- también gobierna la acción del arquitecto y el escultor, como se puede
ver al comparar el Juicio Final sobre el tímpano en Autun con aquéllos de París y Amiens, donde a
pesar de la incrementada riqueza de motivos, la claridad extrema se mantiene vía el balance de
simetría y correspondencia.43 Si esto es así, ello se debe a que los constructores de catedrales
estuvieron bajo la constante influencia del escolasticismo --'la fuerza formadora de hábitos'-- el cual
entre 1130- 40 y alrededor de 1270 'virtualmente detentó el monopolio de la educación' sobre un
área de cerca de 150 kilómetros alrededor de París.
No es muy probable que los constructores de estructuras góticas leyeran a Gilbert de la Porrée o a
Thomas Aquinas en el original. Pero ellos estuvieron expuestos al punto de vista escolástico en
innumerables otras formas, muy aparte del hecho de que su propio trabajo automáticamente los
introdujo en una asociación laboral con aquéllos que idearon los programas litúrgicos e
iconográficos. Ellos habían ido a la escuela, habían atendido los sermones, ellos pudieron asistir a
las disputationes de quolibet públicas las cuales, abordando como lo hicieron todas las cuestiones
imaginables del día, habían evolucionado hacia eventos sociales no muy diferentes a nuestras
óperas, conciertos o conferencias; y ellos pudieron entrar en un provechoso contacto con lo
educado en muchas ocasiones.44
Se sigue, acota Panofsky, que la conexión entre el arte gótico y el escolasticismo es 'más concreto
que un mero "paralelismo" y aun más general que aquellas influencias individuales ( y muy
importantes) que se ejercen inevitablemente sobre pintores, escultores o arquitectos por sus
consejeros eruditos'. Esta conexión es una 'genuina relación de causa-efecto' que opera mediante la
diseminación 'de lo que puede ser llamado, en ausencia de un término mejor, un hábito mental --
reduciendo este desgastado cliché a su preciso sentido escolástico de un principio que regula el
acto, principium importans ordinem ad actum.45 Como una 'fuerza formadora de hábitos' la escuela
provee a aquellos quienes han padecido su influencia directa o indirecta no tanto con esquemas
particulares y particularizados de pensamiento como con esa disposición general que engendra
esquemas particulares, los cuales pueden después ser aplicados en diferentes dominios de
pensamiento y acción, una disposición que uno puede llamar el habitus cultivado.
Así, para poder explicar las homologías estructurales que encuentra entre dominios de actividad
intelectual tan lejanos entre sí como el pensamiento arquitectónico y el filosófico, Erwin Panofsky
rehusa contentarse con la invocación de una 'visión unitaria del mundo' o un 'espíritu de los
tiempos', lo cual equivaldría meramente a dar un nombre a lo que uno está buscando explicar o,
peor aún, plantear como explicación aquello que requiere ser explicado. El sugiere lo que es
aparentemente más obvio y ciertamente la explicación más persuasiva. En una sociedad en donde la
transmisión de cultura es el monopolio de una escuela, las afinidades subyacentes que unifican las
obras de la cultura educada (y al mismo tiempo a la conducta y al pensamiento) están gobernadas
por el principio que emana de las instituciones educacionales. A esas instituciones les ha sido
encomendada la función de transmitir conscientemente (y también en parte inconscientemente) lo
inconsciente. Más precisamente, la escuela produce individuos que poseen este sistema de
esquemas inconscientes (o extremadamente obscuros) constituyentes de su cultura. Obviamente
sería ingenuo parar la búsqueda de una explicación en este punto, como si la escuela fuese un
imperio dentro de un imperio, y como si la cultura tuviese ahí su origen. Pero también sería
ingenuo no tomar en cuenta el hecho de que la escuela, por la lógica misma de su funcionamiento,
modifica el contenido y el espíritu de la cultura que transmite, o el olvidar que su función expresa
es transformar la herencia colectiva en un inconsciente común e individual. El relacionar las obras
producidas por una época con las prácticas educativas coetáneas es por lo tanto dotarse a uno
mismo con unos medios para explicar no sólo lo que ellas dicen sino también lo que revelan a su
pesar en la medida en que participan en los aspectos simbólicos de una época o una sociedad.
Así, la sociología de la creación intelectual y artística debe tomar como su objeto el proyecto
creativo como un punto de reunión y un ajuste entre determinismo y una determinación. Esto es, si
ella va a ir más allá de la oposición entre una teoría estética interna, obligada a tratar a una obra
como si fuera un sistema autocontenido con sus propias razones y raison d'étre --definiendo ella
misma los principios y normas coherentes necesarias para su interpretación--, y una teoría estética
externa la cual, frecuentemente al costo de disminuir detrimentalmente la obra, intenta relacionarla a
las condiciones económicas, sociales y culturales de la creación artística. De hecho, toda la
influencia y restricciones ejercidas por una autoridad externa al campo intelectual es siempre
refractada por la estructura del campo intelectual. Esta es la razón por la que, por ejemplo, la
relación que un intelectual tiene con la clase social de donde proviene o a la cual pertenece está
mediada por la posición que él ocupa en el campo intelectual. Es en términos de este campo
intelectual que él se siente autorizado a proclamar que pertenece a esa clase (con las elecciones que
ello implica), o por otro lado, está inclinado a repudiarlo y a ocultarlo con vergüenza. Así, las
fuerzas de determinismo sólo pueden devenir una determinación específicamente intelectual al ser
reinterpretadas, de acuerdo a la lógica específica del campo intelectual, en un proyecto creativo. Los
eventos económicos y sociales sólo pueden afectar alguna parte particular de ese campo, sea ésta
un individuo o una institución, de acuerdo a una lógica específica, pues al mismo tiempo, en la
medida en que está estructurada bajo su influencia, el campo intelectual los obliga a soportar una
conversión de significado y valor transformándolos en objetos de reflexión o imaginación.
NOTAS
1 L. L. Schücking, The Sociology of Literary Taste, translated by B. Battershaw, London:
Routledge, 1966, pp. 13-15.
2 Con, como hace notar Shücking (ibid.,p. 16), una fase de transición cuando el publisher es
dependiente de las suscripciones, que a su vez dependen en gran medida de las relaciones entre el
autor y sus patrocinadores.
3 Ibid., pp. 50-1.
4 Ibid., p. 52.
5 Ibid., p. 27. En otro lugar (p. 43) Shücking nos dice que Churchyard, un contemporáneo de
Shakespeare, escribió en uno de sus prefacios con cínica frankeza que, tomando el pez como su
ejemplar, el nadó con la corriente; Dryden admitió abiertamente que él estaba interesado sólo en
ganar el público para su lado y si el público quería una comedia de tipo bastante corriente o una
sátira, él no dudaría en dársela.
6 Es cierto que podemos encontrar en períodos anteriores, del siglo dieciseis en adelante, y quizá
desde antes, declaraciones del desdén aristocrático del artista por el mal gusto del público, pero
antes del siglo diecinueve ellas nunca constituyeron una profesión de fe de la intención creativa ni
una suerte de doctrina colectiva.
7 R. Williams, Culture and Society, 1780-1950, 3rd ed., Harmondsworth: Penguin Books, 1963,
pp. 49-50.
8 Raymond Williams destaca también las relaciones interdependientes que ligan la aparición de un
nuevo público, perteneciente a una nueva clase social, a un grupo de escritores provenientes de la
misma clase, y a instituciones o formas de arte inventadas por esa clase. 'El carácter de la literatura
está también visiblemente afectada, en formas diversas, por la naturaleza del sistema de
comunicación y por el carácter cambiante de las audiencias. Cuando vemos la importante
emergencia de escritores de un nuevo grupo social, debemos poner atención no sólo en ellos, sino
también en las nuevas instituciones y formas creadas por el grupo social más amplio al que ellos
pertenecen. El teatro isabelino ... como institución fue creado en gran medida por especuladores
individuales de clase media, y proveído de obras por escritores en su mayoría de clase media y
familias de comerciantes y artesanos, asi bien de hecho tuvo una constante oposición de parte de la
clase media comercial y, aunque al servicio de audiencias populares, sobrevivió gracias a la
protección de la corte y la nobleza. ... La formación en el siglo dieciocho de una audiencia
organizada de clase media puede considerarse como debida en parte a ciertos escritores
provenientes del mismo grupo social, pero también --y acaso principalmente-- como una formación
independiente que atrajo hacia ella a esos escritores y les dio su oportunidad. La expansión y
posterior organización de esta audiencia de clase media puede considerarse que continuó hasta
finales del siglo diecinueve, atrayendo hacia su interior escritores de orígenes sociales variados
pero dándoles, a través de sus instituciones mayoritarias, una homogeneidad general' (R. Williams,
The Long Revolution, Harmodsworth: Pelican Books, 1965, p. 266).
9 Una descripción de las principales tendencias del 'movimiento estético' pueden ser encontradas
en Schücking, op. cit., pp. 28-30.
10 Ibid., p. 30. Hay también (p. 55) una descripción del funcionamiento de esas sociedades y en
particular de los 'servicios mutuos' que hicieron posible.
11 Ibid., p. 62.
12 No es necesario decir que las proposiciones que emergen a partir del estudio de un campo
intelectual establecido pueden aportar la base para una interpretación estructural ya sea de los
campos intelectuales que surgen de una evolución histórica diferente, tal como el campo intelectual
de la Atenas del siglo quinto, o aun de campos intelectuales en proceso de llegar a establecerse.
13 J.-P. Sartre, Qu'est-ce que la littérature?, Paris: Gallimard, 1948, p. 98.
14 P. Valéry, Ouvres, I, Paris: Gallimard, Bibliothéque de la Pleiade, p. 1442.
15 R. Moulin, Le Marche de la peinture en France, essai de sociologie économique, Paris: Ed. de
Minuit, 1967.
16 L. Althousser, Lire le Capital, II, Paris: Maspero, 1965, pp. 9-10.
17 G. Genette, Figures, Paris: Ed. du Seuil, Collection 'Tel quel', 1966, pp. 242-3.
18 Ibid., pp. 69-71.
19 Solamente un análisis de la estructura real de las obras permitiría establecer si la conversión
del proyecto creativo que aparece en los escritos del creador acerca de su obra se demuestra
también en sus obras más recientes, en cuyo caso, debería presentar --como una mera lectura de
ellas parece indicar-- presentar la expresión más acabada y más sistemática de su intención creativa.
20 Las observaciones de Schücking nos permiten plantear esta proposición de relevancia más
general: 'Respecto a lograr publicar, ha sido observable un hecho desde al menos el siglo dieciocho
--la situación afortunada de cualquiera que esté en contacto personal con escritores bien conocidos
con un público y un cierto prestigio con los publishers. Su recomendación puede llevar aparejada
un peso suficiente como para suavizar las dificultades principales propias del recién llegado. Así,
es casi una regla que el trabajo del principiante no pasa directamente desde él a la autoridad
apropiada sino que toma la ruta indirecta y dificultosa de pasar por el escritorio de un artista
reputado (op. cit., p. 53).
21 Así vemos cómo la reunión entre autor y publisher puede ser vivenciada e interpretada en la
lógica de una armonía pre-establecida y una predestinación: 'Están ustedes contentos de ser
publicados por Éditions de Minuit? --Si la hubiera hecho a mi placer hubiera ido con ellos
directamente ... . Pero no me atreví, parecía demasiado grande para mí. Por ello, mandé mi
manuscrito primero a X Éditions primero. Esto no suena muy a cumplido para X Éditions!
Entonces ellos me rechazaron mi libro e igual lo llevé a Éditions de Minuit.-- ¿Cómo te fue con el
publisher? --Primero que nada él me dijo lo que era mi libro. Vio cosas en él que yo no me atreví a
esperar poder hacerlas, todo acerca del tiempo, las coincidencias' (Quinzaine litteraire, September
15, 1966).
22 Existir, en el sistema de relaciones simbólicas que constituyen el campo intelectual, es ser
conocido y reconocido por facetas distintivas (una manera, un estilo, una especialidad, etc.), cuyas
divisiones diferenciales pueden ser buscadas expresamente y las cuales pueden servir para elevar a
uno fuera del anonimato y la insignificancia.
23 'Excepto por aquellas páginas de apertura que parecen ser un pastiche más o menos consciente
de la nueva novela, L'Auberge espagnole cuenta una historia fantástica pero perfectamente
comprehensible, cuya acción obedece a la lógica de los sueños , no a la de la realidad' (É. Lalou,
L'Express, octubre 26, 1966). Aquí, el crítico que sospecha que el joven novelista vagaba
consciente o inconscientemente dentro de un salón de espejos cae él mismo en la trampa al
describir lo que considera como una reflexión de la nueva novela a la luz de una reflexión común
de la nueva novela.
24 M. Proust, A la recherche du temps perdu: Sodome et Gomorrhe, Paris: N.R.F., 1927, II, 2,
pp. 35-6. Las elecciones admiten con frecuencia justificaciones aun más sumarias; el mecanismo
del péndulo mediante el cual cada generación tiende a rechazar las proposiciones implícitas que
aportan la base para el consenso de la generación previa, debe agradecer parte de su efectividad al
temor social de parecer ser asignado a una época que ya se fue y en consecuencia a ser situado en
una posición devaluada en el campo intelectual; muchos tabús --aun en los temas menos
acumulativos-- no tienen otro fundamento ('literatura de pre-guerra', 'sociologia de la Tercera
República' o 'arte de estilo anticuado').
25 'Al igual que la política, la vida artística consiste de una lucha para conseguir apoyos.' La
analogía sugerida por Schücking (Op. cit., p. 197) entre el campo político y el campo intelectual
está basada en una intuición que en parte es correcta pero que sobresimplifica la cuestión.
26 Legitimidad no es legalidad; si los individuos provenientes de las clases menos favorecidas en
aspectos culturales casi siempre al menos fingen estar de acuerdo con la legitimidad de las reglas
estéticas propuestas por la cultura educada, esto no excluye la posibilidad de dedicar sus vidas, de
facto, fuera de la esfera de aplicación de las reglas sin que las reglas pierdan por ello nada de su
legitimidad, esto es, su pretensión de ser universalmente reconocidas. La regla legitimada puede no
determinar de ninguna manera modos de conducta situados dentro de su esfera de influencia, puede
tener solamente excepciones a su aplicación, pero ella no obstante define la modalidad de la
experiencia que acompaña esos modos de conducta y no es posible para ella no ser pensada y
reconocida, especialmente cuando es contravenida, como la regla de las conductas culturales
cuando éstas desean ser consideradas como legítimas. En resumen, la existencia de lo que yo llamo
legitimidad cultural radica en cada individuo, sea que lo desee o no, que lo admita o no, al estar
situado, y al saber que es situado, en la esfera de aplicación de un sistema de reglas que hacen
posible calificar y estratificar su comportamiento en un contexto cultural.
27 Difícilmente necesita ser dicho que la percepción del campo intelectual como tal y la
descripción sociológica de ese campo son más o menos accesibles al individuo dependiendo de la
posición que él ocupa en el campo.
28 Cf. R. Picard, Nouvelle critique ou nouvelle imposture, Paris: Jean-Jacques Pauvert,
Colección 'Libertés', pp. 24, 35, 58 y 76.
29 Cf. Barthes, Op. cit.: 'La crítica razonable hace todo lo posible para poner todo bajo una estaca:
lo que es banal en la vida no debe ser perturbado; lo que es banal en un libro debería por el
contrario hacerse que pareciera como banal' (p. 22); 'qué sabe él acerca de Freud excepto lo que ha
leído en la serie "Que sais-je"?' (p. 24).
30 'Cierto, esas tareas modestas y exigentes permanecen absolutamente indispensables; pero el
viento de cambio de M. Barthes y sus amigos deberían también ser para todos la oprtunidad para
un muy serio examen de conciencia' (Picard, op. cit., p. 79).
31 Este tipo de actitud ambivalente está particularmente extendida entre los estrata más bajos de la
intelligentsia, entre los periodistas, divulgadores, artistas controvertidos, productores de radio y
televisión, etc.: muchas opiniones y modos de coducta tienen sus origenes en la relación que esos
intelectuales tienen con la educación primera y en consecuencia con el establishment educativo.
32 A. O. Lovejoy, The Great Chain of Being: A Study of the History of an Idea, Cambridge:
Mass., Harvard University Press, 1961, p. II.
33 M. Mauss, 'Introduction á l'analyse de quelques phénoménes religieux', in: Mélanges
d'histoire des religions , XXIX.
34 G. Bachelard, Le Nouvel Esprit scientifique, Paris: P.U.F.,1949, pp. 31 y 37-8.
35 A. N. Whitehead, Science and the Modern World, 1926, p. 106.
36 A. Hauser, The Social History of Art, I, translated by Godman, New York: Vintage Books,
1957, pp. 41-2.
37Quoted ibid., II, pp. 11-12.
38 E. Panofsky, 'Die Perspektive als Simbolische Form', Vorträge der Bibliothek Warburg,
1924-1925, Leipzig-Berlin, 1927, p. 257 sqq.
39 L. Althusser, Pour Marx, Paris: Maspero, 1965, p. 62.
40 Obviamente, en una sociedad de intelectuales formada por el sistema educacional, el
autodidacta tiene necesariamente ciertas propiedades, todas negativas, que él debe tomar en cuenta
y cuya marca es llevada por su proyecto creativo.
41 Schücking muestra qué tan profunda y permanentemente marca la escuela a sus pupilos: 'Los
más grandes artistas creativos y los más grandes revolucionarios de la historia no son la excepción
aquí, pero permanecen situados a este respecto en los logros que ellos admiraron en la adolescencia
y a los cuales se les había enseñado a apreciar. Con frecuencia toma mucho tiempo para que este
aspecto desaparezca; en algunos casos nunca desaparece en absoluto. Es en verdad sorprendente la
frecuencia con que los grandes poetas miran hacia arriba con reverencia a sus predecesores a
quienes la posteridad no sólo los clasifica bien por debajo de su nivel, sino que también los mira
como sus antípodas artísticas. Así le pareció a Russeau un acto de extraordinario atrevimimiento
cuando él colocó su Nouvelle Héloise cerca de la Princesse de Cléves ...; así a lo largo de su vida
Byron continuó venerando la obra neoclásica de Pope a la que se le concedieron positivamente
honores divinos en el siglo en el que él había nacido. La fuerza de este departamento de
impresiones recogidas durante los años escolares aun sobre los más grandes y libres de los
espíritus en ningún lado se muestra más claramente que Martin Luther, quien declaró que "una
página de Terrence" a quien él había estudiado en la escuela tenía el valor de todos los diálogos de
Erasmo puestos juntos (op. cit., p. 79).
42 E. Panofsky, Gothic Architecture and Scholasticism, New York, 1957, p. 28.
43 Ibid., p. 40.
44 Ibid., p. 24.
45 Ibid., pp. 20-3.

Espíritus de Estado
Fuente: Revista Sociedad, de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)
Espíritus de Estado
Génesis y estructura del campo burocrático*
Pierre Bourdieu
* Este artículo apareció originalmente en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, N°
96-97, marzo de l993, pp.49-62. Su publicación en sociedad fue autorizada por el autor.
Intentar pensar el Estado es exponerse a retomar en su provecho un pensamiento de
Estado, a aplicar al Estado categorías de pensamiento producidas y garantizadas por el
Estado, a desconocer, por consiguiente, la verdad más fundamental del Estado. Esta
afirmación, que puede parecer a la vez abstracta y perentoria, se impondrá más
naturalmente si al final de la demostración aceptamos volver a ese punto de partida, pero
armados del conocimiento de uno de los poderes mayores del Estado, el de producir y de
imponer (principalmente por medio de la escuela) las categorías de pensamiento que
aplicamos espontáneamente a cualquier cosa del mundo y al Estado mismo.
Pero, para dar una primera traducción más intuitiva de este análisis, y hacer sentir el
peligro, que corremos siempre, de ser pensados por un Estado que creemos pensar, querría
citar un pasaje de Maîtres anciens de Thomas Bernhard: “La escuela es la escuela del
Estado, donde se hace de los jóvenes criaturas del Estado, es decir, ni más ni menos que
agentes del Estado. Cuando entraba en la escuela, entraba en el Estado, y como el Estado
destruye a los seres, entraba en el establecimiento de destrucción de seres. [...] El Estado
me ha hecho entrar en él por la fuerza, como por otra parte a todos los demás, y me ha
vuelto dócil a él, el Estado, y ha hecho de mí un hombre estatizado, un hombre
reglamentado y registrado y dirigido y diplomado, y pervertido y deprimido, como todos
los demás. Cuando vemos a los hombres, no vemos más que hombres estatizados,
servidores del Estado, quienes, durante toda su vida sirven al Estado y, por lo tanto,
durante toda su vida sirven a la contra-natura”.1
La retórica muy particular de Thomas Bernhard, aquella del exceso, de la hipérbole en el
anatema, conviene bien a mi intención de aplicar una suerte de duda hiperbólica al Estado
y al pensamiento del Estado. No se duda nunca demasiado cuando se trata del Estado. Pero
la exageración literaria corre el riesgo siempre de aniquilarse a sí misma desrealizándose
por su mismo exceso. Y sin embargo, hay que tomar en serio lo que dice Thomas
Bernhard: para darse alguna oportunidad de pensar un Estado que se piensa aun a través de
quienes se esfuerzan en pensarlo (como Hegel o Durkheim, por ejemplo), hay que tratar de
cuestionar todos los presupuestos y todas las preconstrucciones que están inscriptas en la
realidad que se trata de analizar y en el mismo pensamiento de los analistas.
Para mostrar hasta qué punto es necesaria y difícil la ruptura con el pensamiento, habría
que analizar la batalla que estalló no hace mucho, en plena guerra del Golfo, a propósito de
ese objeto a primera vista irrisorio que es la ortografía: la grafía correcta, designada y
garantizada como normal por el derecho, es decir, por el Estado, es un artefacto social,
muy imperfectamente fundado en una razón lógica y aun lingüística, que es el producto de
un trabajo de normalización y de codificación enteramente análogo a aquel que el Estado
opera también en dominios muy distintos. Ahora bien, cuando, en un momento dado del
tiempo, el Estado o uno de sus representantes, emprende (como ha sido ya el caso, con los
mismos efectos, hace un siglo) la reforma de la ortografía, es decir, el deshacer por decreto
lo que el Estado había hecho por decreto, suscita inmediatamente la revuelta indignada de
una gran proporción de aquellos que tienen una profesión ligada a la escritura, en el
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Espíritus de Estado
sentido más común, pero también en el sentido que les gusta darle a los escritores. Y, cosa
notable, todos estos defensores de la ortodoxia ortográfica se movilizan en nombre de lo
natural de la grafía en vigor y de la satisfacción, vivida como intrínsecamente estética, que
procura el acuerdo perfecto entre las estructuras mentales y las estructuras objetivas, entre
la forma mental socialmente instituida en los cerebros por el aprendizaje de la grafía
correcta y la realidad misma de las cosas designadas por los vocablos diestramente
graficados: para los que poseen la ortografía al punto de ser poseídos por ella, la ph
perfectamente arbitraria de nenuphar se ha vuelto tan evidentemente indisociable de la flor
que pueden invocar, con toda buena fe, a la naturaleza y a lo natural para denunciar una
intervención del Estado destinada a reducir lo arbitrario de una ortografía que es, con toda
evidencia, el producto de una intervención arbitraria del Estado.
Se podrían multiplicar los ejemplos de casos semejantes en los que los efectos de las
elecciones del Estado se han impuesto tan completamente en la realidad y en los espíritus
que las posibilidades descartadas inicialmente (por ejemplo, un sistema de producción
doméstica de electricidad análogo al vigente para la calefacción) parecen totalmente
impensables. Así, por ejemplo, si la menor tentativa de modificar los programas escolares
y sobre todo los horarios atribuidos a las diferentes disciplinas chocan casi siempre y en
todos lados con resistencias formidables, no es solamente porque intereses corporativos
muy poderosos (los de los profesores involucrados, principalmente) están atados al orden
escolar establecido, es, también, que las cosas de la cultura, y en particular las divisiones y
las jerarquías sociales del Estado que, instituyéndolas a la vez en las cosas y en los
espíritus, confiere a un arbitrario cultural todas las apariencias de lo natural.
La duda radical
No se puede, entonces, darse algunas oportunidades de pensar verdaderamente un Estado
que se piensa aun a través de aquellos que se esfuerzan en pensarlo, más que a condición
de proceder a una suerte de duda radical dirigida a cuestionar todos los presupuestos que
están inscriptos en la realidad que se trata de pensar y en el pensamiento mismo del
analista.
El ascendiente del Estado se hace sentir particularmente en el dominio de la producción
simbólica: las administraciones públicas y sus representantes son grandes productores de
“problemas sociales” que la ciencia social no hace a menudo sino ratificar al retomarlos
por su cuenta como problemas sociológicos (bastaría, para hacer la prueba, con determinar
la proporción, sin duda variable según el país y los momentos, de investigaciones que se
plantean sobre problemas del Estado, pobreza, inmigración, fracaso escolar, etc., más o
menos aderezadas científicamente).
Pero la mejor constatación del hecho de que el pensamiento del pensador funcionario está
atravesado de cabo a rabo por la representación oficial de lo oficial, es sin duda la
seducción que ejercen las representaciones del Estado que, como en Hegel, hacen de la
burocracia un “grupo universal” dotado de la intuición y de la voluntad de interés universal
o, como en Durkheim, sin embargo tan prudente en la materia, un “órgano de reflexión” y
un instrumento racional encargado de realizar el interés general.
Y la dificultad enteramente particular de la cuestión del Estado proviene del hecho de que
la mayor parte de los escritos consagrados a este objeto, bajo la apariencia de pensarlo,
participan, de manera más o menos eficaz y más o menos directa, en su construcción y,
entonces, en su existencia misma. Es el caso, principalmente, de todos los escritos
jurídicos que, en especial en la fase de construcción y de consolidación, no revelan por
completo su sentido más que si se sabe verlos no solamente como contribuciones teóricas
para el conocimiento del Estado sino como estrategias políticas dirigidas a imponer una
visión particular del Estado, visión conforme a los intereses y a los valores asociados a la
posición particular de aquellos que los producen en el universo burocrático en vías de
constitución (lo que olvidan a menudo los mejores trabajos históricos, como los de la
Escuela de Cambridge).
La ciencia social misma es, desde su origen, parte integrante de este esfuerzo de
construcción de la representación del Estado. Todos los problemas que se plantean a
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propósito de la burocracia, como la cuestión de la neutralidad y del desinterés, se plantean
también a propósito de la sociología que los plantea, pero en un grado de dificultad
superior porque puede plantearse a su propósito la cuestión de la autonomía en relación
con el Estado.
Es por eso que hay que pedirle a la historia social de las ciencias sociales que ponga al día
todas las adherencias inconscientes al mundo social que las ciencias sociales deben a la
historia de la que son el resultado, problemáticas, teorías, métodos, conceptos, etc. Se
descubre así, principalmente, que la ciencia social, en el sentido moderno del término (en
oposición a la filosofía política de los consejeros del príncipe) está ligada a las luchas
sociales y al socialismo, pero menos como una expresión directa de esos movimientos y de
sus prolongaciones teóricas, que como una respuesta a los problemas que enuncian y a los
que hacen surgir por su existencia: encuentra a sus primeros defensores entre los
filántropos y reformadores, suerte de vanguardia esclarecida de los dominantes que espera
de la “economía social” (ciencia auxiliar de la ciencia política), la solución de los
“problemas sociales” y, en particular, de los que plantean los individuos y grupos “con
problemas”.
Una mirada comparativa sobre el desarrollo de las ciencias sociales permite plantear que
un modelo encaminado a dar cuenta de las variaciones del estado de esas disciplinas según
las naciones y según las épocas debería tener en cuenta dos factores fundamentales: por
una parte, la forma que reviste la demanda social de conocimiento del mundo social en
función principalmente de la filosofía dominante en las burocracias de Estado (liberalismo
o keynesianismo, principalmente), una fuerte demanda estatal que pueda asegurar las
condiciones favorables para el desarrollo de una ciencia social relativamente independiente
de las fuerzas económicas (y de las demandas directas de los dominantes), pero
fuertemente dependiente del Estado; por otra parte, la extensión de la autonomía del
sistema de enseñanza y del campo científico en relación con las fuerzas económicas y
políticas dominantes, autonomía que supone sin duda a la vez un fuerte desarrollo de los
movimientos sociales y de la crítica social de los poderes y una fuerte independencia de los
especialistas en relación con esos movimientos.
La historia atestigua que las ciencias sociales no pueden acrecentar su independencia con
relación a las presiones de la demanda social, que es la condición prioritaria de su progreso
hacia la cientificidad más que apoyándose en el Estado: al hacerlo, corren el riesgo de
perder su independencia con relación a él, a menos que estén preparadas para usar contra el
Estado la libertad (relativa) que les asegura el Estado.
La génesis: un proceso de concentración
Anticipando los resultados del análisis, diré, en una forma transformada de la célebre de
Max Weber (“el Estado es una comunidad humana que reivindica con éxito el monopolio
del uso legítimo de la violencia física en un territorio determinado”), el Estado es una X (a
determinar) que reivindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la violencia física y
simbólica en un territorio determinado y sobre el conjunto de la población correspondiente.
Si el Estado está capacitado para ejercer una violencia simbólica es porque se encarna a la
vez en la objetividad bajo la forma de estructuras y mecanismos específicos y también en
la “subjetividad” o, si se quiere, en los cerebros, bajo la forma de estructuras mentales, de
categorías de percepción y de pensamiento. Al realizarse en estructuras sociales y en
estructuras mentales adaptadas a esas estructuras, la institución instituida hace olvidar que
es la resultante de una larga serie de actos de institución y se presenta con todas las
apariencias de lo natural.
Es por eso que sin duda no hay instrumento de ruptura más poderoso que la reconstrucción
de la génesis; al hacer resurgir los conflictos y las confrontaciones de los primeros
comienzos y, al mismo tiempo, los posibles descartes, reactualiza la posibilidad de que
hubiera sido (y de que sea) de otra manera y, a través de esta utopía práctica, cuestiona lo
posible que, entre todos los otros, se encuentra realizado. Rompiendo con la tentación del
análisis de esencia, pero sin renunciar a la intención de desprender invariantes, querría
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proponer un modelo de emergencia del Estado que apunta a dar cuenta de manera
sistemática de la lógica propiamente histórica de los procesos al término de los cuales se
ha instituido lo que llamamos Estado. Proyecto difícil, casi irrealizable, porque demanda
conciliar el rigor y la coherencia de la construcción teórica y la sumisión a los datos, casi
inagotables, acumulados por la investigación histórica.
Para dar una idea de la dificultad del emprendimiento citaré simplemente a un historiador
que, por el hecho de que permanece en los límites de su especialidad, la evoca, sin
embargo, parcialmente: “Las zonas de la historia que han sido las más olvidadas son las
zonas-fronterizas. Por ejemplo, las fronteras entre especialidades: así, el estudio del
gobierno exige un conocimiento de la teoría del gobierno (es decir, de la historia del
pensamiento político), un conocimiento de la práctica de gobierno (es decir de la historia
de las instituciones) y, por último, un conocimiento del personal de gobierno (de historia
social, entonces); ahora bien, pocos historiadores son capaces de moverse en esas
diferentes especialidades con la misma seguridad. [...] Hay otras zonas fronterizas de la
historia que requerirían ser estudiadas, por ejemplo la técnica de guerra en los principios
del período moderno. Sin un mejor conocimiento de estos problemas es difícil medir la
importancia del esfuerzo logístico emprendido por tal gobierno en una campaña dada. Pero
estos problemas técnicos no deben ser estudiados desde el simple punto de vista del
historiador militar en el sentido tradicional del término; el historiador militar debe ser
también un historiador del gobierno. Quedan también muchas incógnitas en la historia de
las finanzas públicas y del fisco; otra vez, el especialista debe ser más que un estrecho
historiador de las finanzas en el sentido antiguo del término; tendría que ser historiador del
gobierno, no sólo economista. Desgraciadamente la fragmentación de la historia en subsecciones,
monopolios de especialistas y el sentimiento de que algunos aspectos de la
historia están de moda mientras que otros están pasados de moda, no han contribuido casi a
esta causa”.2
El Estado es el resultado de un proceso de concentración de diferentes especies de capital,
capital de fuerza física o de instrumentos de coerción (ejército, policía), capital económico,
capital cultural o, mejor, informacional, capital simbólico, concentración que, en tanto tal,
constituye al Estado en detentor de una suerte de meta-capital que da poder sobre las otras
especies de capital y sobre sus detentores. La concentración de diferentes especies de
capital (que va a la par de la construcción de los diferentes campos correspondientes)
conduce, en efecto, a la emergencia de un capital específico, propiamente estatal, que
permite al Estado ejercer un poder sobre los diferentes campos y sobre las diferentes
especies particulares de capital y, en particular, sobre la tasa de cambio entre ellas (y al
mismo tiempo, sobre las relaciones de fuerza entre sus detentores). Se sigue que la
construcción del Estado va de la mano de la construcción del campo del poder entendido
como el espacio de juego en el interior del cual los detentores de capital (de diferentes
especies) luchan especialmente por el poder del Estado, es decir sobre el capital estatal que
da poder sobre las diferentes especies de capital y sobre su reproducción (a través,
principalmente, de la institución escolar).
Aun cuando las diferentes dimensiones de este proceso de concentración (fuerzas armadas,
fisco, derecho, etc.) sean interdependientes, hay, para las necesidades de la exposición y
del análisis, que examinarlas una a una.
Capital de fuerza física
Es la concentración del capital de fuerza física la que ha sido privilegiada en la mayoría de
los modelos de la génesis del Estado, desde los marxistas, inclinados a considerar al Estado
como un simple órgano de coerción, hasta Max Weber y su definición clásica, o de
Norbert Elias a Charles Tilly. Decir que las fuerzas de coerción (ejército y policía) se
concentran es decir que las instituciones que tienen el mandato de garantizar el orden se
separan progresivamente del mundo social ordinario; que la violencia física no puede ya
ser aplicada sino por una agrupación especializada, encomendada especialmente a ese fin,
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claramente identificada en el seno de la sociedad, centralizada y disciplinada y que el
ejército profesional hace desaparecer poco a poco a las tropas feudales, amenazando
directamente a la nobleza en su monopolio estatuario de la función guerrera. (Hay que
reconocer a Norbert Elias, a quien se considera a menudo injustamente, principalmente
entre los historiadores, ideas o tesis que hacen parte del fondo común de la sociología, el
mérito de haber sabido todas las implicaciones del análisis weberiano al mostrar que el
Estado no ha podido asegurarse progresivamente el monopolio de la violencia sin
desposeer a sus rivales interiores de los instrumentos de la violencia física y del derecho de
ejercerla, contribuyendo así a determinar una de las dimensiones esenciales del proceso de
“civilización”).
El Estado naciente debe afirmar su fuerza física en dos contextos diferentes: en el exterior,
en relación con los otros Estados, actuales o potenciales (los príncipes rivales), en y por la
guerra por la tierra –que impone la creación de ejércitos poderosos–; en el interior, en
relación con los contra-poderes (príncipes) y las resistencias (clases dominadas). Las
fuerzas armadas se diferencian progresivamente en, por un lado, las fuerzas militares
dedicadas a la competición interestatal y, por el otro, las fuerzas de policía destinadas al
mantenimiento del orden interior.3
Capital económico
La concentración del capital de fuerza física pasa por la instauración de un fisco eficiente,
que va a la par de la unificación del espacio económico (creación del mercado nacional).
La recaudación llevada a cabo por el Estado dinástico se aplica directamente al conjunto de
los súbditos –y no, como la recaudación feudal, a los dependientes solamente que pueden a
su vez imponer tasas a sus propios hombres–. El impuesto de Estado, que aparece en el
último decenio del siglo XII, se desarrolla en relación con el incremento de los gastos de
guerra. Los imperativos de la defensa del territorio, en principio invocados en momentos
puntuales, se vuelven poco a poco la justificación permanente del carácter “obligatorio” y
“regular” de las recaudaciones percibidas “sin límite de tiempo salvo la que el rey le asigna
regularmente” y aplicables directa o indirectamente “a todos los grupos sociales”.
Es así como se instaura progresivamente una lógica económica enteramente específica,
fundada en la recaudación sin contrapartida y la redistribución que funciona como
principio de la transformación del capital económico en capital simbólico, en principio
concentrado en la persona del príncipe.4
La institución del impuesto (contra las resistencias de los contribuyentes) está en una
relación de causalidad circular con el desarrollo de las fuerzas armadas que son
indispensables para extender o defender el territorio controlado y, por consiguiente, la
recaudación posible de tributos e impuestos, pero también para imponer por la violencia la
entrega del dinero de ese impuesto. La institucionalización del impuesto ha sido la
culminación de una verdadera guerra interior llevada a cabo por los agentes del Estado
contra las resistencias de los súbditos que se descubren como tales, principalmente, sino
exclusivamente, descubriéndose como imponibles, como contribuyentes. Las ordenanzas
reales prescriben cuatro grados de represión en caso de retardo: los embargos, las
contraintes par corps (y por consiguiente la prisión), las contraintes solidaires, el
alojamiento de guarniciones de soldados. Se deduce que la cuestión de la legitimidad del
impuesto no puede dejar de ser planteada (Norbert Elias tiene razón al hacer notar que en
los primeros comienzos la recaudación del impuesto se presenta como una especie de
racket). Y es progresivamente como se llega a ver en el impuesto un tributo necesario a las
necesidades de un destinatario trascendente a la persona del rey, es decir a ese “cuerpo
ficticio” que es el Estado.
El fraude fiscal está ahí aún hoy para atestiguar que la legitimidad del impuesto no va de
suyo. Se sabe que, en la fase inicial, la resistencia armada no era considerada como
desobediencia a las ordenanzas reales sino como defensa moralmente legítima de los
derechos de la familia contra un fisco en el que no se reconocía al monarca justo y
paternal.5 Desde los arrendamientos concluidos en buena y debida forma con el Tesoro
real, hasta el último arrendatario imputado a la recaudación local, se interponen toda una
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cascada de subarrendatarios que hacen surgir sin cesar la sospecha de alienación del
impuesto y de la usurpación de la autoridad, toda una larga cadena de pequeños
recaudadores, a menudo mal pagados, que eran sospechosos de corrupción tanto a los ojos
de sus víctimas como ante los ojos de los que poseían oficios de rango más elevado.6 El
reconocimiento de una instancia trascendente a los agentes encargados de actualizarlo,
realeza o Estado, así puesta al resguardo de una crítica profana, ha encontrado, sin duda,
un fundamento práctico en la disociación entre el Rey y los ejecutantes injustos y corruptos
que lo engañan al mismo tiempo que engañan al pueblo.7
La concentración de fuerzas armadas y de recursos financieros necesarios para mantenerlas
no se lleva a cabo sin la concentración de un capital simbólico de reconocimiento, de
legitimidad. Tiene como consecuencia que el cuerpo de los agentes encargados de la
recaudación y capaces de operar sin desviarlo en provecho propio y los métodos de
gobierno y de gestión que pone en funcionamiento, contabilidad, archivo, juzgamiento de
los diferendos, actos de procedimiento, control de actos, etc., estén a nivel de hacerse
conocer y reconocer como legítimos, que sean “fácilmente identificados con la persona, la
dignidad del poder”, “que los ujieres lleven su librea, se autorizan sus emblemas, que
significan sus órdenes y su nombre” y también que los simples contribuyentes estén en
condiciones de “reconocer los uniformes de los guardias, los escudos de los puestos de
centinela” y de distinguir a los “gardes des fermes, los agentes de finanzas detestados y
despreciados, de la caballería real, de los arqueros de gendarmería, de la Prévoté de l’Hotel
o de los Gardes du Corps que tenían reputación de inatacables por el solo hecho de que su
casaca tiene el color real”.8
Todos los autores están de acuerdo en asociar el desarrollo progresivo del reconocimiento
de la legitimidad de las recaudaciones oficiales a la emergencia de una forma de
nacionalismo. Y es probable, en efecto, que la percepción general de impuestos haya
contribuido a la unificación del territorio o, más exactamente, a la construcción, en la
realidad y en la representación, del Estado como territorio unitario, como realidad
unificada por la sumisión a las mismas obligaciones, impuestas ellas mismas por los
mismos imperativos de defensa. También es probable que esta conciencia “nacional” se
haya desarrollado en principio entre los miembros de las instituciones representativas que
emergen en relación con la discusión del impuesto: se sabe, en efecto, que estas instancias
están más dispuestas a consentir los impuestos si éstos les parecen motivados no por los
intereses privados del príncipe sino por los intereses del país, primordialmente los
imperativos de la defensa del territorio. El Estado se inscribe progresivamente en un
espacio que no es todavía ese espacio nacional que devendrá seguidamente pero que ya se
presenta como una jurisdicción de soberanía, con, por ejemplo, el monopolio del derecho
de acuñar moneda (el ideal de los príncipes feudales, como de los reyes de Francia más
tarde era de que no se sirviese más que de su moneda en los territorios sometidos a su
dominación, pretensión que no se realizará hasta Luis XIV) y como soporte de un valor
simbólico trascendente.
Capital informacional
La concentración del capital económico ligada a la instauración de un fisco unificado va de
la mano de la concentración del capital informacional (del cual el capital cultural es una
dimensión) que se acompaña de la unificación del mercado cultural. Así, muy pronto, los
poderes públicos gestan investigaciones sobre el estado de los recursos (por ejemplo en
1194, los agentes de tasación, empadronamiento de transportes y hombres armados que 83
ciudades y abadías tuvieron que proveer cuando el rey reunió sus huestes; en 1221, un
embrión de presupuesto, una cuenta de ingresos y gastos). El Estado concentra la
información, la trata y la redistribuye. Y, sobre todo, opera una unificación teórica.
Situándose desde el punto de vista del Todo, de la sociedad en su conjunto, es responsable
de todas las operaciones de totalización, principalmente por medio del empadronamiento y
la estadística o por la contabilidad nacional, y de objetivación, por la cartografía,
representación unitaria, a sobrevuelo, del espacio o, simplemente, por la escritura,
instrumento de acumulación del conocimiento (con el ejemplo de los archivos) y de la
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Espíritus de Estado
codificación como unificación cognitiva que implica una centralización y una
monopolización en provecho de los clérigos o de los letrados.
La Cultura es unificadora: el Estado contribuye a la unificación del mercado cultural al
unificar todos los códigos: jurídico, lingüístico y operando así la homogeneización de las
formas de comunicación, principalmente la burocrática (por ejemplo, los formularios, los
impresos, etc.). A través de los sistemas de enclasamiento (según la edad y el sexo,
principalmente) que están inscriptos en el derecho, los procedimientos burocráticos, las
estructuras escolares y los rituales sociales, particularmente notables en el caso de
Inglaterra o de Japón, el Estado modela estructuras mentales e impone principios de visión
y de división comunes, formas de pensamiento que son al pensamiento cultivado lo que las
formas primitivas de clasificación descriptas por Durkheim y Mauss son al “pensamiento
salvaje”, contribuyendo con esto a construir lo que comúnmente se llama identidad
nacional (o, en un lenguaje más tradicional, el carácter nacional).9
Al imponer e inculcar universalmente (en los límites de su jurisdicción) una cultura
dominante constituida así en cultura nacional legítima, el sistema escolar, a través
principalmente de la enseñanza de la historia y particularmente de la historia de la
literatura, inculca los fundamentos de una verdadera “religión cívica” y, más precisamente,
los presupuestos fundamentales de la imagen (nacional) de sí. Así como lo muestran Philip
Corrigan y Derek Sayer, los ingleses adhieren muy ampliamente –mucho más allá de la
clase dominante– al culto de una cultura doblemente particular, en tanto que burguesa y en
tanto que nacional con, por ejemplo, el mito de la Englishness entendida como conjunto de
cualidades indefinibles e inimitables (por los no ingleses), reasonabless, moderation,
pragmatism, hostility to ideology, quirkiness, eccentricity.10 Muy visible en el caso de
Inglaterra que perpetúa con una extraordinaria continuidad (en el ritual judicial o en el
culto de la familia real, por ejemplo) una tradición muy antigua, o, en el caso de Japón,
donde la invención de la cultura nacional está directamente ligada a la invención del
Estado, la dimensión nacionalista de la cultura se enmascara, en el caso de Francia, bajo
apariencias universalistas: la propensión a concebir la anexión a la cultura nacional como
promoción a lo universal funda tanto la visión brutalmente integradora de la tradición
republicana (nutrida principalmente del mito fundador de la Revolución universal) como
formas muy perversas de imperialismo universalista y de nacionalismo internacionalista.11
La unificación cultural y lingüística se acompaña de la imposición de la lengua y de la
cultura dominantes como legítimas y del rechazo de todas las otras como indignas (patois).
El acceso de una lengua o de una cultura particular a la universalidad tiene por efecto la
remisión de todas las otras a la particularidad; dicho de otro modo: el hecho de que la
universalización de las exigencias así instituidas no se acompañe por la universalización
del acceso a los medios de satisfacerla favorece, a la vez, la monopolización de lo
universal por algunos y la desposesión de todos los demás, mutilados así, de alguna
manera, en su humanidad.
Capital simbólico
Todo remite a la concentración de un capital simbólico de autoridad reconocida que,
ignorado por todas las teorías de la génesis del Estado, aparece como la condición o, por lo
menos el acompañamiento de todas las demás formas de concentración si es que deben
tener cierta duración. El capital simbólico es cualquier propiedad (cualquier especie de
capital: físico, económico, cultural, social) mientras sea percibido por los agentes sociales
cuyas categorías de percepción son tales que están en condiciones de conocerlo (de
percibirlo) y de reconocerlo, de darle valor. (Un ejemplo: el honor de las sociedades
mediterráneas es una forma típica de capital simbólico que sólo existe a través de la
reputación, es decir la representación que los otros se hacen en la medida en que
comparten un conjunto de creencias apropiadas para hacerles percibir y apreciar ciertas
propiedades y ciertas conductas como honorables o deshonrosas). Más precisamente, es la
forma que toma toda especie de capital cuando es percibida a través de las categorías de
percepción que son el producto de la incorporación de las divisiones o de las oposiciones
inscriptas en la estructura de la distribución de esta especie de capital. Se deduce que el
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Espíritus de Estado
Estado, que dispone de medios para imponer e inculcar principios durables de visión y de
división conformes a sus propias estructuras, es el lugar por excelencia de la concentración
y del ejercicio del poder simbólico.
El caso particular del capital jurídico
El proceso de concentración del capital jurídico, forma objetivada y codificada del capital
simbólico, sigue su lógica propia, que no es la de la concentración del capital militar ni la
del capital financiero. En los siglos XII y XIII en Europa muchos derechos coexisten: hay
jurisdicciones eclesiásticas, las cortes de la cristiandad, y jurisdicciones laicas, la justicia
del rey, las justicias señoriales, las de los comunes (las ciudades), las de las corporaciones,
las del comercio.12 La jurisdicción del señor de justicia se ejerce sólo sobre sus vasallos y
los que residen en sus tierras (los vasallos nobles, los hombres libres no nobles y los
siervos que están sometidos a reglas diferentes). En el origen el rey no tenía jurisdicción
más que sobre el dominio real y no decidía sino en los procesos entre sus vasallos directos
y los habitantes de sus propios señoríos; pero, como lo nota Marc Bloch, la justicia real “se
insinúa” poco a poco en la sociedad entera.13
Si bien no resulta de una intención, menos aun de un plan, y no constituye el objeto de
ninguna concertación entre los que se benefician, principalmente el rey y los juristas, el
movimiento de concentración se orienta siempre en una misma dirección y se crea un
aparato jurídico. En principio los prebostes de quienes habla el “testamento de Philippe
Auguste” (1190), después los baillis, oficiales superiores de la realeza que tienen
audiencias solemnes y controlan a los prebostes, después, con San Luis, diferentes cuerpos,
el Consejo de Estado, la Corte de cuentas, la corte judicial (Curia regis propiamente dicha)
que toma el nombre de Parlamento y que, sedentaria y compuesta exclusivamente de
legistas, se vuelve uno de los mayores instrumentos de la concentración del poder judicial
en manos del rey, gracias al procedimiento de la apelación.
La justicia real atrae poco a poco hacia ella a la mayoría de las causas criminales que iban
antes a los tribunales de los señores o de la Iglesia: “los casos reales” que comportan
menoscabo a los derechos de la realeza están reservados a los baillis reales (es el caso de
los crímenes de lesa majestad: monederos falsos, falsificadores del sello); pero sobre todo
los juristas desarrollan una teoría de la apelación que somete al rey a todas las
jurisdicciones del reino. Mientras que las cortes feudales eran soberanas, se admite que
todo juicio emitido por un señor de justicia puede ser denunciado al rey por la parte
perjudicada si es contrario a las costumbres del país: este procedimiento llamado
suplicación, se transforma poco a poco en apelación. Los juzgadores desaparecen
progresivamente de las cortes feudales para dejar lugar a los juristas profesionales,
oficiales de justicia. La apelación sigue la regla de la jurisdicción: se apela del señor
inferior al señor de grado superior y del duque o del conde se apela al rey (sin poder saltar
de grado y apelar directamente al rey).
Es así como la realeza al apoyarse en los intereses específicos de los juristas (ejemplo
típico de interés en lo universal) que, se verá, crean toda clase de teorías legitimadoras
según las cuales el rey representa el interés común, da a todos seguridad y justicia,
restringe la competencia de las jurisdicciones feudales (procede de la misma manera con
las jurisdicciones eclesiásticas: limita, por ejemplo, el derecho de asilo de la Iglesia).
El proceso de concentración del capital jurídico va de la mano de un proceso de
diferenciación que culmina en la constitución de un campo jurídico autónomo. El cuerpo
judicial se organiza y se jerarquiza: los prebostes se vuelven jueces ordinarios de casos
ordinarios; los baillis y los senescales de ambulantes se vuelven sedentarios; tienen cada
vez más lugartenientes que se vuelven oficiales de justicia irrevocables y que despojan
poco a poco a los titulares, los baillis, así remitidos a funciones puramente honoríficas. En
el siglo XIV aparece el ministerio público encargado de la demanda de oficio. El rey tiene
también procuradores titulares que obran en su nombre y se vuelven poco a poco
funcionarios.
La ordenanza de 1670 cerró el proceso de concentración que ha despojado sucesivamente a
las jurisdicciones eclesiásticas y señoriales en beneficio de las jurisdicciones reales. Ella
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Espíritus de Estado
ratifica las conquistas progresivas de los juristas: la competencia del lugar del delito se
vuelve la regla, afirma la preeminencia de los jueces reales sobre los de los señores;
enumera los casos reales, anula los privilegios eclesiásticos y comunales al plantear que los
jueces de apelación son siempre reales. Brevemente, la competencia delegada a una cierta
jurisdicción (un territorio) toma el lugar de la preeminencia o de la autoridad directamente
ejercida sobre las personas.
Por consiguiente, la construcción de las estructuras jurídico-administrativas que son
constitutivas del Estado va de la mano de la construcción del cuerpo de juristas y de lo que
Sarah Hanley llama el Family- State Compact, el contrato entre el cuerpo de juristas que se
constituye como tal al controlar rigurosamente su propia reproducción y el Estado. The
Family-State compact provided a formidable family model of socio-economic authority
which influenced the state model of political power in the making at the same time.14
Del honor a los honores
La concentración del capital jurídico es un aspecto completamente central de un proceso
más largo de concentración del capital simbólico bajo sus diferentes formas. Este capital es
el fundamento de la autoridad específica de quien detenta el poder estatal y en particular de
su poder, difícil de designar. Así, por ejemplo, el rey se esfuerza por controlar el conjunto
de la circulación de los honores que pueden pretender los gentilhombres: trabaja para
hacerse señor de los grandes beneficios eclesiásticos, de las órdenes de caballería, de la
distribución de cargos militares, de cargos de corte y finalmente y sobre todo de los títulos
de nobleza. Así se constituye poco a poco una instancia central de nombramiento.
Se recuerda a los nobles de Aragón de los cuales hablaba V.G.Kiernan y que se decían
ricos hombres de natura, gentilhombres por naturaleza o de nacimiento en oposición a los
nobles creados por el rey. La distinción que evidentemente juega un rol en las luchas del
señor con la nobleza y entre la nobleza y el poder real, es de importancia: opone dos vías
de acceso a la nobleza, la primera, llamada “natural” no es otra cosa que la heredad y el
reconocimiento público –por los otros nobles y por los plebeyos–, la segunda, legal, es el
ennoblecimiento por el rey. Las dos formas de consagración coexisten durante mucho
tiempo.
Como bien lo muestra Arlette Jouanna,15 con la concentración en manos del rey del poder
de ennoblecer, el honor estatutario fundado en el reconocimiento de los pares y de los otros
y afirmado y defendido por el desafío y la proeza cede poco a poco su lugar a los honores
atribuidos por el Estado que, como una moneda fiduciaria, valen en todos los mercados
controlados por el Estado.
El rey concentra cada vez más capital simbólico (lo que Mounier llama “las
fidelidades”)16 y su poder de distribuir capital simbólico bajo la forma de cargos y de
honores concebidos como recompensas no deja de crecer: el capital simbólico de la
nobleza (honor, reputación) que descansaba en una estima social acordada tácitamente por
un consenso social más o menos consciente, encuentra una objetivación estatutaria, casi
burocrática (bajo la forma de edictos, de decretos que no hacen más que reconocer el
consenso).
Se puede ver un índice en las “grandes investigaciones de nobleza” que Luis XIV y
Colbert disponen: el decreto del 22 de marzo de l666 ordena la institución de “un catálogo
que contiene los nombres, sobrenombres, residencias y armas de los verdaderos
gentilhombres”. Los intendentes pasan por la criba los títulos de nobleza (genealogista de
las Ordenes del Rey y juez de armas entran en conflicto por los verdaderos nobles). Con la
nobleza de toga, que debe su posición a su capital cultural, se está muy cerca de la lógica
del nombramiento estatal y del cursus honorum fundado en el título escolar.
Resumiendo, se pasa de un capital simbólico difuso, fundado únicamente en el
reconocimiento colectivo a un capital simbólico objetivado, codificado, delegado y
garantizado por el Estado, dicho brevemente, burocratizado.
Se puede ver una ilustración muy precisa de este problema en las leyes suntuarias que
tienden a reglar de manera rigurosamente jerarquizada la distribución de manifestaciones
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simbólicas (principalmente con respecto a la indumentaria) entre los nobles y los plebeyos
y, sobre todo, probablemente, entre los distintos rangos de nobleza.17 El Estado
reglamenta el uso de tejidos y adornos de oro, plata y de seda: haciéndolo, defiende a la
nobleza de las usurpaciones de los plebeyos y, al mismo tiempo, extiende y refuerza su
control sobre la jerarquía en el interior de la nobleza.
La declinación del poder de distribución autónoma de los grandes tiende a asegurar al rey
el monopolio del ennoblecimiento y, por la transformación progresiva de los cargos
concedidos como recompensas en puestos de responsabilidad que exigen competencia e
inscriptos en un cursus honorum que evoca una carrera burocrática, el monopolio del
nombramiento. Así se instituye poco a poco esta forma sumamente misteriosa que es el
power of appointing and dimissing the high officers of state. Así constituido enfountain of
honour, of office and of privilege, según términos de Blackstone. El Estado distribuye los
honores (honours) haciendo knights y baronets, inventando nuevas órdenes de caballería
(knighthood), al conferir preeminencias ceremoniales, nombrado a los pares (peers) y a
todos los detentores de funciones públicas importantes.18
El nombramiento es un acto, en definitiva, muy misterioso que obedece a una lógica
próxima a la de la magia tal como la describe Marcel Mauss. Como el brujo moviliza todo
el capital de creencias acumulado por el funcionamiento del universo mágico, el presidente
de la República que firma un decreto de nombramiento o el médico que firma un
certificado (de enfermedad, de invalidez, etc.) moviliza un capital simbólico acumulado en
y por toda la red de relaciones de reconocimiento que son constitutivas del universo
burocrático. ¿Quién certifica la validez del certificado? Quien ha firmado el título que da
licencia para certificar. Pero, ¿quién lo certifica a él a su turno? Esto entraña una regresión
al infinito, al término de la cual “hay que detenerse” y se puede, a la manera de los
teólogos, elegir dar el nombre de Estado al último (o al primero) de los eslabones de la
larga cadena de los actos oficiales de consagración.19 Es él el que al oficiar como un
banco de capital simbólico garantiza todos los actos de autoridad, actos a la vez arbitrarios
y mal conocidos como tales de “impostura legítima”, como dice Austin: el presidente de la
República es alguien que se cree ser el presidente de la República pero que, a diferencia
del que cree ser Napoleón, es reconocido como con fundamento para hacerlo.
El nombramiento o el certificado pertenecen a la clase de actos o de discursos oficiales,
simbólicamente eficaces porque son cumplidos en situaciones de autoridad por personajes
autorizados, “oficiales” que obran ex oficio, en tanto que detentan un officium (publicum),
una función o un caso asignado por el Estado: el veredicto del juez o del profesor, los
procedimientos de registro oficial, constataciones o procesos verbales, los actos destinados
a producir un efecto de derecho, como los actos del estado civil, nacimiento, casamiento o
deceso, o los actos de venta, instituyen por la magia del nombramiento oficial, declaración
pública cumplida en las formas prescriptas, por los agentes titulados: juez, notario, ujier,
oficial del estado civil, y debidamente registradas en los registros oficiales, las identidades
sociales socialmente garantizadas (la del ciudadano, del elector, del contribuyente, del
pariente, del propietario, etc.) o las uniones o los grupos legítimos (familias, asociaciones,
sindicatos, partidos, etc.). Al anunciar con autoridad lo que un ser, cosa o persona, es en
verdad (veredicto) en su definición social legítima, es decir, lo que está autorizado a ser, lo
que tiene derecho a ser, el ser social que tiene derecho de reivindicar, de profesar, de
ejercer (en oposición al ejercicio ilegal), el Estado ejerce un verdadero poder creador, casi
divino y basta pensar en la forma de inmortalidad que acuerda, a través de actos de
consagración como las conmemoraciones o la canonización escolar, para que sea lícito
decir, deformando las palabras de Hegel que “el juicio del Estado es el último juicio”.20
ESPIRITUS DE ESTADO
Para comprender verdaderamente el poder del Estado en lo que tiene de más específico, es
decir, la particular forma de eficacia simbólica que ejerce hay que integrar, como había
sugerido en un artículo ya viejo,21 en un mismo modelo explicativo, tradiciones
intelectuales tradicionalmente percibidas como incompatibles. Hay, así, que superar desde
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el comienzo la oposición entre una posición fisicalista del mundo social que concibe las
relaciones sociales como relaciones de fuerza física y una visión “cibernética” o
semiológica que hace de esas relaciones de fuerza simbólica, relaciones de comunicación.
Las relaciones de fuerza más brutales son al mismo tiempo relaciones simbólicas y los
actos de sumisión, de obediencia, son actos cognitivos que en tanto tales ponen en obra
estructuras cognitivas, formas y categorías de percepción, principios de visión y de
división: los agentes sociales construyen el mundo social a través de estructuras cognitivas
(“formas simbólicas”, como dice Cassirer, formas de clasificación, como dice Durkheim,
principios de visión y de división, sistemas de enclasamiento, maneras distintas de decir lo
mismo en tradiciones teóricas más o menos separadas) susceptibles de ser aplicadas a
todas las cosas del mundo y, particularmente, a las estructuras sociales.
Estas estructuras estructurantes son formas históricamente constituidas, arbitrarias
entonces, en el sentido saussuriano, convencionales, ex instituto, como decía Leibniz, de
las cuales se puede trazar la génesis social. A estas estructuras cognitivas se les puede, al
generalizar la hipótesis durkheimniana según la cual las “formas de clasificación” que los
“primitivos” aplican al mundo son el producto de la incorporación de estructuras de los
grupos en los cuales están insertas, encontrarles el principio en la acción del Estado: se
puede, en efecto, suponer que en las sociedades diferenciadas el Estado es capaz de
imponer y de inculcar de manera universal, a escala de una cierta jurisdicción territorial, un
nomos (de nemo, partir, dividir, constituir partes separadas), un principio de visión y de
división común, estructuras cognitivas y evaluativas idénticas o parecidas y que es, por ese
hecho, el fundamento de “un conformismo lógico” y de un “conformismo moral” (las
expresiones son de Durkheim), de un acuerdo tácito, prerreflexivo, inmediato acerca del
sentido del mundo que está en el principio de la experiencia del mundo como “mundo del
sentido común” (los fenomenólogos que han actualizado esta experiencia y los
etnometodólogos que se dan como proyecto el describirla, no se dan los medios de
fundarlas, de dar razón de ella: omiten plantear la cuestión de la construcción social, de los
principios de la construcción de la realidad social que se esfuerzan por explicitar y omiten
interrogarse sobre la contribución del Estado en la constitución de los principios de
constitución que los agentes aplican al orden social).
En las sociedades poco diferenciadas a través de toda la organización espacial y temporal
de la vida social y, más especialmente a través de los ritos de institución que establecen
diferencias definitivas entre aquellos que se han sometido al rito y aquellos que no lo han
hecho, que se instituyen en los espíritus (o en los cuerpos) los principios de visión y de
división comunes (cuyo paradigma es la división entre lo masculino y lo femenino). En
nuestras sociedades el Estado contribuye en una parte determinante a la producción y a la
representación de los instrumentos de construcción de la realidad social. En tanto
estructura organizacional e instancia reguladora de las prácticas ejerce permanentemente
una acción formadora de disposiciones durables, a través de todas las violencias y las
disciplinas corporales y mentales que impone universalmente al conjunto de los agentes.
Dicho de otro modo, impone e inculca todos los principios de enclasamiento
fundamentales, según el sexo, según la edad, según la “competencia”, etc., y está en el
principio de la eficacia simbólica de todos los ritos de institución, de todos aquellos que
son el fundamento de la familia, por ejemplo, y también de todos aquellos que se ejercen a
través del funcionamiento del sistema escolar, luego de la consagración, donde se
instituyen entre los elegidos y los eliminados diferencias durables, a menudo definitivas, a
la manera de aquellas que se instituye en el ritual de armarse caballero de la nobleza.
La construcción del Estado se acompaña de la construcción de una suerte de trascendental
histórico común inmanente a todos sus “sujetos”. A través del encuadramiento que impone
a las prácticas el Estado instaura e inculca formas y categorías de percepción y de
pensamiento comunes, cuadros sociales de la percepción, del entendimiento o de la
memoria, estructuras mentales, formas estatales de clasificación. Por ello crea las
condiciones de una suerte de orquestación inmediata de los habitus de los cuales es el
fundamento, de una suerte de consenso sobre este conjunto de evidencias compartidas que
son constitutivas del sentido común. Es así, por ejemplo, como los largos ritmos del
calendario escolar y, en particular la estructura de las vacaciones escolares que determina
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las grandes “migraciones estacionales” de las sociedades contemporáneas, garantizan a la
vez referentes objetivos comunes y principios de división subjetivos acordados que
aseguran, más allá de la irreductibilidad del tiempo vivido, “experiencias internas del
tiempo” suficientemente concordantes como para hacer posible la vida social.22
Pero para comprender verdaderamente la sumisión inmediata que consigue el orden estatal
hay que romper con el intelectualismo de la tradición neokantiana y darse cuenta de que
las estructuras cognitivas no son formas de la conciencia sino disposiciones del cuerpo y
que la obediencia que otorgamos a las injerencias estatales no puede ser comprendida ni
como sumisión mecánica a una fuerza ni como consentimiento consciente a un(a) orden
(en el doble sentido). El mundo social está sembrado de llamadas al orden que funcionan
como tales para quienes están predispuestos a apercibirlas y que despiertan disposiciones
corporales profundamente escondidas, sin pasar por la vía de la conciencia y el cálculo. Es
esta sumisión dóxica de los dominados a las estructuras de un orden social de las cuales
sus estructuras mentales son el producto, lo que el marxismo no puede comprender porque
permanece encerrado en la tradición intelectualista de las filosofías de la conciencia: en la
noción de “falsa conciencia” a la que apela para dar cuenta de los efectos de dominación
simbólica, es “conciencia” que está de más y hablar de “ideología” es situar en el orden de
las representaciones, susceptibles de ser transformadas por esta conversión intelectual que
llamamos “toma de conciencia”, lo que se sitúa en el orden de las creencias, es decir, en lo
más profundo de las disposiciones corporales. La sumisión al orden establecido es el
producto del acuerdo entre las estructuras cognitivas que la historia colectiva (filogénesis)
e individual (ontogénesis) ha inscripto en los cuerpos y las estructuras objetivas del mundo
al cual se aplican: la evidencia de las injerencias del Estado se impone tan poderosamente
porque ha impuesto las estructuras cognitivas según las cuales es percibido. (Habría que
retomar, en esta perspectiva, un análisis de las condiciones que hacen posible el sacrificio
supremo: pro patria mori).
Pero hay que superar la tradición neo-kantiana, aun en su forma durkheimniana, en otro
punto. Aun cuando al privilegiar el opus operatum se condena a ignorar la dimensión
activa de la producción simbólica, principalmente mítica, es decir, la cuestión del modus
operandi, de la “gramática generativa” en el lenguaje de Chomsky, el estructuralismo
simbólico a la manera de Lévi-Strauss (o del Foucault de Las palabras y las cosas) tiene el
mérito de abocarse a demostrar la coherencia de los sistemas simbólicos considerados
como tales, es decir, uno de los principios mayores de su eficacia (como bien se ve en el
caso del derecho, donde se la investiga deliberadamente, pero también en el caso del mito
y la religión). El orden simbólico descansa en la imposición al conjunto de los agentes de
estructuras estructurantes que deben una parte de su consistencia y de su resistencia al
hecho de que son, en apariencia por lo menos, coherentes y sistemáticas y que están
objetivamente acordadas con las estructuras objetivas del mundo social. Es este acuerdo
inmediato y tácito (del todo opuesto a un contrato explícito) el que funda la relación de
sumisión dóxica que nos liga, con todos los lazos del inconsciente, al orden establecido. El
reconocimiento de la legitimidad no es, como lo cree Max Weber, un acto libre de la clara
conciencia. Tiene sus raíces en el acuerdo inmediato entre las estructuras incorporadas,
devenidas inconscientes, como las que organizan los ritmos temporales (por ejemplo, la
división en horas, completamente arbitraria, del empleo del tiempo escolar) y las
estructuras objetivas.
Es este acuerdo prerreflexivo el que explica la facilidad, en definitiva muy sorprendente,
con que los dominantes imponen su dominación: “Nada es más sorprendente para quienes
consideran los asuntos humanos con una mirada filosófica que ver la facilidad con la cual
los más numerosos (the many) son gobernados por los menos numerosos (the few) y
observar la sumisión implícita con la cual los hombres revocan sus propios sentimientos y
pasiones en favor de sus dirigentes. Cuando nos preguntamos por qué medios se realiza esa
cosa chocante, encontramos que, como la fuerza está siempre del lado de los gobernados,
los gobernantes no tienen nada más que la opinión para someterlos. Es así como el
gobierno está fundado en la opinión solamente y esta máxima se extiende a los gobiernos
más despóticos y a los más militares tanto como a los más libres y a los más populares”.23
La sorpresa de Hume hace surgir la cuestión fundamental de toda filosofía política,
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cuestión que se oculta, paradójicamente, al plantear un problema que no se plantea
verdaderamente como tal en la existencia ordinaria, el de la legitimidad. En efecto, lo que
es problemático es que, en lo esencial, el orden establecido no constituye problema; que,
fuera de situaciones de crisis, la cuestión de la legitimidad del Estado y del orden que
instituye no se plantea. El Estado no tiene necesariamente necesidad de dar órdenes y de
ejercer una coerción física para producir un mundo social ordenado: esto desde el tiempo
en que estuvo en condiciones de producir estructuras cognitivas incorporadas que sean
acordes con las estructuras objetivas y asegurar así la creencia de la que habla Hume, la
sumisión dóxica al orden establecido.
Dicho esto, no hay que olvidar que esta creencia política primordial, esta doxa, es una
ortodoxia, una visión correcta, dominante, que es a menudo impuesta al término de luchas
contra visiones rivales, y que la “actitud natural” de la que hablan los fenomenólogos, es
decir la experiencia primera del mundo del sentido común, es una relación políticamente
construida, como las categorías de percepción que la hacen posible. Lo que se presenta hoy
en el modo de la evidencia, más acá de la conciencia y de la elección, ha sido muy a
menudo, lo puesto en juego en luchas y no se ha instituido sino al término de
enfrentamientos entre dominantes y dominados. El mayor efecto de la evolución histórica
es el abolir la historia remitiendo al pasado, es decir al inconsciente, los colaterales
posibles que fueron descartados. El análisis de la génesis del Estado como fundamento de
los principios de visión y de división en vigor en la extensión de su jurisdicción, permite
comprender, a la vez, la adhesión dóxica al orden establecido por el Estado y también los
fundamentos propiamente políticos de esta adhesión en apariencia natural. La doxa es un
punto de vista particular, el punto de vista de los dominantes, que se presenta y se impone
como punto de vista universal; el punto de vista de los que dominan dominando al Estado
y que han constituido su punto de vista como punto de vista universal al hacer al Estado.
Así, para dar completamente cuenta de la dimensión propiamente simbólica del poder
estatal, nos podemos ayudar con la contribución decisiva que Max Weber ha aportado en
sus escritos sobre la religión a la teoría de los sistemas simbólicos, al reintroducir en ella a
los agentes especializados y sus intereses específicos. En efecto, si él tiene en común con
Marx el interesarse menos en la estructura de los sistemas simbólicos (a los que, por otra
parte, no llama así) que en su función, tiene el mérito de llamar la atención sobre los
productores de esos productos particulares (los agentes religiosos, en el caso que le
interesa) y sobre sus interacciones (conflicto, concurrencia, etc.). A diferencia de los
marxistas que, aun cuando puedan invocar tal texto de Engels que dice que para
comprender el derecho hay que interesarse por el cuerpo de juristas, pasan por alto la
existencia de agentes especializados de producción, Weber recuerda que, para comprender
la religión, no basta con estudiar las formas simbólicas de tipo religioso, como Cassirer o
Durkheim, ni siquiera la estructura inmanente del mensaje religioso o del corpus
mitológico, como los estructuralistas; se interesa por los productores del mensaje religioso,
por los intereses específicos que los animan, por las estrategias que emplean en sus luchas
(la excomunión, por ejemplo). Y basta entonces con aplicar el modo de pensar
estructuralista (que le es completamente extraño) no solamente a los sistemas simbólicos o,
mejor al espacio de tomas de posición simbólicas en un dominio determinado de la
práctica (por ejemplo, los mensajes religiosos) sino también al sistema de agentes que las
producen o, mejor, al espacio de las posiciones que ocupan (lo que se llama el campo
religioso, por ejemplo) en la concurrencia que los opone, para darse el medio de
comprender esos sistemas simbólicos a la vez en su función, su estructura y su génesis.
Y pasa lo mismo con el Estado. Para comprender la dimensión simbólica del efecto del
Estado, y en particular de lo que puede llamarse el efecto de universal, hay que
comprender el funcionamiento específico del microcosmos burocrático, analizar, pues, la
génesis y la estructura de ese universo de los agentes del Estado que se han constituido en
nobleza de Estado al instituir al Estado y, en particular, al producir el discurso
performativo sobre el Estado que, bajo la apariencia de decir qué es el Estado, hace ser al
Estado, al decir qué debería ser y, entonces, cuál debería ser la posición de los productores
de ese discurso en la división del trabajo de la dominación. Hay que abocarse muy
particularmente a la estructura del campo jurídico, poner al día los intereses genéricos del
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cuerpo de detentores de esta forma particular de capital cultural, predispuesta a funcionar
como capital simbólico, que es la competencia jurídica y los intereses que se imponen a
cada uno de ellos en función de su posición en un campo jurídico todavía débilmente
autónomo, es decir, esencialmente en relación con el poder real. Y para dar cuenta de los
efectos de universalidad o de racionalidad que he evocado hay que comprender también
por qué los agentes tuvieron interés en dar una forma universal a la expresión de sus
intereses particulares, en hacer una teoría del servicio público, del orden público y en
trabajar así en la autonomización de la razón de Estado en relación con la razón dinástica,
con la “casa del rey”, en inventar la “Res publica”, consecuentemente la república como
instancia trascendente a los agentes –aunque se tratara del rey– que son la encarnación
provisoria. Comprender cómo, en virtud y por causa de su capital específico, y de sus
intereses particulares, fueron llevados a producir un discurso de Estado que, al mismo
tiempo que les ofrecía justificaciones de su posición, constituía al Estado fictio juris que
dejaba poco a poco de ser una simple ficción de los juristas para volverse un orden
autónomo capaz de imponer muy ampliamente la sumisión a sus funciones y a su
funcionamiento y el reconocimiento de sus principios.
LA MONOPOLIZACION DEL MONOPOLIO
Y LA NOBLEZA DE ESTADO
La construcción del monopolio estatal de la violencia física y simbólica es inseparable de
la construcción del campo de luchas por el monopolio de las ventajas ligadas a ese
monopolio. La unificación y la universalización relativa que está asociada a la emergencia
del Estado tiene como contraparte la monopolización por algunos de recursos universales
que él produce y procura (Weber, como Elias después de él, han ignorado el proceso de
constitución de un capital estatal y el proceso de monopolización de ese capital por parte
de la nobleza de Estado que ha contribuido a producirlo o, mejor, que se ha producido
como tal al producirlo). Pero ese monopolio de lo universal no puede ser obtenido sino al
precio de una sumisión (por lo menos aparente) al universal y de un reconocimiento
universal de la representación universalista de la dominación, presentada como
dominación legítima, desinteresada. Quienes como Marx invierten la imagen oficial que la
burocracia intenta dar de sí misma y describen a los burócratas como usurpadores de lo
universal que obran como propietarios privados de los recursos públicos, ignoran los
efectos bien reales de la referencia obligada a los valores de neutralidad y devoción
desinteresada al bien público, que se impone con una fuerza creciente a los funcionarios de
Estado a medida que avanza la historia del largo trabajo de construcción simbólica, al
término del cual se inventa e impone la representación oficial del Estado como lugar de la
universalidad y del servicio al interés general.
La monopolización de lo universal es el resultado de un trabajo de universalización que se
realiza principalmente en el campo burocrático. Como lo muestra el análisis del
funcionamiento de esta institución extraña que se llama comisión, conjunto de personas
que están investidas de una misión de interés general e invitadas a trascender sus intereses
particulares para poder producir proposiciones universales, los personajes oficiales deben
trabajar sin pausa sino para sacrificar su punto de vista particular “al punto de vista de la
sociedad” para, por lo menos, constituir su punto de vista en punto de vista legítimo, es
decir universal, principalmente recurriendo a una retórica de lo oficial.
Lo universal es el objeto de un reconocimiento universal y el sacrificio de los intereses
egoístas (muy especialmente los económicos) es universalmente reconocido como legítimo
(el juicio colectivo no puede más que darse cuenta y aprobar el esfuerzo para elevarse del
punto de vista singular y egoísta del individuo al punto de vista del grupo, una
manifestación de reconocimiento del valor del grupo y del grupo mismo como fundador de
todo valor, un pasaje del is al ought, entonces). Esto implica que todos los universos
sociales tienden a ofrecer, en grados diferentes, beneficios materiales o simbólicos de
universalización (los mismos que persiguen las estrategias dirigidas a “ponerse en regla”) y
que los universos que, como el campo burocrático, reclaman con la mayor insistencia la
sumisión a lo universal, son particularmente favorables para la obtención de tales
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beneficios. Es significativo que el derecho administrativo que, dirigido a instaurar un
universo de devoción al interés general, se da por ley fundamental la obligación de
desinterés, instituye la sospecha con respecto a la generosidad en principio práctico de la
evaluación de las prácticas: “la administración no hace regalos”; la acción administrativa
que beneficia de manera individualizada a una persona privada es sospechosa y aun ilícita.
El beneficio de universalización es sin duda uno de los motores históricos del progreso de
lo universal. Esto en la medida en que favorece la creación de universos donde son, por lo
menos verbalmente, reconocidos los valores universales (razón, virtud, etc.) y donde se
instaura un proceso de refuerzo circular entre las estrategias de universalización dirigidas a
obtener los beneficios (por lo menos negativos) asociados a la conformidad con las reglas
universales y las estructuras de esos universos oficialmente consagrados a lo universal. La
visión sociológica no puede ignorar la distancia entre la norma oficial tal como se la
enuncia en el derecho administrativo, la realidad de la práctica administrativa con todos los
incumplimientos a la obligación del desinterés, todos los casos de “uso privativo del
servicio público” (malversación de bienes o de servicios públicos, corrupción o tráfico de
influencias, etc.) o, de manera más perversa, todos los salvoconductos, tolerancias
administrativas, derogaciones, tráficos de función, que consisten en sacar provecho de la
no aplicación o de la transgresión del derecho. Pero no puede permanecer ciega ante tantos
otros efectos de esta norma que pide a los agentes sacrificar sus intereses privados a las
obligaciones inscriptas en su función (“el agente se debe enteramente a su función”) o, de
manera más realista, a los efectos de interés al desinterés y todas las formas de “piadosa
hipocresía” que la lógica paradójica del campo burocrático puede favorecer.
Notas
1 T.Bernhard, Maîtres anciens (Alte Meister Komödie), Paris, Gallimard, 1988, p.34.
2 Richard Bonney, “Guerre, fiscalité et activité d’Etat en France (1500-1660):Quelques
remarques préliminaires sur les possibilités de recherche”, en Ph. Genet et M. Le Mené,
eds., Genèse de l’Etat moderne, Prélèvement et redistribution, Paris, Ed. du CNRS, l987,
pp.193-201, p.cit.193.
3 En las sociedades sin Estado (como la antigua Kabylia o la Islandia de las sagas, cf.
William Ian Miller, Bloodtaking and Pacemaking, Chicago, The University of Chicago
Press, 1990), no hay delegación del ejercicio de la violencia en un grupo especializado
claramente identificado en el seno de la sociedad. Se sigue de esto que no se puede escapar
a la lógica de la venganza personal (hacerse justicia por sí mismo: rekba, vendetta) o de
autodefensa. De ahí el problema de los trágicos: el acto del justiciero Orestes ¿no es un
crimen tanto como el acto inicial del criminal? Problema que el reconocimiento de la
legitimidad del Estado hace olvidar y que vuelve a aparecer en ciertas situaciones límites.
4 Habría que analizar en detalle el paso progresivo de un uso “patrimonial” (o “feudal”) de
los recursos fiscales en el cual una parte importante del producto público está
comprometido en dones o regalos destinados a asegurar al príncipe el reconocimiento de
sus rivales potenciales (por ello, entre otras cosas, el reconocimiento de la legitimidad de la
recaudación fiscal) a un uso “burocrático” en tanto “gastos públicos”, transformación que
es una de las dimensiones fundamentales de la transformación del Estado dinástico en
Estado “impersonal”.
5 Cf. J.Dubergé, La psychologie sociale de l’impôt, Paris, PUF, 1961 y G. Scmolders,
Psychologie des finances et de l’impôt, Paris, PUF, 1973.
6 Rodney H.Hilton, “Resistance to taxation and to other state impositions in Medieval
England, en Genèse, op.cit., p.l69-177, especialmente pp.l73-174.
7 Esta disposición del rey o del Estado en relación con las encarnaciones concretas del
poder encuentra su plenitud en el mito del “rey oculto” (cf. Y.M.Bercé, Le roi caché, Paris,
Fayard, 1991).
8 Y.M.Bercé, loc.cit., p.164.
9 Es sobre todo a través de la Escuela como, con la generalización de la educación
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Espíritus de Estado
elemental en el curso del siglo XIX, se ejerce la acción unificadora del Estado en materia
de cultura, elemento fundamental de la construcción del Estado-nación. La creación de la
sociedad nacional va de la mano de la afirmación de la educabilidad universal; al ser todos
los individuos iguales ante la ley, el Estado tiene el deber de hacerlos ciudadanos, dotados
de medios culturales para ejercer activamente sus derechos cívicos.
10 Ph.Corrigan y D.Sayers, The Great Arch, English State Formation as Cultural
Revolution, Oxford, Basil Blackwell, 1985, p.105 y ss.
11 Cf. Pierre Bourdieu, “Deux imperialismes de l’universal”, en L’Amérique des Francais
(bajo la dirección de C. Fauré T. Bishop), Paris, ed. Francois Bourin, 1992, p.149-155. La
cultura forma parte tan profundamente de los símbolos patrióticos que toda interrogación
crítica sobre sus funciones y su funcionamiento tiende a ser percibida como traición y
sacrilegio.
12 Cf. A.Esmein, Histoire de la procédure criminelle en France et spécialement de la
procédure inquisitoire depuis le XIIe. siècle jusqu’à nos jours, Paris, 1882. Red. Francfort,
Verlag Sauer und Auvermann KG, 1969 y H.J.Berman, Law and Revolution, The
Formation of Western Legal Tradition, Cambridge, Harvard University Press, l983.
13 M.Bloch, Seigneurie française et manoir anglais, Paris, A. Colin, 1967, p.85.
14 S.Hanley, Engendering the State: Family Formations and State Building in Early
Modern France, French Historical Studies, 16(1) spring, 1989, p.4-27.
15 A.Jouanna, Le Devoir de révolte, la noblesse française et la gestation de l’état moderne,
1559-1561, Paris, Fayard, 1989.
16 R.Mousnier, Les institutions de la France sous la monarchie absolue, I, Paris, PUF,
1980, p.94.
17 Michèle Fogel, Modèle d’état et modèle social de dépense: les lois somptuaires en
France de 1485 à 1560, en Ph.Genet et M. Le Mené, Genèse, op.cit., p.227-235 (esp.
p.232).
18 F.W.Maitland, The Constitutional History of England, Cambridge, Cambridge UP,
1948, p.429.
19 He mostrado, a propósito de Kafka, cómo la visión sociológica y la visión teleológica,
pese a la aparente oposición, se juntan (P.Bourdieu, “La dernière instance”, en Le siècle de
Kafka, Paris, Centre Georges Pompidou, 1984, p.268-270).
20 La publicación en el sentido de procedimiento que tiene por objeto el hacer público, el
poner en conocimiento de todos, encierra siempre la potencialidad de una usurpación del
derecho de ejercer la violencia simbólica legítima que pertenece al Estado (y que se afirma
por ejemplo en la publicación de un casamiento o en la promulgación de una ley) y el
Estado tiende siempre a reglar todas las formas de publicación, impresión y publicación de
libros, representaciones teatrales, predicación pública, caricatura, etc.).
21 P.Bourdieu, “Sur le pouvoir symbolique”, Annales, 3, junio l997, p.405-441.
22 Otro ejemplo es la división del mundo universitario y científico en disciplinas que se
inscribe en los espíritus bajo la forma de habitus disciplinarios generadores de relaciones
distorsionadas entre los representantes de las distintas disciplinas y también de
limitaciones y de mutilaciones en las representaciones y las prácticas.
23 David Hume, “On the First Principles of Government”, Essays and Treatises on Several
Subjects, 1758.
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ACERCA DE LA TELEVISION
Pierre Bourdieu
INTRODUCCION1
Elegí presentar en televisión estas dos lecciones para tratar de ir más allá de los límites del
público ordinario de un curso del Colegio de Francia. Pienso que la televisión, a través de diferentes
mecanismos que me esfuerzo en describir de manera rápida – un análisis profundizado y sistemático
habría demandado más tiempo -, crea dificultades en las diferentes esferas de la producción cultural,
arte, literatura, ciencia, filosofía, derecho: creo incluso que, contrariamente a lo que piensan y dicen, sin
duda de buena fe, los periodistas más conscientes de su responsabilidad, hace peligrar bastante a la
vida política y democrática. Podría probarlo fácilmente analizando el tratamiento que, empujada por la
búsqueda de una audiencia mayor, la televisión, seguida de una parte de la prensa, acordó a los
promotores de actos xenófobos y racistas o mostrando las concesiones que hace diariamente a una
visión reducida y estrechamente nacional, para no decir nacionalista, de la política. Y para aquéllos que
sospecharon que mostraría en detalle sólo las particularidades de la televisión francesa, recordaré,
entre miles de patologías de la televisión americana, el tratamiento mediático del proceso de O. J.
Simpson o, más recientemente, la construcción de un simple asesinato como “crimen sexual”, con toda
una serie de consecuencias jurídicas incontrolables. Pero es sin dudas un incidente ocurrido
recientemente entre Grecia y Turquía el que mejor ilustra los peligros de la competencia sin límites por
la audiencia: luego de llamados a la movilización y de proclamas belicistas de un canal de televisión
privado -a propósito de un minúsculo islote desierto- Imia, los canales y las radios privadas griegas, y
luego los diarios, se lanzaron a una intensa demagogia de delirios nacionalistas; los canales y
periódicos turcos, llevados por la misma lógica de la competencia, entraron en combate. Desembarco
de soldados griegos sobre el islote, desplazamiento de flotas, y la guerra no se evitó más que a último
momento. Quizás lo esencial de la novedad, en las explosiones de xenofobia y de nacionalismo, que se
observan en Turquía y en Grecia, pero también en la antigua Yugoslavia, en Francia o en alguna otra
parte, reside en las posibilidades de explotar a pleno las pasiones primarias que se alimentan, hoy, por
parte de los modernos medios de comunicación.
Para tratar de respetar el contrato que establecí en este curso concebido como una
intervención, me esforcé por exponer de modo de ser comprendido por todos. Lo que me obligó, en
más de un caso, a simplificaciones o aproximaciones. Para poner en el primer plano lo esencial, es
decir, el discurso, y su diferencia (o a la inversa) de lo que se practica ordinariamente en la televisión;
elegí, de acuerdo con el director, evitar toda búsqueda formal en el enfoque y en la adopción de
perspectivas y renunciar a las ilustraciones –extractos de emisiones, facsímiles de documentos,
estadísticas, etc.– los que, aparte de tomar un tiempo precioso, habrían sin duda molestado el
propósito de se quería ser argumentativo y demostrativo. El contraste con la televisión ordinaria -que
era el objeto de análisis- era deseado, como una forma de afirmar la autonomía del discurso analítico y
crítico, aun cuando fuera bajo las apariencias pedantes y pesadas, didácticas y dogmáticas de un curso
magistral: el discurso articulado, que poco a poco ha sido excluido de los estudios de televisión - la
regla quiere, se dice, que en los debates políticos, en Estados Unidos, las intervenciones no excedan
los siete segundos – queda en efecto como una de las formas más seguras de la resistencia a la
manipulación y de la afirmación de la libertad de prensa.
Tengo consciencia de que la crítica por el discurso, a la que me encuentro reducido, no es
más que un mal menor, un sustituto, menos eficaz y divertido, de lo que podría ser una verdadera
1 Este texto es la transcripción revisada y corregida de la grabación integral de las dos emisiones
realizadas el 18 de marzo de 1996 en el marco de una serie del Colegio de Francia y difundidas por
Paris Première en mayo de 1996 ("Acerca de la televisión” y “El campo periodístico y la televisión”,
Colegio de Francia, CNRS audiovisual). Reproduzco como anexo el texto de un artículo (inicialmente
publicado en la introducción de un número de Actes de la recherche en sciences sociales
consagrado a la influencia de la televisión) que presenta, bajo una forma más rigurosa, los temas de
estas dos emisiones.
Traducción de Roberto Marafioti
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crítica de la imagen por la imagen, tal como se la encuentra, aquí y allá, de Jean-Luc Godard en Tout
va bien, Ici et ailleurs o Comment ça va hasta Pierre Carles. Consciente también de que lo que hago se
inscribe en la prolongación, y el complemento, del combate constante de todos los profesionales de la
imagen llevados a luchar por la “independencia del código de comunicación” y en particular por la
reflexión crítica acerca de las imágenes de la cual Jean-Luc Godard, aun él, da una ilustración ejemplar
con su análisis de una fotografía de Joseph Kraft y los usos que se hicieron de él. Y hubiera podido
tomar a mi cuenta el programa que proponía el cineasta: “Este trabajo era comenzar a interrogarse
políticamente (yo diría sociológicamente) acerca de las imágenes y los sonidos, y acerca de las
relaciones. Era no decir más: ‘Es la imagen justa’ sino: ‘Es sólo una imagen’; no decir más ‘Es un oficial
del Norte sobre un caballo’, sino ‘Es una imagen de un caballo y un oficial’.
Puedo esperar, pero sin hacerme muchas ilusiones, que mis análisis no sean recibidos como
“ataques” contra los periodistas y contra la televisión inspirados por no sé cual nostalgia pasada de una
televisión cultural estilo Tele Sorbona o por el rechazo, reactivo o regresivo, de todo lo que la televisión
puede, a pesar de todo, aportar a través de, por ejemplo, algunas emisiones de reportajes. Aunque
para quejarme de que sirven sólo para alimentar la complacencia narcisista de un mundo periodístico
muy inclinado a tener sobre sí mismo una mirada falsamente crítica, espero que podrán contribuir a dar
los útiles o las armas a todos los que, incluso en los trabajos con las imágenes, luchan para que lo que
hubiera podido ser un instrumento extraordinario de democracia directa no se convierta en un
instrumento de opresión simbólica.
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1.
EL ESTUDIO TELEVISIVO Y SUS BASTIDORES
Querría plantear aquí, en la televisión, cierto número de preguntas acerca de la misma.
Intención un poco paradójica ya que creo, en general, que no se puede decir gran cosa en la
televisión, especialmente sobre la televisión. ¿No se debería, si es verdad que no se puede decir nada
en la televisión, entonces concluir con un buen número de intelectuales, artistas, escritores, entre los
más importantes, que uno se debe abstener de tratar de explicarse allí?
Me parece que no se puede aceptar esta alternativa separada en términos de todo o nada.
Creo que es importante ir a hablar en la televisión pero bajo ciertas condiciones. Hoy, gracias al
servicio audiovisual del Colegio de Francia, me beneficio de condiciones excepcionales: en primer
lugar, mi tiempo no está limitado. En segundo lugar, el tema de mi discurso no me fue impuesto
-decidí libremente y aún puedo cambiarlo-. En tercer lugar, nadie está allí, como en las emisiones
ordinarias, para llamarme al orden en nombre de la técnica, en nombre del "público que no
comprenderá" o en nombre de la moral, del decoro, etc. Es una situación particular pues, para
emplear un lenguaje pasado de moda, tengo un manejo de los instrumentos de producción que no es
habitual. Insistiendo acerca de las condiciones excepcionales que se me ofrecieron, digo algo acerca
de las condiciones ordinarias en las que uno es llevado a hablar a la televisión.
Pero, ¿se dirá, por qué en las condiciones ordinarias se acepta, a pesar de todo, participar en
emisiones televisivas? Es una pregunta importante y sin embargo la mayoría de los investigadores, de
estudiosos, de escritores, para no hablar de los periodistas que aceptan participar, no se la plantean.
Creo importante indagar acerca de esta ausencia de interrogación. Me parece que aceptando
participar sin preocuparse de saber si se podrá decir algo, se traiciona muy claramente que no se está
allí para decir algo sino por otras razones, sobre todo para hacerse ver y ser visto. "Ser”, decía
Berkeley, “es ser percibido". Para algunos de nuestros filósofos (y escritores), ser, es ser percibido por
la televisión, es decir, en definitiva, ser percibido por los periodistas, ser, como se dice, bien visto por
los periodistas (lo que implica una buena cantidad de compromisos y condiciones) -y es verdad que al
no poder casi contar con una producción incesante para existir en la continuidad, no tienen otro
recurso que aparecer tan frecuentemente como sea posible en la pantalla, escribir en intervalos
regulares y breves, obras que, como observaba Gilles Deleuze, tienen por función principal
asegurarse invitaciones a la televisión-. Así, la pantalla televisiva se convirtió hoy en una especie de
espejo de Narciso, un lugar de exhibición narcisista.
Este preámbulo puede parecer un poco extenso, pero considero deseable que los artistas,
los escritores y los estudiosos se planteen explícitamente la pregunta -si es posible colectivamente-,
para que cada uno ante sí mismo no quede en la elección de saber si es preciso aceptar o no las
invitaciones a la televisión, aceptar planteando condiciones o no, etc. Desearía mucho (siempre se
puede soñar) que tomen cartas en este asunto, colectivamente, y que traten de instaurar
negociaciones con los periodistas, especializados o no, para llegar a una especie de contrato. Va de
suyo que no se trata ni de condenar ni de combatir a los periodistas, que sufren a menudo muchas
restricciones que a su vez están obligados a imponer. Se trata, por el contrario, de asociarlos a una
reflexión destinada a buscar las formas de sobrellevar en común las amenazas de la instrumentación.
La opción del rechazo puro y simple de expresarse por la televisión no me parece defendible.
Pienso incluso que, en ciertos casos, puede haber una suerte de deber, a condición de que sea
posible hacerlo en ciertas condiciones razonables. Y para orientar la elección, hay que tomar en
cuenta la especificidad del instrumento televisual. Se trata, con la televisión, de un instrumento que,
teóricamente, da la posibilidad de alcanzar a todo el mundo. De allí un cierto número de preguntas
previas: ¿lo que digo está destinado a todo el mundo? ¿Estoy en condiciones de hacer que mi
discurso, por su forma, pueda ser escuchado por todo el mundo? Se puede incluso ir más lejos:
¿debe ser escuchado por todo el mundo? Hay una misión de los investigadores, de estudiosos en
particular -y puede ser especialmente apremiante para las ciencias sociales- que es restituir a todos
las adquisiciones de la investigación. Somos, como decía Husserl, "funcionarios de la humanidad",
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pagados por el Estado para descubrir cosas, sea del mundo natural, sea del mundo social, y está en
parte entre nuestras obligaciones, el restituir lo que hemos adquirido. Siempre me esforcé para
aceptar o rechazar las invitaciones a partir del cedazo de estas interrogaciones previas. Y desearía
que todos los que son convocados a ir a la televisión se las planteen porque los telespectadores, los
críticos de la televisión, se las plantean y las plantean a propósito de sus apariciones: ¿Hay algo para
decir? ¿Es en estas condiciones que se puede decir algo? ¿Lo que se dice merece ser dicho en este
lugar? En una palabra, ¿qué se hace allí?
Una censura invisible
Pero vuelvo a lo esencial: empecé señalando que el acceso a la televisión tiene por
contrapartida una formidable censura, una pérdida de autonomía ligada, entre otras cosas, a que el
tema es impuesto, que las condiciones de la comunicación son establecidas y sobre todo que la
limitación del tiempo impone al discurso restricciones tales que es poco probable que se pueda decir
algo. Esta censura que se ejerce sobre los invitados, y también sobre los periodistas que contribuyen
a hacerla pesar, se espera que yo diga que es política. Es cierto que hay intervenciones políticas, un
control político (que se ejerce notablemente a través de las nominaciones a los puestos dirigentes). Es
verdad que también y sobre todo en un período en que, como hoy, hay un ejército de reserva y una
gran precariedad del empleo en las profesiones de la televisión y la radio, la propensión al
conformismo político es muy grande. La gente se conforma con una forma consciente o inconsciente
de autocensura sin que sea necesario hacer llamados al orden.
Se puede también pensar en las censuras económicas. Es verdad que, en último término, lo
que pesa en la televisión es la restricción económica. Dicho esto, uno no se puede contentar con decir
que lo que pasa en la televisión está determinado por los que la poseen, por los anunciantes que
pagan la publicidad, por entender que el Estado que da subsidios, y si no se sabía, subsidia a un canal
de televisión por el nombre del propietario, la parte de los diferentes anunciantes en el presupuesto y
la suma de las subvenciones. Sin entender todos estos factores no se comprendería gran cosa.
Queda lo que es importante recordar. Es importante saber que la NBC es propiedad de General
Electric, que CBS es propiedad de Westinghouse, que ABC es propiedad de Disney, que TF1 es
propiedad de Bouygues, lo que tiene consecuencias a través de una serie de mediaciones. Es
evidente que hay cosas que un gobierno no le hará a Bouygues sabiendo que Bouygues está detrás
de TF1. Éstas son cosas tan gruesas y groseras que la crítica más elemental las percibe, pero que
esconden mecanismos anónimos, invisibles, a través de los cuales se ejercen censuras de todo tipo
de órdenes que hacen de la televisión un formidable instrumento de mantenimiento del orden
simbólico.
Debo detenerme un instante en este punto. El análisis sociológico se enfrenta a menudo a
un malentendido: aquéllos que están inscriptos en el objeto de análisis, en el caso particular de los
periodistas, tienden a pensar que el trabajo de enunciación, de develamiento de los mecanismos, es
un trabajo de denuncia, dirigido contra personas o, como se dice, "ataques", ataques personales, ad
hominem (dicho esto, si el sociólogo o el escritor dijera la décima parte de lo que escucha cuando
habla con los periodistas a propósito de los "asuntos internos", por ejemplo, o acerca de la fabricación
-es la palabra justa- de los programas, sería denunciado por los mismos periodistas por su partido
tomado y su falta de objetividad). La gente, de manera general, no estima ser tomada como objeto,
objetivada, y los periodistas menos que ningún otro. Se siente dirigida, sujetada, mientras que cuanto
más se avanza en el análisis del medio, más uno se orienta a dejar de lado la responsabilidad de los
individuos, -lo que no quiere decir que se justifique todo lo que pasa allí-, y cuanto más se comprende
cómo funciona, más se comprende también que los que participan allí son manipulados tanto como
manipuladores. Manipulan aun más, a menudo, que lo que son ellos mismos manejados y más
inconscientes de serlo. Insisto en este punto, sabiendo que, a pesar de todo, lo que digo será
percibido como una crítica; reacción que es también una manera de defenderse contra el análisis.
Creo incluso que la denuncia de escándalos, de hechos y fechorías de tal o cual presentador, o de los
salarios exorbitantes de algunos productores, puede contribuir a perder de vista lo esencial, en la
medida en que la corrupción de las personas esconde esta suerte de corrupción estructural (¿pero, es
preciso, aún hablar de corrupción?) que se ejerce sobre el conjunto del sistema a través de
mecanismos tales como la competencia para las partes del mercado que voy a tratar de analizar.
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Querría desmontar una serie de mecanismos que hacen que la televisión ejerza una forma
particularmente perniciosa de violencia simbólica. Ésta es una violencia que se practica con la
complicidad tácita de aquéllos que la sufren y también, a menudo, de aquéllos que la ejercen en la
medida en que unos y otros son inconscientes de ejercerla o sufrirla. La sociología, como todas las
ciencias, tiene por función revelar las cosas ocultas; haciendo esto puede contribuir a minimizar la
violencia simbólica que se opera en las relaciones sociales y en particular en las de comunicación
mediática.
Tomemos lo más fácil: la información secundaria, que es siempre el material preferido de la
prensa sensacionalista; la sangre y el sexo, el drama y el crimen siempre han hecho vender y el rating
debía elevarse al inicio de los noticiosos. Estos ingredientes, ante la imagen de respetabilidad
impuesta por el modelo de la prensa seria escrita, habían sido descartados o relegados. Pero la
información general es también el conjunto de sucesos que divierten. Los magos tienen un principio
elemental que consiste en llamar la atención sobre otra cosa que la que hacen. Una parte de la acción
simbólica de la televisión, en el nivel de las informaciones por ejemplo, consiste en atraer la atención
sobre hechos que tienen una naturaleza tal que pueden llamar la atención de todo el mundo, de allí
que son ómnibus -es decir para todo el mundo. Los hechos ómnibus son aquellos que, como su
nombre lo indica, no deben molestar a nadie, no llevan a elegir, no dividen, hacen al consenso,
interesan a todo el mundo pero de manera tal que no tocan nada importante. Los acontecimientos
generales son una suerte de alimento elemental, rudimentario, de la información que es muy
importante porque interesa a todo el mundo sin provocar consecuencias y toma tiempo que podría ser
empleado para decir otra cosa. Pues el tiempo es un componente extremadamente raro en la
televisión. Y si se emplean minutos preciosos para decir cosas fútiles, es que las cosas por triviales
que sean en realidad son muy importantes porque esconden cosas más valiosas. Si insisto sobre este
punto, es porque se sabe que hay una proporción muy importante de gente que no lee ningún diario;
que está dedicada en cuerpo y alma a la televisión como fuente única de información. La televisión
tiene una especie de monopolio de hecho sobre la formación de los cerebros de una parte importante
de la población. Poniendo el acento en la general, se llena este tiempo con el vacío, con la nada o casi
nada, se desechan las informaciones pertinentes que debería poseer el ciudadano para ejercer sus
derechos democráticos. Por esta vía, se orienta a una división, en materia de información, entre
aquéllos que pueden leer los diarios llamados serios, si resisten a partir de la competencia con la
televisión, los que tienen acceso a los diarios internacionales, a las radios extranjeras y, por otro lado,
aquellos que tienen por todo bagaje político la información brindada por la televisión, es decir, casi
nada (aparte del conocimiento directo que brinda la visión de hombres y mujeres, de sus expresiones,
tantas cosas que hasta los más desprovistos culturalmente saben descifrar, lo que contribuye mucho
a alejarlos de un buen número de responsables políticos).
Esconder mostrando
Puse el acento en lo más visible. Querría ir hacia cosas ligeramente menos visibles
mostrando cómo la televisión puede, paradojalmente, esconder mostrando. Exhibiendo otra cosa que
lo que debería mostrar si hiciera lo que se supone que debe hacer, es decir informar. O incluso
mostrando lo que hay que mostrar, pero de tal manera que no se lo da a conocer o se lo vuelve
insignificante o lo construye de tal manera que toma un sentido que no se corresponde de ninguna
manera con la realidad.
Sobre este punto, tomaría dos ejemplos prestados de los trabajos de Patrick Champagne.
En La Misère du monde consagra un capítulo a la representación que los medios hacen de los
fenómenos llamados de las "afueras de la ciudad"2 y muestra cómo los periodistas, llevados a la vez
por las propensiones inherentes a su profesión, a su visión del mundo, a su formación, a su
disposición, pero también por la lógica de la profesión, seleccionan de esta realidad particular que es
la vida de las afueras de la ciudad, un aspecto absolutamente peculiar, en función de categorías de
percepción que les son propias. La metáfora más comúnmente empleada por los profesores para
explicar la noción de categoría, es decir, las estructuras invisibles que organizan lo percibido,
determinando lo que se ve y lo que no se ve, es la de “anteojeras”. Estas categorías son el producto
2
"Banlieu"
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de nuestra educación, de la historia, etc. Los periodistas tienen "anteojeras" particulares a partir de las
cuales ven algunas cosas y otras no; y sólo de una cierta manera las cosas que ven. Operan una
selección y una construcción de lo que es seleccionado.
El principio de selección es la búsqueda de lo sensacional, de lo espectacular. La televisión
apela a la dramatización, en el doble sentido: pone en escena, en imágenes, un hecho y exagera su
importancia, la gravedad y el carácter dramático, trágico. Para las afueras de la ciudad, lo que importa
son los motines. Es ya una gran palabra... (Se hace el mismo trabajo sobre las palabras. Con palabras
ordinarias, no se "conmueve al burgués", ni al "pueblo". Es necesario que se empleen términos
extraordinarios. En resumen, paradojalmente el mundo de la imagen está dominado por palabras. La
foto no es nada sin la leyenda que dice cómo debe leerse -legendum-, es decir, a menudo, leyendas
que hacen ver cualquier cosa. Nombrar, ya se sabe, es hacer ver, es crear, llevar a la existencia. Y las
palabras pueden causar estragos: islam, islamista, islámico -¿el pañuelo es islámico o islamista? ¿Y si
se tratara de un mal vestido, sin más? Se me ocurre que tengo ganas de retomar cada palabra de los
presentadores que a menudo hablan a la ligera, sin tener la menor idea de la dificultad y la gravedad
de lo que evocan ni de las responsabilidades que favorecen evocándolas, ante millones de
telespectadores, sin comprenderlos y sin entender que ellos no los comprenden. Porque estas
palabras hacen cosas, crean fantasmas, temores, fobias o, simplemente, representaciones falsas).
Los periodistas, grosso modo, se interesan en lo excepcional, en lo que es excepcional para ellos. Lo
que puede ser banal para otros podrá ser extraordinario para ellos y a la inversa. Se interesan en lo
que rompe con lo ordinario, lo que no es cotidiano -los diarios deben ofrecer cotidianamente lo
extracotidiano, no es fácil...-. De allí el lugar que acuerdan a lo extraordinario ordinario, es decir
previsto por las esperas habituales, incendios, inundaciones, asesinatos, acontecimientos. Pero lo
extraordinario es también y sobre todo lo que no es ordinario en relación con los otros diarios. Es lo
que es diferente de lo ordinario y lo que es diferente de lo que los otros periódicos dicen de lo
ordinario, o dicen ordinariamente. Es una restricción terrible: la que impone la persecución de la
primicia. Para ser el primero en ver y hacer ver cualquier cosa, se está dispuesto a cualquier cosa, y
como se copian mutuamente para ganarle a los otros, hacer ante los otros, o hacer de otro modo que
los otros, se termina por hacer todos la misma cosa, la búsqueda de la exclusividad que -por otra
parte, y en otros campos, produce originalidad, singularidad- lleva aquí a la uniformidad y a la
banalización.
Esta búsqueda interesada, encarnizada, de lo extra-ordinario puede tener, como las
consignas directamente políticas o las autocensuras inspiradas por el temor a la autoexclusión,
efectos políticos. Disponiendo de esta fuerza excepcional que es la imagen televisiva, los periodistas
pueden producir efectos sin equivalentes. La visión cotidiana de los barrios marginales, con su
monotonía y con su color gris, no dice nada a nadie, no interesa y a los periodistas menos que a
nadie. Pero si les importara lo que pasa verdaderamente en los barrios de las afueras y quisieran
verdaderamente mostrarlo, sería extremadamente difícil. No hay nada más difícil que hacer sentir la
realidad en toda su banalidad. Flaubert solía decir: "hay que pintar bien al mediocre". Es el problema
con el que se encuentran los sociólogos: volver extraordinario lo ordinario; evocar lo ordinario de
manera que la gente vea hasta qué punto es extraordinario.
Los riesgos políticos que son inherentes al uso corriente de la televisión se relacionan con la
imagen que tiene la particularidad de producir lo que los críticos literarios llaman efecto de realidad,
puede hacer ver y hacer creer en lo que hace ver. Este poder de evocación tiene efectos de
movilización. Puede hacer existir ideas o representaciones, pero también grupos. La información
general, los incidentes o los accidentes diarios, pueden ser cargados de implicaciones políticas, éticas,
etc. propias para desencadenar sentimientos fuertes, a menudo negativos, como el racismo, la
xenofobia, el temor-odio al extranjero y la simple rendición de cuentas; el hecho de referir, to record,
reportar implica siempre una construcción social de la realidad capaz de ejercer efectos sociales de
movilización (o de desmovilización).
Otro ejemplo que tomo prestado a Patrick Champagne, el de la huelga de los estudiantes
del Liceo en 1986, donde se ve cómo los periodistas pueden, en toda su buena fe, en toda su
ingenuidad, dejándose conducir por sus intereses -lo que les interesa-, sus presupuestos, sus
categorías de percepción y de apreciación, sus esperas inconscientes, producir efectos de realidad y
efectos en lo real, que no son queridos por nadie y que, en ciertos casos, pueden ser catastróficos.
Los periodistas tenían en la cabeza Mayo de 1968 y el temor de perder un "nuevo 68". Se trataban
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con adolescentes no muy politizados que no sabían mucho qué decir, entonces se busca portavoces
(sin duda entre los más politizados) y se los toma en serio y los portavoces se toman ellos mismos en
serio. Y la televisión que pretende ser un instrumento de registro se transformó en un instrumento de
creación de la realidad. Se va cada vez más a un universo en el que el mundo social es descriptoprescripto
por la televisión. Ella se transforma en árbitro del acceso a la existencia social y política.
Supongamos que hoy se quisiera obtener el derecho a la jubilación a los 50 años. Hace unos años, se
habría hecho una manifestación, se harían pancartas, se habría desfilado, se habría concurrido al
Ministerio de Educación Nacional; hoy hay que tener un hábil consejero comunicacional (tal vez
exagero pero apenas). Se hace en los medios algún gesto que conmueva: un disfraz, máscaras y se
obtiene por televisión un efecto que no está lejos de aquél que obtendría una manifestación de 50.000
personas.
Uno de los desafíos de las luchas políticas, a escala con los cambios cotidianos o a escala
global, es la capacidad de imponer principios de visión del mundo, anteojos tales que la gente ve el
mundo según ciertas divisiones (los jóvenes y los viejos, los extranjeros y los franceses). Imponiendo
estas divisiones, se hacen grupos, que se movilizan y que, haciéndolo, pueden llegar a convencer de
su existencia, hacer presión y obtener beneficios. En estas luchas, hoy, la televisión juega un papel
fundamental. Aquéllos que creen que basta con manifestarse sin ocuparse de la televisión se
arriesgan a equivocarse: hay que producir cada vez más manifestaciones para la televisión, es decir,
que sean de naturaleza tal que interesen a la gente del medio teniendo en cuenta lo que son sus
categorías de percepción y así, conocidos, amplificados a partir de ellos, recibirán su plena eficacia.
La transmisión circular de la información
Hasta ahora hablé como si el sujeto de todos los procesos fuera el periodista. Pero él es una
entidad abstracta que no existe; lo que existe, son periodistas diferentes según el sexo, la edad, el
nivel de instrucción, el periódico, el "medio". El mundo de los periodistas es un mundo dividido donde
hay conflictos, competencias, hostilidades. Dicho esto, mi análisis es verdadero porque lo que tengo
en la mente es que los productos periodísticos son mucho más homogéneos de lo que se cree. Las
diferencias más evidentes, ligadas sobre todo a la coloración política de los diarios (que, por otra
parte, hay que decirlo, se decoloran cada día más...), esconden similitudes profundas, ligadas
notablemente a las restricciones impuestas por las fuentes y por toda una serie de mecanismos, el
más importante de los cuales es la lógica de la competencia. Se dice siempre, en nombre del credo
liberal, que el monopolio uniformiza y que la competencia diversifica. No tengo nada, evidentemente,
contra la competencia, pero observo sólo que, cuando ella se ejercita entre periodistas o entre
periódicos que están sometidos a las mismas restricciones, a los mismos sondeos y anunciantes
(basta ver con qué facilidad los periodistas se pasan de un diario a otro), homogeneiza. Hay que
comparar las coberturas de los semanarios franceses con quince días de intervalo: tienen casi los
mismos títulos. Incluso en los noticiosos televisivos o radiales, para mejor o para peor, sólo cambia el
orden de las informaciones.
Esto tiene que ver, por una parte, con el hecho de que la producción es colectiva. En el cine,
por ejemplo, las obras son productos colectivos de los cuales los genéricos dan testimonio. Pero el
agente de los mensajes televisivos no se reduce al grupo conformado por los que trabajan en una
redacción; engloba al conjunto de periodistas. Uno se plantea la pregunta "¿pero quién es el sujeto del
discurso?" No se está nunca seguro de ser el sujeto de lo que se dice... Decimos muchas menos
cosas originales de las que creemos. Pero esto es particularmente verdadero en el universo en que
las restricciones colectivas son muy fuertes y en particular las restricciones de la competencia, en la
medida en que cada uno de los productores está llevado a hacer cosas que no haría si no existieran
los otros: cosas que hace, por ejemplo, para llegar antes que los otros. Nadie lee tantos periódicos
como los periodistas que, por otro lado, tienen la tendencia a pensar que todo el mundo lee todos
los diarios. (Olvidan que, en principio, mucha gente no lee y que los que leen sólo lo hacen con un
diario. No es frecuente que se lea el mismo día Le Monde, Le Figaro y Libération, a menos que se
sea un profesional). Para los periodistas, la lectura de diarios es una actividad indispensable y la
revista es un instrumento de trabajo: para saber lo que se va a decir, hay que saber lo que los otros
dicen. Es uno de los mecanismos a través de los cuales se engendra la homogeneidad entre los
productos propuestos. Si Libération hace esto sobre tal acontecimiento, Le Monde no puede quedar
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indiferente, deja de individualizarse un poco (a fortioiri si es de TF1 que se trata) para marcar la
distancia y guardar su reputación de altura y seriedad. Pero estas pequeñas diferencias a las
cuales, subjetivamente, los diferentes periódicos les asignan tanta importancia, esconden enormes
similitudes. En los comités de redacción, se pasa una parte considerable del tiempo hablando de
otros diarios, y en particular de “lo que hicieron y no hicieron” (“¡Se perdió eso!”) y lo que hubieran
debido hacer - sin discusión- cuando lo hicieron. Es quizás más visible en el orden de la crítica
literaria, artística o cinematográfica. Si X habla de un libro en Libération, Y deberá comentarlo en Le
Monde o en Le Nouvel Observateur, incluso si lo encuentra nulo o sin importancia e inversamente.
Así se hacen los éxitos mediáticos, a veces correlativos con los éxitos de ventas (aunque no
siempre).
Esta suerte de juego de espejos que se reflejan mutuamente produce un formidable efecto
de clausura, de cerrazón mental. Otro ejemplo de este efecto de interlectura se cumple en todas las
entrevistas: para hacer el programa del noticioso del mediodía, hay que haber visto los títulos del
noticioso de la noche anterior y los de la mañana y para hacer mis títulos del diario de la tarde es
necesario que haya leído los diarios de la mañana. Esto forma parte de las exigencias tácitas del
trabajo, para estar a tono y a menudo con diferencias ínfimas, a las cuales los periodistas asignan
una importancia fantástica y que pasan completamente desapercibidas para el televidente. (He aquí
un efecto de campo particularmente típico: se hacen en referencia a los competidores, cosas para
ajustarse a los deseos de los clientes.) Por ejemplo, los periodistas dirán - cito - “Reventamos a
TF1”, como manera de confesar que una buena parte de sus esfuerzos lleva a producir pequeñas
diferencias. “Se la dimos a TF1”, esto significa: tenemos un diferencial de sentido; “ellos no dieron
con el tono, nosotros sí”. Diferencias absolutamente imperceptibles para el espectador medio, que
sólo podría percibir si viera dos canales al mismo tiempo; son imperceptibles, pero muy importantes
desde el punto de vista de los productores que creen que, siendo percibidas, contribuyen al éxito del
ráting, y perder un punto en algunos casos es mortal. No es más que una de las ecuaciones, falsas
desde mi punto de vista, a propósito de las relaciones entre el contenido de las emisiones y su
efecto supuesto.
Las opciones que se presentan en la televisión son, de algún modo, elecciones sin sujeto.
Para explicar esta afirmación quizás un poco excesiva, invocaré simplemente los efectos del
mecanismo de transmisión circular al que hice alusión rápidamente: el hecho de que los periodistas,
en la práctica, tengan muchas características comunes, de condición pero también de origen y de
formación, el que se lean unos a los otros, se vean en los debates en que se vuelven a encontrar
siempre los mismos, tiene efectos de clausura y, no hay que dudar en decirlo, de censura tan
eficaces - más, incluso, porque su mecanismo es invisible- como aquéllos que corresponden a una
burocracia central o de una intervención política expresa. (Para medir la fuerza de clausura de este
círculo vicioso de la información, basta con tratar de hacer penetrar -para que salga hacia el gran
público - una información no programada, sobre la situación de Argelia, sobre el estatuto de los
extranjeros en Francia, etc. La conferencia de prensa, el comunicado no sirven para nada; el
análisis que se lleva a cabo aburre y es imposible que pase al diario, a menos que sea firmado por
un nombre conocido, que hace vender. Para romper este círculo hay que proceder por efracción,
pero ésta no puede ser más que mediática; hay que acordar en dar un golpe que interese a los
medios o, por lo menos, a un “medio” y que podrá ser arrastrado por el efecto de la competencia.)
Si uno se pregunta, cuestión que puede parecer un poco inocente, cómo se informa la gente
que está a cargo de informarnos, parece que, en buena medida, lo hacen a través de otros
informadores. Por supuesto, está AFP, las agencias, las fuentes oficiales (ministerios, policía, etc.)
con las cuales los periodistas tienen que mantener relaciones de intercambio muy complejas. Pero
la parte más determinante de los contenidos, es decir la información sobre la información que
permite decidir lo que es importante y lo que merece ser transmitido viene en una buena medida de
otros informadores. Y esto lleva a una suerte de nivelación, de homogeneización de jerarquías.
Recuerdo haber tenido una entrevista con un director de programación a quien todo le parecía
evidente. Le preguntaba: “¿Por qué pone esto antes que esto otro?”. Y me respondía: “Es evidente”.
Y es sin duda por esta razón que ocupaba el lugar en el que estaba; es decir, porque las categorías
de percepción estaban ajustadas a las exigencias objetivas. Por supuesto, en las diferentes
posiciones en el interior de un mismo medio, los diferentes periodistas no encuentran igualmente
evidente lo que se tiene por tal. Los responsables que encarnan el rating tienen un sentimiento de
evidencia que no es necesariamente compartido por el pequeño escritorzuelo que desembarca, que
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propone un tema y a quien se dice: “Esto no tiene ningún interés...”. No se puede concebir este
medio como homogéneo: hay chicos, jóvenes, subversivos, casse-pieds que luchan
desesperadamente para introducir pequeñas diferencias en el enorme bullicio homogéneo que
impone el círculo (vicioso) de la información que circula de manera circular entre gente que tiene en
común - no hay que olvidarlo -, el hecho de estar sometido al rating; ellos mismos son dependientes
del rating.
El rating es la tasa de audiencia que obtienen los diferentes canales (hay instrumentos,
actualmente, en algunos canales, que permiten verificar la audiencia cada cuarto de hora e incluso
-es un perfeccionamiento reciente- que permite ver las variaciones de las grandes categorías
sociales). Se tiene pues un conocimiento muy preciso de lo que pasa y de lo que no. Este
parámetro se convirtió en el juicio último del periodismo: incluso en sus sitios más autónomos;
aparte quizás de Le Canard Enchaîné, Le Monde diplomatique, y algunas pequeñas revistas de
vanguardia de gente generosa e “irresponsable”, el rating está en todos los cerebros. Actualmente
hay una mentalidad-rating en todas las redacciones, las salas de edición, etc. En todos lados se
piensa en términos de éxito comercial. Hace treinta años y a partir del siglo XIX, Baudelaire,
Flaubert, etc., entre los escritores de vanguardia (escritores para escritores, reconocidos por sus
pares o, incluso, entre los artistas que buscaban ser reconocidos por otros artistas) el éxito
comercial inmediato era sospechoso: se veía en eso un signo de compromiso con el siglo, con el
dinero... Hoy, cada vez más, el mercado es reconocido como la instancia de legitimación. Esto se ve
bien en esa otra institución reciente que es la lista de los best-sellers. Escuché incluso esta mañana
en la radio a un presentador comentar el último best-seller y decir: “La filosofía está de moda este
año ya que El mundo de Sofía vendió 800.000 ejemplares”. Daba como veredicto absoluto, como
juicio último, el de las cifras de ventas. A través del rating, la lógica del comercio se impone en las
producciones culturales. Sin embargo, tengamos en cuenta que, históricamente, todas las
producciones culturales que yo y cierto número de personas -no soy el único, espero- consideramos
como las producciones más importantes de la humanidad, las matemáticas, la poesía, la literatura,
la filosofía, todas ellas han sido creadas contra la lógica del comercio. Incluso, introducir esta
mentalidad ráting hasta en los editores de vanguardia, aun en las instituciones especializadas que
comienzan a hacer muestreos de audiencia, es muy inquietante porque esto induce a cuestionar las
condiciones mismas de la producción de obras que pueden parecer esotéricas, porque no están
pendientes de las expectativas del público, pero que sí son capaces de crear su público.
La urgencia y el fast thinking
Respecto de la televisión, la audiencia ejerce un efecto absolutamente particular: este se
manifiesta en la presión de la urgencia. La competencia entre periódicos y la televisión, la que
ocurre entre los canales, toma la forma de una competencia por la primicia, por ser el primero. Por
ejemplo, en un libro en el que presenta cierto número de entrevistas con periodistas, Alain Accardo
muestra cómo ellos son conducidos: porque un canal de la competencia ha “cubierto” una
inundación, hay que “cubrir” esa inundación tratando de mostrar alguna cosa que el otro no
consiguió. En resumen, hay objetos que son exhibidos a los teleespectadores porque se les
imponen a los productores; y se les imponen a ellos porque la mecánica de la competencia con
otros productores. Esta especie de presión cruzada que los periodistas hacen pesar unos a otros es
generadora de toda una serie de consecuencias que se retraducen en elecciones, ausencias y
presencias.
Decía al inicio que la televisión no es muy favorable a la expresión del pensamiento.
Establecía un vínculo, negativo, entre la urgencia y el pensamiento. Es un viejo tópico del discurso
filosófico: es la oposición que hace Platón entre el filósofo que tiene tiempo y la gente que está en el
ágora, la plaza pública, quienes están presionados por la urgencia. Sugiere que en la urgencia no se
puede pensar. Es francamente aristocrático. Es el punto de vista del privilegiado que tiene tiempo y
que no se pregunta demasiado acerca de su ventaja. Pero no es éste el lugar de discutir acerca de
esta cuestión; lo que es seguro es que hay un vínculo entre el pensamiento y el tiempo. Y uno de
los problemas mayores que plantea la televisión es el de las relaciones entre el pensamiento y la
velocidad. ¿Se puede pensar en la velocidad? La televisión, dando la palabra a pensadores que
están orientados a reflexionar en un ritmo acelerado, ¿no se condena a tener sólo fast-thinkers,
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pensadores que piensan más rápido que sus sombras...?
Hay que preguntarse por qué son capaces de responder en estas condiciones particulares,
porque deliberan en condiciones en las que nadie lo hace. La respuesta, me parece, es que piensan
por “ideas recibidas”, aquellas de las que habla Flaubert, que son ideas recibidas por todo el mundo,
banales, convencionales, comunes; pero son también concepciones que, cuando se las recibe,
estaban ya de antemano, de manera que el problema de la recepción no aparece. Puesto que, se
trate de una discusión, de un libro, de un mensaje televisivo, el problema mayor de la comunicación
es el de saber si las condiciones de recepción son alcanzadas; ¿el que escucha tiene el código para
poder decodificar lo que estoy diciendo? Cuando se enuncia una “idea recibida”, es como si
estuviera hecha: el problema está resuelto. La comunicación es instantánea porque, en un sentido,
no es tal. O no es más que aparente. El intercambio de lugares comunes es una comunicación sin
otro contenido que el hecho mismo de la comunicación. Los “lugares comunes” que juegan un papel
enorme en la conversación cotidiana tienen esta virtud de que todo el mundo puede recibirlos
instantáneamente; por su banalidad, son comunes al emisor y al receptor. Por el contrario, el
pensamiento, es subversivo: debe comenzar por desmontar las “ideas recibidas” y a continuación
demostrar. Cuando Descartes habla de demostración, habla de largas cadenas de razones. Esto
lleva tiempo, hay que desarrollar una serie de proposiciones encadenadas por expresiones como
“en consecuencia”, “pues”, “dicho esto”..., porque este despliegue del pensamiento pensante está
intrínsecamente ligado al tiempo.
Si la televisión privilegia un cierto número de fast-thinkers que proponen un fast-food
cultural, la alimentación cultural predigerida, prepensada, no es sólo porque (y esto forma parte
también de la sumisión a la urgencia) tienen una libreta de referentes, por otro lado siempre la
misma (sobre Rusia, es el señor o la señora. X, sobre Alemania, es el señor Y): hay comentaristas
empujados a decir alguna cosa en verdad, es decir, a menudo jóvenes, aún desconocidos,
comprometidos en su investigación, poco inclinados a frecuentar los medios, que habría que ir a
buscarlos, pero que salen de la manga, siempre disponibles y prestos a poner en el papel alguna
cosa o dar entrevistas, son los habitués de los medios. Se da también el hecho de que, para ser
capaz de “pensar” en ciertas condiciones en las que nadie puede pensar, hay que ser un pensador
de un tipo particular.
Debates verdaderamente falsos o falsamente verdaderos
Es nacesario que me referiera a los debates. En este punto voy a ser rápido porque pienso
que la demostración es más fácil: hay, en principio, debates verdaderamente falsos, que se los
reconoce de inmediato como tales. Cuando se ve en televisión a Alain Minc y Attali, Alain Minc y
Sorman, Ferry y Finkielkraut, Julliard e Imbert..., son camaradas. (En EE.UU., hay gente que gana
su vida yendo de una facultad a otra haciendo dúos de este tipo...). Se trata de personas que se
conocen, que desayunan juntos, que cenan juntos. (Hay que leer el diario de Jacques Julliard,
L’Année des dupes, que apareció en Seuil este año, para ver cómo funciona esto que digo). Por
ejemplo, en una emisión de Durant acerca de las élites que yo había mirado, toda esta gente estaba
presente. Estaba Attali, Sarkozy, Minc... En un momento dado, Attali, hablando a Sarkozy, le dijo
“Nicolás... Sarkozy”. Hubo un silencio entre el nombre y el apellido: si se detenía en el nombre, se
habría notado que eran compinches, que se conocían íntimamente, aunque sean, aparentemente,
de dos partidos opuestos. Hay allí un pequeño signo de connivencia que podría pasar
desapercibido. En síntesis, el universo de los invitados permanentes es un mundo clausurado de
interconocimientos que funciona en una lógica de permanente autoreforzamiento. (El debate entre
Serge July y Philippe Alexandre en Christine Ockrent, o su parodia por las marionetas que
sintetizaron todo esto, es, desde este punto de vista, ejemplar). Se trata de adversarios que se
oponen de una manera tan acordada... Por ejemplo, Julliard e Imbert aparentan representar a la
derecha y la izquierda. Acerca de alguien que habla a tontas y a locas, los kabiles dicen: “Me puso
el este en el oeste”. En el mismo sentido, ellos son gente que pone la derecha en la izquierda. ¿El
público es consciente de esta complicidad? No es seguro. Digamos que quizás y esto se manifiesta
bajo la forma de un rechazo global de París, que la crítica fascista hacia la centralidad de las
cuesiones parisinas trata de rescatar y que se expresó una vez más, en ocasión de los sucesos de
noviembre: “esas son historias de parisinos”. Sienten que sucede alguna cosa, pero no ven hasta
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qué punto se trata de un mundo clausurado, cerrado sobre sí mismo y, en consecuencia, cerrado a
sus problemas y a su existencia.
Hay también debates aparentemente verdaderos, falsamente verdaderos. Voy a analizar
uno rápidamente: elegí el organizado por Cavada durante las huelgas de noviembre porque tienen
todas las apariencias de un debate democrático, y para poder razonar a fortiori. Pues, cuando se
mira lo que pasó fuera de esta controversia (voy a proceder como hice hasta ahora yendo de lo más
visible a lo más oculto), se ve una serie de operaciones de censura.
Primer nivel: el rol del presentador, que importa siempre a los espectadores. Ven bien que
haga intervenciones restrictivas. Es él quien impone el tema, quien determina la problemática (a
menudo tan absurda como el debate de Durand - “¿Hay que quemar a las élites?”-, ya que todas
las respuestas, sí o no, lo son). Impone el respeto de la regla del juego, norma de geometría
variable: no es la misma cuando se trata de un sindicalista que cuando se trata de M. Peyreffite de
la Academia Francesa. Distribuye la palabra, dispensa los signos de importancia. Algunos
sociólogos trataron de desprender el implícito no verbal de la comunicación verbal: decimos tanto a
través de las miradas, los movimientos, los gestos, la mímica, etc., como a través de la palabra
misma. Y también a través de la entonación, por todo un conjunto de cosas. Se manifiesta
entonces mucho más que lo que se puede controlar (esto debería inquietar a los fanáticos del
espejo de Narciso). Hay tantos niveles en la expresión, no sólo el de la palabra propiamente dicha –
si se controla el nivel fonológico, no se controla el sintáctico, y así sucesivamente-, que nadie,
incluso el que mejor dominio tenga de sí mismo, a menos que juegue un papel o practique un
lenguaje rígido, está en condiciones de manejar todo. El presentador mismo interviene a través del
lenguaje inconsciente, su manera de plantear las preguntas, su tono que dirá a unos, cortante:
“Haga el favor de responder, no respondió a mi pregunta” o “Espero su respuesta. ¿Van a continuar
con la huelga?”. Otro ejemplo muy significativo, las diferentes maneras de decir “gracias”.
“¡Gracias!” puede significar “Le agradezco, estoy reconocido, tomo con gratitud su palabra”. Pero
hay otra manera de decir gracias que remite a concluir: “Gracias” quiere decir entonces “Listo,
terminado. Pasemos al siguiente”. Todo esto se manifiesta de manera infinitesimal, en los matices
levísimos del tono, pero el interlocutor lo recibe, retiene la semántica aparente y la semántica
oculta; conserva los dos y puede perder sus medios.
El presentador distribuye sus tiempos de habla, el tono de habla, respetuoso o desdeñoso,
solícito o impaciente. Por ejemplo, hay una manera de hacer “Sí, sí, sí...” que apresura, que hace
sentir al interlocutor impaciencia o indiferencia... (En las entrevistas que hacemos, sabemos que es
muy importante brindar a la gente signos de acuerdo, de interés, si no se desaniman y poco a poco
la palabra pierde interés: esperan cosas pequeñas, “sí, sí”, movimientos de cabeza, pequeños
signos de inteligencia, como se dice). Estos signos imperceptibles son manipulados por el
presentador de manera más inconsciente, frecuentemente, que consciente. Por ejemplo, el respeto
a las eminencias culturales, en el caso del autodidacta con poco roce cultural, lo va a llevar a
admirar falsos esplendores, los académicos, la gente dotada de títulos que aparentan respeto. Otra
estrategia del presentador: manipula la urgencia; se sirve del tiempo, del reloj, para cortar la
palabra, para apurar, para interrumpir. Y allí, tiene otro recurso, como todos los presentadores, se
hace portavoz del público: ”Lo interrumpo, no comprendo lo que quiere decir”. No se da a conocer
como un idiota, da a entender que el espectador de base que, por definición, lo es, no lo
comprenderá. Y se transforma en portavoz de los “imbéciles” para interrumpir un discurso
inteligente. En resumen, como lo he podido verificar, la gente autorizada a jugar este rol de censor,
es, a menudo, la más exasperada por los cortes.
El resultado es que, en una emisión de dos horas, el representante de la CGT tuvo
exactamente cinco minutos para todo, agregando las intervenciones (pues, como todo el mundo
sabe que si no hubiera habido CGT no habría habido huelga, ni programas de televisión sobre el
tema, etc.). Mientras que aparentemente, y es por ello que la emisión de Cavada era significativa,
todas las formas exteriores de igualdad formal se habían respetado.
Lo que plantea un problema importante desde el punto de vista de la democracia: es
evidente que todos los locutores no son iguales en el estudio de televisión. Hay profesionales de la
escena, del habla y del escenario y, frente a ellos, aficionados (puede tratarse de huelguistas que
alrededor de una fogata hacen tal o cual cosa...); es de una desigualdad extraordinaria. Y para
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restablecer un poquito de igualdad, sería necesario que el presentador fuera desigual, es decir que
participe lo más despojadamente que pueda, como lo hicimos en nuestro trabajo. La Misère du
Monde. Cuando se quiere que alguien que no es profesional de la palabra llegue a decir cosas (y a
menudo dice cosas absolutamente extraordinarias que la gente que usa la palabra desde hace
tiempo no estaría en condiciones de pensar), hay que hacer un trabajo de asistencia al discurso.
Para ennoblecer lo que acabo de expresar, diría que es una misión socrática en todo su esplendor.
Se trata de ponerse al servicio de alguien cuya opinión es importante, de quien se quiere saber lo
que tiene para decir, lo que piensa, ayudándolo a decirlo. Sin embargo, no es en absoluto lo que
hacen los presentadores. No sólo no ayudan a los más desfavorecidos sino que, si se puede decir,
acentúan las debilidades.
Pero, allí, se está aún en un nivel fenoménico. Hay que llegar a un segundo nivel: la
composición del estudio televisivo. Es determinante. Es un trabajo invisible cuyo escenario mismo
es el resultado. Por ejemplo, hay toda una labor de invitación previa: hay gente a la que ni se sueña
en invitar; gente a la que se invita y rechaza la invitación. El escenario televisivo está allí y lo
percibido esconde lo no percibido: no se ven, en una percepción fabricada, las condiciones sociales
de construcción. En consecuencia, no se dice: “toma, no está fulano de tal”. Ejemplo de este trabajo
de manipulación (uno entre miles): durante las huelgas, hubo dos emisiones sucesivas del Cercle
de minuit acerca de los intelectuales y las huelgas. Había, grosso modo, dos campos del lado
intelectual. En la primera emisión, los intelectuales no favorables a la huelga parecían de derecha -
para decirlo rápidamente. En la segunda, se cambió la composición del escenario, agregando
personas más de derecha y haciendo desaparecer a aquéllas que eran favorables a la huelga. Lo
que hace que las personas que, en la primera emisión, estaban a la derecha parecían a la
izquierda. Derecha e izquierda son posiciones relativas por definición. Entonces, en este caso, un
cambio en la composición del escenario da un cambio en el sentido del mensaje.
La composición del estudio televisivo es importante porque debe dar la imagen de un
equilibrio democrático (el límite es el “frente a frente”: “Señor, usted consumió los treinta
segundos...”). Se ostenta la igualdad y el presentador se erige como el árbitro. En el escenario de la
emisión de Cavada, había dos tipos de personas: actores comprometidos, protagonistas,
huelguistas; y luego había otros que eran también importantes, pero que estaban puestos en
posición de observadores. Había gente que estaba allí para explicarse (“¿Por qué hace usted esto?,
¿Por qué molesta a los usuarios?, etc.”) y otros que estaban para explicar, para sostener un
metadiscurso.
Otro factor invisible y sin embargo determinante: el dispositivo montado con anticipación por
las conversaciones preparatorias con los participantes, y que puede llevar a una suerte de
escenario, más o menos rígido, en el cual los invitados deben desplazarse (la preparación, puede,
en algún caso, como en ciertos juegos, tomar la forma de un cuasiensayo). En este ámbito previsto
con anticipación, no hay lugar para la improvisación, para la palabra libre, desenfadada, incluso
peligrosa para el presentador y para su emisión.
Otra propiedad invisible de este espacio es la lógica misma del juego del lenguaje como
dice el filósofo. Hay reglas tácitas de este juego que se va a desarrollar; cada uno de estos
universos sociales en los que circula el discurso tiene una estructura tal que algunas cosas pueden
decirse y otras no. Primer presupuesto implícito de este juego del lenguaje: el debate democrático
pensado según el modelo del “catch”; es preciso que haya confrontaciones, bueno, torpe... Y, al
mismo tiempo, no se permiten todos los golpes. Es preciso que éstos se deslicen en una lógica del
lenguaje formal, sabio. Otras propiedades del espacio: la complicidad entre profesionales que acabo
de señalar. Aquéllos que llamo fast-thinkers, los especialistas del pensamiento veloz, los integrantes
del medio los llaman “los buenos clientes”. Son personas a las que se puede invitar, se sabe que
harán una buena composición, que no van a crear dificultades, hacer historias y además hablan en
abundancia, sin problemas. Hay un universo de buenos clientes que están como peces en el agua y
otros que son peces fuera del agua. Y por fin, la última cosa invisible, es el inconsciente de los
presentadores. Me sucedió muy a menudo, incluso frente a periodistas muy bien dispuestos según
mi punto de vista, que tuve que comenzar todas mis respuestas por un cuestionamiento a la
pregunta. Los periodistas, con sus anteojos, sus categorías de pensamiento, plantean preguntas
que no tienen nada que ver con nada. Por ejemplo, acerca de los problemas llamados del
“conurbano” (banlieues) tienen en la cabeza todos los fantasmas que acabo de evocar y, antes de
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comenzar a responder, hay que decir elegantemente “su pregunta es, sin dudas interesante, pero
me parece que hay otra cosa más importante...”. Cuando no se está un poco preparado, se
responde a preguntas que no se plantean.
Contradicciones y tensiones
La televisión es un instrumento de comunicación muy poco autónomo sobre el que pesan
toda una serie de restricciones que remiten a las relaciones sociales entre los periodistas,
relaciones de competencia encarnadas, impiadosamente, hasta el absurdo. Son también vínculos
de connivencia, de complicidad objetiva, fundados en intereses comunes ligados a su posición en el
campo de la producción simbólica y sobre el hecho de que comparten estructuras cognitivas,
categorías de percepción y apreciación provenientes de su origen social, su formación (o su no
formación). Se sigue que este instrumento de comunicación aparentemente sin límites que es la
televisión en realidad está absolutamente “limitado”. Cuando, en los años 60, apareció como un
fenómeno nuevo, un cierto número de “sociólogos” (con muchas comillas) se precipitaron a decir
que la televisión, en tanto “medio de comunicación de masas”, iba a “masificar”. La televisión estaba
llamada a nivelar, homogeneizar poco a poco a todos los telespectadores. En resumen, era
subestimar las capacidades de resistencia. Pero, sobre todo, era subestimar la capacidad que el
medio tuvo de transformar a los que la producen y, especialmente, a los periodistas y al conjunto de
productores culturales (a través de la fascinación irresistible que ejerció en algunos de ellos). El
fenómeno más importante, y que era demasiado difícil de prever, es la extensión admirable de la
influencia televisiva sobre el conjunto de actividades culturales, comprendidas las producciones
científicas o artísticas. Hoy la televisión llevó al extremo, al límite, una contradicción que es
frecuente en todos los universos de producción cultural. Es la que existe entre las condiciones
económicas y sociales en las que hay que estar ubicado para poder producir un cierto tipo de obras
(cité el ejemplo de las matemáticas porque es el más evidente pero es verdadero también en la
poesía de vanguardia, la filosofía, la sociología, etc.), obras que se llaman “puras” (es una palabra
ridícula) o autónomas, en relación con las restricciones sociales de transmisión de los productos
obtenidos en estas circunstancias; contradicción entre las condiciones en las cuales hay que estar
para poder hacer matemáticas de vanguardia, poesía de vanguardia, etc., y las condiciones en las
cuales hay que estar para poder transmitir cosas a todo el mundo. La televisión lleva al extremo
esta incompatibilidad en la medida en que ella sufre todos los otros universos de producción
cultural, la presión del comercio, por intermedio del rating.
Del mismo modo, en este microcosmos que es el mundo del periodismo, las tensiones son
muy fuertes entre aquéllos que querrían defender los valores de la autonomía, de la libertad en
relación con el comercio, las demandas, los jefes, etc. y aquéllos que se someten a la necesidad y
que son pagados ... Estas tensiones no pueden casi explicarse, al menos en las pantallas, porque
las condiciones no son muy favorables: pienso por ejemplo en la oposición entre las grandes figuras
con enormes fortunas, particularmente visibles y remuneradas, pero también sumisas y los
testaferros invisibles de la información que cada vez están más condicionados por la lógica del
mercado del empleo y son utilizados para cosas cada vez más pedestres, cada vez más
insignificantes. Tienen, detrás de los micros, de las cámaras, gente incomparablemente más
cultivada que sus equivalentes de los años 60. Dicho de otro modo, esta tensión entre lo que es
solicitado por la profesión y las aspiraciones que la gente adquiere en las escuelas de periodismo o
en las facultades es cada vez más grande - aunque haya también una adaptación anticipada, que
opera la gente de dientes largos... Un periodista decía recientemente que la crisis de la cuarentena
(a los 40 años se descubre que un trabajo no es todo lo que se creía) se transforma en la crisis de
la treintena. Las personas descubren cada vez más rápido las necesidades terribles de la profesión
y, en particular, todas las restricciones asociadas al rating, etc. El periodismo es una de las
profesiones donde se encuentra a la gente más inquieta, insatisfecha, movediza o cínicamente
resignada, donde se expresa muy comúnmente (sobre todo del costado de los dominados,
evidentemente) la cólera, la repugnancia o el desencanto ante la realidad de un trabajo que se sigue
viviendo o reivindicando como “diferente de los otros”. Pero se está lejos de una situación en la que
estos desprecios o estos rechazos podrían tomar la forma de una verdadera resistencia individual y,
sobre todo, colectiva.
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Para comprender todo lo que evoqué y que se podría creer, a pesar de mis esfuerzos, que
lo imputo a las responsabilidades individuales de los presentadores, de los comunicadores, hay que
pasar al nivel de los mecanismos globales, al nivel de las estructuras. Platón (lo cité mucho hoy)
decía que somos marionetas de los dioses. La televisión es un universo en el que se tiene la
impresión de que los agentes sociales, teniendo las apariencias de importancia, de libertad, de
autonomía e, incluso a veces un aura extraordinaria (basta leer los noticiosos televisivos), son
marionetas de un afán que hay que describir, de una estructura que hay que desmenuzar y poner al
día.
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2. LA ESTRUCTURA INVISIBLE Y SUS EFECTOS
Para ir más allá de una descripción, por minuciosa que sea, de lo que pasa en un estudio de
televisión y tratar de explicar los mecanismos de sus prácticas, hay que hacer intervenir una noción,
un poco técnica pero que estoy obligado a invocarla, que es la de campo periodístico. El mundo del
periodismo es un microcosmos que tiene sus leyes propias y que se define por su posición en el
mundo global, por sus atracciones y sus rechazos respecto de otros microcosmos. Decir que es
autónomo, que tiene su propia ley, es decir que lo que pasa allí no puede ser comprendido de una
manera directa a partir de factores exteriores. Se presupone aquí la objeción de explicar por los
factores económicos todo lo que pasa en el periodismo. Por ejemplo, no se puede justificar lo que se
hace en TF1 por el sólo hecho que este canal pertenece al señor Bouygues. Es evidente que una
explicación que no tomara en cuenta este hecho sería insuficiente pero otra que tomara sólo este dato
no lo sería menos. Y esta última sería quizás más inaceptable porque tendría el aspecto de serlo. Hay
una forma de materialismo primitivo, asociado a la tradición marxista, que no explica nada, que
denuncia sin aclarar nada.
Partes del mercado y de la competencia
Para comprender lo que ocurre en el canal TF1, hay que considerar todo lo que TF1 debe al
hecho de estar situado en un universo de relaciones objetivas entre los diferentes canales de
televisión. Éstos están en una competencia que se define en su forma, de manera invisible, por
relaciones de fuerza no percibidas que pueden ser capturadas a través de indicadores tales como las
partes del mercado, el peso de los anunciantes, el capital colectivo de los periodistas prestigiosos, etc.
Dicho de otro modo, hay entre estos canales, no sólo interacciones -gente que se habla y que no se
habla, que se influye, que se lee, todo lo que conté hasta aquí- sino que también hay relaciones de
fuerza completamente invisibles que hacen que, para comprender lo que pasa en el canal TF1 o en el
Arte, haya que tomar en cuenta el conjunto de las relaciones de fuerza que constituyen la estructura
objetiva del campo. En el de las empresas económicas, por ejemplo, una empresa muy poderosa
tiene el poder de deformar el espacio económico casi en su totalidad; puede, al bajar los precios,
impedir que se incorpore otra a la competencia, puede instaurar una suerte de barrera a la entrada de
nuevas empresas. Estos efectos no son necesariamente producto de las voluntades. TF1 cambió el
paisaje audiovisual por el simple hecho de que acumuló un conjunto de poderes específicos que se
ejercen sobre este universo y que se retraducen efectivamente por las partes del mercado. Esta
estructura no es percibida por los telespectadores, ni por los periodistas; ellos sólo perciben los
efectos pero no ven hasta qué punto la importancia relativa de la institución en la que se encuentran
pesa sobre ellos, así como su lugar y la injerencia que cada uno tiene en ella. Para tratar de
comprender lo que puede hacer un periodista, hay que tener en cuenta una serie de parámetros: por
una parte, la posición del órgano de prensa en el que se encuentra, TF1 o Le Monde, en el campo
periodístico; en segundo lugar, su posición específica dentro de ese espacio.
Un campo es un ámbito social estructurado, un campo de fuerzas -hay dominantes y
dominados, hay relaciones constantes, permanentes, de desigualdad que se ejercen en su interior- y
es también un espacio de luchas para transformar o conservar este campo de fuerzas. Cada uno en el
interior de este universo, compromete en su competencia con los otros la fuerza (relativa) que detenta
y define su posición en el campo y, en consecuencia, sus estrategias. La competencia económica
entre los canales o los diarios por los lectores y el público o, como se dice, las partes del mercado, se
alcanza concretamente bajo la forma de una competencia entre los periodistas, que tiene sus propias
reglas específicas, el scoop (la primicia), la información exclusiva, la reputación en un asunto
determinado, etc. Y que no se ve ni se piensa como una lucha puramente económica en función de
las ganancias, están sometidas también a la posición del órgano de prensa considerado en las
relaciones de fuerza económicas y simbólicas. Hay actualmente relaciones objetivas invisibles entre
personas que no pueden jamás reencontrarse, entre Le Monde Diplomatique, para tomar un extremo,
y TF1, pero que son llevadas a tomar en cuenta en lo que hacen, consciente o inconscientemente, las
limitaciones y los efectos que se ejercen sobre ellos por pertenecer a un mismo universo. Dicho de
otro modo, si quiero saber hoy lo que va a decir o escribir tal periodista, lo que encontrará evidente o
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impensable, natural o indigno de él, tengo que saber la posición que ocupa en este espacio, es decir,
el poder específico que detenta su órgano de prensa y que mide, entre otros indicios, el peso
económico en las partes del mercado, pero también el peso simbólico, más difícil de determinar. (En
realidad, para ser completo, se debería tomar en cuenta la posición del campo mediático nacional en
el campo mundial y, por ejemplo, la dominación económico-técnica y, sobre todo, simbólica de la
televisión americana que es un modelo y una fuente de ideas, de fórmulas y procedimientos para
muchos periodistas).
Para comprender mejor esta estructura en su forma actual, es bueno recorrer la historia del
proceso que lo constituyó. En los años 50, la televisión estaba apenas presente en el campo
periodístico; cuando se hablaba de periodismo apenas se pensaba en ella. La gente de la televisión
estaba doblemente dominada: por una parte se sospechaba que estaban subordinados al poder
político y por lo tanto dominados desde el punto de vista cultural, simbólico y del prestigio; y, por otra
parte, lo estaban también desde la faz económica ya que eran dependientes de los subsidios del
Estado y por ello mucho menos eficientes, poderosos. Con los años (el proceso debería describirse en
detalle) la relación se dio vuelta completamente y la televisión tiende a convertirse en dominante
económica y simbólicamente en el campo periodístico. Esto se muestra notablemente en la crisis de
los periódicos: hay diarios que desaparecen, otros a los que se los obliga a plantearse
permanentemente la cuestión de la sobrevivencia, de la conquista o reconquista de su público; los
más amenazados son, al menos en Francia, los que ofrecen información general y deporte. No tienen
mucho para oponer a la televisión cada vez más orientada hacia estos objetos porque escapa a la
dominación del periodismo serio (que pone o ponía, en primer plano, en primera página, las noticias
referidas a la realidad internacional, la política, incluso el análisis político, reduciendo la información
general y los deportes a una ubicación relativa).
Lo que hago es una descripción grosera; debería entrar en los detalles, hacer
(desgraciadamente no existe) una historia social de la evolución de las relaciones entre los diferentes
órganos de prensa (y no de un solo órgano de prensa). Es en el nivel de la historia estructural del
conjunto del universo donde las cosas más importantes aparecen. Lo que cuenta en un campo son
los pesos relativos: un periódico puede permanecer absolutamente idéntico, no perder un lector, no
cambiar en nada y es, sin embargo, profundamente transformado porque su peso y su posición
relativa se encuentran en un espacio ya transformado. Por ejemplo, un diario deja de ser dominante
cuando su poder de influir en el espacio cincundante disminuye y no hace más la ley. Se puede decir
que en el universo del periodismo escrito, Le Monde hacía la ley. Había ya un campo, con la
oposición -que hacen todos los historiadores del periodismo- entre los diarios que dan news, noticias,
hechos generales, y los diarios que dan views, puntos de vista, análisis, etc; entre los diarios de gran
tiraje, como France-Soir, y los de tiraje proporcionalmente más restringido pero dotados de una
autoridad semioficial. Le Monde estaba bien ubicado en las dos relaciones: era suficientemente
importante por su tiraje para ser un poder desde el punto de vista de los anunciantes y estaba
bastante dotado de capital simbólico para ser una autoridad. Acumulaba los dos factores de poder en
este campo.
Los diarios de reflexión aparecieron a finales del siglo XIX, como reacción contra los diarios
de gran tiraje, para gran público, sensacionalistas, que suscitaron siempre el temor o el disgusto de
los lectores cultivados. La emergencia de este medio de masas por excelencia que es la televisión no
es un fenómeno sin precedente, sólo lo es por su amplitud. Abro aquí un paréntesis: uno de los
grandes problemas de los sociólogos es evitar la caída en una de las dos ilusiones simétricas, la del
“jamás visto” (hay sociólogos que adoran esto, es muy elegante, sobre todo en la televisión, anunciar
fenómenos inauditos, revoluciones) y aquélla del “siempre así” (que es a menudo el tema de los
conservadores: “nada nuevo bajo el sol, habrá siempre dominantes y dominados, ricos y pobres...”).
El riesgo es siempre muy grande, tanto que la comparación entre épocas es extremadamente difícil:
no se puede comparar más que de una estructura a otra, y siempre se corre el riesgo de equivocarse
y describir como algo inaudito cualquier cosa banal simplemente por falta de cultura. Es una de las
razones por las cuales los periodistas son a veces peligrosos: no siendo muy cultivados, se
asombran de cosas no muy asombrosas y no se sorprenden de cosas relevantes... La historia es
indispensable para nosotros, sociólogos; desgraciadamente en muchos dominios, sobre todo en
relación con la historia de la época reciente, los trabajos son aún insuficientes, en especial cuando se
trata de fenómenos nuevos como el periodismo.
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Una fuerza de banalización
Para volver a los efectos provocados por la emergencia de la televisión, es cierto que la
oposición existió, pero nunca con esta intensidad (adopto una postura intermedia entre “nunca visto”
y “siempre así”). Por su poder de difusión, la televisión plantea al universo del periodismo escrito y al
universo cultural en general un problema absolutamente terrible. A su lado, la prensa de masas que
alarmaba tanto (Raymond Williams avanzó en la hipótesis de que toda la revolución romántica en
poesía fue provocada por el horror que inspiró a los escritores ingleses la aparición de la prensa de
masas) parece poca cosa. Por su amplitud, su peso absolutamente extraordinario, la televisión
produce efectos que, aunque no sean sin precedentes, son completamente inéditos.
Por ejemplo, la televisión puede juntar en una noche, en el noticioso de las veinte, más gente
que todos los diarios franceses de la mañana y la tarde juntos. Si la información alimentada por tal
medio deviene una información omnibus sin asperezas, homogeneizada, se notan los efectos
políticos y culturales que puede ocasionar. Es una ley bien conocida: cuanto más un órgano de
prensa o un medio de expresión cualquiera alcanza un público extenso, más debe perder en matices,
todo lo que puede dividir, excluir –piensen en Paris-Match-, debe intentar no “chocar con nadie”,
como se dice, no levantar problemas o solamente conflictos sin historia. En la vida cotidiana, se
habla mucho de la lluvia y del buen tiempo, porque es el tema sobre el cual se está seguro de no
equivocarse –salvo si se discute con un campesino que tiene necesidad de lluvia cuando se está de
vacaciones- es un tema soft por excelencia. Cuanto más extiende un diario su difusión, más atiende
a temas omnibus que no identifican problemas. Se construye el objeto conforme a las condiciones de
recepción del público.
Es esto lo que hace que todo el trabajo colectivo que tiende a homogeneizar, a banalizar, a
“conformar” y a “despolitizar”, convenga perfectamente, aunque nadie, en verdad, sea el
responsable, que lo haya pensado y querido como tal. Es algo que se observa a menudo en el
universo social: se ven venir las cosas que nadie quiere y que pueden parecer queridas (“está hecho
para”). Es allí donde la crítica simplista se vuelve peligrosa: evita todo el trabajo que hay que hacer
para comprender problemas como el hecho de que, sin que nadie lo haya querido verdaderamente,
sin la intervención de los que lo financian, se tiene este producto absolutamente extraño que es, por
ejemplo, el “noticioso televisivo”, que conviene a todo el mundo, que confirma cosas ya conocidas y,
sobre todo que deja intactas las estructuras mentales. Hay revoluciones que tocan las bases
materiales de una sociedad, aquéllas que ordinariamente son evocadas –se nacionalizan los bienes
del clero, etc.- y revoluciones simbólicas, aquéllas que operan los artistas, los sabios o los grandes
profetas religiosos o, a veces, más raramente, los grandes profetas políticos, que tocan las
estructuras mentales, es decir, que cambian nuestras maneras de ver y de pensar. Es el caso, en el
ámbito de la pintura, de Manet que alteró una antítesis fundamental, una estructura académica, la
oposición entre lo contemporáneo y lo antiguo. Si un instrumento tan poderoso como la televisión se
orientara aunque sea un poco hacia una revolución simbólica de este tipo, les aseguro que se
apresurarían a detenerla... Ahora bien, sucede que sin que nadie le haya pedido, por la sola lógica
de la competencia y de los mecanismos que evoco, la televisión no hace nada de eso. Está
perfectamente ajustada a las estructuras mentales del público. Podría evocar su moralismo, el
costado telethon que habría que analizar en esta lógica. “Con buenos sentimientos, decía Gide, se
hace mala literatura”, pero con buenos sentimientos se hace un buen rating. Habría que reflexionar
acerca del moralismo de la gente de la televisión: a menudo cínicos, tienen propósitos de un
conformismo moral absolutamente prodigioso. Los presentadores de los noticiosos, los animadores
de los debates, los comentadores deportivos se han convertido en pequeños directores de
conciencia. Son, con poco esfuerzo, los portavoces de una moral típicamente pequeño burguesa,
que dicen “lo que hay que pensar” acerca de los que llaman “los problemas de la sociedad”, las
agresiones en las barriadas pobres o la violencia en la escuela. Lo mismo sucede en el dominio del
arte y la literatura: las emisiones llamadas “literarias”, las más conocidas sirven – y de manera cada
vez más servil- a los valores establecidos, al conformismo y al academicismo o a los valores del
mercado.
Los periodistas –habría que decir el campo periodístico- deben su importancia en el mundo
social a que detentan un monopolio de hecho sobre los instrumentos de producción y de difusión en
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gran escala de la información y, a través de estos instrumentos, sobre el acceso de los simples
ciudadanos pero también de otros productores culturales, sabios, artistas, escritores, a lo que llamo a
veces “el espacio público”, es decir, la gran difusión. (A este monopolio que se enfrenta uno cuando,
en tanto que individuo o miembro de una asociación, de un grupo cualquiera, se quiere difundir
ampliamente una información.) Aunque ocupen una posición inferior, subordinada, en los campos de
la producción cultural, ejercen una forma extraña de dominación: tienen el poder sobre los medios de
expresarse públicamente, de ser conocidos, de acceder a la notoriedad pública (lo que, para los
hombres políticos y para ciertos intelectuales, es un factor capital). Lo que les vale estar rodeados (al
menos a los más poderosos de entre ellos) de una consideración a menudo desproporcionada en
relación con sus méritos intelectuales... Y pueden desviar una parte de este poder de consagración
en beneficio propio (el hecho de que los periodistas estén, incluso los más reconocidos, en posición
de inferioridad estructural respecto de otras categorías, como la de los intelectuales –entre los cuales
ansían ubicarse – y de los hombres políticos, contribuye sin duda a explicar su tendencia constante
al antiintelectualismo).
Pero sobre todo, pueden acceder en forma permanente a la visibilidad pública, a la expresión
en gran escala, absolutamente impensable -al menos hasta la aparición de la televisión- para un
productor cultural, incluso muy célebre; pueden imponer al conjunto de la sociedad su visión del
mundo, su problemática, sus puntos de vista. Se objetará que el universo periodístico está dividido,
diferenciado, diversificado y, en consecuencia, es apto para representar todas las opiniones, todos
los puntos de vista o para ofrecer la ocasión de expresarlas (y es cierto que, para atravesar la
pantalla periodística, se puede jugar, hasta un cierto punto, a condición de tener un mínimo de peso
simbólico, con la competencia entre los periodistas y los diarios). Pero el campo periodístico, como
los otros, descansa sobre un conjunto de presupuestos y de creencias compartidos (más allá de las
diferencias de posición y de opinión). Estos presupuestos, que están inscriptos en un cierto sistema
de categorías de pensamiento, en relación con el lenguaje (con todo lo que implica, por ejemplo, una
noción como “da bien en la televisión”), están en el principio de la selección que los periodistas hacen
de la realidad social, y también en el conjunto de las producciones simbólicas. No hay discurso
(análisis científico, manifiesto político, etc.) ni acción (manifestación, huelga, etc.) que, para acceder
al debate público, no deba someterse a la prueba de la selección, es decir, a esta formidable censura
que los periodistas ejercen, incluso sin saberlo, reteniendo sólo lo que está en condiciones de
interesarles, de “llamar la atención”, esto es, de entrar en sus categorías, en su grilla, y arrojando a la
insignificancia o a la indiferencia expresiones simbólicas que merecerían llegar al conjunto de los
ciudadanos.
Otra consecuencia, más difícil de aprehender, del crecimiento de influencia relativa de la
televisión en el espacio de los medios de difusión y del peso de la restricción comercial que sufre, es
el pasaje desde una política de acción cultural televisiva a una suerte de demagogia “espontaneísta”
(que también funciona en los periódicos llamados “serios”; éstos hacen un lugar cada vez más amplio
a esta suerte de correo de lectores que son las tribunas libres, las opiniones). La televisión de los
años 50 se consideraba cultural y se servía en buena medida de su monopolio para imponer a todos
productos con pretensión de serlo (documentales, adaptaciones de obras clásicas, debates
culturales, etc.) y para formar los gustos del gran público; la televisión de los años 90 llega a explotar
y halagar sus gustos para llegar a la audiencia más amplia ofreciendo a los telespectadores
productos toscos, cuyo paradigma es el talk-show, relatos de vida, exhibiciones sin tapujos de
experiencias vividas, a menudo extremas y destinadas a satisfacer una forma de voyeurismo y de
exhibicionismo (como, por otra parte, los juegos televisados en los que se ansía participar, incluso
como simple espectador para acceder a un instante de exposición). Dicho esto, no comparto la
nostalgia de algunos por la televisión pedagógico-paternalista del pasado y pienso que ella no se
opone menos que el espontaneísmo populista y la sumisión demagógica a los gustos populares, a un
uso realmente democrático de los medios de difusión en gran escala.
Luchas reguladas por el rating
Es preciso ir más allá de las apariencias, de lo que se ve en los estudios de televisión y aun
de la competencia que se ejerce en el interior del campo periodístico para llegar a la relación de
fuerza que se da entre los diferentes órganos en la medida en que ésta preside incluso la forma que
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adoptan las interacciones. Para comprender por qué hoy se da tal o cual debate regular entre tal o
cual periodista, hay que pensar en la posición de los órganos de prensa que estas personas
representan en el espacio periodístico y el lugar de cada uno de ellos en estos órganos. Incluso, para
comprender lo que puede escribir un editorialista de Monde y lo que no puede, hay que tener siempre
en mente estos dos factores. Estas restricciones de posición serán vividas como prohibiciones o
mandatos éticos: “es incompatible con la tradición de Monde” o “es contrario al espíritu de Monde”,
“aquí no se puede hacer esto”, etc. Todas estas expresiones que son anunciadas bajo la forma de
preceptos éticos son la retraducción de la estructura del campo a través de una persona que ocupa
una cierta posición en este espacio.
En un campo, los diferentes protagonistas tienen a menudo representaciones polémicas de
los otros agentes con los cuales están en competencia: producen, con propósitos propios,
estereotipos, agresiones verbales (en el espacio deportivo, cada uno de los deportes produce
imágenes estereotipadas de los otros deportes, los jugadores de rugby hablan mal de los futbolistas,
etc.). Estas representaciones son a menudo estrategias de combate que toman la forma de
relaciones de fuerza y llevan a transformarla o a conservarla. Actualmente, en los periodistas de la
prensa escrita, y en particular en aquéllos que ocupan un lugar determinado, que están en diarios
pequeños y en posiciones débiles, se desarrolla un discurso muy crítico acerca de la televisión.
En realidad, estas representaciones expresan esencialmente la postura de quien las dice
bajo formas más o menos ostensibles. Pero al mismo tiempo, son estrategias que transforman cada
posición. Hoy, en el medio periodístico, la lucha alrededor de la televisión es central; lo que hace que
sea muy difícil estudiar este objeto. Una parte del discurso especializado acerca de la televisión no
es más que el registro de lo que la gente del medio dice sobre el mismo (los periodistas dirán de un
modo más complaciente que un sociólogo que es correcto, que ese discurso está más próximo a lo
que ellos piensan. Por lo que no se puede esperar –y, por otra parte, está bien que ello sea sí- ser
popular frente a la gente de la televisión cuando se trata de decir la verdad sobre ella). Dicho esto,
tenemos indicios del progresivo retraimiento de la prensa escrita respecto de la televisión: el hecho
de que se la ubique como su suplemento aumenta en todos los diarios, el hecho de que los
periodistas pacten un salario más alto al ser contratados en la televisión (y también, ser vistos en ella
contribuye a ubicarlos mejor en sus diarios: un periodista que quiere tener peso debe tener un
programa; ocurre incluso que los periodistas de la televisión obtienen posiciones muy importantes en
los diarios, poniendo así en dudas la especificidad misma de la escritura, del trabajo: si una
presentadora de televisión puede convertirse de la noche a la mañana en directora de un diario, uno
está obligado a preguntarse en qué consiste específicamente la labor periodística); el hecho también
de que lo que los americanos llaman agenda (eso de lo que hay que hablar, el tema de los
editoriales, los problemas importantes) es cada vez más definido por la televisión (en la circulación
circular de la información que describí, la injerencia de la televisión es determinante y sucede que un
tema – un asunto, un debate- lanzado por periodistas de la prensa escrita se convierte en
determinante, central, cuando es retomado, orquestado, por la televisión e investido de eficacia
política). La posición de los periodistas de la prensa escrita se encuentra amenazada y, al mismo
tiempo, la especificidad de la profesión está en duda. Todo lo que digo debería precisarse y
verificarse: es a la vez un balance fundado en un cierto número de investigaciones y, a la vez, un
programa. Son cosas muy complicadas en las que no se puede profundizar el conocimiento más que
a partir de un trabajo empírico muy importante (lo que no les impide a algunos representantes
autodesignados de una ciencia que no existe, la “mediología”, proponer, antes aun de toda
investigación, sus conclusiones perentorias acerca del estado del mundo mediático).
Pero lo más importante es que -a través del crecimiento del peso simbólico de la televisión y,
entre las competidoras, de aquéllas que se sacrifican con el máximo de cinismo y de exitismo a la
búsqueda de lo sensacional, lo espectacular, lo extraordinario- una cierta visión de la información,
hasta allí relegada a los diarios sensacionalistas, dedicados a los deportes y a las noticias generales,
tiende a imponerse en el conjunto del campo periodístico. Y , al mismo tiempo, una cierta categoría
de periodistas, reclutados al por mayor por su disposición a plegarse sin escrúpulos a las demandas
del público menos exigente, por lo tanto los más cínicos, los más indiferentes a toda forma de
deontología y, a fortiori, a toda interrogación política, que tiende a imponer sus “valores”, sus
preferencias, sus maneras de ser y de hablar, su “ideal humano”, al conjunto de los periodistas.
Empujados por la competencia entre las partes del mercado recurren cada vez más a las viejas
tretas de los diarios sensacionalistas, dando el primer sitio a las noticias generales y deportivas: es
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cada vez más frecuente que aunque haya sucedido cualquier cosa en el mundo, la apertura del
noticioso tenga en cuenta los resultados del campeonato de fútbol de Francia o algún suceso
deportivo, programado para irrumpir en el noticioso de las ocho de la noche, o un aspecto más
anecdótico y más ritualizado de la vida política (visita de jefes de Estado extranjeros, etc.) sin hablar
de las catástrofes naturales, accidentes, incendios; en resumen, todo lo que puede suscitar un
interés de simple curiosidad y que no requiere ninguna competencia específica previa, sobre todo
política. La información general, ya lo dije, tiene como efecto construir el vacío político, despolitizar y
reducir la vida del mundo a la anécdota o el chisme (que puede ser nacional o planetario, con la vida
de las estrellas o las familias reales), fijando y reteniendo la atención sobre los sucesos sin
consecuencias políticas, a los que se dramatiza para “extraer conclusiones” o para transformarlos en
“problemas de la sociedad”: es entoneces cuando los filósofos de televisión son llamados para
socorrer, para dar sentido a lo insignificante, a lo anecdótico y accidental, que se llevó artificialmente
a la escena y constituyó un hecho (la vuelta de un alumno perdido a la escuela, la agresión a un
profesor o todo otro “hecho social” bien realizado para suscitar las indignaciones patéticas a la
Finkielkraut o las consideraciones moralizantes a la Comte-Sponville). Y en la misma búsqueda de lo
sensacional y, por lo tanto, del éxito comercial, puede también llevar a seleccionar noticias generales
que, abandonadas a las construcciones salvajes de la demagogia (espontánea o calculada), pueden
suscitar un inmenso interés seduciendo las pulsiones o las emociones más elementales (con temas
como el rapto de niños y escándalos destinados a provocar la indignación popular), incluso formas de
movilización puramente sentimentales y caritativas o también pasionales, pero agresivas y próximas
al linchamiento simbólico, con los asesinatos infantiles o incidentes con grupos estigmatizados.
Se sigue que hoy los periodistas de prensa escrita están ante una elección: ¿hay que seguir
el modelo dominante, es decir, hacer diarios televisivos o diseñar una estrategia de diferenciación del
producto? ¿Hay que entrar en la competencia, aun a riesgo de perder el público asociado a la
definición estricta de mensaje cultural, o acentuar la diferencia? El problema se plantea también en el
interior del campo televisivo mismo que está englobado en el periodístico. En el estado actual de mis
observaciones, pienso que inconscientemente, los responsables, víctimas de la “mentalidad rating”,
no eligen verdaderamente. (Se observa muy regularmente que las grandes elecciones sociales son
hechas por nadie. Si el sociólogo molesta un poco es porque obliga a volver a cosas que se prefiere
dejar inconscientes.) Pienso que la tendencia general lleva a los órganos de producción cultural
antiguos a perder su especificidad para ir a un terreno en el que son derrotados de todas maneras.
Así el canal cultural -Siete transformado en Arte- pasó rápidamente de una política de esoterismo
intransigente, incluso agresivo, a una adecuación más o menos vergonzante a las exigencias del
rating que conduce a acumular compromisos con la frivolidad en prime time y con el esoterismo en
las horas avanzadas de la noche. Le Monde está ante una elección del mismo tipo. No voy a entrar
en el detalle del análisis; ya dije demasiado para mostrar cómo se puede pasar del análisis de las
estructuras invisibles –que son, en cierta medida, como la fuerza de gravitación, las cosas que nadie
ve pero que hay que suponer para comprender lo que pasa - a las experiencias individuales, cómo
relaciones de fuerza invisibles van a retraducirse en conflictos personales, elecciones existenciales.
El campo del periodismo tiene una particularidad: es mucho más dependiente de las fuerzas
externas que todos los otros campos de la producción cultural, las matemáticas, la literatura, el
campo jurídico, el científico, etc. Depende muy directamente de la demanda, está sometido a la
sanción del mercado, del plesbiscito, quizás mucho más que el campo político. La alternativa de lo
“puro” o de lo “comercial” que se observa en todos los campos (por ejemplo para el teatro, es la
oposición entre teatro de vanguardia y de revistas, oposición equivalente a la que se da entre TF1 y
Le Monde, con las mismas oposiciones entre un público más cultivado de un lado, menos cultivado
del otro, que cuenta más estudiantes de un lado, más comerciantes del otro, etc.) se impone allí con
una brutalidad particular y el peso del polo comercial es particularmente fuerte: sin precedente en
intensidad, es también sin igual si se lo compara sincrónicamente, en el presente, a lo que ocurre en
otros campos. Pero además, no se encuentra, en el universo periodístico, el equivalente de lo que se
observa en el científico, por ejemplo: esta suerte de justicia inmanente que hace que aquél que
transgrede ciertas prohibiciones se inmola o, por el contrario, que aquél que se conforma con las
reglas del juego atrae la estima de sus pares (manifestadas por ejemplo bajo la forma de referencias
o citas). En el periodismo, ¿dónde están las sanciones, positivas o negativas? El único embrión de
crítica está en las emisiones satíricas, como los Guignols. En cuanto a las recompensas, no hay más
que las “citas” (el hecho de ser citado, retomado por otros periodistas), pero es un índice raro, poco
visible y ambiguo.
20 14/12/2006
La influencia de la televisión
El mundo del periodismo es un campo pero que está bajo la restricción del económico por la
intermediación del rating. En este espacio muy heterónomo, muy fuertemente sometido a las
restricciones comerciales, ejerce él mismo una limitación sobre todos los otros, en tanto que
estructura. Este efecto estructural, objetivo, anónimo, invisible, no coincide con lo que se ve
directamente, con lo que se denuncia ordinariamente, es decir la intervención de tal o de cual... No
se puede, uno no se debe contentar con denunciar a los responsables. Por ejemplo, Karl Kraus, el
gran satirista vienés, atacaba muy violentamente al equivalente de lo que sería hoy el director de Le
Nouvel Observateur, pasaba su tiempo denunciando su conformismo destructor de la cultura, su
complacencia con los escritores menores o abominables, el descrédito que arrojaba sobre las ideas
pacifistas profesándolas hipócritamente...Igualmente, de manera muy general, las críticas se refieren
a personas. Pero, cuando se hace sociología, se aprende que si bien los hombres o las mujeres
tienen su responsabilidad, ellos que son definidos ampliamente en sus posibilidades y sus
imposibilidades por la estructura en la que están ubicados y por la posición que ocupan en ella. En
consecuencia, uno no se puede quedar satisfecho con la polémica contra tal periodista, tal filósofo o
tal filósofo-periodista... Cada uno tiene sus cabezas de turco. Yo mismo a veces me sacrifico allí:
Bernard-Henri Lévy se convirtió en una suerte de símbolo del escritor-periodista o del filósofoperiodista.
Pero no es digno de un sociólogo hablar de Bernard-Henri Lévy... Hay que ver que no es
más que una especie de epifenómeno de una estructura, que es, a la manera de un electrón, la
expresión de un campo. No se comprende nada si no se comprende el campo que lo produce y que
le da su pequeña fuerza.
Lo anterior es importante para desdramatizar el análisis y también para orientar
racionalmente la acción. Tengo la convicción, en efecto, (y el hecho de que lo presente en un canal
de televisión lo testimonia) de que análisis como éstos pueden quizás contribuir, por una parte, a
cambiar las cosas. Auguste Comte decía: “Ciencia de donde surge la previsión, previsión de donde
surge la acción”. La ciencia social tiene derecho a esta ambición como el resto de las ciencias
sociales. Cuando describe un espacio como el del periodismo, investigando el origen de las
pulsiones, los sentimientos, las pasiones -pasiones y pulsiones que se subliman por el trabajo de
análisis- el sociólogo tiene una cierta esperanza de eficacia. Por ejemplo, elevando a la conciencia
ciertos mecanismos, puede contribuir a dar un poco de libertad a las personas que son manipuladas
por ellos, sean periodistas o telespectadores. Pienso - es un paréntesis- que los periodistas que
pueden sentirse objetivados, como se dice, si escuchan bien lo que digo, se preguntarán - por lo
menos eso espero- si explicitando cosas que saben confusamente pero que no quieren conocer
mucho, les doy instrumentos de libertad para manejar los mecanismos que evoco. De hecho, en el
interior del periodismo, se puede pensar en alianzas extraperiódicos que permitirían neutralizar
ciertos efectos que nacen de la competencia. Si una parte de los efectos maléficos proviene de los
estructurales que orienta la competencia; ella misma provoca la urgencia. Ella misma produce la
persecución de la primicia, ella hace que se pueda lanzar una información extremadamente peligrosa
simplemente para derrotar a un competidor cuando nadie se percate de ello. El hecho de volver
estos mecanismos conscientes y explícitos puede llevar a una concertación, en vistas a neutralizar la
competencia (por ejemplo, en situaciones extremas, como los secuestros de niños, podemos
imaginar - soñar- que los periodistas se pongan de acuerdo para no invitar -con fines de rating- a
líderes políticos conocidos por -y para- sus propósitos xenófobos y comprometerse a no reproducir
este propósito- lo que sería infinitamente más eficaz que todas las pretendidas “refutaciones”). Me
dejo llevar verdaderamente por el utopismo y soy consciente de ello. Pero a aquéllos que oponen
siempre al sociólogo su determinismo y su pesimismo, objetaría sólo que si los mecanismos
estructurales que engendran las faltas a la moral fueran conscientes, una acción consciente que
lleve a controlarlos se tornaría posible. En este universo que se caracteriza por un alto grado de
cinismo, se habla mucho de moral. En tanto que sociólogo, sé que la moral no es eficaz salvo si se
apoya en mecanismos que inducen a la gente a interesarse en la moral. Y para que algo como una
inquietud moral aparezca, sería preciso que encuentre soportes y refuerzos, recompensas. Estas
recompensas, podrían venir también del público -si estuviera más despierto y más consciente de las
manipulaciones que sufre-.
21 14/12/2006
Pienso pues que actualmente todos los campos de la producción cultural están sometidos a
la restricción estructural del campo periodístico, y no de tal o cual periodista, de tal o cual director de
canal. Y esta restricción ejerce efectos sistemáticos equivalentes en todos los campos. El periodismo
trata, en tanto que campo, acerca de otros campos. Dicho de otro modo, un campo en sí mismo
crecientemente dominado por la lógica comercial impone cada vez más sus restricciones a los otros
universos. A través de la presión de la audiencia, el peso de la economía se ejerce sobre la televisión
y, por la influencia de la televisión sobre el periodismo, gravita sobre los otros diarios; incluso sobre
los más “puros” y sobre los periodistas que, poco a poco, se dejan imponer los problemas de la
televisión. De la misma manera, a través del peso del conjunto del espacio periodístico, pesa sobre
todos los campos de producción cultural.
En un número de Actes de la recherche en sciences sociales que dedicamos al periodismo,
hay un muy buen trabajo de Remi Lenoir que muestra cómo, en el universo judicial, un cierto número
de magistrados justicieros -que no son los más respetables desde el punto de vista de las normas
internas del campo jurídico- pudieron servirse de la televisión para cambiar la relación de fuerzas en
el interior de su campo y provocar cortocircuitos en las jerarquías internas. Lo que puede estar bien
en algunos casos pero que puede también poner en peligro un estado, difícilmente adquirido, de la
racionalidad colectiva; o, más precisamente, poner en cuestión las adquisiciones aseguradas y
garantizadas por la autonomía del universo jurídico capaz de oponer su lógica propia a las intuiciones
del sentido común jurídico, a menudo víctimas de las apariencias o de las pasiones. Se cree que la
presión de los periodistas, que expresan sus visiones o sus propios valores, o que pretenden, de
buena fe, convertirse en portavoces de la “emoción popular” o de la “opinión pública”, orienta a veces
de manera muy fuerte la opinión de los jueces. Y algunos han hablado de una auténtica transferencia
de poder de juzgamiento. Se podría así encontrar el equivalente hasta en el universo científico
donde, como se ve en los “affaires” analizados por Patrick Champagne, llega a que la lógica de la
demagogia – la del rating- sustituye la de la crítica interna.
Todo esto parece muy abstracto; voy a volver a decirlo más simplemente. En cada uno de
los campos, el universitario, el de los historiadores, etc., hay dominantes y dominados según los
valores internos de cada campo. Un “buen historiador” es alguien a quien los buenos historiados
llaman un buen historiador. Es necesariamente circular. Pero la heteronomía comienza cuando
alguien que no es matemático puede intervenir para dar su opinión sobre los matemáticos, cuando
alguien que no es reconocido como historiador (un historiador de televisión, por ejemplo) puede dar
su opinión acerca de los historiadores y es escuchado. Con “la autoridad” que le da la televisión, M.
Cavada les dice que el más grande filósofo francés es M. X. ¿Se puede uno imaginar que se
solucione un conflicto entre dos matemáticos, dos biólogos o dos físicos por un referendum o por un
debate entre dos colegas elegidos por M. Cavada? Pues, los medios no cesan de intervenir para
anunciar sus veredictos. Los semanarios adoran esto: hacer el balance del decenio, designar a los
diez más grandes “intelectuales” del decenio, de la quincena, de la semana, los “intelectuales” que
cuentan, los que ascienden, los que descienden... ¿Por qué esto tiene tanto éxito? Porque son
instrumentos que permiten tratar en la bolsa valores intelectuales y de los cuales los intelectuales, es
decir, los accionistas (a menudo pequeños accionistas pero poderosos en el periodismo o en la
edición...) se sirven para tratar de hacer subir el ritmo de sus títulos. Hay también diccionarios (de
filósofos, de sociólogos, o de sociología, de intelectuales, etc.) que son y han sido instrumentos de
poder y de consagración. Una de las estrategias más comunes consiste, por ejemplo, en excluir
gente que podría o debería ser incluida, o aun en poner al lado, en uno de estos “premios”, a Claude
Lévi-Strauss y Bernard-Henri Lévy, es decir, un valor indiscutido con un valor indiscutiblemente
discutible, para tratar de modificar las estructuras de las evaluaciones. Pero los diarios intervienen
también para plantear problemas que son rápidamente retomados por los intelectuales-periodistas. El
antiintelectualismo, que es una constante estructural (muy fácil de comprender) del mundo
periodístico, lleva por ejemplo a los periodistas a señalar periódicamente el tema de los errores de
los intelectuales o a introducir los debates que no pueden movilizar más que a los intelectualesperiodistas
y que a menudo no tienen otra razón de ser que permitirles existir mediáticamente
haciendo un créneau.
Estas intervenciones exteriores son muy amenazadoras. En primer lugar, porque pueden
hacer equivocar a los profanos que, a pesar de todo, tienen peso, en la medida en que los
productores culturales tienen necesidad de auditores, de espectadores, de lectores, que contribuyen
al éxito de la venta de libros y, a través de la venta, gravitan sobre los editores, y a través de los
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editores, con las posibilidades de publicar en el futuro. Con la tendencia de los medios a celebrar
productos comerciales, destinados a terminar en sus listas de best-sellers -como ocurre hoy- y hacer
jugar la lógica de los “reenvíos de ascensor” entre los escritores-periodistas y los periodistasescritores,
los jóvenes autores de 300 ejemplares, ya sean poetas, novelistas, sociólogos o
historiadores, van a estar cada vez con menos posibilidades de publicar. (Paréntesis: paradojalmente
pienso que la sociología y, en particular, la sociología de los intelectuales contribuyó al estado de
cosas que observamos en el actual campo francés intelectual. Involuntariamente. Puede tener el
objeto de dos empleos opuestos: uno cínico, que consiste en servirse del conocimiento de las leyes
del medio para volver sus estrategias más eficaces; el otro, que se puede llamar clínico, que consiste
en servirse del conocimiento de las leyes o las tendencias para combatirlas. Tengo la convicción de
que un cierto número de cínicos, los profetas de la transgresión, los fast-thinkers de la televisión y los
historiadores periodistas, autores de diccionarios o de balances del pensamiento contemporáneo en
casettes, se sirven deliberadamente de la sociología – o de lo que comprenden acerca de ella – para
dar golpes de fuerza, golpes de Estado específicos en el campo intelectual. Se podría decir lo mismo
del supuesto criticismo del pensamiento de Debord que, constituido en un gran pensador del
espectáculo, sirve de coartada a un falso radicalismo cínico y propio para neutralizarlo.)
La colaboración
Pero las fuerzas y las manipulaciones periodísticas pueden intentar también, de manera
más sutil, emplear la lógica del caballo de Troya, es decir, introducir en los universos autónomos,
productores heterónomos que, con el apoyo de fuerzas externas, recibirán una consagración que no
pueden recibir de sus propios pares. Estos escritores para no escritores, filósofos para no filósofos, y
así sucesivamente, tendrán un costado televisivo, un peso periodístico acorde con su peso
específico en su propio universo. Es un hecho: cada vez más, en algunas disciplinas, la
consagración por los medios es tomada en cuenta por las comisiones de la CNRS. Cuando tal o cual
productor de emisiones de televisión o de radio invita a un investigador, le da un reconocimiento que
hasta ahora era más bien una forma de degradación. Hace apenas treinta años, Raymond Aron era
profundamente sospechado en sus capacidades, poco discutibles, de universitario porque estaba
ligado a los medios en tanto que periodista del Figaro. Hoy el cambio de relaciones de fuerzas entre
los campos es tal que, cada vez más, los criterios de evaluación externos –el paso por el programa
de Pivot, la consagración en las revistas, los retratos- se imponen contra el juicio de los pares. Sería
necesario tomar ejemplos en universos más puros, el campo científico de las ciencias duras (en el
universo de las ciencias sociales, esto sería complejo porque los sociólogos hablan de la sociedad en
la que todo el mundo tiene sus apuestas, intereses; de modo que hay buenos y malos sociólogos por
razones que no tienen nada que ver con la sociología). En el caso de disciplinas aparentemente más
independientes, como la historia o la antropología, o la biología y la física, el arbitraje mediático se
vuelve cada vez más importante ya que la obtención de créditos puede depender de una notoriedad
de la cual no se sabe demasiado qué debe a la consagración mediática y qué a la reputación ante los
pares. Tengo la impresión de decir cosas excesivas pero, desgraciadamente, podría multiplicar los
ejemplos de intrusión de los poderes mediáticos, es decir, económico-mediatizados, en el universo
científico más puro. Es por ello que la cuestión de saber si uno puede hacerse entender o no en la
televisión es central y querría que la comunidad científica se ocupe de ello verdaderamente. Sería
importante, en efecto, que la toma de conciencia de todos los mecanismos que describí lleve a
tentativas colectivas para proteger la autonomía, que es condición del progreso científico, contra la
influencia creciente de la televisión.
Para que la imposición del poder de los medios pueda ejercerse sobre universos como el
científico, es preciso que encuentre complicidades en el campo considerado. Complicidad que la
sociología posibilita entender. Los periodistas observan a menudo con mucha satisfacción que los
universitarios se precipitan en los medios, pidiendo rendición de cuentas, mendigando una invitación,
protestando contra el olvido en que han caído; y, a juzgar por sus testimonios aterrorizadores, inclina
a dudar verdaderamente de la autonomía de los escritores, los artistas y los sabios. Hay que tomar
en cuenta esta dependencia y sobre todo tratar de comprender las razones o las causas. Hay, en
alguna medida, que intentar comprender quién colabora. Empleo el término como ensayo. Acabamos
de publicar en Actes de la recherche en sciences sociales, un número que contiene un artículo de
Giséle Sapiro acerca del campo literario francés bajo la ocupación. Este buen análisis no tiene como
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finalidad decir quién ha colaborado o quién no lo hizo y arreglar cuentas retrospectivamente. Se trata
de comprender por qué, en ese momento, algunos escritores eligieron tal o cual campo más que tal
otro, a partir de un cierto número de variables. Para ir más rápido, se puede decir que la gente
reconocida por sus pares y, en consecuencia, rica en capital específico, era llevada a tener una
actitud de resistencia; a la inversa, cuanto menos autónomos repecto de sus prácticas
específicamente literarias, es decir, atraídos por lo comercial (como Claude Farrere, autor de novelas
de éxito, de las que hoy también se tienen equivalentes), eran más proclives a la colaboración.
Pero debo explicar mejor lo que se debe entender por autónomo. Un campo muy
autónomo, el de las matemáticas por ejemplo, es aquél en el que los productores no tienen por
clientes más que a sus competidores, aquéllos que hubieran podido estar en su lugar en relación con
el descubrimiento que presentan. (Mi sueño es que la sociología se convierta en eso:
desgraciadamente todo el mundo se mezcla. Todo el mundo cree conocerla, y M. Peyrefitte cree
darme lecciones de esta disciplina. Y por qué no lo podría hacer, me dirán ustedes. Ya que se
encuentran sociólogos e historiadores para ir con él a la televisión...). Para conquistar la autonomía,
hay que construir este espacio de torre de marfil en el interior de la cual se juzga, se critica, incluso
se combate, pero con conocimiento de causa; se enfrenta, pero con armas, instrumentos científicos,
técnicas, métodos. Me ocurrió un día debatir en la radio con uno de mis colegas historiadores. En el
aire, me dice: “Querido colega rehice su análisis de las correspondencias (se trata de un método de
análisis estadístico) acerca de los patrones y no encuentro lo mismo que usted.”. Pensé: “¡es
magnífico! Por fin alguien que me critica verdaderamente...”. Ocurre que había tomado otra definición
de lo que entendía por patronato y había aplicado a la población sometida a análisis los parámetros
correspondientes a los banqueros. Bastaba que los reintrodujera (lo que comprometía elecciones
teóricas e históricas importantes) para estar de acuerdo conmigo. Hay que tener un alto grado de
acuerdo en el terreno del desacuerdo y en los medios de regularlos para tener un auténtico debate
científico que pueda conducir a una verdadera conformidad o disconformidad científica. Sorprende a
veces ver en la televisión que los historiadores no están de acuerdo entre ellos. No se comprende
que, a menudo, estas discusiones oponen a personas que no tienen nada en común y que no
deberían sentarse a hablar (es como si se invitara –los malos periodistas adoran esto- a un
astrónomo con un astrólogo, un químico con un alquimista, un sociólogo de las religiones con el jefe
de una secta, etcétera.).
Se tiene así, con la elección de los escritores franceses bajo la ocupación, una aplicación
particular de lo que llamo “la ley de Jdanov”: cuanto más un productor cultural es autónomo, rico en
capital específico y exclusivamente llevado al mercado restringido en el que tiene por clientes a sus
propios competidores más estará dispuesto a la resistencia. Por el contrario, si destina sus productos
al mercado de las grandes producciones (como los ensayistas, los escritores-periodistas, los
novelistas conformistas), más inclinado estará a colaborar con los poderes extranjeros, el Estado, la
Iglesia, el Partido y, hoy, periodismo y televisión, y a someterse a sus demandas o a sus órdenes.
Es una ley muy general que se aplica también al presente. Se me objetará que colaborar
con los medios no es lo mismo que colaborar con los nazis. Es cierto y no condeno a priori,
evidentemente, toda forma de colaboración con los diarios, la radio y la televisión. Pero desde el
punto de vista de los factores que inclinan a la colaboración, entendida como sumisión sin
condiciones a las restricciones destructivas de las normas de campos autónomos, la
correspondencia es conmovedora. Si los campos científicos, políticos, literarios están amenazados
por la influencia de los medios, es porque hay en el interior de estos campos personas heterónomas,
poco consagradas desde el punto de vista de los valores específicos de un campo o, para emplear
un lenguaje ordinario, “fracasados” o en vías de serlo que tienen interés en la falta de autonomía, en
buscar fuera consagraciones (rápidas, precoces, prematuras o efímeras) que no obtuvieron en el
interior del campo y que, además, serán muy bien vistas por los periodistas porque no les temen (a
diferencia de los autores más autónomos) y porque están próximos a aceptar sus exigencias. Si me
parece indispensable combatir a los intelectuales heterónomos, es porque son el caballo de Troya a
través del cual la heteronomía, es decir las leyes, de la economía, se introducen en el campo.
Llego muy rápido al ejemplo de la política. El campo político mismo tiene cierta autonomía.
Por ejemplo, el parlamento tiene una especie de arena en el interior de la cual van a regularse, por el
lenguaje y por el voto, según ciertas reglas, un cierto número de disputas entre sujetos que están
llamados a explicar intereses divergentes o incluso antagónicos. La televisión produce en este campo
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efectos análogos a aquéllos que produce en otros, en particular en el campo jurídico: cuestionará los
derechos de autonomía. Para mostrarlo contaré brevemente una historia contenida en el mismo
número de Actes de la recherche en sciences sociales dedicada a la influencia del periodismo, el
affaire de la pequeña Karina. Es una niña del sur de Francia que fue asesinada. El diario local refiere
los hechos, las protestas indignadas del padre y del hermano del padre que organiza una pequeña
manifestación local, retomada por un pequeño diario y luego por otro. Se dice: “¡es atroz, un chico!
¡Hay que restablecer la pena de muerte!”. Los políticos locales se mezclan, las personas próximas al
Frente Nacional están particularmente excitadas. Un periodista de Toulouse un poco más consciente
advierte: “Cuidado, es un linchamiento, hay que reflexionar”. Las asociaciones de abogados se
mezclan también cuando les llega el turno y denuncian la tentativa de justicia directa... La presión
aumenta; y al final de cuentas, la cadena perpetua se restablece. En esta película acelerada, se ve
cómo, a través de los medios, la información movilizadora, como una forma perversa de democracia
directa, puede ocupar un lugar que elimina la distancia en relación con la urgencia, con la presión de
las pasiones colectivas, no necesariamente democráticas, que es normalmente asegurada por la
lógica relativamente autónoma del campo político. Se ve reconstituir una lógica de la venganza
contra la cual todo el pensamiento jurídico, e incluso político, se constituyó. Ocurre también que los
periodistas, a falta de guardar la distancia necesaria para la reflexión, juegan el papel de bombero
incendiario. Pueden contribuir a crear un acontecimiento, levantando un suceso menor (el asesinato
de un joven francés por otro joven también francés pero “de origen africano”) para luego denunciar a
los que arrojan más fuego a la fogata que ellos han incentivado, es decir el FN que, evidentemente,
explota o trata de explotar “la emoción suscitada por el acontecimiento”, como dicen los diarios
poniendo en la misma bolsa, machacando al inicio de todos los noticiosos, etc.; y pueden exponer a
continuación un sentimiento de virtud, de una buena alma humanista, denunciando grandes crisis y
condenando sentenciosamente la intervención racista de aquél al que han contribuido a crear y al
que continúan ofreciendo sus mejores instrumentos de manipulación.
Derecho de entrada y deberes de salida
Querría ahora decir algunas palabras acerca de las relaciones entre el esoterismo y el
elitismo. Es un problema en el que se han debatido, y a veces empantanado, todos los pensadores
desde el siglo XIX. Por ejemplo, Mallarmé que es el símbolo mismo del escritor esotérico, puro,
escritor para algunas personas en una lengua ininteligible para el común, se preocupó toda la vida en
devolver a todos lo que había conquistado a través de su trabajo como poeta. Si hubiera habido
medios, alguien podría preguntarse: “¿Voy a la televisión? ¿Cómo conciliar esta exigencia de
‘pureza’ que es inherente a toda especie de trabajo científico e intelectual y que lleva al esoterismo
con la preocupación democrática de volver estas adquisiciones accesibles a un gran número de
personas?” Observo que la televisión produce dos efectos. Por una parte, reduce el derecho de
admisión a un cierto número de campos, filosófico, jurídico, etc.: puede consagrar como sociólogo,
escritor o filósofo, a personas que no pagaron el derecho de admisión desde la perspectiva de la
definición interna de su profesión. Por otra parte, alcanza al mayor número de personas. Lo que me
parece difícil de justificar es que se argumenta con la extensión de la audiencia para reducir el
derecho de admisión en el campo. Se objetará que estoy en tren de sostener propósitos elitistas, de
defender la ciudadela sitiada de la gran ciencia y la gran cultura, o incluso de prohibir al pueblo
(tratando de prohibir la televisión a aquéllos que a veces se denominan portavoces del pueblo, con
sus honorarios y sus estilos de vida fabulosos, bajo el pretexto de que saben hacerse entender por
él, haciéndose plesbicitar por el rating). Defiendo las condiciones necesarias de producción y la
difusión de las creaciones más altas de la humanidad. Para escapar a esta alternativa del elitismo y
de la demagogia, hay a la vez que defender el mantenimiento e incluso la elevación del derecho de
admisión en los campos de producción –decía recién que desearía que sea así para la sociología,
cuyas desgracias provienen para la mayoría del hecho de que el derecho de admisión es demasiado
bajo- y el refuerzo del deber de salida, acompañado por una mejora de las condiciones y los medios
de salida.
Se esgrime la amenaza de la nivelación (es un tema recurrente del pensamiento
reaccionario que se encuentra notablemente en Heidegger). En resumen, puede provenir de la
intrusión de las exigencias mediáticas en los campos de producción cultural. Hay que defender a la
vez el esoterismo inherente (por definición) a toda búsqueda de vanguardia y la necesidad de hacer
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esotérico lo esotérico y luchar por obtener los medios para hacerlo en buenas condiciones. En otros
términos, hay que defender las condiciones de producción necesarias para hacer progresar lo
universal y, al mismo tiempo, hay que trabajar para generalizar las posibilidades de acceso a lo
universal, para hacer que cada vez más la gente reúna condiciones necesarias para acceder a lo
universal. Cuanto más compleja es una idea, porque está producida en un universo autónomo, más
difícil es la restitución. Para sobrellevar esta dificultad, es preciso que los productores que están en
su pequeña ciudadela sepan salir y luchar, colectivamente, para tener buenas condiciones de
difusión, para tener la propiedad de sus medios de difusión; luchar así, en relación con los
profesores, con los sindicatos, las asociaciones, etc., para que los receptores obtengan una
educación que los lleve a elevar su nivel de recepción. Los fundadores de la República, en el siglo
XIX, decían (se los olvida a menudo) que el fin de la instrucción, no es sólo saber leer y escribir,
contar para ser un buen trabajador, sino disponer los medios indispensables para ser un buen
ciudadano, para estar en condiciones de entender las leyes, comprender y defender sus derechos,
creer en las asociaciones sindicales... Hay que trabajar para la universalización de las condiciones de
acceso a lo universal.
Se puede y se debe luchar contra el rating en nombre de la democracia. Esto parece
paradojal porque la gente que defiende el reino del rating pretende que no hay nada más
democrático (es el argumento favorito de los anunciantes y de los publicitarios más cínicos,
consultados por algunos sociólogos, sin hablar de los ensayistas de ideas cortas, que identifican la
crítica de los sondeos –y el rating- con la crítica del sufragio universal), que hay que dejar a la gente
la libertad de juzgar, de elegir (“esos son sus prejuicios de intelectuales elitistas que los llevan a
considerar todo eso como despreciable”). El rating es la sanción del mercado, de la economía, es
decir, de una legalidad externa y puramente comercial, y la sumisión a las exigencias de este
instrumento de marketing es el exacto equivalente en materia cultural de lo que es la demagogia
orientada por los sondeos de opinión en materia política. La televisión regida por el rating contribuye
a hacer pesar sobre el consumidor supuestamente libre e iluminado las restricciones del mercado,
que no tienen nada de expresión democrática de una opinión colectiva iluminada, racional, de una
razón pública, como quieren hacerlo creer los demagogos cínicos. Los pensadores críticos y las
organizaciones encargadas de explicar los intereses de los dominados están muy lejos de pensar
claramente este problema. Lo que contribuye bastante para reforzar todos los mecanismos que traté
de describir.
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ANEXO
LA INFLUENCIA DEL PERIODISMO
El objeto que aquí nos ocupa no es “el poder de los periodistas” -y menos aún el
periodismo como “cuarto poder”-, sino la influencia que los mecanismos de un campo cada vez más
sometido a las exigencias del mercado (lectores y anunciantes), ejercen, en principio, sobre los
periodistas (y los intelectuales-periodistas), y luego, en parte a través de ellos, sobre los diferentes
campos de la producción cultural (jurídico, literario, artístico, científico). Se trata de examinar cómo la
restricción estructural que pesa sobre este medio, él mismo dominado por las restricciones del
mercado, modifica más o menos profundamente las relaciones de fuerza en el interior de los
diferentes campos, afectando lo que se hace allí y lo que se produce y ejerciendo efectos muy
parecidos en universos fenoménicamente muy diferentes. Ello sin caer en uno u otro de los dos
errores opuestos, la ilusión del “jamás visto” y la ilusión del “siempre así”.
La influencia que el campo periodístico y, a través de él, la lógica del mercado, ejercen en
los campos de la producción cultural, incluso los más autónomos, no es radicalmente novedosa: se
podría sin problemas componer, con textos de los escritores del siglo XIX, un cuadro realista de los
efectos más generales que produce en el interior de esos universos protegidos.3 Pero hay que
cuidarse de ignorar la especificidad de la situación actual que, más allá de las similitudes resultantes
de la comparación, presenta características relativamente sin precedentes: los efectos que el
desarrollo de la televisión produce en el campo periodístico y, a través de él, en todos los otros, son
incomparablemente más importantes, en su intensidad y su amplitud, que aquéllos que la aparición
de la literatura industrial, con la gran prensa y el folletín, había provocado, suscitando en los
escritores reacciones de indignación o de revuelta de donde salen, según Raymond Williams, las
definiciones modernas de cultura.
Estos efectos que el campo periodístico genera se relacionan, por su forma y eficacia, en
su propia estructura, es decir, en la distribución de los diferentes periódicos y periodistas según su
autonomía respecto de las fuerzas externas, las del mercado de lectores y las del de anunciantes. El
grado de autonomía de un órgano de difusión se mide, sin duda, por las ganancias que provienen de
la publicidad y de la ayuda del Estado (bajo la forma de publicidad o subvenciones), pero también por
el grado de concentración de los anunciantes. En cuanto al nivel de autonomía de un periodista en
particular, depende en principio del grado de concentración de la prensa (que, al reducir el número de
empleados potenciales, aumenta la inseguridad del empleo); luego de la posición del diario en el
espacio de los periódicos, es decir, más o menos próximo del polo “intelectual” o del polo “comercial”;
también de su ubicación en el diario u órgano de prensa (efectivo, temporario, etc.), que determina
las diferentes garantías estatutarias de las que dispone (ligadas sobre todo a la notoriedad); de su
salario; y, finalmente, de su capacidad de producción autónoma de la información (algunos
periodistas, como los divulgadores científicos o los analistas económicos, son muy dependientes de
este factor). Es claro que los diferentes poderes, y en particular las instancias gubernamentales,
influyen no sólo por las restricciones económicas que están en condiciones de ejercer sino también
por todas las presiones que admite el monopolio de la información legítima -sobre todo de las
fuentes oficiales -; este monopolio da, en principio, a las autoridades gubernamentales y de la
administración, a la policía, por ejemplo, pero también a las autoridades jurídicas, científicas, etc.
armas en la lucha que los opone a los periodistas y en la que tratan de manipular las informaciones o
3 Se podría, por ejemplo, advertir esto leyendo la obra de Jean-Marie Goulemot y Daniel Oster,
Gens de lettres. Ecrivans et Bohémes, donde se encuentran muchas observaciones y notaciones
constitutivas de una sociología espontánea del medio literario que los escritores producen, sin
detenerse, en principio, en objetivar a sus adversarios o al conjunto de lo que los desagrada en su
campo (cf. J.-M. Goulemot y D. Oster, Gens de lettres. Ecrivans et Bohémes, Paris, Minerve, 1992.)
Pero la intuición de las homologías puede también leerse entre las líneas de un análisis del
funcionamiento del campo literario en el siglo último; allí se esboza una descripción de los
mecanismos escondidos del mundo literario de hoy (como lo hizo Philippe Murray, “Des regles de l’art
aux coulisses de sa misère”, Art Press, 186, junio, 1993, pp. 55-67).
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a los agentes encargados de transmitirlas, mientras que la prensa intenta por su parte manejar a los
que detentan la información para que la brinden o para tener la exclusividad. Sin olvidar el poder
simbólico excepcional que confiere a las grandes autoridades estatales la capacidad de definir, por
sus acciones, sus decisiones y sus intervenciones en el campo periodístico (entrevistas, conferencias
de prensa, etc.), el orden del día y la jerarquía de los sucesos que se imponen a los diarios.
Algunas propiedades del campo periodístico
Para comprender cómo contribuye el campo periodístico a reforzar, en el seno de todos los
campos, lo “comercial” en detrimento de lo “puro”, a los productores más inclinados a las
seducciones del poder económico y político a expensas de los productores que defienden los
principios y los valores del métier, hay que advertir que se organiza según una estructura homóloga a
la de otros campos y que el peso de lo “comercial” es aquí mucho mayor.
El campo periodístico se constituyó como tal, en el siglo XIX, alrededor de la oposición
entre los diarios que ofrecían “novedades”, preferentemente “sensacionales” o, mejor dicho,
“sensacionalistas” y los diarios que proponían análisis, “comentarios” y se diferenciaban respecto de
los primeros, afirmando siempre los valores de “objetividad”4. Es el sitio de una lucha entre dos
lógicas y dos principios de legitimación: el reconocimiento por los pares, brindado por aquéllos que
reconocen más cabalmente los “valores” o los principios internos, y el reconocimiento por el mayor
número, materializado en la cantidad de lectores, de espectadores y de la audiencia, esto es, por las
cifras de ventas (best-sellers) y la ganancia en dinero: la sanción del plesbiscito que es en este caso
inseparable del mercado.
Como el literario o el artístico, el campo periodístico es el sitio de una lógica específica, en
verdad cultural, que se impone a los periodistas a través de las restricciones y los controles cruzados
que hacen pesar unos sobre otros; y el respeto consiguiente a esas reglas (a veces nombrado como
deontología) funda las reputaciones de honorabilidad profesional. En síntesis, fuera quizás de estas
“marcas” -cuyo valor y significación dependen de la posición en el campo de quienes las hacen y de
quienes se benefician- hay pocas sanciones positivas relativamente indiscutibles; en cuanto a las
sanciones negativas, contra aquél que omite citar las fuentes, por ejemplo, son casi inexistentes – si
bien se tiende a no citar la fuente, sobre todo cuando se trata de un medio menor, para no pagar el
derecho correspondiente.
Pero (como el campo político y el económico, y mucho más que el mundo científico,
artístico o literario, o incluso el jurídico) el campo periodístico está sometido permanentemente a las
pruebas y veredictos del mercado, a través de la sanción directa de la clientela o indirecta del rating
(incluso si la ayuda del Estado asegura cierta independencia respecto de las restricciones inmediatas
del mercado). Y los periodistas están más inclinados a adoptar el criterio rating en su producción
(“hacer simple”, “hacer corto”, etc.) o en la evaluación de sus productos e incluso de sus productores
(“da bien en la televisión”, “se vende bien”, etc.), cuando ocupan una posición más encumbrada
(directores de canal, redactores jefe, etc.) en un órgano más directamente ligado al mercado (un
canal comercial por oposición a un canal cultural, etc.). Los periodistas más jóvenes y menos
comprometidos con un medio son, por el contrario, más proclives a oponer los principios y los valores
del métier a las exigencias más realistas o más cínicas, de sus “antecesores”.5
4 Acerca de la emergencia de la idea de objetividad en el periodismo americano como producto del
esfuerzo de los diarios deseosos de ser respetados para distinguir la información del simple relato de
la prensa popular ver M. Schudson, Discovering the news, New York, Basic Books, 1978. Sobre la
contribución que la oposición entre los periodistas más próximos al campo literario y ansiosos de
escribir y los periodistas más próximos al campo político, aportó, en el caso de Francia, a este
proceso de diferenciación e invención de un “métier” propio (sobre todo el reportero), se podrá leer T.
Ferenczi, L’invention du journalisme en France: naissance de la presse moderne a la fin du XIX
siecle, Plon, 1993. Acerca de la forma que adopta esta oposición en el campo de los diarios y
semanarios franceses y sobre su relación con las diferentes categorías de lectura y de lectores, ver
P. Bourdieu, La Distinction. Critique sociale du jugement de gout, Paris, Ed. De Minuit, 1979, p.517-
526 (hay versión en español).
5 Como en el campo literario, la jerarquía según el criterio externo -el éxito de venta- es casi lo
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En la lógica específica de un campo orientado hacia la producción de este bien altamente
perecedero que son las noticias, la competencia por la clientela adopta la forma de una disputa por la
prioridad, es decir, por las nuevas más nuevas (la primicia)6 ,- y ello es en tanto más, evidentemente,
cuanto más próximo se está del polo comercial. La restricción del mercado no se ejerce más que por
intermedio del efecto de campo: un número considerable de estas primicias, que son buscadas y
apreciadas como victorias en la conquista de la clientela, han debido permanecer ignoradas por los
lectores o los espectadores y son sólo percibidas por los competidores (los periodistas que son los
únicos que leen todos los diarios...). Inscripta en la estructura y los mecanismos del campo, la
competencia por la prioridad busca y favorece a los profesionales que se inclinan a ubicar toda la
práctica periodística bajo el reinado de la velocidad (o de la precipitación) y de la renovación
permanente.7 Disposiciones reforzadas por la temporalidad misma de la práctica periodística que,
obligando a vivir y a pensar al día y a valorizar una información en función de su actualidad, favorece
una suerte de amnesia permanente que es el revés negativo de la exaltación de la novedad y
también una tendencia a juzgar a los productores y a los productos según la oposición de “nuevo” y
“pasado”.8
Otro efecto del campo, absolutamente paradojal y poco favorable a la afirmación de
autonomía colectiva o individual: la competencia incita a ejercer un cuidado permanente (que puede
llegar hasta al espionaje mutuo) sobre las actividades de los rivales, a fin de sacar provecho de sus
fracasos, evitando los mismos errores, y de contrarrestar sus éxitos, tomando prestados los
instrumentos supuestos de sus logros (temas de números especiales que son retomados; libros
retomados por otros y de los cuales “no puede no hablarse”; invitados que hay que tener; asuntos
que se deben “cubrir” porque otros los han descubierto e incluso periodistas que son disputados,
tanto para impedir a la competencia tenerlos cuanto por el deseo real de poseerlos). Así, en este
dominio como en otros, la competencia, lejos de ser automáticamente generadora de originalidad y
de diversidad, tiende a menudo a favorecer la uniformidad de la oferta, como se puede fácilmente
advertir comparando los contenidos de los grandes semanarios, de los canales o las radios de gran
audiencia. Pero este mecanismo, muy poderoso, tiene también por efecto el hecho de imponer
insidiosamente al conjunto del campo las “elecciones” de los instrumentos de difusión más directa,
completamente sometidos a los veredictos del mercado, como los de la televisión; lo que contribuye
a orientar toda la producción en la conservación de los valores establecidos, como lo atestigua, por
ejemplo, el hecho de que los premios periódicos con los cuales los intelectuales-periodistas se
esfuerzan en imponer su visión del campo (y, en favor de los “ascensos en ascensor”, el
reconocimiento de los pares...) yuxtaponen casi siempre autores de productos altamente
perecederos y destinados a figurar durante algunas semanas, con esfuerzo, en la lista de los bestsellers,
y autores consagrados que son a la vez “valores seguros” propios para señalar el buen gusto
de aquéllos que los consagran y también, en tanto clásicos, los best-sellers de la larga duración. Es
decir que, incluso si su eficiencia se alcanza casi siempre a través de las acciones de personas
singulares, tanto los mecanismos por los cuales el periodismo es el sitio y sus efectos sobre los otros
campos están determinados en su intensidad y su orientación por la estructura que lo caracteriza.
Los efectos de la intrusión
inverso de la jerarquía según el criterio interno -el periodismo “serio”-. Y la complejidad de esta
distribución según una estructura quiasmática (que es también la de los campos literario, artístico o
jurídico) está fortalecida por el hecho de que se encuentra, en el seno de cada órgano de prensa -
escrito, radiofónico o televisivo, que funciona él mismo como un subcampo- la oposición entre el polo
“cultural” y el polo “comercial” que organiza el conjunto del campo, de manera que se tiene una serie
de estructuras encajonadas (del tipo a:b::b1:b2).
6 El scoop (en inglés en el original).
7 Es a partir de las restricciones temporales, impuestas a menudo de manera puramente arbitraria,
que se ejerce la censura estructural, prácticamente desapercibida, que pesa en los propósitos de los
invitados a la televisión.
8 Si la afirmación “ya pasó” tiene tan a menudo, y más allá del campo periodístico, en toda
argumentación crítica, es también porque los que se pretenden apresurados tienen un interés
evidente en poner en obra este principio de evaluación que brinda una ventaja indiscutible al recién
llegado, al más nuevo. Este criterio reducido a la oposición casi vacía entre el antes y el después, les
dispensa de hacer sus pruebas.
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La influencia del campo periodístico refuerza en los agentes y las instituciones más
dependientes del efecto del número y del mercado. Este efecto se ejerce tanto más cuanto los
campos que lo sufren están más estrechamente sometidos, en su funcionamiento, a esta lógica y el
campo periodístico está él mismo subordinado, coyunturalmente, a las restricciones externas que,
estructuralmente, lo afectan más que a los otros campos de producción cultural. Se observa hoy por
ejemplo que las sanciones internas tienden a perder su fuerza simbólica; los periodistas y los diarios
“serios” pierden su aura y están ellos mismos impelidos a hacer concesiones a la lógica del mercado
y del marketing introducida por la televisión comercial y a este nuevo principio de legitimidad que es
la consagración, llamada “visibilidad mediática”, capaz de conferir a algunos productos (culturales o
incluso políticos) o a algunos “productores” el sustituto aparentemente democrático de las sanciones
específicas impuestas por los campos especializados. Algunos “análisis” de la televisión han tenido
éxito ante los periodistas, sobre todo ante los más sensibles al efecto de la audiencia, porque
confieren legitimidad democrática a la lógica comercial, contentándose con plantear en términos de
política, en consecuencia de plesbiscito, un problema de producción y de difusión culturales.9
Así, la creciente influencia de un campo periodístico cada vez más sometido a la
dominación directa o indirecta de la lógica comercial tiende a amenazar la autonomía de los
diferentes campos de producción cultural, reforzando, en el seno de cada uno de ellos, a los agentes
o las empresas que están más dispuestas a ceder ante los beneficios “externos” porque son menos
ricos en capital específico (científico, literario, etc.) y menos seguros de los beneficios propios que el
campo les garantiza en lo inmediato o a término más o menos próximo.
El ascendiente del periodismo sobre los otros campos de producción cultural (en materia de
filosofía y sobre todo de ciencias sociales) se ejerce principalmente a través de la intervención de
productores culturales situados en un lugar incierto sobre el medio periodístico y los campos
especializados (literario o filosófico, etc.). Estos “intelectuales-periodistas”,10 que se sirven de la doble
pertenencia para esquivar las exigencias específicas de los dos universos y para importar en cada
uno de ellos los poderes adquiridos en el otro, están hechos a medida para ejercer dos efectos
mayores: por una parte, introducir formas nuevas de producción cultural, ubicadas en un espacio mal
definido entre esoterismo universitario y exotismo periodístico; por otra parte, imponer, por medio de
juicios críticos, principios de evaluación de las producciones culturales que, ratificando con una
apariencia de autoridad intelectual las sanciones del mercado y reforzando la inclinación espontánea
de ciertas categorías de consumidores a la allodoxia tienden a reforzar el “efecto audiencia” o de
best-seller list sobre la recepción de productos culturales y también, indirectamente, sobre la
producción, orientando las elecciones (la de los editores, por ejemplo) hacia obras menos exigentes y
más vendibles.
Y pueden contar con el sostén de aquéllos que -identificando la “objetividad” con una suerte
de saber vivir de buena compañía y de neutralidad ecléctica en relación con todas las partes
involucradas- toman los productos de cultura media por obras de vanguardia o denigran las
investigaciones de vanguardia (y no sólo en materia de arte) en nombre de los valores del buen
sentido;11 pero éstos pueden en su momento contar con la aprobación o incluso con la complicidad
9 Basta para ello enunciar problemas de periodismo (como la elección entre TF1 y Arte) en un
lenguaje que podría ser el del periodismo: “Cultura y televisión: entre la cohabitación y el apartheid”
(D. Wolton, Eloge du grand public, Paris, Flammarion, 1990, p. 163 (Hay versión en español, D.
Wolton, Elogio del gran publico , Barcelona, Gedisa, , 1992). Observemos, para tratar de justificar lo
que el análisis científico puede tener de complejo y hasta de laborioso, hasta qué punto la ruptura
con las preconstrucciones y los presupuestos del lenguaje ordinario, y en particular periodístico, se
impone como una condición de la construcción adecuada del objeto.
10 Bastaría con poner aparte, en el interior de esta categoría, las fronteras más lábiles, los
productores culturales que -según una tradición que se instaló con el surgimiento de la producción
“industrial” en materia de cultura- requieren de los métiers del periodismo medios de existencia y no
poderes (de control o de consagración) susceptibles de ejercerse sobre los campos especializados
(efecto Jdanov).
11 Muchas críticas recientes del arte moderno casi no se diferencian sino quizás en la pretensión de
sus expectativas, de los veredictos que se obtendrían si se sometiera el arte de vanguardia al
plesbiscito o, lo que viene a ser igual, al sondeo de opinión.
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de los consumidores que, como ellos, están inclinados a la alladoxia por su distancia del “reducto de
los valores culturales” y por su propensión a disimular los límites de sus capacidades de apropiación
– según la lógica de la self deception que evoca la fórmula a menudo empleada por los lectores de
las revistas de vulgarización: “es una revista científica de muy alto nivel y accesible a todos”.
Así se encontrarían amenazados los logros obtenidos por la autonomía del campo y por su
capacidad de resistir a las demandas mundanas, aquéllas que simboliza hoy el rating y que los
escritores del siglo pasado enfrentaban expresamente cuando se levantaban contra la idea de que el
arte (se podría decir lo mismo de la ciencia) pudiera someterse al veredicto del sufragio universal.
Ante este peligro, son posibles dos estrategias, más o menos empleadas según los campos y su
grado de autonomía: señalar firmemente los límites del campo y tratar de restaurar las fronteras
amenazadas por la intrusión del modo de pensar y actuar del periodismo; o salir de la torre de marfil
(según el modelo inaugurado por Zola) para imponer los valores surgidos de la reclusión en ella, y
servirse de todos los medios disponibles, en los campos especializados o afuera, y en el seno mismo
del periodismo, para imponer en el exterior las adquisiciones y las conquistas posibles por su
autonomía.
Hay condiciones económicas y culturales que permiten un juicio científico esclarecido y no
se puede pretender que el voto universal (o las encuestas) delimite los problemas de la ciencia
(aunque a veces se haga indirectamente y sin saberlo) sin desfavorecer al mismo tiempo las
condiciones mismas de la producción científica, es decir, la barrera que protege la ciudadela
científica (o artística) contra la irrupción destructiva de los principios de producción y de evaluación
externos, impropios y desplazados. Pero no significa que la barrera no pueda ser atravesada en otro
sentido y que sea intrínsecamente imposible trabajar en una redistribución democrática de los logros
posibles por la autonomía. Esto es factible a condición de que se advierta claramente que toda
acción que difunda las adquisiciones más raras de la investigación científica o artística supone el
cuestionamiento del monopolio de los instrumentos de difusión de esta información (científica o
artística) que el campo periodístico detenta de hecho y también la crítica del horizonte de
expectativas que diseña la demagogia comercial de los que tienen los medios de interponerse entre
los productores culturales (entre quienes se puede contar, en este caso, a los políticos) y la gran
masa de consumidores.
La distancia entre los productores profesionales (o sus productos) y los simples
consumidores (lectores, oyentes, espectadores y también electores) que encuentra su fundamento
en la autonomía de los campos especializados es más o menos grande, más o menos difícil de
sobrellevar y más o menos inaceptable, desde el punto de vista de los principios democráticos,
según los campos. Y, contrariamente a las apariencias, se observa también en el orden de la política
que ésta contradice los principios declarados. Aunque los agentes comprometidos en el campo
periodístico y en el político estén en una relación de competencia y de lucha permanentes y aunque
el periodismo sea, de alguna manera, englobado en el campo político donde ejerce efectos muy
poderosos, ambos tienen en común el estar muy directamente y estrechamente ubicados bajo el
imperio de la sanción del mercado y del plesbiscito. Se sigue que la influencia del campo periodístico
refuerza las tendencias de los agentes comprometidos en la política a someterse a la presión de las
demandas y las exigencias del mayor número, a veces pasional e irreflexivas, y a menudo
constituidas en reivindicaciones movilizadoras por el lugar que reciben en la prensa.
Salvo cuando emplea libertades y poderes críticos que le aseguran su autonomía, la
prensa, sobre todo la televisiva (y comercial), funciona en el mismo sentido que el sondeo, con el que
debe contar: aunque pueda servir también de instrumento de demagogia racional tendente a reforzar
la cerrazón sobre sí misma del campo político, el sondeo instaura con los electores una relación
directa, sin mediación, que pone fuera de juego a todos los agentes individuales o colectivos (como
los partidos o los sindicatos) socialmente ordenados para elaborar y proponer opiniones constituidas;
expropia a todos los mandatarios y a quienes pretender ser sus portavoces (al igual que los grandes
editorialistas del pasado) el monopolio de la expresión legítima de la “opinión publica” y, al mismo
tiempo, de su capacidad de trabajar en una elaboración crítica (y a veces colectiva, como en los
poderes legislativos) de opiniones reales o supuestas de sus mandantes.
Todo esto hace que la influencia acrecentada de un campo periodístico, él mismo sometido
a una presión creciente de la lógica comercial, sobre el campo político obsesionado por la tentación
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de la demagogia (especialmente en un momento en que los sondeos ofrecen el medio para ejercerla
de manera racionalizada) contribuye a debilitar la autonomía de lo político y, al mismo tiempo, la
capacidad acordada a los representantes (políticos u otros) de invocar su competencia de expertos o
su autoridad de guardias de los valores colectivos.
¿Cómo no evocar, para finalizar, el caso de los juristas que, al precio de una “piadosa
hipocresía”, insisten en que sus veredictos encuentran su principio no en las restricciones externas,
sobre todo económicas, sino en las normas trascendentes de las cuales ellos son sus guardianes? El
campo jurídico no es lo que cree ser, es decir, un universo puro de todo compromiso con las
necesidades de la política o de la economía. Pero el hecho de hacerse reconocer como tal
contribuye a producir efectos sociales reales y, en principio, sobre aquéllos que tienen como trabajo
hablar de derecho. ¿Pero qué llegarán a ser los juristas, encarnaciones más o menos sinceras de la
hipocresía colectiva?, ¿qué ocurrirá si se convierte en pública notoriedad que, lejos de obedecer a
las verdades o a los valores trascendentes y universales, están atravesados, como todos los otros
actores sociales, por restricciones como aquéllas; si es evidente que se alteran los procedimientos o
las jerarquías por la presión de las necesidades económicas o la seducción de los éxitos
periodísticos?
Pequeño post-scriptum normativo
Develar las restricciones ocultas que pesan sobre los periodistas y que inciden a su vez
sobre todos los productores culturales no es -¿es necesario decirlo?- denunciar a los responsables,
señalar con en el índice a los culpables.12 Es intentar ofrecer a unos y otros una posibilidad de
liberarse, por la toma de conciencia, de la influencia de estos mecanismos y proponer quizás el
programa de una acción concertada entre los artistas, los escritores, los sabios y los periodistas,
detentadores del (cuasi)monopolio de los instrumentos de difusión. Sólo una colaboración de este
tipo permitiría trabajar eficazmente en la divulgación de los logros más universales de la
investigación y también, por otra parte, a la universalización práctica de las condiciones de acceso a
lo universal.
REFERENCIAS CITADAS
Accardo, Alain, con G. Abou, G. Balastre, D. Marine, Journalistes au cotidien, Outils pour
une sociologie des pratiques journalistiques, Bordeaux, Le Mascaret, 1995.
Accardo, Alain, “Le destin scolaire”, in Pierre Bourdieu, La Misère du monde, Paris, Seuil,
1993, pp. 719-735.
Bourdieu, Pierre, “L’Emprise du journalisme”, Actes de la recherche en sciences sociales,
101-102, mars, 1994, pp. 3-9.
--- (avec Wacquant Loic), Résponses, Paris, Seuil, 1992.
Champagne, Patrick, “La construction médiatique des ‘malaises sociaux”, Actes de la
recherche en sciences sociales, 90, décembre 1991, pp. 64-75.
--- “La vision médiatique”, in La Misère du monde, Paris, Seuil, 1993, pp. 61-79.
--- “La loi des grands nombres. Mesure de l’audience et répresentation politique du public”,
Actes de la recherche en sciences sociales, 101-102, mars 1994, pp. 10-22.
Deleuze, Gilles, À propos des nouveaux philosophes et d’un problème plus général, Paris,
Minuit, 1978.
Godard, Jean-Luc, Godard par Godard. Des années Mao aux années 80, Paris,
Flammarion, 1985.
Lenoir, Remi, “La parole est aux juges. Crise de la magistrature et champ journalistique”,
Actes de la recherche en sciences sociales, 101-102, mars 1994, pp. 77-84.
Sapiro, Gisele, “La raison littéraire. Le champ littéraire français sous l’Occupation (1940-
12 Para evitar producir el efecto de épinglage o de caricatura que se corre el riesgo de suscitar
cuando se publican tal cual los propósitos fijados o los textos impresos, debimos varias veces
renunciar a reproducir documentos que habrían dado toda su fuerza a nuestra demostración y que
hubieran además recordado al lector, por el efecto de puesta en relieve que desbanaliza arrancando
el contexto familiar, todos los ejemplos equivalentes que la rutina de la mirada ordinaria deja escapar.
32 14/12/2006
1944)”, Actes de la recherche en sciences sociales, 111-112, mars 1996, pp. 3-35.
--- “Salut littéraire et littérature du salut. Deux trajectoires de romanciers catholiques:
Francois Mauriac et Henry Bourdeaux”, Actes de la recherche en sciences sociales, 111-112, mars
1996, pp. 36-58.
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La esencia del neoliberalismo
Pierre BOURDIEU - Mayo de 1998
El mundo económico ¿es realmente, como pretende la teoría
dominante, un orden puro y perfecto, que desarrolla de manera
implacable la lógica de sus consecuencias previsibles, y dispuesto a
reprimir todas las transgresiones con las sanciones que inflige, bien
de forma automática o bien - más excepcionalmente- por mediación
de sus brazos armados, el FMI o la OCDE, y de las políticas que
estos imponen: reducción del coste de la mano de obra, restricción
del gasto público y flexibilización del mercado de trabajo? ¿Y si se
tratara, en realidad, de la verificación de una utopía, el
neoliberalismo, convertida de ese modo en programa político, pero
una utopía que, con la ayuda de la teoría económica con la que se
identifica, llega a pensarse como la descripción científica de lo real?
Esta teoría tutelar es una pura ficción matemática basada, desde su
mismo origen, en una formidable abstracción, que, en nombre de
una concepción tan estrecha de la racionalidad, identificada con la
racionalidad individual, consiste en poner entre paréntesis las
condiciones económicas y sociales respecto a las normas racionales
y de las estructuras económicas y sociales que son la condición de
su ejercicio.
Para percibir la dimensión de estos aspectos omitidos, basta pensar
en el sistema de enseñanza, que jamás se tuvo en cuenta en tanto
que tal en un momento en el que desempeña un papel determinante
en la producción de bines y servicios, así como en la producción de
los productores. De esta especie de pecado original, inscrito en el
mito walrasiano (1) de la "teoría pura", derivan todas las carencias y
las ausencias de la disciplina económica, y la obstinación fatal con la
que se pega a la oposición arbitraria a la que da lugar, por su sola
existencia entre la lógica propiamente económica, basada en la
competencia y portadora de eficacia, y la lógica social, sometida a la
regla de la equidad.
Dicho esto, esta "teoría" originariamente desocializada y
"deshistorizada" tine hoy más que nunca los medios de convertirse
en verdad, empíricamente verificable. En efecto, el discurso
neoliberal no es un discurso como los otros. A la manera del discurso
psiquiátrico en el sanatorio, según Erving Goffman (2), es un
"discurso fuerte", que si es tan fuerte y tan difícil de combatir es
porque dispone de todas las fuerzas de un mundo de relaciones de
fuerza que él contribuye a hacer tal y como es, sobre todo orientando
las opciones económicas de los que dominan las relaciones
económicas y sumando así su propia fuerza, propiamente simbólica,
a esas relaciones de fuerza. En nombre de ese programa científico
de conocimiento, convertido en programa político de acción, se lleva
a cabo un inmenso trabajo político (negado en tanto que es, en
apariencia, puramente negativo) que trata de crear las condiciones
de realización y de funcionamiento de la "teoría"; un programa de
destrucción metódica de los colectivos.
El giro hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto,
posibilitado por la política de desregulación financiera, se realiza a
través de la acción transformadora y, hay que decirlo muy claro,
destructora de todas la medidas políticas (la más reciente de éstas
es el A.M.I., Acuerdo Multilateral de Inversiones, destinado a proteger
a las empresas extranjeras y sus inversiones contra los Estados
nacionales), tendientes a poner en tela de juicio todas las estructuras
colectivas capaces de obstaculizar la lógica del mercado puro :
nación, cuyo margen de maniobra no deja de disminuir; grupos de
trabajo con, por ejemplo, la individualización de los salarios y de las
carreras en función de las competencias individuales y la
atomización de los trabajadores, sindicatos, asociaciones,
cooperativas; incluso familia, que, a través de la constitución de
mercados por "clases de edad", pierde una parte de su control sobre
el consumo.
El programa neoliberal, que extrae su fuerza social de la fuerza
político - económica de aquellos cyos intereses expresa (accionistas,
operadores financieros, industriales, políticos conservadores o
socialdemócratas convertidos a la deriva cómoda del laisser - faire,
altos ejecutivos de las finanzas, tanto más empecinados en imponer
una política que predica su propio ocaso cuanto que, a diferencia de
los técnicos superiores de las empresas, no corren el peligro de
pagar, eventualmente, sus consecuencias), tiende a favorecer
globalmente el desfase entre las economías y las realidades
sociales, y a construir de este modo, en la realidad, un sistema
económico ajustado a la descripción teórica, es decir, una especie de
máquina lógica, que se presenta como una cadena de restricciones
que obligan a los agentes económicos.
La mundialización de los mercados financieros, junto al progreso de
las técnicas de información, garantiza una movilidad sin precedentes
de capitales y proporciona a los inversores, preocupados por la
rentabilidad a corto plazo de sus inversiones, la posibilidad de
comparar de manera permanente la rentabilidad de las más grandes
empresas y de sancionar en consecuencia los fracasos relativos. Las
propias empresas, colocadas bajo semejante amenaza permanente,
deben de ajustarse de forma más o menos rápida a las exigencias
de los mercados, so pena, como se ha dicho, de "perder la confianza
de los mercados", y, al mismo tiempo, el apoyo de los accionistas
que, preocupados por una rentabilidad a corto plazo, son cada vez
más capaces de imponer su voluntad a los managers, fijarles normas
(a través de las direcciones financieras) y de orientar sus políticas en
materia de contratación, de empleo y de salarios.
De este modo se instaura el reino absoluto de la flexibilidad, con la
extensión de los contratos temporales o los interinatos, y los "planes
sociales" reiterados y, en el propio seno de la empresa, la
competencia entre filiales autónomas, entre equipos empujados a la
polivalencia y, en definitiva, entre individuos, a través de la
individualización de la relación salarial: fijación de objetivos
individuales; entrevistas individuales de evaluación; evaluación
permanente; subidas individualizadas de salarios o concesión de
primas en función de la competencia y del mérito individuales;
carreras individualizadas; estrategias de "responsabilización"
tendientes a asegurar la autoexplotación de algunos técnicos
superiores que, meros asalariados bajo fuerte dependencia
jerárquica, son considerados a la vez responsables de sus ventas,
de sus productos, de su sucursal, de su almacén, etc., como si
fueran "independientes"; exigencia de "autocontrol" que extiende la
"implicación" de los asalariados, según las técnicas de la "gestión
participativa", mucho mós alló de los empleos de técnicos superiores.
Técnicas todas ellas de dominación racional que, mediante la
imposición de la superinversión en el trabajo a destajo, se concitan
para debilitar o abolir las referencias y las solidaridades colectivas
(3).
La institución práctica de un mundo darwinista de lucha de todos
contra todos, en todos los niveles de la jerarquía, que halla los
resortes de la adhesión a la tarea y a la empresa en la inseguridad,
el sufrimiento y el stress, no podría triunfar tan completamente, sin
duda, de no contar con la complicidad de las disposiciones
precarizadas que produce la inseguridad y la existencia - en todos
los niveles de la jerarquía, hasta en los niveles más elevados,
especialmente entre los técnicos superiores - de un ejercito de
reserva de mano de obra domeñada por la precarización y por la
amenaza permanente del paro. En efecto, el fundamento último de
todo este orden económico situado bajo el signo de la libertad, es la
violencia estructural del paro, de la precariedad y de la amenaza de
despido que implica: la condición del funcionamiento "armonioso" del
modelo micro-económico individualista es un fenómeno de masas, la
existencia del ejercito de reserva de los parados.
Los efectos visibles del modelo
Esta violencia estructural pesa también sobre lo que llamamos el
contrato de trabajo (sabiamente racionalizado y desrealizado por la
"teoría de los contratos"). El discurso de empresa nunca había
hablado tanto de confianza, de cooperación, de lealtad y de cultura
de empresa como en una época en la que se obtiene la adhesión de
cada instante haciendo desaparecer todas las garantías temporales
(las tres cuartas partes de los contratos son temporales, no cesa de
crecer la parte de empleos precarios y el despido individual tiende a
no estar ya sometido a ninguna restricción).
Vemos así cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la
realidad de una especie de máquina infernal, cuya necesidad se
impone a los propios dominadores. Esta utopía - como el marxismo
en otros tiempos, con el cual, desde este planteamiento, tiene
muchos puntos en común - suscita una formidable creencia, la free
trade faith (la fe en el librecambio), no sólo entre los que viven de ella
materialmente, como los financieros, los patronos de las grandes
empresas, etc., sino también entre los que extraen de ella su razón
de existir, como los altos ejecutivos y los políticos, que sacralizan el
poder de los mercados, en nombre de la eficacia económica, que
exigen el levantamiento de las barreras administrativas o políticas
susceptibles de importunar a los detentadores de capitales en la
búsqueda puramente individual de la maximización del beneficio
individual, instituida en modelo de racionalidad, que quieren bancos
centrales independientes, que predican la subordinación de los
Estados nacionales a las exigencias de la libertad económica para
los amos de la economía, con la supresión de todas las
reglamentaciones en todos los mercados, empezando por el
mercado de trabajo, la prohibición de los déficits y de la inflación, la
privatización generalizada de los servicios públicos y la reducción del
gasto público y del gasto social.
Los economistas vinculados al neoliberalismo, sin compartir
necesariamente los intereses económicos y sociales como
verdaderos creyentes, tienen los suficientes intereses específicos en
el campo de la ciencia económica como para aportar una
contribución decisiva, cualesquiera que sean sus impresiones
respecto de los efectos económicos y sociales de la utopía que
visten de razón matemática, en la producción y en la reproducción de
la creencia en la utopía neoliberal. Como están separados a lo largo
de toda su existencia y, sobre todo, por su formación intelectual, casi
siempre puramente abstracta, libresca y teoricista, del mundo
económico y social tal como es, se muestran particularmente
inclinados a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las
cosas.
Participan y colaboran en un formidable cambio social y económico -
confiando en modelos que tunca tuvieron la oportunidad de someter
a la prueba de la verificación experimental, propensos a mirar desde
arriba los logros de las otras ciencias históricas, en las que no
reconocen la pureza y la transparencia cristalina de sus juegos
matemáticos, y cuya profunda necesidad y su capacidad suelen ser
incapaces de comprender - que, pese a que algunas de sus
consecuencias les causan horror (pueden cotizar para el Partido
Socialista y dar meditados consejos a sus representantes en las
instancias de poder), no puede disgustarles ya que, aun a riesgo de
algunos fallos, imputables a lo que ellos llaman a veces "burbujas
especulativas", tiende a hacer realidad la utopía ultraconsecuente
(como ciertas formas de locura) a la que consagran su vida.
Y, sin embargo, el mundo está ahí, con los efectos inmediatamente
visibles de la puesta en práctica de la gran utopía neoliberal: no sólo
la miseria cada vez mayor de las sociedades más avanzadas
economicamente, el crecimiento extraordinario de las diferencias
entre las rentas, la desaparición progresiva de los universos
autónomos de producción cultural, cine, edición, etc., por la
imposición intrusista de los valores comerciales, sino también y
sobre todo la destrucción de todas las instancias colectivas capaces
de contrapesar los efectos de la máquina infernal, a la cabeza de las
cuales está el Estado, depositario de todos los valores universales
asociados a la idea de público, y la imposición, generalizada, en las
altas esferas de la economía y del Estado, o en el seno de las
empresas, de esta especie de darwinismo moral que, con el culto del
"triunfador", formado esencialmente en las matemáticas superiores,
instaura como normas de todas las prácticas la lucha de todos contra
todos y el cinismo.
¿Cabe esperar que el volumen extraordinario de sufrimiento que
produce semejante régimen político-económico llegue un día a ser el
origen de un movimiento capaz de parar la carrera hacia el abismo?
De hecho, nos encontramos aquí ante una extraordinaria paradoja:
en tanto que los obstáculos encontrados reiteradamente en el
camino de la realización del otro orden - el del individuo solo, pero
libre - se consideran hoy imputables a rigideces y a arcaísmos, y
mientras que cualquier intervención directa y consciente, al menos
cuando viene del Estado, es desacreditada de antemano, es decir,
conminada a desaparecer en beneficio de un mecanismo puro y
anónimo, el mercado (olvidamos con frecuencia que éste es también
el ámbito del ejercicio de los intereses), en realidad, la permanencia
o la supervivencia de las instituciones y de los agentes del orden
antiguo a punto de ser desmantelado, y todo el trabajo de todos los
niveles de trabajadores sociales, y también todas las solidaridades
sociales, familiares y muchas más, es lo que hace que el orden
social no se hunda en el caos a pesar del volumen creciente de la
población precarizada.
El paso al "liberalismo" se ha realizado de manera insensible, o sea
imperceptible, como la deriva de los continentes, ocultando así a las
miradas sus más terribles efectos a largo plazo. Efectos que,
paradojicamente, también son disimulados por las resistencias que
suscita ya por parte de los que defienden el orden antiguo bebiendo
en las fuentes que encerraba, en las solidaridades antiguas, en las
reservas de capital social que protegen toda una parte del orden
social presente de su caída en la anomía. (Capital que si no se
renueva, ni se reproduce, está abocado a su depauperación, pero
cuyo agotamiento no es para mañana).
Pero esas mismas fuerzas de "conservación", a las que no es tan
fácil tratar como fuerzas conservadoras, son también, bajo otra
relación, fuerzas de resistencia contra la instauración del orden
nuevo, que pueden terminar siendo fuerzas subversivas. Y si, por
consiguiente, podemos guardar alguna esperanza razonable, es
porque todavía existe, en las instituciones estatales y también en las
disposiciones de los agentes (en especial, los más vinculados a esas
instituciones, como la pequeña aristocracia funcionarial), de tales
fuerzas que, bajo la apariencia de defender simplemente - como se
les reprochará en seguida -un orden desaparecido y los "privilegios"
correspondientes, deben ciertamente (para resistir la prueba)
afanarse en inventar y construir un orden social que no tenga por
única ley la búsqueda del interés egoísta y la pasión individual del
beneficio, que prepare el camino a colectivos orientados a la
consecución racional de fines colectivamente elaborados y
aprobados.
¿Cómo no hacer un sitio especial, entre estos colectivos,
asociaciones, sindicatos, partidos, al Estado, Estado nacional o,
mejor todavía, supranacional, es decir, europeo (etapa hacia un
Estado mundial), capaz de controlar y de imponer eficazmente los
beneficios obtenidos en los mercados financieros y, sobre todo, de
contrapesar la acción destructora que estos últimos ejercen sobre el
mercado de trabajo, organizando, con la ayuda de los sindicatos, la
elaboración y la defensa del interés público que, se quiera o no, no
saldrá nunca, ni siquiera al precio de algunos errores en la escritura
matemática, de la visión de contable (en otra época se hubiera dicho
"de tendero") que la nueva creencia presenta como la forma
suprema de la realización humana.
Notas
(1) NDLR: en referencia a Auguste Walras (1800-1866), economista
francés, autor De la nature de la richesse et de l'origine de la valeur
(1848); fue uno de los primeros que intentó aplicar las matemáticas
al estudio económico.
(2) Erving Goffman, Asiles, Etudes sur la condition sociale des
malades mentaux, Editions de Minuit, Paris, 1968
(3) Sobre todo esto, cabe remitirse a los dos números de las Actes
de la recherche en sciences sociales dedicadas a las "Nouvelles
formes de domination dans le tranail" (1 y 2), n°114, septiembre de
1996, y n°115, diciembre de 1996, y muy especialmente a la
introducción de Gabrielle Balazs y Michel Piatoux, "Crise du travail et
crise du politioque", n°114.
www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de Ciencias Sociales
Fundamentos de una teoría de la violencia simbólica
Pierre Bourdieu
Jean-Claude Passeron*
Abreviaturas utilizadas en el Libro 1:
AP: acción pedagógica.
AuP: autoridad pedagógica.
TP: trabajo pedagógico.
AuE: autoridad escolar.
SE: sistema de enseñanza.
TE: trabajo escolar.
* En: Bourdieu, Pierre y Passeron, Jean-Claude. La Reproducción. Elementos para una teoría del sistema
de enseñanza, Libro 1, Editorial Popular, España, 2001. pp. 15-85
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0. Todo poder de violencia simbólica, o sea, todo poder que logra imponer
significaciones e imponerlas como legítimas disimulando las relaciones de
fuerza en que se funda su propia fuerza, añade su fuerza propia, es decir,
propiamente simbólica, a esas relaciones de fuerza.
Escolio 1. Rechazar este axioma que enuncia simultáneamente la autonomía y
la dependencia relativas de las relaciones simbólicas respecto a las relaciones de
fuerza equivaldría a negar la posibilidad de una ciencia sociológica: en efecto,
considerando que todas las teorías implícita o explícitamente construidas sobre la
base de axiomas diferentes conducirían o bien a situar la libertad creadora de los
individuos o de los grupos al principio de la acción simbólica considerada como
autónoma respecto a sus condiciones objetivas de existencia, o bien a aniquilar la
acción simbólica como tal, rechazando toda autonomía respecto a sus condiciones
materiales de existencia, se puede considerar este axioma como un principio de la
teoría del conocimiento sociológico.
Escolio 2. Basta con comparar las teorías clásicas del fundamento del poder,
las de Marx, Durkheim y Weber, para ver que las condiciones que hacen posible la
constitución de cada una de ellas excluyen la posibilidad de construcción del objeto
que realizan las otras. Así, Marx se opone a Durkheim porque percibe el producto de
una dominación de clase allí donde Durkheim (que nunca descubre tan claramente su
filosofía social como en la sociología de la educación, lugar privilegiado para la ilusión
del consensus) no ve más que el efecto de un condicionamiento social indiviso. Bajo
otro aspecto, Marx y Durkheim se oponen a Weber al contradecir, por su objetivismo
metodológico, la tentación de ver en las relaciones de poder relaciones
interindividuales de influencia o de dominio y de representar las diferentes formas de
poder (político, económico, religioso, etc.) como otras tantas modalidades de la
relación sociológicamente indiferenciada de poder (Macht) de un agente sobre otro.
Finalmente, por el hecho de que la reacción contra los representantes artificialistas del
orden social conduce a Durkheim a poner el acento en la exterioridad del
condicionamiento, mientras que Marx, interesado en descubrir bajo las ideologías de la
legitimidad las relaciones de violencia que las fundamentan, tiende a minimizar, en su
análisis de los efectos de la ideología dominante, la eficacia real del refuerzo simbólico
de las relaciones de fuerza que origina el reconocimiento por los dominados de la
legitimidad de la dominación, Weber se opone a Durkheim como a Marx en que es el
único que se impone expresamente como objeto la contribución específica que las
representaciones de legitimidad aportan al ejercicio y a la perpetuación del poder,
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incluso a pesar de que, encerrado en una concepción psicosociológica de estas
representaciones, no puede interrogarse, como lo hace Marx, acerca de las funciones
que tiene en las relaciones sociales el desconocimiento de la verdad objetiva de estas
relaciones como relaciones de fuerza.
1. De la doble arbitrariedad de la acción pedagógica
1. Toda acción pedagógica (AP) es objetivamente una violencia simbólica en
tanto que imposición, por un poder arbitrario, de una arbitrariedad cultural.
Escolio. Las proposiciones que siguen (hasta las proposiciones de tercer grado
incluidas) se aplican a toda AP, sea esta AP ejercida por todos los miembros
educados de una formación social o de un grupo (educación difusa), por los miembros
de un grupo familiar a los que la cultura de un grupo o de una clase confiere esta tarea
(educación familiar), o por el sistema de agentes explícitamente designados a este
efecto por una institución de función directa o indirectamente, exclusiva o parcialmente
educativa (educación institucionalizada) o que, salvo especificación expresa, esta AP
esté destinada a reproducir la arbitrariedad cultural de las clases dominantes o de las
clases dominadas. Dicho de otra forma, el alcance de estas proposiciones se halla
definido por el hecho de que se refieren a toda formación social, entendida como
sistema de relaciones de fuerza y de significados entre grupos o clases. Por ello,
hemos renunciado, en los tres primeros puntos, a multiplicar los ejemplos tomados del
caso de una AP dominante de tipo escolar con el fin de evitar sugerir, ni siquiera
implícitamente, una restricción de la validez de las proposiciones relativas a toda AP
Se ha reservado para su momento lógico (proposiciones de grado 4) la especificación
de las formas y efectos de una AP que se ejerce en el ámbito de una institución
escolar; sólo en la última proposición (4.3) se halla caracterizada expresamente la AP
escolar que reproduce la cultura dominante, contribuyendo así a reproducir la
estructura de las relaciones de fuerza, en una formación social en que el sistema de
enseñanza dominante tiende a reservarse el monopolio de la violencia simbólica
legítima.
1.1. La AP es objetivamente una violencia simbólica, en un primer sentido, en la
medida en que las relaciones de fuerza entre los grupos o las clases que
constituyen una formación social son el fundamento del poder arbitrario que es
la condición de la instauración de una relación de comunicación pedagógica, o
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sea, de la imposición y de la inculcación de una arbitrariedad cultural según un
modelo arbitrario de imposición y de inculcación (educación).
Escolio. Así las relaciones de fuerza que constituyen las formaciones sociales
de descendencia patrilinear y las formaciones sociales de descendencia matrilinear se
manifiestan directamente en los tipos de AP correspondientes a cada uno de los dos
sistemas de sucesión. En un sistema de descendencia matrilinear en que el padre no
detenta autoridad jurídica sobre el hijo, mientras que el hijo no tiene ningún derecho
sobre los bienes y los privilegios del padre, éste sólo puede apoyar su AP en
sanciones afectivas o morales (aunque el grupo le aporte su sostén, en última
instancia, en el caso en que se vean amenazadas sus prerrogativas) y no dispone de
la asistencia jurídica que se le asegura, por ejemplo cuando pretende afirmar su
derecho a los servicios sexuales de su esposa. Por el contrario, en un sistema de
descendencia patrilinear, en que el hijo, dotado de derechos explícitos y jurídicamente
sancionados sobre los bienes y los privilegios del padre, mantiene con él una relación
competitiva, e incluso conflictiva (como el sobrino con el tío materno en un sistema
matrilinear), el padre “representa el poder de la sociedad como fuerza en el grupo
doméstico” y puede, con esta prerrogativa, imponer sanciones jurídicas al servicio de
la imposición de su AP (cf. Fortes, Goody). Si bien no se trata de ignorar la dimensión
propiamente biológica de la relación de imposición pedagógica, es decir, la
dependencia biológicamente condicionada que corresponde a la impotencia infantil, no
se puede hacer abstracción de las determinaciones sociales que especifican en todos
los casos la relación entre los adultos y los niños, incluso en aquellos en que los
educadores son los padres biológicos (por ejemplo, las determinaciones
correspondientes a la estructura de la familia o a la posición de la familia en la
estructura social).
1.1.1. Como poder simbólico, que no se reduce nunca por definición a la
imposición de la fuerza, la AP sólo puede producir su efecto propio, o sea,
propiamente simbólico, en tanto en cuanto que se ejerce en una relación de
comunicación.
1.1.2. Como violencia simbólica, la AP sólo puede producir su efecto propio, o
sea, propiamente pedagógico, cuando se dan las condiciones sociales de la
imposición y de la inculcación, o sea, las relaciones de fuerza que no están
implicadas en una definición formal de la comunicación.
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1.1.3. En una formación social determinada, la AP que las relaciones de fuerza
entre los grupos o las clases que constituyen esta formación social colocan en
posición dominante en el sistema de las AP, es aquella que, tanto por su modo
de imposición como por la delimitación de lo que impone y de aquellos a
quienes lo impone, corresponde más completamente, aunque siempre de
manera mediata, a los intereses objetivos (materiales, simbólicos y, en el
aspecto aquí considerado, pedagógicos) de los grupos o clases dominantes.
Escolio. La fuerza simbólica de una instancia pedagógica se define por su peso
en la estructura de las relaciones de fuerza y de las relaciones simbólicas (las cuales
expresan siempre esas relaciones de fuerza que se instauran entre las instancias que
ejercen una acción de violencia simbólica; esta estructura expresa, a su vez, las
relaciones de fuerza entre los grupos o las clases que constituyen la formación social
considerada. Por la mediación de este efecto de dominación de la AP dominante, las
diferentes AP que se ejercen en los diferentes grupos o clases colaboran objetiva e
indirectamente a la dominación de las clases dominantes (por ejemplo, inculcación por
las AP dominadas de los saberes y actitudes cuyo valor ha sido definido por la AP
dominante en el mercado económico o simbólico).
1.2. La AP es objetivamente una violencia simbólica, en un segundo sentido, en
la medida en que la delimitación objetivamente implicada en el hecho de
imponer y de inculcar ciertos significados, tratados -por la selección y exclusión
que les es correlativa- como dignos de ser reproducidos por una AP, reproduce
(en el doble significado del término) la selección arbitraria que un grupo o una
clase opera objetivamente en y por su arbitrariedad cultural.
1.2.1. La selección de significados que define objetivamente la cultura de un
grupo o de una clase como sistema simbólico es arbitraria en tanto que la
estructura y las funciones de esta cultura no pueden deducirse de ningún
principio universal, físico, biológico o espiritual, puesto que no están unidas por
ningún tipo de relación interna a la “naturaleza de las cosas” o a una “naturaleza
humana”.
1.2.2. La selección de significados que define objetivamente la cultura de un
grupo o de una clase como sistema simbólico es sociológicamente necesaria en
la medida en que esta cultura debe su existencia a las condiciones sociales de
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las que es producto y su inteligibilidad a la coherencia y a las funciones de la
estructura de las relaciones significantes que la constituyen.
Escolio. Arbitrarias cuando, por el método comparativo, se las refiere al
conjunto de culturas presentes o pasadas o, por una narración imaginaria, al universo
de las culturas posibles, las “opciones” constitutivas de una cultura (“opciones” que no
hace nadie) revelan su necesidad en el momento en que se las refiere a las
condiciones sociales de su aparición y de su perpetuación. Los malentendidos sobre la
noción de arbitrariedad (y en particular la confusión de la arbitrariedad y la gratuidad)
se deben, en el mejor de los casos, a que un punto de vista puramente sincrónico de
los hechos culturales (similar al que pesa frecuentemente sobre los etnólogos) impide
conocer todo lo que estos hechos deben a sus condiciones sociales de existencia,
esto es, a las condiciones sociales de su producción y de su reproducción, con todas
las reestructuraciones y las reinterpretaciones correlativas a su perpetuación en
condiciones sociales transformadas (por ejemplo, todos los grados que se pueden
distinguir entre la reproducción casi-perfecta de la cultura en una sociedad tradicional y
la reproducción reinterpretadora de la cultura humanista de los colegios jesuitas
adaptada a las necesidades de una aristocracia de salón en y por la cultura escolar de
los colegios burgueses del siglo XIX). Es así como el olvido de la génesis que se
expresa en la ilusión ingenua del “siempre así”, y también los usos substancialistas de
la noción de inconsciente cultural, pueden conducir a eternizar y, más tarde, a
“naturalizar” relaciones significantes que son producto de la historia.
1.2.3. En una formación social determinada, la arbitrariedad cultural que las
relaciones de fuerza entre las clases o los grupos constitutivos de esta
formación social colocan en posición dominante en el sistema de arbitrariedades
culturales es aquella que expresa más completamente, aunque casi siempre de
forma mediata, los intereses objetivos (materiales y simbólicos) de los grupos o
clases dominantes.
1.3. El grado objetivo de arbitrariedad (en el sentido de la prop. 1.1) del poder
de imposición de una AP es tanto más elevado cuanto más elevado sea el
mismo grado de arbitrariedad (en el sentido de la prop. 1.2) de la cultura
impuesta.
Escolio. La teoría sociológica de la AP distingue entre la arbitrariedad de la
imposición y la arbitrariedad impuesta únicamente para extraer todas las implicaciones
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sociológicas de la relación entre esas dos ficciones lógicas que son la verdad objetiva
de la imposición como pura relación de fuerza y la verdad objetiva de los significados
impuestos como cultura totalmente arbitraria. El constructum lógico de una relación de
fuerza que se manifestaría en toda su desnudez no tiene más existencia sociológica
que el constructum lógico de significados que sólo serían arbitrariedad cultural:
considerar esta doble construcción teórica como una realidad empíricamente
observable, es abocarse a creer ingenuamente o bien en el poder exclusivamente
físico de la fuerza -simple inversión de la creencia idealista en la fuerza totalmente
autónoma del derecho-, o bien en la arbitrariedad radical de todos los significados -
simple inversión de la creencia idealista en el “poder intrínseco de la idea verdadera”.
No hay AP que no inculque significados no deducibles de un principio universal (razón
lógica o naturaleza biológica); puesto que la autoridad es parte integrante de toda
pedagogía, puede inculcar los significados más universales (ciencias o tecnología).
Por otra parte, toda relación de fuerza, por mecánica y brutal que sea, ejerce además
un efecto simbólico. Es decir, la AP, que está siempre objetivamente situada entre los
dos polos inaccesibles de la fuerza pura y de la razón pura, debe recurrir tanto más a
medios directos de coacción cuanto menos los significados que ella impone se
imponen por su propia fuerza, o sea, por la fuerza de la naturaleza biológica o de la
razón lógica.
1.3.1. La AP cuyo poder arbitrario de imponer una arbitrariedad cultural reside
en última instancia en las relaciones de fuerza entre los grupos o clases que
constituyen la formación social en la que dicha AP se ejerce (por 1.1 y 1.2)
contribuye, al reproducir la arbitrariedad cultural que inculca, a reproducir las
relaciones de fuerza que fundamentan su poder de imposición arbitrario
(función de reproducción social de la reproducción cultural).
1.3.2. En una formación social determinada, las diferentes AP, que nunca
pueden ser definidas independientemente de su pertenencia a un sistema de
AP sometidas al efecto de dominación de la AP dominante tienden a reproducir
el sistema de arbitrariedades culturales característico de esta formación social,
o sea, la dominación de la arbitrariedad cultural dominante, contribuyendo de
esta forma a la reproducción de las relaciones de fuerza que colocan esta
arbitrariedad cultural en posición dominante.
Escolio. Al definir tradicionalmente el “sistema de educación” como el conjunto
de mecanismos institucionales o consuetudinarios por los que se halla asegurada la
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transmisión entre las generaciones de la cultura heredada del pasado (por ejemplo, la
información acumulada), las teorías clásicas tienden a disociar la reproducción cultural
de su función de reproducción social, o sea, ignorar el efecto propio de las relaciones
simbólicas en la reproducción de las relaciones de fuerza. Estas teorías que, tal como
puede observarse en Durkheim, se limitan a extrapolar a las sociedades divididas en
clases la representación de la cultura y de la transmisión cultural más extendida entre
los etnólogos, se fundan en el postulado tácito de que las diferentes AP que se ejercen
en una formación social colaboran armoniosamente a la reproducción de un capital
cultural concebido como una propiedad indivisa de toda la “sociedad”. En realidad por
el hecho de que correspondan a los intereses materiales y simbólicos de grupos o
clases distintamente situados en las relaciones de fuerza, estas AP tienden siempre a
reproducir la estructura de la distribución del capital cultural entre esos grupos o
clases, contribuyendo con ello a la reproducción de la estructura social: en efecto, las
leyes del mercado donde se forma el valor económico o simbólico, o sea, el valor
como capital cultural, de las arbitrariedades culturales reproducidas por las diferentes
AP y, de esta forma, de los productos de estas AP (individuos educados) constituyen
uno de los mecanismos, mas o menos determinantes según el tipo de formación
social, por los que se halla asegurada la reproducción social, definida como
reproducción de la estructura de las relaciones de fuerza entre las clases.
2. De la autoridad pedagógica
2. En tanto que poder de violencia simbólica que se ejerce en una relación de
comunicación que sólo pueden producir su efecto propio, o sea, propiamente
simbólico, en la medida en que el poder arbitrario que hace posible la
imposición no aparece nunca en su completa verdad (en el sentido de la prop.
1.1), y copio inculcación de una arbitrariedad cultural que se realiza en una
relación de comunicación pedagógica que solamente puede producir su propio
efecto, o sea, propiamente pedagógico, en la medida en que la arbitrariedad del
contenido inculcado no aparece nunca en su completa verdad (en el sentido de
la prop. 1.2), la AP implica necesariamente como condición social para su
ejercicio la autoridad pedagógica (AuP) y la autonomía relativa de la instancia
encargada de ejercerla.
Escolio 1. La teoría de la AP produce el concepto de AuP en la operación
misma por la que, al reducir la AP a su verdad objetiva de violencia, hace surgir la
contradicción entre esta verdad objetiva y la práctica de los agentes, que manifiesta
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objetivamente el desconocimiento de esta verdad (cualesquiera que sean las
experiencias o las ideologías que acompañan a estas prácticas). Así, queda planteada
la cuestión de las condiciones sociales de la instauración de una relación de
comunicación pedagógica que disimulan las relaciones de fuerza que las hacen
posibles, añadiendo de esta forma la fuerza específica de su autoridad legítima a la
fuerza que le confieren estas relaciones.
La idea lógicamente contradictoria de una AP que se ejerciera sin AuP es
sociológicamente imposible: una AP que pretendiera desvelar en su misma práctica su
verdad objetiva de violencia y destruir de esta forma el fundamento de la AuP del
agente sería autodestructiva. Encontraríamos entonces una nueva versión de la
paradoja de Epiménides el Embustero: o bien ustedes creen que yo no miento cuando
les digo que la educación es violencia y mi enseñanza es ilegítima y por tanto no
pueden creerme; o bien ustedes creen que yo miento y mi enseñanza es legítima y por
tanto no pueden creer tampoco en lo que yo digo cuando digo que es violencia. Para
extraer todas las implicaciones de esta paradoja, basta imaginar todas las aporías a
las que llegaría quien quisiera fundar una práctica pedagógica en la verdad teórica de
toda práctica pedagógica: una cosa es enseñar el “relativismo cultural”, o sea, el
carácter arbitrario de toda cultura, a individuos que ya han sido educados de acuerdo
con los principios de la arbitrariedad cultural de un grupo o clase; otra cosa sería
pretender dar una educación relativista, o sea, producir realmente un hombre cultivado
que fuera el indígena de todas las culturas.
Los problemas que plantean las situaciones de bilingüismo o de biculturalismo
precoces sólo dan una pálida idea de la contradicción irresoluble con la que se
enfrentaría una AP que pretendiera tomar por principio práctico del aprendizaje la
afirmación teórica de la arbitrariedad de los códigos lingüísticos o culturales. He aquí la
prueba, por reducción al absurdo, de que la condición de ejercicio de toda AP es,
objetivamente, el desconocimiento social de la verdad objetiva de la AP.
Escolio 2. La AP engendra necesariamente, en y por su ejercicio, experiencias
que pueden quedar no formuladas y expresarse solamente en las prácticas o que
pueden explicitarse en ideologías, contribuyendo unas y otras a enmascarar su verdad
objetiva: las ideologías de la AP como acción no violenta -se trate de los mitos
socráticos o neosocráticos de una enseñanza no dirigida, de los mitos rousseaunianos
de una educación natural o de los mitos pseudofreudianos de una educación no
represiva- muestran en su forma más clara la función genérica de las ideologías
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pedagógicas al eludir, por la decidida negación de uno de sus términos la
contradicción entre la verdad objetiva de la AP y la representación necesaria
(inevitable) de esta acción arbitraria como necesaria (“natural”).
2.1. En tanto que poder arbitrario de imposición que, por el solo hecho de ser
ignorado como tal, se halla objetivamente reconocido como autoridad legítima,
la AuP, poder de violencia simbólica que se manifiesta bajo la forma de un
derecho de imposición legítima, refuerza el poder arbitrario que la fundamenta y
que ella disimula.
Escolio 1. Hablar de reconocimiento de la legitimidad de la AP, no significa
entrar en la problemática de la génesis psicológica de las representaciones de
legitimidad, a la que podrían inclinar los análisis weberianos, y menos aún lanzarse a
un intento de fundar la soberanía en algún principio ya sea físico, biológico o espiritual;
en una palabra, a una tentativa de legitimar la legitimidad: significa únicamente extraer
las implicaciones del hecho de que la AP implica la AuP, o sea que “tiene curso legal”,
del mismo modo que lo tiene una moneda, y, de forma más general, un sistema
simbólico -lengua, estilo artístico o incluso una moda de vestir-. En este sentido, el
reconocimiento de la AuP nunca se puede reducir completamente a un acto
psicológico y menos aún a una aceptación consciente, como lo demuestra el hecho de
que nunca es tan completa como cuando es totalmente inconsciente.
Describir el reconocimiento de la AuP como libre decisión de dejarse cultivar o,
por el contrario, como abuso de poder ejercido sobre lo natural, o sea, convertir el
reconocimiento de una legitimidad en un acto de teorías del contrato social o las
metafísicas de la cultura concebida como sistema lógico de opciones, cuando ésta
sitúa en un lugar originario, y por tanto mítico, la selección arbitraria de las relaciones
significantes que constituye una cultura. Así, pues, decir que unos agentes reconocen
la legitimidad de una instancia pedagógica significa decir únicamente que el impedir
que estos agentes comprendan el fundamento de la relación de fuerzas en que están
objetivamente situados forma parte de la definición completa de estas relaciones de
fuerzas; ello no impide, sin embargo, que se obtengan de ellos prácticas que, incluso
cuando entran en contradicción con las racionalizaciones del discurso o con la
certidumbre de la experiencia, tienen objetivamente en cuenta la necesidad de las
relaciones de fuerza (cf. el delincuente que reconoce objetivamente fuerza legal a la
ley que él infringe por el mero hecho de que, al esconderse para transgredirla, ajusta
su conducta a las sanciones que esta ley puede imponerle).
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Escolio 2. El peso de las representaciones de legitimidad y en particular de la
legitimidad de la AP dominante, en el sistema de instrumentos (simbólicos o no) que
aseguran y perpetúan la dominación de un grupo o de una clase sobre otras es
históricamente variable: la fuerza relativa de consolidación que aseguran, a la relación
de fuerza entre los grupos o las clases, las relaciones simbólicas que expresan esas
relaciones de fuerza es tanto más grande, o sea, el peso de las representaciones de
legitimidad en la determinación completa de las relaciones de fuerza entre las clases
es tanto más grande en cuanto que: 1) el estado de las relaciones de fuerza permite
en menor grado a las clases dominantes el invocar el hecho bruto y brutal de la
dominación como principio de legitimación de su dominación, y 2) más completamente
unificado se halla el mercado en que se constituye el valor simbólico y económico de
los productos de las diferentes AP (por ejemplo, las diferencias que existen, en estos
dos aspectos, entre la dominación de una sociedad sobre otra y la dominación de una
clase sobre otra en el seno de la misma formación social, o también, en este último
caso, entre el feudalismo y la democracia burguesa con el crecimiento continuo del
peso de la Escuela en el sistema de mecanismos que aseguran la reproducción
social).
El reconocimiento de la legitimidad de una dominación constituye siempre una
fuerza (históricamente variable) que viene a reforzar la relación de fuerza establecida
porque, impidiendo la aprehensión de las relaciones de fuerza como tales, tiende a
impedir que los grupos o clases dominantes adquieran toda la fuerza que podría darle
la toma de conciencia de su fuerza.
2.1.1. Las relaciones de fuerza están en el origen, no solamente de la AP, sino
también del desconocimiento de la verdad objetiva de la AP, desconocimiento
que define el reconocimiento de la legitimidad de la AP y que, como tal,
constituye su condición de ejercicio.
Escolio 1. De esta forma, como instrumento principal de la transubstanciación
de las relaciones de fuerza en autoridad legítima, la AP proporciona un objeto
privilegiado al análisis del fundamento social de las paradojas de la dominación y de la
legitimidad (por ejemplo, el papel que desempeña en la tradición indoeuropea, el
hecho bruto de la potencia fecundante, guerrera o mágica, como prueba de la
autoridad legítima, hecho del que dan testimonio tanto la estructura de los mitos de
origen como las ambivalencias del lenguaje de la soberanía).
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Escolio 2. Permítasenos dejar a otros la tarea de preguntarse, en términos
indudablemente menos ágiles, si las relaciones entre las relaciones de fuerza y las
relaciones de significados son, en última instancia, relaciones de significado o
relaciones de fuerza.
2.1.1.1. Las relaciones de fuerza determinan el modo de imposición
característico de una AP, como sistema de los medios necesarios para la
imposición de una arbitrariedad cultural y para el encubrimiento de la doble
arbitrariedad de esta imposición, o sea, como combinación histórica de los
instrumentos de violencia simbólica y los instrumentos de encubrimiento (o sea,
de legitimación) de esta violencia.
Escolio 1. El vínculo entre los dos sentidos de la arbitrariedad inherente a la AP
(en el sentido de las prop. 1.1 y 1.2) se ve, entre otras cosas, en el hecho de que la
arbitrariedad de un modo determinado de imposición de la arbitrariedad cultural tiene
tantas más posibilidades de mostrarse como tal, al menos parcialmente, cuanto más:
1) se ejerza la AP sobre un grupo o una clase cuya arbitrariedad cultural esté más
alejada de la arbitrariedad cultural que inculca esta AP, y 2) la definición social del
modo legítimo de imposición excluya más completamente el recurso a las formas más
directas de coerción, puesto que la experiencia que una categoría de agentes tiene de
la arbitrariedad de la AP, está en función no sólo de su caracterización en este doble
aspecto sino también de la convergencia de estas caracterizaciones (por ejemplo, la
actitud de los eruditos confucionistas frente a una dominación cultural fundada en la
fuerza militar de los colonizadores) o de su divergencia (por ejemplo, hoy, en Francia,
la indiferencia que los niños de las clases populares manifiestan respecto a los
castigos, a la vez porque su distancia respecto a la cultura inculcada tiende a hacerles
considerar como inevitable la arbitrariedad de la inculcación y, en otro aspecto, porque
la arbitrariedad cultural de su clase deja menos espacio a la indignación moral contra
las formas de represión que anticipan las sanciones más probables para su clase).
Cualquier arbitrariedad cultural implica, en efecto, una definición social del
modo legítimo de imposición de la arbitrariedad cultural y, en particular, del grado en
que el poder arbitrario que hace posible la AP puede mostrarse como tal sin anular el
efecto propio de la AP Así, mientras que en ciertas sociedades el recurso a las
técnicas de coerción (azotes o incluso copiar “mil veces”) basta para descalificar al
agente pedagógico, las sanciones corporales (látigos de los colegios ingleses, puntero
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del maestro de escuela o falaqa de los maestros coránicos) parecen simplemente
como atributos de la legitimidad magistral en una cultura tradicional en la que no
corren el riesgo de traicionar la verdad objetiva de una AP porque son precisamente su
modo legítimo de imposición.
Escolio 2. La toma de conciencia de la arbitrariedad de un modo particular de
imposición o de una arbitrariedad cultural determinada no implica la aprehensión de la
doble arbitrariedad de la AP: por el contrario, las contestaciones más radicales de un
poder pedagógico se inspiran siempre en la utopía autodestructiva de una pedagogía
sin arbitrariedad o de la utopía espontaneísta que atribuye al individuo el poder de
encontrar en sí mismo el principio de su propio “desarrollo”, utopías todas que
constituyen un instrumento de lucha ideológica para los grupos que, a través de la
denuncia de una legitimidad pedagógica, pretenden asegurarse el monopolio del modo
de imposición legítima (por ejemplo, en el siglo XVIII el papel del discurso sobre la
“tolerancia” en la crítica a través de la que las nuevas capas intelectuales se esfuerzan
por destruir la legitimidad del poder de imposición simbólico de la Iglesia).
La idea de una AP “culturalmente libre”, que escapara a la arbitrariedad tanto
en lo que impusiera como en la manera de imponerlo, supone desconocer la verdad
objetiva de la AP, en la que se expresa una vez más la verdad objetiva de una
violencia cuyo carácter específico reside en que logra ocultarse como tal. Sería inútil,
por lo tanto, oponer a la definición de la AP la experiencia que los educadores y los
educados pueden tener de la AP y en particular de los mejores modos de imposición
(en un momento dado) para ocultar la arbitrariedad de la AP (pedagogía no directiva):
esto sería olvidar “que no hay educación liberal” (Durkheim) y que no se puede
considerar como abolición de la doble arbitrariedad de la AP la forma que ésta adopta,
por ejemplo, con el recurso a los métodos “liberales”, para inculcar disposiciones
“liberales”.
Las “maneras suaves” pueden ser el único modo eficaz de ejercer el poder de
violencia simbólica en un estado determinado de las relaciones de fuerza y de las
disposiciones más o menos tolerantes respecto a la manifestación explícita y brutal de
la arbitrariedad. Si hoy se puede llegar a pensar en la posibilidad de una AP sin
obligación ni sanción es a causa de un etnocentrismo que lleva a no percibir como
tales las sanciones del modo de imposición de la AP característico de nuestras
sociedades: colmar a los alumnos de afecto, como hacen las institutrices americanas,
empleando diminutivos o calificativos cariñosos, estimulando insistentemente a la
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comprensión afectiva, etc., es dotarse de un instrumento de represión, la negación del
afecto, más sutil pero no menos arbitrario (en el sentido de la prop. 1.1) que los
castigos corporales o la reprimenda pública.
El hecho de que resulte más difícil percibir la verdad objetiva de este tipo de AP
se debe, por una parte, a que las técnicas empleadas disimulan el significado social de
la relación pedagógica bajo la apariencia de una relación puramente psicológica y, por
otra, a que su pertenencia al sistema de técnicas de autoridad que definen el modo de
imposición dominante contribuye a impedir a los agentes formados según este modo
de imposición que aprehendan su carácter arbitrario: la simultaneidad de las
transformaciones de las relaciones autoritarias que corresponden a una
transformación de las relaciones de fuerza capaz de elevar el nivel de tolerancia
respecto a la manifestación explícita y brutal de la arbitrariedad y que, en universos
sociales tan diferentes como la iglesia, la escuela, la familia, el hospital psiquiátrico, o
incluso la empresa o el ejército, tienden siempre a sustituir las “formas duras” por las
“maneras suaves” (métodos no directivos, diálogo, participación, “human relations”,
etc.) muestra, en efecto, la relación de interdependencia que constituye como sistema
a las técnicas de imposición de la violencia simbólica características tanto del modo de
imposición tradicional, así como las del que tiende a sustituirle en la misma función.
2.1.1.2. En una formación social determinada, las instancias que aspiran
objetivamente al ejercicio legítimo de un poder de imposición simbólica y
tienden de esta forma a reivindicar el monopolio de la legitimidad entran
necesariamente en relaciones de competencia, o sea, en relaciones de fuerza y
relaciones simbólicas cuya estructura pone de manifiesto según su lógica el
estado de las relaciones de fuerza entre los grupos o las clases.
Escolio 1. Esta competencia es sociológicamente necesaria por el hecho de
que la legitimidad es indivisible: no hay instancia para legitimar las instancias de
legitimidad, porque las reivindicaciones de legitimidad hallan su fuerza relativa, en
último término, en la fuerza de los grupos o clases de las que expresan, directa o
mediatamente, los intereses materiales y simbólicos.
Escolio 2. Las relaciones de competencia entre las instancias obedecen a la
lógica específica del campo de legitimidad considerado (por ejemplo, político, religioso
o cultural) sin que la autonomía relativa del campo excluya nunca, totalmente, la
dependencia respecto a las relaciones de fuerza. La forma específica que adoptan los
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conflictos entre instancias que aspiran a la legitimidad en un campo dado es siempre
la expresión simbólica, más o menos transfigurada, de las relaciones de fuerza que se
establecen en este campo entre esas instancias, y que nunca son independientes de
las relaciones de fuerza exteriores al campo (por ejemplo, la dialéctica de la
excomunión, de la herejía y de la contestación de la ortodoxia en la historia literaria,
religiosa o política).
2.1.2. En tanto que la relación de comunicación pedagógica en la que se realiza
la AP supone para instaurarse la existencia de la AuP, esa relación no se
reduce a una pura y simple relación de comunicación.
Escolio 1. Contrariamente al sentido común y a numerosas teorías eruditas que
hacen del entender la condición del escuchar (en el sentido de prestar atención y dar
crédito), en las situaciones reales de aprendizaje (incluido el de la lengua), el
reconocimiento de la legitimidad de la emisión o sea, de la AuP del emisor, condiciona
la recepción de la información y, más aún, la realización de la acción transformadora
capaz de transformar esta información en formación.
Escolio 2. La AuP imprime un sello tan intenso en todos los aspectos de la
relación de comunicación pedagógica que esta relación es frecuentemente vivida o
concebida como el modelo de la relación primordial de comunicación pedagógica, o
sea, la relación entre padres e hijos o, de modo más general, entre generaciones. La
tendencia a reinstaurar en toda persona investida de una AuP la relación arquetípica
con el padre es tan fuerte que todo aquel que enseña, por joven que sea, tiende a ser
tratado como un padre; por ejemplo, Manu: “El brahmán que da nacimiento espiritual y
enseña cuál es el deber de los hombres, incluso siendo un niño, es, por ley, el padre
de un adulto”; y Freud: “Ahora comprendemos nuestras relaciones con nuestros
profesores. Estos hombres, que no eran padres por sí mismos, fueron para nosotros
sustitutos paternales. Por eso nos parecían tan maduros, tan inaccesiblemente
adultos, incluso cuando aún eran muy jóvenes. Les transferimos el respeto y las
esperanzas que nos inspiraba el padre omnisciente de nuestra infancia, y nos pusimos
a tratarles tal como tratábamos en casa a nuestro padre.”
2.1.2.1. En tanto que toda AP en vigor dispone automáticamente de una AuP, la
relación de comunicación pedagógica debe sus características propias al hecho
de que se encuentra totalmente eximida de producir las condiciones de su
instauración y de su perpetuación.
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Escolio. Contrariamente a lo que proclama una ideología muy extendida entre
los profesores que, llevados a transmutar la relación de comunicación pedagógica en
un encuentro electivo entre el “maestro” y el “discípulo”, o sea, a desconocer en su
práctica profesional o a negar en su discurso las condiciones objetivas de esta
práctica, tienden a comportarse objetivamente, como dice Weber, como “pequeños
profetas pagados por el Estado”, la relación de comunicación pedagógica se distingue
de las diferentes formas de la relación de comunicación que instauran los agentes o
las instancias que pretenden ejercer un poder de violencia simbólica por la ausencia
de toda autoridad previa y permanente y por la necesidad de conseguir y reconquistar
constantemente el reconocimiento social que la AuP confiere automáticamente y de
una vez para siempre.
Por esto se explica que las instancias (agentes o instituciones) que pretenden,
sin disponer previamente de una AuP, ejercer el poder de violencia simbólica
(propagandistas, publicitarios, vulgarizadores científicos, curanderos, etc.) tiendan a
buscar un refrendo social usurpando las apariencias, directas o inversas, de la práctica
legítima, de la misma forma que la acción del hechicero mantiene con la AP del cura
una relación homóloga (por ejemplo, la autoridad “científica” o “pedagógica” que
invocan la publicidad o, incluso, la vulgarización científica).
2.1.2.2. Por el hecho de que toda AP en ejercicio dispone por definición de una
AuP, los emisores pedagógicos aparecen automáticamente como dignos de
transmitir lo que transmiten y, por tanto, quedan autorizados para imponer su
recepción y para controlar su inculcación mediante sanciones socialmente
aprobadas o garantizadas.
Escolio 1. Como se ve, el concepto de AuP está desprovisto de todo contenido
normativo. Decir que la relación de comunicación pedagógica supone la AuP de la
instancia pedagógica (agente o institución) no es prejuzgar en absoluto el valor
intrínsecamente ligado a esta instancia, puesto que la AuP tiene por efecto,
precisamente, el asegurar el valor social de la AP independientemente del valor
“intrínseco” de la instancia que la ejerce y de cualquiera que sea, por ejemplo, el grado
de calificación técnica o carismática del emisor.
El concepto de AuP permite evitar la ilusión presociológica que consiste en
acreditar la persona del emisor por la competencia técnica o la autoridad personal que,
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de hecho, se le confiere automáticamente a todo emisor pedagógico por la posición,
garantizada tradicional o institucionalmente, que ocupa en una relación de
comunicación pedagógica. La disociación personalista entre la persona y la posición
conduce a presentar como la esencia de la persona que ocupa la posición (o como el
modelo de toda persona digna de ocuparla) lo que parecería ser en virtud de su
posición, sin ver que la autoridad que le confiere su posición excluye que pueda
parecer ser distinta a lo que parece ser en virtud de su posición.
Escolio 2. Puesto que una emisión que se realiza en una relación de
comunicación pedagógica transmite siempre, como mínimo, la afirmación del valor de
la AP, la AuP que garantiza la comunicación tiende siempre a excluir la cuestión del
rendimiento informativo de la comunicación. La prueba de que la relación de
comunicación pedagógica es irreductible a una relación de comunicación definida
formalmente, y que el contenido informativo del mensaje no agota todo el contenido de
la comunicación, se halla en el hecho de que la relación de comunicación pedagógica
puede mantenerse como tal incluso en el caso de que la información transmitida tienda
a anularse, como se ve en el caso límite de las enseñanzas de iniciación o, sin ir tan
lejos, en ciertas enseñanzas literarias.
2.1.2.3. Por el hecho de que toda AP en ejercicio dispone por definición de una
AuP, los receptores pedagógicos están dispuestos de entrada a reconocer la
legitimidad de la información transmitida y la AuP de los emisores pedagógicos,
y por lo tanto a recibir e interiorizar el mensaje.
2.1.2.4. En una formación social determinada la fuerza propiamente simbólica
de las sanciones físicas o simbólicas, positivas o negativas, jurídicamente
garantizadas o no, que aseguran, refuerzan y consagran de forma duradera el
efecto de una AP es mayor en la medida en que se aplican a grupos o clases
mejor dispuestos a reconocer la AuP que se les impone.
2.1.3. En una formación social determinada, la AP legítima, o sea, dotada de la
legitimidad dominante, no es más que la imposición arbitraria de la arbitrariedad
cultural dominante, en la medida en que es ignorada en su verdad objetiva de
AP dominante y de imposición de la arbitrariedad cultural dominante (prop. 1.1.3
y 2.1).
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Escolio. El monopolio de la legitimidad cultural dominante es siempre lo que
está en juego en la competencia entre instancias o agentes: de ahí que la imposición
de una ortodoxia cultural corresponda a una forma particular de la estructura del
campo de competencia cuya particularidad sólo se percibe en su totalidad si se la
relaciona con otras formas posibles -el eclecticismo o el sincretismo, por ejemplocomo
solución escolar de los problemas planteados por la competencia respecto a la
legitimidad en el campo intelectual o artístico y la competencia entre los valores y las
ideologías de las diferentes fracciones de las clases dominantes.
2.2. La AP, en tanto que está investida de una AuP, tiende a que se desconozca
la verdad objetiva de la arbitrariedad cultural, ya que, reconocida como instancia
legítima de imposición, tiende a que se reconozca la arbitrariedad cultural que
inculca como cultura legítima.
2.2.1. Ya que toda AP en ejercicio dispone automáticamente de una AuP, la
relación de comunicación pedagógica en la que se realiza la AP tiende a
producir la legitimidad de lo que transmite, designando lo transmitido como
digno de ser transmitido por el solo hecho de transmitirlo legítimamente,
contrariamente a lo que ocurre con todo aquello que no transmite.
Escolio 1. Así queda fundamentada la posibilidad sociológica de la AP, que el
interrogante sobre el principio absoluto de la AP -interrogante tan ficticio en su género
como el que conduce a las aporías del contrato social o de la “situación prelingüística”-
induciría a considerar como lógicamente imposible, según vemos en la paradoja del
“Eutidemo”, que se basa en el postulado oculto de una AP sin AuP: lo que ya sabes,
no tienes necesidad de aprenderlo; lo que no sabes, no puedes aprenderlo porque no
sabes qué es lo que hay que aprender.
Escolio 2. Reducir la relación de comunicación pedagógica a una pura y simple
relación de comunicación impide comprender las condiciones sociales de su eficacia
propiamente simbólica y propiamente pedagógica, que consisten precisamente en
ocultar el hecho de que no es una simple relación de comunicación; al mismo tiempo,
operar tal reducción obliga a suponer en los receptores la existencia de una
“necesidad de información” que, además, estaría informada de qué informaciones son
dignas de satisfacerla y que preexistiría a sus condiciones sociales y pedagógicas de
producción.
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2.2.2. En una formación social determinada, la cultura legítima, o sea, la cultura
dotada de la legitimidad dominante, no es más que la arbitrariedad cultural
dominante, en la medida en que se desconoce su verdad objetiva de
arbitrariedad cultural y de arbitrariedad cultural dominante (prop. 1.2.3 y 2.2).
Escolio. El desconocimiento del hecho de que las arbitrariedades culturales que
reproducen las diferentes AP nunca pueden ser definidas independientemente de su
pertenencia a un sistema de arbitrariedades culturales, más o menos integrado según
las formaciones sociales, pero siempre sometido a la dominación de la arbitrariedad
cultural dominante, se halla en el origen de las contradicciones, tanto de la ideología
en materia de cultura de clases o de naciones dominadas como del discurso
pseudocientífico sobre la “alienación” y la “desalienación” cultural. El desconocimiento
de lo que la cultura legítima y la cultura dominada deben a la estructura de sus
relaciones simbólicas, o sea, a la estructura de las relaciones de dominación entre las
clases, inspira tanto la intención “populi-culturalista” de “liberar” a las clases
dominadas, dándoles los medios de apropiarse de la cultura legítima, con todo lo que
ésta debe a sus funciones de distinción y de legitimación (por ejemplo, el programa de
las universidades populares o la defensa jacobina de la enseñanza del latín), como
también el proyecto populista de decretar la legitimidad de la arbitrariedad cultural de
las clases dominadas tal como está constituida en y por el hecho de su posición
dominada, canonizándola como “cultura popular”.
Esta antinomia de la ideología dominada que se expresa directamente en la
práctica o en el discurso de las clases dominadas (en la forma, por ejemplo, de una
alternancia entre el sentimiento de indignidad cultural y el desprecio agresivo a la
cultura dominante) y que los portavoces, mandatarios o no de esas clases, reproducen
o amplifican (complicándola con las contradicciones de su relación con las clases
dominadas y sus contradicciones por ejemplo, proletkult), puede sobrevivir a las
condiciones sociales que la producen, como lo atestiguan la ideología e incluso la
política cultural de las clases o naciones antiguamente dominadas, que oscilan entre la
intención de recuperar la herencia cultural legada por las naciones o las clases
dominantes y la intención de rehabilitar las supervivencias de la cultura dominada.
2.3. Toda instancia (agente o institución) que ejerce una AP sólo dispone de la
AuP en calidad de mandataria de los grupos o clases cuya arbitrariedad cultural
impone según un modo de imposición definido por esta arbitrariedad, o sea, en
calidad de detentadora por delegación del derecho de violencia simbólica.
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Escolio. Hablar de delegación de autoridad no es suponer que existe una
convención explícita y, menos aún, un contrato codificado entre un grupo o una clase y
una instancia pedagógica, aunque incluso en el caso de la AP familiar de una sociedad
tradicional, la AuP de la instancia pedagógica pueda ser jurídicamente reconocida y
sancionada (cf. escolio de la prop. l.l.): en efecto, incluso en aquellos casos en que
ciertos aspectos de la AuP de la instancia están explícitamente codificados (por
ejemplo, la codificación del derecho de violencia constitutivo de la patria potestas o las
limitaciones jurídicas de la AuP paternal en nuestras sociedades, o incluso la
delimitación de los programas de enseñanza y las condiciones jurídicas de acceso al
magisterio en una institución escolar), “no todo es contractual en el contrato” de
delegación.
Hablar de delegación de autoridad es denominar solamente las condiciones
sociales del ejercicio de una AP, o sea, la proximidad cultural entre la arbitrariedad
cultural impuesta por esta AP y la arbitrariedad cultural de los grupos o clases que la
sufren. En este sentido, toda acción de violencia simbólica que logra imponerse (o sea,
imponer el desconocimiento de su verdad objetiva de violencia) supone objetivamente
una delegación de autoridad: de esta forma -contrariamente a las representaciones
populares o pseudocientíficas que prestan a la publicidad o a la propaganda y, más
generalmente, a los mensajes propagados por los modernos medios de difusión,
prensa, radio, televisión, el poder de manipular, o incluso de crear las opiniones- estas
acciones simbólicas solamente pueden ejercerse en la medida y solamente en la
medida en que encuentran y refuerzan predisposiciones (por ejemplo, las relaciones
entre un periódico y sus lectores).
No existe ninguna fuerza intrínseca de la idea verdadera; no tendría por qué
haber en ese caso ninguna fuerza de la idea falsa, aunque se repitiera. Siempre son
las relaciones de fuerza las que definen los límites en los que puede actuar la fuerza
de persuasión de un poder simbólico (por ejemplo, los límites de eficacia de toda
prédica o propaganda revolucionaria que actúa sobre clases privilegiadas). De la
misma forma, la acción profética -o sea, una acción que como la del profeta religioso
auctor que pretende encontrar en sí mismo el principio de su auctoritas, debe
aparentemente constituir la AuP ex nihilo del emisor y conquistar progresivamente la
adhesión del público-, sólo tiene éxito en la medida en que se apoya en una
delegación de autoridad anterior (aunque sea virtual y tácita).
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Efectivamente, so pena de admitir el milagro de un principio absoluto (como
llevaría a hacerlo la teoría weberiana del carisma), hay que decir que el profeta que
triunfa es aquel que formula para el uso de los grupos o clases a que se dirige un
mensaje que las condiciones objetivas que determinan los intereses, materiales y
simbólicos, de esos grupos o clases les predisponen a escuchar y a entender. Dicho
de otra forma, hay que invertir la relación aparente entre la profecía y su audiencia: el
profeta religioso o político predica siempre a los conversos y sigue a sus discípulos, al
menos mientras sus discípulos le siguen, porque solamente escuchan y entienden sus
lecciones aquellos que, por todo lo que son, le han encomendado objetivamente que
les explique la lección. Si bien no hay que negar el efecto propio de la quasisistematización
profética, cuyas alusiones y elipsis se hacen del mejor modo posible
para favorecer el entendimiento en el malentendido y en los sobreentendidos, tampoco
hay por qué afirmar que el éxito del mensaje profético se deduce de las características
intrínsecas del mensaje (por ejemplo, la difusión comparada del Cristianismo y del
Islam). Una verbalización que consagra, o sea, sanciona y santifica, por el solo hecho
de enunciarlas, las esperanzas que va a colmar, sólo puede añadir su propia fuerza, o
sea, propiamente simbólica, a las relaciones de fuerza preexistentes porque saca su
fuerza de la delegación tácita que le otorgan los grupos o las clases comprometidas en
esas relaciones de fuerza.
2.3.1. Una instancia pedagógica sólo dispone de la AuP que le confiere su
poder de legitimar la arbitrariedad cultural que inculca en los límites trazados por
esta arbitrariedad cultural, o sea, en la medida en que, tanto en su modo de
imposición (modo de imposición legítima) como en la delimitación de lo que
impone, de quienes están en condiciones de imponerlo (educadores legítimos) y
de aquellos a quienes se impone (destinatarios legítimos), reproduce los
principios fundamentales de la arbitrariedad cultural que un grupo o una clase
produce como digno de ser reproducido, tanto por su existencia misma como
por el hecho de delegar en una instancia la autoridad indispensable para
reproducirlo.
Escolio. Si bien es muy fácil percibir las limitaciones que implica la delegación
cuando están explícitamente definidas, como ocurre en todos los casos en que la AP
se ejerce por una institución escolar, se observan también en el caso de la AP ejercida
por el grupo familiar (tanto en los grupos o clases dominantes como en los grupos o
clases dominadas): la definición de los educadores legítimos, del ámbito legítimo de su
AP y de su modo de imposición legítima reviste, por ejemplo, formas muy diferentes
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según la estructura del parentesco y el modo de sucesión como modo de transmisión
de bienes económicos y del poder (por ejemplo, tas diferentes formas de división del
trabajo pedagógico entre los padres en las formaciones sociales de descendencia patri
o matrilineal o, incluso, en las diferentes clases de una misma formación social); no es
por casualidad que la educación de los niños sea objeto de representaciones
conflictivas e, incluso, ocasión de conflictos en todos los casos en que cohabitan
familias o, en el interior de la misma familia descendencias o generaciones
pertenecientes a clases diferentes (por ejemplo, en el caso límite, los conflictos a
propósito del derecho de los adultos de una familia a ejercer una AP y, sobre todo, una
represión física en los niños de otra familia, conflicto sobre las fronteras legítimas de la
AP familiar, que debe siempre su forma específica a la posición relativa en la
estructura de las relaciones de clase de los grupos familiares a los que ésta implica.
2.3.1.1. La delegación del derecho de violencia simbólica que fundamenta la
AuP de una instancia pedagógica es siempre una delegación limitada; o sea, la
delegación en una instancia pedagógica de la autoridad necesaria para inculcar
legítimamente una arbitrariedad cultural, según el modo de imposición definido
por esta arbitrariedad, tiene por contrapartida la imposibilidad de que esta
instancia defina libremente el modo de imposición, el contenido impuesto y el
público al que se le impone (principio de la limitación de la autonomía de las
instancias pedagógicas).
2.3.1.2. En una formación social determinada, las sanciones, materiales o
simbólicas, positivas o negativas, jurídicamente garantizadas o no, en las que
se manifiesta la AuP y que aseguran, refuerzan y consagran de una forma
duradera el efecto de una AP, tienen más posibilidades de ser reconocidas
como legítimas, o sea, tienen una mayor fuerza simbólica (prop. 2.1.2.4), cuanto
más se aplican a los grupos o clases para los cuales estas sanciones tienen
más posibilidades de ser confirmadas por las sanciones del mercado en el que
se constituye el valor económico y simbólico de los productos de las diferentes
AP (principio de realidad o ley del mercado).
Escolio 1. Por el hecho de que el reconocimiento objetivamente otorgado a una
instancia pedagógica por un grupo o una clase está siempre en función (cualesquiera
que puedan ser las variaciones psicológicas o ideológicas de la experiencia
correspondiente) del grado en que el valor mercantil y el valor simbólico de sus
miembros dependen de su transformación y de su consagración por la AP de esta
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instancia, se comprende, por ejemplo, que la nobleza medieval otorgara poco interés a
la educación escolástica o, por el contrario, que las clases dirigentes de las ciudades
griegas recurrieran a los servicios de los sofistas o de los retóricos, o que, en nuestras
sociedades, las clases medias y, más precisamente, las fracciones de las clases
medias cuyo ascenso social, pasado y futuro depende más directamente de la
escuela, se distingan de las clases populares por una docilidad escolar que se
manifiesta, entre otras cosas, en su particular sensibilidad respecto al efecto simbólico
de los castigos o de los premios y, más precisamente, al efecto de certificación social
que proporcionan los títulos académicos.
Escolio 2. Cuanto más unificado está el mercado en que se constituye el valor
de los productos de las diferentes AP, más posibilidades tienen los grupos o las clases
que han sufrido una AP inculcadora de una arbitrariedad cultural dominada de que se
les recuerde el no-valor de su adquisición cultural, tanto por las sanciones anónimas
del mercado de trabajo como por las sanciones simbólicas del mercado cultural (por
ejemplo, mercado matrimonial), sin hablar de los veredictos escolares, que están
siempre cargados de implicaciones económicas y simbólicas, puesto que esas
llamadas al orden tienden a producir en ellos, si no el reconocimiento explícito de la
cultura dominante como cultura legítima, si al menos la conciencia latente de la
indignidad cultural de su adquisición.
De este modo, unificando el mercado donde se forma el valor de los productos
de las diferentes AP, la sociedad burguesa ha multiplicado (en relación, por ejemplo, a
una sociedad de tipo feudal) las ocasiones para someter los productos de las AP
dominadas a los criterios de evaluación de la cultura legítima, afirmando y confirmando
de esta forma su dominación en el ámbito de lo simbólico: en una formación social
como ésta, la relación entre las AP dominadas y la AP dominante puede, pues,
comprenderse por analogía con la relación que se establece, en una economía dual,
entre el modo de producción dominante y los modos de producción dominados (por
ejemplo, agricultura y artesanía tradicionales) cuyos productos están sometidos a las
leyes de un mercado dominado por los productos del modo de producción capitalista.
A pesar de todo, la unificación del mercado simbólico, por desarrollada que esté, no
excluye en absoluto que las AP dominadas logren imponer a aquellos que las sufren,
al menos por un tiempo y en algunos aspectos de la práctica, el reconocimiento de su
legitimidad: la AP familiar sólo puede ejercerse en los grupos o clases dominados en la
medida en que es reconocida como legítima tanto por quienes la ejercen como por
quienes la sufren, incluso si estos últimos están abocados a descubrir que la
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arbitrariedad cultural cuyo valor han tenido que reconocer para adquirirla, está
desprovista de valor en un mercado económico o simbólico dominado por la
arbitrariedad cultural de las clases dominantes (por ejemplo los conflictos que provoca
la aculturación en la cultura dominante, ya sea en el intelectual colonizado -el que los
argelinos llaman m’ turni- o en el intelectual procedente de las clases dominadas,
condenado a revalorizar la autoridad paterna con sus renuncias, sus retrocesos o sus
compromisos).
2.3.1.3. Una instancia pedagógica tiene menos necesidad de afirmar y justificar
su propia legitimidad cuanto más directamente reproduzca la arbitrariedad que
inculca la arbitrariedad cultural del grupo o de la clase que le delega su AuP.
Escolio. Según esto, la AP ejercida en una sociedad tradicional constituye un
caso-límite, porque, sustituyendo a una autoridad social poco diferenciada y, por tanto,
indiscutible e indiscutida, no necesita ni una justificación ideológica de la AuP como tal
ni una reflexión técnica sobre los instrumentos de la AP. Ocurre lo mismo cuando una
instancia pedagógica tiene como función principal, si no única, la de reproducir el estilo
de vida de una clase dominante o de una fracción de la clase dominante (por ejemplo,
la formación de un joven noble mediante su colocación en una casa noble -fosterageo,
en menor grado, la formación de un gentleman en el Oxford tradicional).
2.3.2. En la medida en que el éxito de toda AP es función del grado en el que
los receptores reconocen la AuP de la instancia pedagógica y del grado en que
dominan el código cultural de la comunicación pedagógica, el éxito de una
determinada AP en una formación social determinada está en función del
sistema de relaciones entre la arbitrariedad cultural que impone esta AP, la
arbitrariedad cultural dominante en la formación social considerada y la
arbitrariedad cultural inculcada por la primera educación en los grupos o clases
de donde proceden los que sufren esta AP (prop. 2.1.2, 2.1.3, 2.2.2 y 2.3).
Escolio. Basta con situar en relación a estos tres principios de variación las
diferentes formas históricas de la AP o las diferentes AP ejercidas simultáneamente en
una formación social, para dar cuenta de las posibilidades que tienen estas AP y la
cultura que imponen de ser recibidas y reconocidas por grupos o clases
diferentemente situados en relación a las instancias pedagógicas y en relación a los
grupos o clases dominantes. Es evidente que la caracterización de una AP en relación
con estas tres dimensiones explica mejor las características de esta AP cuanto más
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integradas estén las diferentes AP de una misma formación social en un sistema
objetivamente jerarquizado, o sea, cuanto más unificado esté el mercado en el que se
forma el valor económico y simbólico de los productos de las diferentes AP, de manera
que el producto de una AP dominada tiene más posibilidades de ser sometido a los
principios de evaluación que reproduce la AP dominante.
2.3.2.1. En una formación social determinada, el éxito diferencial de la AP
dominante según los grupos o las clases está en función: 1) del ethos
pedagógico propio de un grupo o una clase, o sea, del sistema de disposiciones
que se refieren a esta AP y de la instancia que la ejerce como producto de la
interiorización (a) del valor que la AP dominante confiere mediante sus
sanciones a los productos de las diferentes AP familiares, y (b) del valor que,
mediante sus sanciones objetivas, los diferentes mercados sociales confieren a
los productos de la AP dominante según el grupo o la clase del que proceden, y
2) del “capital cultural”, o sea, de los bienes culturales que transmiten las
diferentes AP familiares y cuyo valor como capital cultural está en función de la
distancia entre la arbitrariedad cultural impuesta por la AP dominante y la
arbitrariedad cultural inculcada por la AP familiar en los diferentes grupos o
clases (prop. 2.2.2, 2.3.1.2 y 2.3.2).
2.3.3. En tanto que su AuP procede de una delegación de autoridad, la AP
tiende a reproducir en aquellos que la sufren la relación que los miembros de un
grupo o de una clase mantienen con su cultura, o sea, el desconocimiento de la
verdad objetiva de esta cultura como arbitrariedad cultural (etnocentrismo).
2.3.3.1. En una formación social determinada, el sistema de las AP, en la
medida en que está sometido al efecto de dominación de la AP dominante,
tiende a reproducir, tanto en las clases dominantes como en las clases
dominadas, el desconocimiento de la verdad objetiva de la cultura legítima como
arbitrariedad cultural dominante cuya reproducción contribuye a la reproducción
de las relaciones de fuerza (prop. 1.3.1).
3. Del trabajo pedagógico
3. Como imposición arbitraria de una arbitrariedad cultural que presupone la
AuP, o sea, una delegación de autoridad (en el sentido de 1 y 2), que implica
que la instancia pedagógica reproduzca los principios de la arbitrariedad cultural
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que un grupo o una clase impone presentándolos como dignos de ser
reproducidos tanto por su misma existencia como por el hecho de delegar en
una instancia la autoridad indispensable para reproducirla (prop. 2.3 y 2.3.1), la
AP implica el trabajo pedagógico (TP) como trabajo de inculcación con una
duración, suficiente para producir una formación duradera, o sea, un habitus
como producto de la interiorización de los principios de una arbitrariedad cultural
capaz de perpetuarse una vez terminada la AP y, de este modo, de perpetuar
en las prácticas los principios de la arbitrariedad interiorizada.
Escolio 1. Como acción que debe ser duradera para producir un habitus
duradero, o sea, como acción de imposición y de inculcación de una arbitrariedad que
sólo puede realizarse completamente por el TP, la AP se diferencia de las acciones de
violencia simbólica discontinuas y extraordinarias como las del profeta, el “creador”
intelectual o el hechicero. Tales acciones de imposición simbólica sólo pueden
provocar la transformación profunda y duradera de aquellos a quienes alcanzan, en la
medida en que se prolongan en una acción de inculcación continua, o sea, en un TP
(por ejemplo, predicación y catequesis sacerdotales o comentario profesoral de los
“clásicos”).
Dadas las condiciones que deben cumplirse para que se realice un TP
(“también el educador -dice Marx- necesita ser educado”), toda instancia pedagógica
se caracteriza por una duración estructural más larga, manteniéndose iguales los
demás factores, que otras instancias que ejercen un poder de violencia simbólica,
porque tiende a reproducir, tanto como se lo permite su autonomía relativa, las
condiciones en las que se han producido los reproductores, o sea, las condiciones de
su reproducción: por ejemplo, el “tempo” extremadamente lento de la transformación
de la AP, ya se trate del tradicionalismo de la AP ejercida por la familia -que,
encargada de la primera educación, tiende a realizar más completamente las
tendencias de toda AP y puede de esta forma, incluso en las sociedades modernas,
desempeñar el papel de conservadora de las tradiciones heredadas- o de la inercia de
las instituciones de enseñanza -a las que su propia función lleva siempre a
autorreproducirse de la forma más exacta posible, a la manera de las sociedades
tradicionales.
Escolio 2. Instrumento fundamental de la continuidad histórica, la educación,
considerada como proceso a través del cual se realiza en el tiempo la reproducción de
la arbitrariedad cultural mediante la producción del habitus, que produce prácticas
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conformes a la arbitrariedad cultural (o sea, transmitiendo la formación como
información capaz de “informar” duraderamente a los receptores), es el equivalente, en
el ámbito de la cultura, a la transmisión del capital genético en el ámbito de la biología:
siendo el habitus análogo al capital genético, la inculcación que define la realización de
la AP es análoga a la generación en tanto que transmite una información generadora
de información análoga.
3.1. Como trabajo prolongado de inculcación que produce una formación
duradera, o sea, productores de prácticas conformes a los principios de la
arbitrariedad cultural de los grupos o clases que delegan a la AP la AuP
necesaria a su instauración y a su continuación, el TP tiende a reproducir las
condiciones sociales de producción de esta arbitrariedad cultural, o sea, las
estructuras objetivas de las que es producto, por mediación del habitus como
principio generador de prácticas reproductoras de las estructuras objetivas.
3.1.1. La productividad específica del TP se mide objetivamente por el grado en
que produce su efecto propio de inculcación, o sea, su efecto de reproducción.
3.1.1.1. La productividad específica del TP, o sea, el grado en que logra
inculcar a los destinatarios legítimos la arbitrariedad cultural que tiene la misión
de reproducir, se mide por el grado en que el habitus que produce es
“duradero”, o sea, capaz de engendrar más duraderamente las prácticas
conformes a los principios de la arbitrariedad inculcada.
Escolio. Se puede oponer el efecto propio de la AP al efecto del poder político
por alcance temporal de éstos, alcance en el que se expresa la duración estructural de
los poderes de imposición correspondientes: el TP es capaz de perpetuar de forma
más duradera que una coacción política la arbitrariedad que inculca (excepto en el
caso en que el poder político recurre asimismo a un TP, o sea, a una didáctica
específica). En la medida en que el poder religioso se encarna en una Iglesia que
ejerce un TP, directa o mediatamente, o sea, por intermedio de las familias (por
ejemplo, educación cristiana), orienta por más tiempo las prácticas. En otras palabras,
el poder de violencia simbólica de la AP que recurre al TP pertenece al tiempo
prolongado, al contrario de lo que ocurre con la autoridad de un poder político, siempre
enfrentado al problema de su perpetuación (sucesión).
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3.1.1.2. La productividad específica del TP, o sea, el grado en que logra
inculcar a los destinatarios legítimos la arbitrariedad cultural que tiene la misión
de reproducir, se mide por el grado en que el habitus que produce es
“transferible”, o sea, capaz de engendrar prácticas conformes a los principios
de la arbitrariedad inculcada en el mayor número posible de campos distintos.
Escolio. Así, el alcance de un poder religioso se mide por el grado en que el
habitus producido por el TP de las instancias pedagógicas correspondientes engendra
prácticas conformes a los principios de la arbitrariedad inculcada en dominios tanto
más alejados de los que reglamenta expresamente la doctrina, como la conducta
económica o las decisiones políticas. Del mismo modo, “la fuerza formadora de
hábitos” (Panofsky) de la educación escolástica se reconoce por los efectos que
produce en la estructura de la catedral gótica o en la disposición gráfica de los
manuscritos.
3.1.1.3. La productividad específica del TP, o sea, el grado en que logra
inculcar a los destinatarios legítimos la arbitrariedad cultural que tiene la misión
de reproducir, se mide por el grado en que el habitus que produce es
“exhaustivo”, o sea, reproduce más completamente en las prácticas que
engendra los principios de la arbitrariedad cultural de un grupo o de una clase.
Escolio. Aunque no sea lógicamente necesario que las tres medidas del efecto
de reproducción sean congruentes, la teoría del habitus, como principio unificador y
generador de prácticas, permite comprender que la durabilidad, la transferibilidad y la
exhaustividad de un hábito están estrechamente ligadas en la práctica.
3.1.2. La delegación que fundamenta una AP implica, además de delimitar el
contenido inculcado, una definición del modo de inculcación (modo de
inculcación legítimo) y de la duración de la inculcación (tiempo de formación
legítimo) que definen el grado de realización del TP que se considera necesario
y suficiente para producir la forma completa del habitus, o sea, el grado de
realización cultural (grado de competencia legítima) en el que un grupo o una
clase reconoce al hombre plenamente realizado.
3.1.2.1. En una formación social determinada, la delegación que fundamenta la
AP dominante implica, además de delimitar el contenido inculcado, una
definición dominante del modo de inculcación y de la duración de la inculcación
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que definen el grado de realización del TP que se considera necesario y
suficiente para producir la forma plena del habitus, o sea, el grado de
realización cultural (grado de competencia legítima en materia de cultura
legítima) en el que no solamente las clases dominantes sino también las clases
dominadas tienden a reconocer al “hombre cultivado” y por el que se miden
objetivamente los productos de las AP dominadas, o sea, las diferentes formas
del hombre plenamente realizado tal como está definido por la arbitrariedad
cultural de los grupos o clases dominadas.
3.1.3. Como trabajo prolongado de inculcación que produce un habitus
duradero y transferible, o sea, inculcando al conjunto de los destinatarios
legítimos un sistema de esquemas de percepción, de pensamiento, de
apreciación y de acción (parcial o totalmente idénticos), el TP contribuye a
producir y a reproducir la integración intelectual y la integración moral del grupo
o de la clase en cuyo nombre se ejerce.
Escolio. Solamente a condición de ver que la integración de un grupo descansa
en la identidad (total o parcial) de los habitus inculcados por TP, o sea, a condición de
encontrar el principio de la homología de las prácticas en la identidad total o parcial de
las gramáticas generadoras, prácticas, pueden evitarse las ingenuidades de las
filosofías sociales del consensus que, al reducir la integración de un grupo a la
posesión de un repertorio común de representaciones, se incapacitan, por ejemplo,
para aprehender la unidad y la función integradora de prácticas o de opiniones
fenomenológicamente diferentes, o incluso contradictorias, pero producidas por el
mismo habitus generador (por ejemplo, el estilo de las producciones artísticas de una
época o de una clase determinadas). Es más, un mismo habitus puede engendrar una
práctica, del mismo modo que su inversa al tener por principio la lógica de la
disimilación por ejemplo, en el caso de los aprendices de intelectuales inclinados a
jugar de manera particularmente directa al juego de la demarcación, el mismo habitus
de clase privilegiada puede engendrar opiniones políticas o estéticas radicalmente
opuestas, cuya unidad profunda se percibe solamente en la modalidad de las
profesiones de fe o de las prácticas).
3.1.3.1. Como trabajo prolongado de inculcación que produce la interiorización
de los principios de una arbitrariedad cultural bajo la forma de un hábito
duradero y transferible, y por lo tanto capaz de engendrar prácticas conformes
a estos principios fuera y más allá de toda reglamentación expresa y de toda
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referencia explícita a la regla, el TP permite al grupo o a la clase que delega a
la AP su autoridad, producir y reproducir su integración intelectual y moral sin
recurrir a la represión externa y, en particular, a la coerción física.
Escolio. El TP es un sustituto de la coacción física: la represión física. Por
ejemplo, el internamiento en una cárcel o en un asilo) es, en efecto, una comprobación
del fracaso de la interiorización de una arbitrariedad cultural; y un sustituto rentable:
aunque (y quizá porque) más enmascarado, el TP es al menos tan eficaz a largo plazo
como la coacción física, la cual sólo puede producir efecto después de que haya
cesado su ejercicio directo en la medida en que tiende siempre a ejercer además un
efecto simbólico (a propósito, esto significa, por ejemplo, que el rey no está nunca
desnudo y que sólo una concepción inocentemente idealista de la fuerza intrínseca de
la justicia, concepción fundada en la disociación implícita de la fuerza y de las
representaciones de legitimidad que necesariamente engendra, podría inducirnos a
creer, con Russell y otros después de él, en la existencia de una “fuerza desnuda” -
naked power-). Así, el TP, en la medida en que asegura la perpetuación de los efectos
de la violencia simbólica, tiende a producir una disposición permanente a suministrar
en toda situación (por ejemplo, en materia de fecundidad, de opciones económicas o
de compromisos políticos) la respuesta adecuada (o sea, la respuesta prevista por la
arbitrariedad cultural y solamente por ésta) a los estímulos simbólicos que emanan de
las instancias investidas de la AuP que ha hecho posible el TP productor del habitus
(por ejemplo, los efectos de la predicación sacerdotal o de las bulas papales como
reactivaciones simbólicas de la educación cristiana).
3.2. En tanto que acción transformadora destinada a inculcar una formación
como sistema de disposiciones duraderas y transferibles, el TP que necesita la
AuP como condición previa para su ejercicio tiene por efecto confirmar y
consagrar irreversiblemente la AuP, o sea, la legitimidad de la AP y de la
arbitrariedad cultural que inculca, enmascarando todavía más, mediante el
éxito de la inculcación de la arbitrariedad, la arbitrariedad de la inculcación y de
la cultura inculcada.
Escolio. Ver un círculo vicioso en la presencia de la AuP al principio y al final de
la AP sería ignorar que, en cuanto al ámbito de la génesis (biografía y sucesión de
generaciones), la AuP de que dispone toda AP en ejercicio solamente rompe el círculo
pedagógico al que se vería condenada una AP sin AuP para cerrar cada vez más el
que experimenta el TP así hecho posible en el círculo del etnocentrismo (de grupo o
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de clase). Se encontraría una representación paradigmática de esta paradoja en el
círculo del bautismo y de la confirmación: se considera que la profesión de fe realizada
en edad de uso de razón da validez retrospectivamente al compromiso tomado en el
bautismo, el cual implicaba una educación que conducía necesariamente a esta
profesión de fe. De esta forma, a medida que se realiza, el TP produce cada vez más
las condiciones objetivas del desconocimiento de la arbitrariedad cultural, o sea, las
condiciones de la experiencia subjetiva de la arbitrariedad cultural como necesaria, en
el sentido de “natural”.
Todo aquel que delibera sobre su cultura es ya un hombre cultivado, y las
preguntas de quien cree poner en cuestión los principios de su educación tienen
todavía su educación por principio. El mito cartesiano de una razón innata, o sea, de
una cultura natural o de una naturaleza cultivada que preexistiría a la educación -
ilusión retrospectiva, necesariamente inscrita en la educación como imposición
arbitraria capaz de imponer el olvido de la arbitrariedad- no es más que una nueva
solución mágica del círculo de la AuP: “Porque todos hemos sido niños antes que
hombres, y nos ha sido necesario ser gobernados durante mucho tiempo por nuestros
instintos y nuestros preceptores, que eran frecuentemente contrarios entre sí y que,
probablemente, no nos aconsejaban siempre -ni los unos ni los otros- lo mejor, es casi
imposible que nuestros juicios sean tan puros ni tan sólidos como lo habrían sido si
hubiéramos tenido el uso completo de nuestra razón desde que nacimos, y solamente
hubiéramos sido conducidos por ella”. Así, sólo se elude el círculo del bautismo
inevitablemente confirmado, para caer en la mística del “segundo nacimiento”, cuya
transcripción filosófica podría verse en el fantasma trascendentalista de la reconquista
por las solas virtudes del pensamiento de un pensamiento total, sin “impensado”.
3.2.1. En tanto que trabajo prolongado de inculcación que produce cada vez
más el desconocimiento de la doble arbitrariedad de la AP, o sea, el
reconocimiento de la AuP de la instancia pedagógica y de la legitimidad de su
producto, el TP produce indisociablemente la legitimidad del producto y la
necesidad legítima de este producto como producto legítimo al producir el
consumidor legítimo, o sea, dotado de la definición social del producto legítimo
y de la disposición a consumirlo en su forma legítima.
Escolio 1. Sólo el TP puede romper el círculo en el que se cae cuando se olvida
que la “necesidad cultural” es una necesidad cultivada, o sea, cuando se disocia de
sus condiciones sociales de producción: así, la devoción religiosa o cultural, que
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engendra prácticas religiosas o estéticas como, por ejemplo, la frecuentación asidua
de iglesias o museos, es el producto de la AuP de la familia (y secundariamente de la
institución, Iglesia o Escuela) que, en el desarrollo de una biografía, rompe el círculo
de la “necesidad cultural” consagrando como objetivos deseables los bienes de
salvación religiosa o cultural y produciendo la necesidad de estos bienes por el solo
hecho de imponer su consumo.
Sabiendo que la necesidad de frecuentar el museo o la iglesia existe a
condición de que se frecuenten museos o iglesias y que la frecuentación asidua
supone la necesidad de frecuentarlos, se ve que, para romper el círculo de la primera
entrada en la iglesia o en el museo, es necesario admitir una predisposición a la
frecuentación que, a no ser que se crea en el milagro de la predestinación, sólo puede
ser la disposición de la familia a hacer frecuentar frecuentando durante el tiempo en
que esta frecuentación produzca una disposición duradera a frecuentar. En el caso de
la religión, del arte, el olvido de la génesis conduce a una forma específica de la ilusión
de Descartes: el mito de un gusto innato que no debería nada a los condicionamientos
del aprendizaje, ya que existiría por entero desde el nacimiento, transmutado en
opciones libres de un libre albedrío originario los determinismos capaces de producir
tanto las opciones determinadas como el olvido de esta determinación.
Escolio 2. Si no se comprende que el TP produce al mismo tiempo el producto
legítimo como tal, o sea, como objeto digno de ser consumido material o
simbólicamente (o sea, venerado, adorado, respetado, admirado, etc.) y la propensión
a consumir material o simbólicamente este objeto, uno se ve condenado a interrogarse
indefinidamente sobre la prioridad de la veneración o de lo venerable, de la adoración
y de lo adorable, del respeto y de lo respetable, de la admiración y de lo admirable,
etc., o sea, a oscilar entre el esfuerzo para deducir de las propiedades intrínsecas del
objeto las disposiciones respecto al objeto, y el esfuerzo para reducir las propiedades
del objeto a las propiedades que le confieren las disposiciones del sujeto. De hecho, el
TP produce agentes que, dotados de la disposición adecuada, sólo pueden aplicarla a
ciertos objetos y a objetos que aparecen a los agentes producidos por el TP como
llamando o exigiendo la disposición adecuada.
3.2.2. En tanto que trabajo prolongado de inculcación que produce cada vez
más el desconocimiento de la doble arbitrariedad de la AP, el TP tiende más
completamente a la ocultación cuanto más realizada esté la verdad objetiva del
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habitus como interiorización de los principios de una arbitrariedad cultural, que
está tanto más realizada cuanto más realizado esté el trabajo de inculcación.
Escolio. Se comprende que la definición social de la excelencia tienda siempre
a referirse a lo “natural”, o sea, a una modalidad de la práctica que supone un grado
de realización del TP capaz de hacer olvidar no sólo la doble arbitrariedad de la AP de
la que es producto, sino también todo lo que la práctica realizada debe al TP (por
ejemplo, el arété griego, el bienestar del “hombre honesto”, el sarr del hombre de
honor cabileño o el “academicismo antiacadémico” del mandarín chino).
3.2.2.1. Como trabajo prolongado de inculcación que produce cada vez más el
desconocimiento de la doble arbitrariedad de la AP, o sea, entre otras cosas el
desconocimiento de la delimitación constitutiva de la arbitrariedad cultural que
inculca, el TP produce el desconocimiento cada vez mayor de las limitaciones
éticas e intelectuales que son correlativas a la interiorización de esta limitación
(etnocentrismo ético y lógico).
Escolio. Esto significa que el TP que produce el habitus como sistema de
esquemas de pensamiento, de percepción de apreciación y de acción, produce el
desconocimiento de las limitaciones que implica este sistema, de manera que la
eficacia de la programación ética y lógica que produce se ve redoblada por el
desconocimiento que está en función del grado de realización del TP: los agentes que
produce el TP no estarían tan completamente presos en las limitaciones que la
arbitrariedad cultural impone a su pensamiento y a su práctica si, encerrados en el
interior de estos límites por una autodisciplina y una autocensura (tanto más
inconscientes cuanto más interiorizados hayan sido sus principios), no vivieran su
pensamiento y su práctica en la ilusión de la libertad y de la universalidad.
3.2.2.1.1. En una formación social determinada, el TP por el que se realiza la
AP dominante logra tanto mejor imponer la legitimidad de la cultura dominante
cuanto más se realiza, o sea, cuanto más logra imponer el desconocimiento de
la arbitrariedad dominante como, tal, no solamente a los destinatarios legítimos
de la AP sino también a los miembros de los grupos o clases dominados
(ideología dominante de la cultura legítima como única cultura auténtica, o sea,
como cultura universal).
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3.2.2.1.2. En una formación social determinada, el TP por el que se realiza la
AP dominante tiene siempre la función de mantener el orden, o sea, de
reproducir la estructura de las relaciones de fuerza entre los grupos o las
clases, en tanto que tiende, ya sea por la inculcación o por la exclusión, a
imponer a los miembros de los grupos o las clases dominadas el
reconocimiento de la legitimidad de la cultura dominante y a hacerles
interiorizar, en medida variable, disciplinas y censuras que cuando adquieren la
forma de autodisciplina y autocensura sirven mejor que nunca los intereses,
materiales o simbólicos, de los grupos o clases dominantes.
3.2.2.1.3. En una formación social determinada, el TP por el que se realiza la
AP dominante que tiende a imponer a los miembros de los grupos o clases
dominados el reconocimiento de la legitimidad de la cultura dominante, tiende a
imponerles al mismo tiempo, por inculcación o exclusión, el reconocimiento de
la ilegitimidad de su arbitrariedad cultural.
Escolio. Al contrario de las representaciones empobrecidas de la violencia
simbólica que una clase ejerce sobre otra a través de la educación (representación
común, paradójicamente, a aquellos que denuncian una dominación ideológica
reducida al esquema de la ingestión forzada y a los que aparentan deplorar la
imposición a los niños de “ambientes modestos” de una “cultura que no está hecha
para ellos”), una AP dominante tiende menos a inculcar la información constitutiva de
la cultura dominante (no se entendería sino por qué el TP tiene una productividad
específica y una duración tanto más reducidas cuanto más baja es la situación en la
escala social de los grupos o clases sobre los que se ejerce) que a inculcar el hecho
consumado de la legitimidad de la cultura dominante, por ejemplo, haciendo
interiorizar a los que están excluidos del conjunto de destinatarios legítimos (ya sea,
en la mayor parte de las sociedades, antes de toda educación escolar, o a lo largo de
los estudios) la legitimidad de su exclusión, o haciendo reconocer a aquellos que son
relegados a enseñanzas de segundo orden la inferioridad de estas enseñanzas y de
los que las reciben, o incluso inculcando, a través de la sumisión a las disciplinas
escolares y la adhesión a las jerarquías culturales, una disposición transferible y
generalizada respecto a las disciplinas y las jerarquías sociales.
En resumen, en todos los casos, el principal mecanismo de la imposición del
reconocimiento de la cultura dominante como cultura legítima y del correspondiente
reconocimiento de la ilegitimidad de la arbitrariedad cultural de los grupos o clases
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dominadas reside en la exclusión, que quizá no tiene nunca tanta fuerza simbólica
como cuando toma la apariencia de autoexclusión. Todo sucede como si la duración
legítima del TP que se concede a las clases dominadas estuviera objetivamente
definida como el tiempo necesario y suficiente para que el hecho de la exclusión tome
toda su fuerza simbólica, o sea, para que aparezca a los que la sufren como la prueba
de su indignidad cultural y para que nadie pueda aducir ignorancia de la ley de la
cultura legítima: uno de los efectos menos percibidos de la escolaridad obligatoria
consiste en que consigue de las clases dominadas el reconocimiento del saber y del
saber hacer legítimos (por ejemplo, en el derecho, la medicina, la técnica, las
diversiones o el arte), provocando la desvalorización del saber y del saber hacer que
esas clases dominan efectivamente (por ejemplo, derecho consuetudinario, medicina
doméstica, técnicas artesanales, lengua y arte populares o todo lo que enseña la
“escuela de la bruja y el pastor”, según expresión de Michelet) y formando de este
modo un mercado para los productos materiales y sobre todo simbólicos cuyos medios
de producción (en primer lugar los estudios superiores) son casi un monopolio de las
clases dominantes (por ejemplo diagnóstico médico, consulta jurídica, industria
cultural, etc.).
3.3. En tanto que el TP es un proceso irreversible que produce en el tiempo
necesario para la inculcación una disposición irreversible, o sea, una
disposición que sólo puede ser reprimida o transformada por un proceso
irreversible que produzca a su vez una nueva disposición irreversible, la AP
primaria (educación primera) que se realiza en un TP sin antecedentes (TP
primario) produce un hábito primario, característico de un grupo o una clase,
que está en el origen de la constitución ulterior de cualquier otro habitus.
Escolio. No sin cierta malicia, citaremos aquí a Husserl, que descubre la
evidencia de la genealogía empírica de la conciencia: “Yo he recibido la educación de
un alemán, no la de un chino. Pero también la de un ciudadano de provincias, en un
marco familiar y en una escuela de pequeño burgueses; no la de un hidalgo, gran
terrateniente, educado en una escuela de cadetes.” Y Husserl observa que, si bien es
siempre posible adquirir un conocimiento libresco de otra cultura o incluso rehacer una
educación de acuerdo con los principios de esta cultura (por ejemplo, “intentando
aprender las enseñanzas impartidas en la escuela de cadetes” o “rehaciendo su
educación al modo chino”) “esta apropiación de China no es posible de forma
completa, del mismo modo que no es posible apropiarse de forma completa y en su
estado concreto, del tipo de un Junker”
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3.3.1. El grado de productividad específica de cualquier TP que no sea el TP
primario (TP secundario) está en función de la distancia que separa el habitus
que tiende a inculcar (o sea, la arbitrariedad cultural impuesta) del habitus
inculcado por los TP anteriores y, en último término, por el TP primario (o sea,
la arbitrariedad cultural originaria).
Escolio 1. El éxito de toda educación escolar, y en general de todo TP
secundario depende fundamentalmente de la educación primera que la ha precedido,
incluso y sobre todo cuando la Escuela no tiene en cuenta esta prioridad en su
ideología y en su práctica y hace de la historia escolar una historia sin prehistoria: es
sabido que, por medio del conjunto de enseñanzas vinculadas a la conducta cotidiana
de la vida y en particular por medio de la adquisición de la lengua materna y la
manipulación de los términos y las relaciones de parentesco se dominan en estado
práctico disposiciones lógicas, disposiciones más a menos complejas y mas o menos
elaboradas simbólicamente, según los grupos o clases, que predisponen de forma
desigual al dominio simbólico de las operaciones implicadas en una demostración
matemática o a la interpretación de una obra de arte.
Escolio 2. Vemos también la ingenuidad de plantear el problema de la eficacia
diferencial de las distintas instancias de violencia simbólica (por ejemplo, familia,
escuela, medios de comunicación modernos, etc.) haciendo abstracción, como los
servidores del culto de la fuerza suprema de la Escuela o los profetas de la
omnipotencia de los “mass media”, de la irreversibilidad de los procesos de
aprendizaje que hace que el habitus adquirido en la familia esté en el principio de la
recepción y asimilación del mensaje escolar y que el habitus adquirido en la escuela
esté en el principio del nivel de recepción y del grado de asimilación de los mensajes
producidos y difundidos por la industria cultural y en general de todo mensaje culto o
semiculto.
3.3.1.1. Un modo de inculcación determinado se caracteriza (en el aspecto
considerado en la propuesta 3.3.1.) por la posición que ocupa entre 1) el modo
de inculcación dirigido a realizar la sustitución compleja de un habitus por otro
(conversión) y 2) el modo de inculcación dirigida a confirmar pura y
simplemente el habitus primario (mantenimiento o reforzamiento).
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Escolio. Lo esencial de las características de los TP secundarios dirigidos a
determinar una conversión radical (metatonia) se puede deducir de la necesidad en
que se encuentran de organizar las condiciones sociales de su ejercicio de modo
apropiado para liquidar el “hombre viejo” y engendrar ex nihilo el nuevo habitus.
Piénsese, por ejemplo, en la tendencia al formalismo pedagógico, o sea, en la
exhibición de la arbitrariedad de la inculcación como la arbitrariedad por la
arbitrariedad, y, de ` modo más general, en la imposición de la regla por la regla, que
constituye la característica principal del modo de inculcación propio de las AP de
conversión, por ejemplo, ejercicios de piedad y de automortificación (“aborregaos”),
disciplinamiento militar, etc. A este respecto las instituciones totales (cuartel, convento,
cárcel, asilo e internado) permiten percibir con toda claridad las técnicas de
desculturación, y de reculturación a las que debe recurrir un TP dirigido a producir un
habitus tan parecido como sea posible al que produce la educación primera, teniendo
en cuenta la existencia de un habitus previo.
En el otro extremo, las instituciones tradicionales para jovencitas de buena
familia representan la forma paradigmática de todas las instituciones pedagógicas que
sólo tienen por destinatarios, por obra y gracia de los mecanismos de selección y de
autoselección, agentes ya dotados de un habitus tan parecido como sea posible al que
se trata de producir y que pueden contentarse con organizar, no sin énfasis y
ostentación, todas las apariencias de un aprendizaje realmente eficaz (por ejemplo la
École Nationale d' Administration). En las épocas en que las clases dominantes
confían la educación primera de los niños a agentes pertenecientes a las clases
inferiores, las instituciones de enseñanza que se les reserva presentan todas las
características de la institución total porque aquéllas deben realizar una verdadera
reeducación (por ejemplo, internados de los colegios jesuitas o gimnasios alemanes y
rusos del siglo XIX).
3.3.1.2. Dado que el habitus primario inculcado por el TP primario esta en el
principio de la constitución ulterior de cualquier otro habitus, el grado de
productividad específica de un TP secundario se mide, desde este punto de
vista por el grado en que el sistema de medios necesarios para la realización
del TP (modo de inculcación) está objetivamente organizado en función de la
distancia existente entre el habitus que aspira a inculcar y el habitus producido
por los TP anteriores.
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Escolio. Un TP secundario es tanto más productivo cuanto, teniendo en cuenta
el grado en que los destinatarios del mensaje pedagógico poseen el código del
mensaje, más plenamente produce las condiciones sociales de la comunicación
mediante la organización metódica de los ejercicios destinados a asegurar la
asimilación acelerada del código de la transmisión y de esta forma la inculcación
acelerada del habitus.
3.3.1.3. El grado de tradicionalismo de un modo de inculcación se mide por el
grado en que objetivamente ha sido organizado con referencia a un público
limitado de destinatarios legítimos, o sea, por el grado en que el éxito del TP
secundario presupone que los destinatarios estén dotados del habitus
adecuado (o sea del ethos pedagógico y del capital cultural propios a los
grupos o clases de las que reproduce la arbitrariedad cultural).
3.3.1.3.1. Por el hecho de que, en una formación social determinada, el modo
de inculcación dominante tiende a responder a los intereses de las clases
dominantes, o sea, de los destinatarios legítimos, la productividad diferencial
del TP dominante según los grupos o clases sobre los que se ejerce tiende a
estar en función de la distancia entre el habitus primario inculcado por el TP
primario en los diferentes grupos o clases y el habitus inculcado por el TP
dominante (o sea, del grado en que la educación o la aculturación es
reeducación o desculturización según los grupos o clases).
3.3.2. Dado 1) que la explicitación y la formalización de los principios que
operan en una práctica, o sea, el dominio simbólico de esta práctica, siguen
necesariamente, en el orden lógico y cronológico, al dominio práctico de estos
principios, o sea, que el dominio simbólico no es por sí mismo su propio
fundamento; dado 2) que el dominio simbólico es irreductible al dominio
práctico del que procede y al que aporta, sin embargo, su propio efecto, se
deduce 1) que todo TP secundario produce prácticas secundarias irreductibles
a las prácticas primarias de las que procura el dominio simbólico, y 2) que el
dominio secundario que produce presupone un dominio previo tanto más
cercano al simple dominio práctico de las prácticas cuanto más pronto se
ejerza en el orden biográfico.
Escolio. La enseñanza escolar de la gramática no inculca, para ser exactos,
una nueva gramática generadora de prácticas lingüísticas: el niño debe poseer en
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estado práctico los principios que aprende a someter al control lógico (por ejemplo,
conjugaciones, declinaciones, construcciones sintácticas, etc.); pero adquiriendo la
codificación académica de lo que hace, adquiere la posibilidad de hacerlo más
conscientemente y más sistemáticamente (cf. Piaget, Vygotsky). Esta transformación
es análoga, en el orden biográfico, al proceso histórico por el que un derecho
consuetudinario o una justicia tradicional (Kadi Justiz) se transforma en un derecho
racional, o sea, codificado, a partir de principios explícitos (cf. de modo más general
los análisis weberianos de las características generales del proceso de racionalización
en materia de religión, arte, teoría política, etc.). Hemos visto, en la misma línea, que
el éxito de la acción de imposición simbólica del profeta está en función del grado en
que logra explicitar y sistematizar los principios que el grupo al que se dirige posee ya
en estado práctico.
3.3.2.1. Un modo de inculcación determinado, o sea, el sistema de medios por
los que se produce la interiorización de una arbitrariedad cultural, se
caracteriza (en el aspecto considerado en la prop. 3.3.2.) por la posición que
ocupa entre 1) el modo de inculcación que produce un habitus mediante la
inculcación inconsciente de principios que sólo se manifiestan en estado
práctico y en la práctica impuesta (pedagogía implícita) y 2) el modo de
inculcación que produce el habitus mediante la inculcación metódicamente
organizada como tal de principios formulados e incluso formalizados
(pedagogía explícita).
Escolio. Sería vano pensar en jerarquizar estos dos nudos pie Inculcación
opuestos según su productividad específica, puesto que esta eficacia, medida por la
duración y la transferibilidad del habitus producido, no puede definirse
independientemente del contenido inculcado y de las funciones sociales que cumple,
en una formación social considerada, el TP considerado: así, la pedagogía implícita es
indudablemente la más eficaz cuando se trata de transmitir saberes tradicionales,
indiferencia-' dos y totales (aprendizaje de los modales o de las habilidades
manuales), en la medida en que exige del discípulo o del aprendiz la identificación con
la persona total del “maestro” o del “oficial” más experimentado, a costa de una
verdadera renuncia de sí mismo que excluye el análisis de los principios de la
conducta ejemplar; por otra parte, una pedagogía implícita que, suponiendo una
adquisición previa, resulta poco eficaz cuando se aplica a agentes desprovistos de
esta adquisición, puede ser muy “rentable” para las clases dominantes cuando la AP
correspondiente se ejerce en un sistema de AP dominado por la AP dominante y que
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contribuye, así, a la reproducción cultural y, de este modo, a la reproducción social,
asegurando a los detentadores de la adquisición previa el monopolio de esta
adquisición.
3.3.2.2. Dado que todo TP secundario tiene como efecto propio el producir
prácticas irreductibles a las prácticas de las que procura el dominio simbólico,
el grado de productividad específica de un TP secundario se mide desde este
punto de vista por el grado en que el sistema de medios necesarios para la
realización del TP (modo de inculcación) está objetivamente organizado para
asegurar, mediante la inculcación explícita de principios codificados y formales,
la transferibilidad formal del habitus.
3.3.2.3. El grado de tradicionalismo de un modo de inculcación se mide por el
grado en que los medios necesarios para la realización del TP se reducen a las
prácticas que expresan el habitus a reproducir y que tienden, por el solo hecho
de que son realizadas repetidamente por agentes investidos de AuP, a
reproducir directamente un habitus definido por la transferibilidad práctica.
Escolio. Un TP es tanto más tradicional cuanto 1) menos claramente está
delimitado como práctica específica y autónoma y 2) más totales e indiferenciadas son
las funciones de las instancias por las que se ejerce, o sea, cuanto más plenamente se
reduce el TP a un proceso de familiarización en el que el maestro transmite
inconscientemente, por su conducta ejemplar, unos principios que nunca domina
conscientemente a un receptor que los interioriza inconscientemente. En el caso límite,
que se da en las sociedades tradicionales, todo el grupo y todo el entorno como
sistema de condiciones materiales de existencia, en tanto que estas condiciones están
dotadas de la significación simbólica que les confiere un poder de imposición, ejercen
sin agentes especializados ni momentos especificados una AP anónima y difusa (por
ejemplo, la formación del habitus cristiano, en la Edad Media, por medio del calendario
de fiestas como catecismo y la organización del espacio cotidiano a los objetos
simbólicos como libro de devoción).
3.3.2.3.1. En una formación social determinada, el TP primario, al que están
sometidos los miembros de los diferentes grupos o clases, reposa tanto más
plenamente en la transferibilidad práctica cuanto más estrechamente estén
sometidos por las condiciones materiales de existencia a la urgencia de la
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práctica, tendiendo a impedir, así, la constitución y el desarrollo de la aptitud
para dominar simbólicamente la práctica.
Escolio. Si admitimos que un TP está tanto más cerca de la pedagogía explícita
cuanto más recurre a la verbalización y a la conceptualización clasificatoria, vemos
que el TP primario prepara tanto mejor los TP secundarios fundados en una
pedagogía explícita cuanto mejor preparados están los miembros del grupo o la clase
sobre los que se ejerce, por sus condiciones materiales de existencia, para
distanciarse de la práctica, es decir, para “neutralizar” de modo imaginario o reflexivo
las urgencias vitales que componen una disposición pragmática las clases dominadas.
Y esto tanto más cuanto que los agentes encargados de ejercer el TP primario han
sido preparados de modo desigual por un TP secundario para el dominio simbólico y
que, por eso, no son igualmente aptos para orientar el TP primario hacia la
verbalización, la explicitación y la conceptualización del dominio práctico que exigen
los TP secundarios (por ejemplo, en el caso límite, la continuidad entre el TP familiar y
el TP escolar en las familias de maestros o de intelectuales).
3.3.3. Dada la delegación que lo fundamenta el TP dominante tiende tanto más
a eludir la inculcación explícita de los presupuestos que constituyen la
condición de su productividad específica cuanto más dominada por los
destinatarios legítimos esté la arbitrariedad cultural dominante, o sea, cuanto
más importante sea la parte de lo que el TP debe inculcar (capital y ethos) ya
inculcada por el TP primario de los grupos o clases dominantes.
3.3.3.1. En una formación social en que, tanto en la práctica pedagógica como
en el conjunto de prácticas sociales, la arbitrariedad cultural dominante
subordina el dominio práctico al dominio simbólico de las prácticas, el TP
dominante tiende tanto más a eludir la inculcación explícita de los principios
que proporcionan el dominio simbólico, cuanto más inculcado esté el dominio
práctico de los principios que proporcionan el dominio simbólico de las
prácticas en los destinatarios legítimos por el TP primario de los grupos o
clases dominantes.
Escolio. Contrariamente a lo que sugieren ciertas teorías psicogenéticas que
describen el desarrollo de la inteligencia como un proceso universal de transformación
unilineal del dominio sensorio-motriz en dominio simbólico, los TP primarios de los
diferentes grupos o clases producen sistemas de disposiciones primarias que no
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difieren solamente como grados distintos de explicitación de una misma práctica sino
como otros tantos tipos de dominio práctico que predisponen de modo desigual a la
adquisición del tipo particular de dominio simbólico favorecido por la arbitrariedad
cultural dominante. Así, un dominio práctico orientado hacia la manipulación de las
cosas y la correspondiente relación con las palabras predispone menos al dominio
culto de las reglas de la verbalización ilustrada que un dominio práctico orientado
hacia la manipulación de las palabras y hacia la relación con las palabras y con las
cosas que de prioridad a la manipulación de las palabras.
Cuando tiene por destinatarios legítimos a individuos dotados por el TP
primario del dominio práctico con dominante verbal, el TP secundario que ha de
inculcar primordialmente el dominio de un lenguaje y de una relación con el lenguaje
puede, paradójicamente, limitarse a una pedagogía implícita, particularmente cuando
se trata del lenguaje, porque puede apoyarse en un habitus que encierra en un estado
práctico la predisposición a usar del lenguaje según una relación ilustrada al mismo
(por ejemplo, la afinidad estructural entre la enseñanza de las humanidades y la
educación primera burguesa). Por el contrario, en un TP secundario que tenga por
función declarada la inculcación del dominio práctico de las técnicas manuales (por
ejemplo, la enseñanza de la tecnología en los centros de enseñanza técnica), el solo
hecho de explicitar en un discurso culto los principios de técnicas de las que los niños
procedentes de clases populares poseen ya el dominio práctico, basta para condenar
fórmulas y habilidades a la ilegitimidad de un simple como muestras “bricolage”, del
mismo modo que la enseñanza general reduce su lenguaje a la jerga o al argot. Éste
es uno de los efectos sociales más poderosos del discurso culto, que separa con una
barrera infranqueable al detentador de los principios (por ejemplo, ingeniero) del
simple práctico (por ejemplo, técnico).
3.3.3.2. Dado que, en el tipo de formación social definido en 3.3.3.1., el TP
secundario dominante que recurre a un modo de inculcación tradicional (en el
sentido de las prop. 3.3.1.3. y 3.3.2.3.; tiene una productividad específica tanto
más reducida cuando sE ejerce sobre grupos o clases que ejercen un TP
primario más aleja do del TP primario dominante que inculca, entre otras
cosas, ur dominio práctico con dominante verbal, un TP como éste tiende z
producir, en y por su mismo ejercicio, la delimitación de sus destinatarios
realmente posibles, excluyendo a los distintos grupos e clases tanto más
rápidamente cuanto más desprovistos están del capital y del ethos
objetivamente presupuestos por su modo de inculcación.
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3.3.3.3. Dado que, en el tipo de formación social definido en 3.3.3.1., el TP
secundario dominante que, recurriendo a un modo de inculcación tradicional,
se define por no producir completamente las condiciones de su productividad,
puede realizar su función de eliminación sólo con abstenerse, un TP como éste
tiende a producir no solamente la delimitación de sus destinatarios realmente
posibles, sino también el desconocimiento de los mecanismos de esta
delimitación, o sea, tiende a hacer reconocer sus destinatarios de hecho como
destinatarios legítimos y la duración de la inculcación a la que están sometidos
de hecho los diferentes grupos o clases como duración legítima de inculcación.
Escolio. Si toda AP dominante supone una delimitación de sus destinatarios
legítimos, la exclusión se realiza frecuentemente por mecanismos externos a la
instancia que ejerce el TP, ya se trate del efecto más o menos directo de los
mecanismos económicos o de prescripciones jurídicas o de costumbre (por ejemplo,
“numerus clausus” como limitación autoritaria de los destinatarios en función de
criterios étnicos u otros).
Una AP que elimine ciertas categorías de receptores por la sola eficacia del
modo de inculcación característico de su TP disimula mejor y más completamente que
cualquier otra la arbitrariedad de la delimitación de hecho de su público, imponiendo
así más sutilmente la legitimidad de sus productos y de sus jerarquías (función de
sociodicea). Se puede ver en el museo que delimita su público y que legitima su
calidad social por el sólo efecto de su “nivel de emisión”, o sea, por el sólo hecho que
presupone la posesión del código cultural necesario para descifrar las obras
expuestas, el caso límite de la tendencia de todo TP fundado en la implícita condición
previa de la posesión de las condiciones de su productividad. La acción de los
mecanismos que tienden a asegurar, de forma casi automática, o sea, de acuerdo con
las leyes que rigen las relaciones de los diferentes grupos o clases con la instancia
pedagógica dominante, la exclusión de ciertas categorías de receptores
(autoeliminación, eliminación diferida, etc.), puede estar enmascarada por el hecho de
que la función social de eliminación quede encubierta en forma de función patente de
selección que la instancia pedagógica ejerce dentro del conjunto de los destinatarios
legítimos (por ejemplo, función ideológica del examen).
3.3.3.4. Dado que, en el tipo de formación social definido en 3.3.3.1., el TP
secundario dominante que recurre a un modo de inculcación tradicional no
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inculca explícitamente los presupuestos que constituyen la condición de su
productividad específica, ese TP tiende a producir por su mismo ejercicio la
legitimidad del modo de posesión de las adquisiciones previas cuyo monopolio
está en manos de los grupos o clases dominantes porque tienen el monopolio
de modo de adquisición legítimo, o sea, de la inculcación, por un TP primario,
de los principios en estado práctico de la cultura legítima (relación ilustrada con
la cultura legítima como relación de familiaridad).
3.3.3.5. Dado que, en el tipo de formación social definido en 3.3.3.1., el TP
secundario dominante que recurre a un modo de inculcación tradicional no
inculca explícitamente los presupuestos que constituyen la condición de su
productividad específica, ese TP supone, produce e inculca, en y por su mismo
ejercicio, ideologías que tienden a justificar la petición de principio que
constituye la condición de su ejercicio (ideología del don como negación de las
condiciones sociales de producción de las disposiciones ilustradas).
Escolio 1. Se puede ver una imagen paradigmática de uno de los efectos más
típicos de la ideología del don en una experiencia de Rosenthal; dos grupos de
investigadores a los que se les había confiado dos lotes de ratones con un mismo
origen, indicándoles que unos habían sido seleccionados por su inteligencia y los otros
por su estupidez, obtuvieron de sus sujetos respectivos progresos significativamente
distintos (por ejemplo, los efectos que ejerce tanto en los maestros como en los
alumnos la distribución de la población escolar en subpoblaciones escolares y
socialmente jerarquizadas según los tipos de centro -institutos tradicionales, CES
(College d'enseignement secondaire), CET (College d'enseignement technique),
escuelas superiores y facultades)1-, las secciones -clásica y moderna- e incluso las
asignaturas).
1 Es imposible describir aquí, con el detalle necesario, la compleja organización del sistema de enseñanza
francés, cuya terminología ha sido conservada en el idioma original, salvo en aquellos casos -poco
numerosos- en que tiene un equivalente exacto castellano. Sin embargo, para ofrecer una idea muy
general de dicho sistema, conviene recordar que éste comprende:
- Un período de enseñanza pre-escolar, que va desde los 2 a los 6 años.
- Un período de enseñanza obligatoria que, a su vez, se divide en:
• Un período de enseñanza elemental (o primaria, en sentido estricto) de cinco años.
• Un período denominado de primer ciclo, de cuatro años.
• El primero de los tres cursos que componen el segundo ciclo “largo” o el primero de los dos que
componen el segundo corto.
El ciclo “largo” permite obtener el título de bachiller superior y da acceso a la enseñanza universitaria, es
decir, a las facultades tradicionales, a las grandes écoles -Escuelas de Administración, Comercio y
Agricultura, Escuelas de Ingenieros, Escuela Politécnica, Escuela Normal Superior y a los Institutos
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Escolio 2. Dado que, en el tipo de formación social definido en 3.3.3.1., el TP
secundario dominante que se caracteriza por un modo de inculcación tradicional (tanto
en el sentido de la prop. 3.3.1.3. como en el de la prop. 3.3.2.3.) tiende siempre, por el
hecho de que su productividad específica varía en razón inversa a la distancia entre la
arbitrariedad cultural dominante y la arbitrariedad cultural de los grupos o clases sobre
los que se ejerce, a privar a los miembros de las clases dominadas de los beneficios
materiales y simbólicos de la educación completa, podemos preguntarnos si un TP
secundario que, a la inversa, tuviera en cuenta la distancia entre los habitus
preexistentes y el habitus a inculcar y que se organizara sistemáticamente según los
principios de una pedagogía explícita, no haría desaparecer la frontera que el TP
tradicional reconoce y confirma entre los destinatarios legítimos y todos los demás; o,
en otras palabras, si un TP perfectamente racional, o sea, un TP que se ejerciera ab
ovo y en todos los terrenos sobre todos los educables sin concesiones previas y con
referencias al fin explícito de inculcar a todos los principios prácticos del dominio
simbólico de las prácticas que la AP primaria sólo inculca a ciertos grupos o clases, es
decir, un TP que sustituyera totalmente el modo de inculcación tradicional por la
transmisión programada de la cultura legítima, no correspondería a los intereses
pedagógicos de los grupos o clases dominadas (hipótesis de la democratización de la
enseñanza mediante la racionalización de la pedagogía).
Pero, para convencerse del carácter utópico de una política educativa fundada
en esta hipótesis, basta señalar que, aun sin hablar de la inercia propia de toda
institución educativa, la estructura de las relaciones de fuerza excluye que una AP
dominante pueda recurrir a un TP contrario a los intereses de las clases dominantes
que le delegan su AuP. Además, una política como ésta sólo se puede considerar
conforme a los intereses pedagógicos de las clases dominadas a condición de
identificar los intereses objetivos de estas clases con la suma de los intereses
individuales de sus miembros (por ejemplo, en materia de movilidad social o de
promoción cultural), lo cual equivale a olvidar que la movilidad controlada de un
número limitado de individuos puede servir para la perpetuación de la estructura de las
Universitarios de Tecnología. El ciclo corto corresponde a la enseñanza profesional y constituye un
camino sin salida posible a la enseñanza universitaria, ni siquiera en sus ramas técnicas.
Entre el personal docente existen numerosas categorías que no tienen equivalente en España. Destaca,
entre ellas, la de “agregado” que se consigue a través del concurso-oposición de agrégation, y que
permite obtener una cátedra universitaria o de instituto (lycée), situando a su titular en las capas
superiores de la jerarquía escolar.
La numeración de los cursos del bachillerato sigue, en Francia, el orden inverso al que rige en España. En
la presente traducción se ha respetado la denominación francesa. (N. del T.).
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relaciones de clase; o, en otras palabras, a condición de creer posible la
generalización al conjunto de la clase de propiedades que sociológicamente sólo
pueden pertenecer a algunos miembros de la clase en la medida en que siguen siendo
privilegio de algunos y, por lo tanto, negadas al conjunto de la clase como tal.
4. Del sistema de enseñanza
4. Todo sistema de enseñanza institucionalizado (SE) debe las características
específicas de su estructura y de su funcionamiento al hecho de que le es
necesario producir y reproducir, por los medios propios de la institución, las
condiciones institucionales cuya existencia y persistencia (autorreproducción
de la institución) son necesarias tanto para el ejercicio de su función propia de
inculcación como para la realización de su función de reproducción de una
arbitrariedad cultural de la que no es el productor (reproducción cultural) y cuya
reproducción contribuye a la reproducción de las relaciones entre los grupos o
las clases (reproducción social).
Escolio 1. Se trata de establecer la forma específica que deben revestir las
proposiciones que enuncian en toda su generalidad las condiciones y los efectos de la
AP (prop. 1, 2, 3) cuando esta AP es ejercida por una institución (SE), o sea, de
establecer lo que debe ser una institución para ser capaz de producir las condiciones
institucionales de producción de un habitas al mismo tiempo que el desconocimiento
de estas condiciones. Esta cuestión no se reduce a la investigación propiamente
histórica de las condiciones sociales de la aparición de un SE particular ni incluso de la
institución de enseñanza en su generalidad: así, el esfuerzo de Durkheim para
comprender las características de estructuras y de funcionamiento del SE francés a
partir del hecho de que, en su origen, ha debido organizarse con objeto de producir un
habitus cristiano encaminado a integrar a cualquier precio el legado grecorromano y la
fe cristiana, conduce menos directamente a una teoría general del SE que la tentativa
de Max Weber para deducir las características transhistóricas de toda Iglesia a partir
de las exigencias funcionales que determinan la estructura y el funcionamiento de toda
institución orientada a producir un habitus religioso. Solamente la formulación de las
condiciones genéricas de posibilidad de una AP institucionalizada permite dar todo su
sentido a la investigación de las condiciones sociales necesarias para la realización de
estas condiciones genéricas, o sea, comprender cómo, en situaciones históricas
diferentes, procesos sociales como la concentración urbana, el progreso de la división
del trabajo que implica la autonomización de las instancias o de las prácticas
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intelectuales, la constitución de un mercado de bienes simbólicos, etc., toman un
sentido sistemático en tanto que sistema de las condiciones sociales de aparición de
un SE (cf. el método regresivo por el que Marx procede a la construcción de los
fenómenos sociales vinculados a la disolución de la sociedad feudal como sistema de
las condiciones sociales de aparición del modo de producción capitalista).
Escolio 2. Siempre y cuando no se olvide que la historia relativamente
autónoma de las instituciones educativas debe ser situada en la historia de las
formaciones sociales correspondientes, es legítimo considerar que ciertas
características de la institución cuya aparición es correlativa a las transformaciones
sistemáticas de la institución (por ejemplo, enseñanza remunerada, constitución de
escuelas capaces de organizar la formación de nuevos maestros, homogeneización de
la organización escolar en un vasto territorio, examen, funcionarización y
remuneración asalariada) constituyen jalones significativos del proceso de
institucionalización del TP Así, aunque la historia de la educación en la Antigüedad
permite percibir las etapas de un proceso continuo que conduce desde el preceptorado
a las escuelas filosóficas y retóricas de la Roma imperial, pasando por la educación de
iniciación de los magos o de los sabios y por la enseñanza artesanal de estos
conferenciantes ambulantes que fueron la mayor parte de los sofistas, Durkheim tiene
motivos para considerar que no se encuentra ningún SE en Occidente antes de la
Universidad medieval, ya que la aparición de un control jurídicamente sancionado de
los resultados de la inculcación (diploma) -que él toma como criterio determinantecomplementa
la especialización de los agentes, la continuidad de la inculcación y la
homogeneidad del modo de inculcación.
También se podría considerar, en una perspectiva weberiana, que las
características determinantes de la institución escolar se adquieren desde el momento
en que aparece un cuerpo de especialistas permanentes cuya formación,
reclutamiento y carrera están reglamentados por una organización especializada y que
encuentran en la institución los medios de asegurar con éxito su pretensión de
monopolizar la inculcación legítima de la cultura legítima. Si se pueden comprender
indistintamente las características estructurales vinculadas a la institucionalización de
una práctica social refiriéndolas a los intereses de un cuerpo de especialistas que
avanzan hacia el monopolio de esta práctica, o viceversa, es porque estos procesos
representan dos manifestaciones inseparables de la autonomización de una practica o
viceversa, es porque estos procesos representan dos manifestaciones inseparables de
la autonomización de una práctica, o sea, de su constitución como tal: del mismo
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modo que, como observa Engels, la aparición del derecho como derecho, o sea, como
“dominio autónomo”, es correlativa al progreso de la división del trabajo que conduce a
la aparición de un cuerpo de juristas profesionales, del mismo modo que, como
muestra Weber, la “racionalización” de la religión es correlativa a la constitución de un
cuerpo sacerdotal, del mismo modo, en fin, que el proceso que conduce a la
constitución del arte como arte es correlativo a la constitución de un campo intelectual
y artístico relativamente autónomo, la constitución del TP como tal es correlativa a la
constitución del SE.
4.1. Dado 1) que un SE sólo puede realizar su función propia de inculcación a
condición de que produzca y reproduzca, con los medios propios de la
institución, las condiciones de un TP capaz de reproducir en los límites de los
medios de la institución, o sea, continuamente, al menor costo y en serie, un
habitus tan homogéneo y tan duradero como sea posible, en el mayor número
posible de destinatarios legítimos (entre éstos los reproductores de la
institución); dado 2) que un SE debe, para realizar su función externa de
reproducción cultural y social, producir un habitus tan conforme como sea
posible a los principios de la arbitrariedad cultural que está encargado de
reproducir, las condiciones del ejercicio de un TP institucionalizado y de la
reproducción institucional de ese TP tienden a coincidir con las condiciones de
la realización de la función de reproducción, puesto que un cuerpo permanente
de agentes especializados, suficientemente intercambiables como para poder
ser reclutados continuamente y en número suficiente, dotados de la formación
homogénea y de los instrumentos homogeneizados y homogeneizantes que
constituyen la condición de ejercicio de un TP específico y reglamentado, o
sea, de un “trabajo escolar” (TE), forma institucionalizada del TP secundario,
está predispuesto por las condiciones institucionales de su propia reproducción
a encerrar su práctica en los límites trazados por una institución cuya misión es
reproducir la arbitrariedad cultural y no decretarla.
4.1.1. Dado que debe producir las condiciones institucionales que permitan a
agentes intercambiables ejercer continuamente, o sea, cotidianamente y en un
campo territorial tan vasto como sea posible, un TE que reproduzca la
arbitrariedad cultural que está encargado de reproducir, el SE tiende a
garantizar al cuerpo de agentes, reclutados y formados para asegurar ]a
inculcación, condiciones institucionales capaces a la vez de evitarles e
impedirles el ejercicio de TE heterogéneos y heterodoxos, o sea, las mejores
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condiciones para excluir, sin prohibición explícita, toda práctica incompatible
con su función de reproducción de la integración intelectual y moral de los
destinatarios legítimos.
Escolio. La distinción medieval entre el auctor que produce o profesa “extracotidianamente”
obras originales y el lector que, encerrado en el comentario reiterado
y reiterable de las autoridades, profesa “cotidianamente” un mensaje que no ha
producido, es una muestra de la verdad objetiva de la práctica profesoral que no
puede ser más evidente que en la ideología profesoral del magisterio, negación
laboriosa de la verdad de la función profesoral, o en la pseudocreación magistral que
pone todas las fórmulas de escuela al servicio de una superación escolar del
comentario de escuela.
4.1.1.1. Dado que debe garantizar las condiciones institucionales de la
homogeneidad y de la ortodoxia del TE, el SE tiende a dotar a los agentes
encargados de la inculcación de una formación homogénea y de instrumentos
homogeneizados y homogeneizantes.
Escolio. Hay que ver no solamente ayudas para la inculcación sino también
instrumentos de control tendentes a garantizar la ortodoxia del TE contra las herejías
individuales, en los instrumentos pedagógicos que el SE pone a disposición de sus
agentes (por ejemplo, manuales, comentarios, recursos mnemotécnicos, libros del
maestro, programas, instrucciones pedagógicas, etc.).
4.1.1.2. En tanto que debe garantizar las condiciones institucionales de la
homogeneidad y de la ortodoxia del TE, el SE tiende a hacer sufrir, a la
información y a la formación que inculca, un tratamiento cuyo principio reside a
la vez en las exigencias del TE y en las tendencias inherentes a un cuerpo de
agentes situados en esas condiciones institucionales, o sea, a codificar,
homogeneizar y sistematizar el mensaje escolar (cultura escolar como cultura
“rutinizada”).
Escolio 1. Las condenas que los profetas o los creadores y, con ellos, todos los
aspirantes a profetas y creadores, han dirigido desde siempre contra la ritualización
profesoral o sacerdotal de la profecía de origen o de la obra original (por ejemplo, los
anatemas, asimismo condenados a convertirse en clásicos, contra la “fosilización” o el
“embalsamamiento” de los clásicos), se inspira en la ilusión artificialista de que un TE
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podría no estar marcado por sus condiciones institucionales de ejercicio: toda cultura
escolar está necesariamente homogeneizada y ritualizada, o sea, “rutinizada” por y
para la rutina del TE, o sea, por y para ejercicios de repetición y de restitución que
deben ser lo suficientemente estereotipados como para que repetidores tan
sustituibles como sea posible puedan hacerlos repetir indefinidamente (por ejemplo,
manuales y mementos, breviarios y catecismos religiosos o políticos, glosas y
comentarios, enciclopedias y corpus, fragmentos escogidos, anales de exámenes y
colecciones de correcciones, compilaciones de sentencias, de apotemas, de versos
mnemotécnicos, de tópicos, etc.).
Cualquiera que sea el habitus a inculcar, conformista o innovador, conservador
o revolucionario, y esto tanto en el orden religioso como en el orden artístico, político o
científico, todo TE engendra un discurso que tiende a explicitar y a sistematizar los
principios de este habitus según una lógica que obedece primordialmente a las
exigencias de la institucionalización del aprendizaje (por ejemplo, el academicismo o la
“canonización” de autores revolucionarios, según Lenin). Si el sincretismo y el
eclecticismo, que pueden a veces fundarse explícitamente en una ideología de la
recolección y de la reconciliación universal de las doctrinas y las ideas (con la filosofía
correlativa a la filosofía como philosophia perennis, condición de posibilidad de los
diálogos en los infiernos), constituyen uno de los casos más característicos del efecto
de “rutinización” que ejerce toda enseñanza, es porque la “neutralización” y la
irrealización de los mensajes y de este modo, de los conflictos entre los valores y las
ideologías en competencia por la legitimidad cultural constituyen una solución
típicamente escolar al problema propiamente escolar del consensus sobre el programa
como condición necesaria de la programación de inteligencias.
Escolio 2. Un SE determinado (o una instancia determinada del SE) obedece
más completamente a la ley de la “rutinización” cuanto más se organiza su AP en
relación con la función de reproducción cultural: si, por ejemplo, incluso en sus
instancias más elevadas, el SE francés presenta más completamente que otros las
características de funcionamiento que están funcionalmente vinculadas a la
institucionalización del TP (por ejemplo, primacía de la autorreproducción, deficiencia
de la enseñanza de investigación, programación escolar de las normas de la
investigación y de los objetos de investigación, etc.) y si, en este sistema, la
enseñanza literaria presenta estas características en un grado más elevado que la
enseñanza científica, es porque hay sin duda pocos SE a los que las clases
dominantes exijan menos que hagan otra cosa que reproducir tal cual la cultura
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legítima y producir agentes capaces de manipularla legítimamente (o sea, profesores,
dirigentes, administradores o abogados y médicos, e incluso, literatos más que
investigadores o científicos o, incluso, técnicos). Por otra parte, las prácticas
pedagógicas y, a fortiori, intelectuales (por ejemplo, las actividades de investigación)
de una categoría de agentes obedecen tanto más plenamente a la ley de la
“rutinización”), cuanto más definida está esta categoría por su posición en el SE, o
sea, cuanto menos participa en otros campos de práctica (por ejemplo, campo
científico o intelectual).
4.1.2. Dado que debe reproducir en el tiempo las condiciones institucionales
del ejercicio del TE, o sea, que debe reproducirse como institución
(autorreproducción) para reproducir la arbitrariedad cultural que está encargado
de reproducir (reproducción cultural y social), todo SE detenta necesariamente
el monopolio de la producción de los agentes encargados de reproducirla, o
sea, de los agentes dotados de la formación duradera que les permite ejercer
un TE que tienda a reproducir esta misma formación en nuevos reproductores,
y por ello encierra una tendencia a la autorreproducción perfecta (inercia), que
se ejerce en los límites de su autonomía relativa.
Escolio 1. No hay que ver solamente un efecto de hystéresis ligado a la
duración estructural del ciclo de reproducción pedagógica en la tendencia de todo
cuerpo profesoral a retransmitir lo que ha adquirido según una pedagogía lo más
parecida posible a aquella de la que es producto. En efecto, cuando trabajan para
reproducir mediante su práctica pedagógica la formación de la que son producto, los
agentes de un SE, cuyo valor económico y simbólico depende casi totalmente de la
sanción escolar, tienden a asegurar la reproducción de su propio valor asegurando la
reproducción del mercado en el que tienen todo su valor. De modo más general, el
conservadurismo pedagógico de los defensores de la rareza de los títulos escolares no
encontraría un sostén tan firme en los grupos o clases más interesados en la
conservación del orden social si, bajo la apariencia de defender solamente su valor en
el mercado defendiendo el valor de sus títulos universitarios, no defendieran, por el
mismo hecho, la existencia misma de un cierto mercado simbólico, con las funciones
conservadoras que realiza. Vemos que la dependencia puede adquirir una forma
completamente paradójica cuando se realiza por medio de un SE, o sea, cuando las
tendencias de la institución y los intereses del cuerpo pueden expresarse a favor y en
los límites de la autonomía relativa de la institución.
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Escolio 2. La tendencia a la autorreproducción se realiza del modo más
completo en un SE cuya pedagogía quede implícita (en el sentido de la prop. 3.3.1.), o
sea, en un SE cuyos agentes encargados de la inculcación solo posean principios
pedagógicos en estado práctico, por el hecho de haberlos adquirido
inconscientemente por la frecuentación prolongada de maestros que, asimismo, sólo
los dominaban en estado práctico: “Se dice que el maestro joven se orientará por los
recuerdos de su vida de instituto y de su vida de estudiante. Pero esto es decretar la
perpetuidad de la rutina, porque entonces el profesor de mañana sólo podrá repetir los
gestos de su profesor de ayer y, como éste sólo imitaba a su propio maestro, no se ve
de qué en esta serie ininterrumpida de modelos que se reproducen unos a otros, no se
ve cómo se podrá introducir nunca alguna novedad” (Durkheim).
4.1.2.1. Dado que conlleva una tendencia a la autorreproducción, el SE
reproduce los cambios ocasionados en la arbitrariedad cultural que está
encargado de reproducir con un retraso adecuado a su autonomía relativa
(retraso cultural de la cultura escolar).
4.2. Dado que plantea explícitamente la cuestión de su propia legitimidad por el
hecho de declararse como institución propiamente pedagógica al constituir la
AP como tal, o sea, como acción específica expresamente ejercida y sufrida
como tal (acción escolar), todo SE debe producir y reproducir, por los medios
propios de la institución, las condiciones institucionales del desconocimiento de
la violencia simbólica que ejerce, o sea del reconocimiento de su legitimidad
como institución pedagógica.
Escolio. La teoría de la AP hace surgir la paradoja del SE al aproximarse la
verdad objetiva de toda AP y la significación objetiva de la institucionalización de la
AP: al abolir la inconsciencia feliz de las educaciones primarias o primitivas, acciones
de persuasión clandestina que imponen, mejor que cualquier otra forma de educación,
el desconocimiento de su verdad objetiva (puesto que, en el caso extremo, incluso
pueden no aparecer como educación), el SE se expondría a que se le planteara la
cuestión de su derecho a instituir una relación de comunicación pedagógica y a
imponer una delimitación de lo que merece ser inculca do, si no encontrara en el
hecho mismo de la institucionalización los medios específicos para eliminar la
posibilidad de este planteamiento.
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En pocas palabras, la persistencia de un SE prueba que éste resuelve por su
misma existencia las cuestiones que provoca su existencia. Si bien puede parecer
abstracta o artificial cuando se considera un SE en ejercicio, esta reflexión adquiere
todo su sentido cuando se examinan momentos del proceso de institucionalización en
que la duda sobre la legitimidad de la AP y la ocultación de esta duda no son
simultáneas; así, los sofistas, esos profesores que declaraban como tal su práctica de
profesores (por ejemplo, Protágoras al decir: “Reconozco ser un profesor profesional -
sophistés-, un educador de hombres”) sin poder apoyarse en la autoridad de una
institución, no podían evitar por completo la cuestión planteada sin cesar en su
enseñanza misma, que hacían surgir al hacer profesión de enseñanza; de ahí, una
enseñanza cuya temática y problemática consisten esencialmente en una reflexión
apologética sobre la enseñanza.
Del mismo modo, en los momentos de crisis en que se encuentra amenazado
el contrato tácito de delegación que confiere su legitimidad al SE, los profesores,
puestos en una situación que nos hace recordar la de los sofistas, se ven obligados a
resolver por completo, y cada uno por su cuenta, las cuestiones que la institución
tendía a excluir por su propio funcionamiento la verdad objetiva del ejercicio del oficio
de profesor, o sea, las condiciones sociales e institucionales que lo hacen posible (la
AuP), quizá no se revelan nunca mejor que cuando la crisis de la institución hace difícil
o imposible el ejercicio de la profesión (por ejemplo, en una carta a un periódico, un
profesor declara: “Ciertos padres ignoran que la Putain respectueuse trata del
problema racial negro y se imaginan que el profesor -desequilibrado, drogado, ¡vaya
usted a saber!- quiere llevar a sus alumnos a lugares de depravación... Otros protestan
porque el profesor ha aceptado hablar de la píldora; la educación sexual sólo incumbe
a la familia... En fin, tal profesor sabrá que se le trata de comunista porque en el último
curso ha explicado qué es el marxismo; tal otro se enterará de que se sospecha de él
que ha querido ridiculizar el laicismo por haber creído indispensable explicar qué es la
Biblia o la obra de Claudel...”).
4.2.1. En tanto que dota a todos sus agentes de una autoridad delegada, o sea,
de una autoridad escolar (AuE), forma institucionalizada de la AuP, por una
delegación a dos niveles que reproduce en la institución la delegación de
autoridad de la que se beneficia la institución, el SE produce y reproduce las
condiciones necesarias tanto para el ejercicio de una AP institucionalizada
como para la realización de su función externa; de reproducción, puesto que la
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“legitimidad de institución” dispensa a los agentes de la institución de
conquistar y confirmar continuamente su AuP.
Escolio 1. Al basarse en una delegación a dos niveles, la AuE, autoridad de un
agente del SE, se distingue a la vez de la AuP de los agentes o de las instancias que
ejercen una educación de forma difusa y no específica y de la AuP del profeta. De la
misma forma que el sacerdote, funcionario de una Iglesia detentadora del monopolio
de la manipulación legítima de los bienes de salvación, el profesor, como funcionario
de un SE, no necesita fundar su AuP por su propia cuenta, en cada ocasión y en cada
momento, porque, a diferencia del profeta o del creador intelectual, auctores cuya
auctoritas depende de las intermitencias y las fluctuaciones de la relación entre el
mensaje y las esperanzas del público, predica a un público de fieles confirmados, en
virtud de la AuE, legitimidad de función que le garantiza la institución que es
socialmente objetivada y simbolizada en los procedimientos y reglas institucionales
que definen la formación, los títulos que la sancionan y el ejercicio legítimo de la
profesión (cf. Max Weber: “Al contrario que el profeta, el sacerdote dispensa los bienes
de salvación en virtud de su función. Si bien la función del sacerdote no excluye un
carisma personal, incluso en este caso, el sacerdote está legitimado por su función,
como miembro de una asociación de salvación.” Y Durkheim: “El maestro, como el
sacerdote, tiene una autoridad reconocida, porque es el órgano de una persona moral
que le supera”). Todavía encontraríamos en la tradición católica la expresión
paradigmática de la relación entre el funcionario y la función pedagógica, con el dogma
de la infalibilidad, gracia de institución que no es más que la norma transfigurada de la
AuP de institución y que los comentaristas describen expresamente como la condición
de posibilidad de la enseñanza de la fe: “Para que la Iglesia sea capaz de asumir el
papel que le está asignado de guardián e intérprete del Testamento, es necesario que
goce de la infalibilidad, es decir, que tenga asegurada una asistencia particular de
Dios, en virtud de la cual esté preservada de todo error cuando propone oficialmente
una verdad a la creencia de los fieles. Así el papa es infalible cuando enseña ex
cathedra como doctor de la Iglesia” (canónigo Bardy).
Escolio 2. Aunque las instituciones escolares procedan casi siempre de la
laicización de instituciones eclesiásticas o de la secularización de tradiciones sagradas
(a excepción como subraya Weber, de las escuelas de la Antigüedad clásica), la
comunidad de origen deja sin explicar las semejanzas manifiestas entre el personaje
del sacerdote y el del profesor, mientras no se tiene en cuenta la analogía de
estructura y la función entre la Iglesia y la Escuela. Como se ve en el caso de
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Durkheim, que sin embargo ha formulado la homología entre la función profesoral y la
función sacerdotal, la evidencia de la filiación histórica suele dispensar cualquier otra
explicación: “La Universidad está hecha en parte por laicos que han mantenido la
fisonomía del clérigo, y por clérigos laiciados. A partir de aquí, frente al cuerpo
eclesiástico existe un cuerpo diferente, pero que se ha formado parcialmente a imagen
de aquel al cual se opone.”
4.2.1.1. Una instancia pedagógica determinada se caracteriza según el grado
de institucionalización de la AP que ejerce, o sea, según su grado de
autonomización, por la posición que ocupa entre: 1) un sistema de educación
en el que la AP no está constituida como práctica específica e incumbe a la
casi totalidad de los miembros educados de un grupo o de una clase (siendo
las especializaciones esporádicas o parciales), y 2) un SE en el que la AuP
necesaria para el ejercicio de la AP está explícitamente delegada y
jurídicamente garantizada a un cuerpo de especialistas, específicamente
reclutados, formados y delegados para realizar el TE por procedimientos
controlados y reglamentados por la institución, en lugares y momentos
determinados, usando instrumentos standarizados y controlados.
4.2.2. En tanto que productor de una AuE autoridad de institución, que,
reposando en una delegación a dos niveles, parece no tener más fundamento
que la autoridad personal del agente, el SE produce y reproduce las
condiciones de ejercicio de un TP institucionalizado, puesto que el hecho de la
institucionalización puede constituir el TP como tal sin que ni los que lo ejercen
ni los que lo sufren dejen de ignorar su verdad objetiva, o sea, de ignorar el
fundamento último de la autoridad delegada que hace posible el TE.
Escolio 1. Todas las representaciones ideológicas de la independencia del TP
respecto a las relaciones de fuerza que constituyen la formación social en la que se
ejerce cobran una forma y una fuerza específicas cuando, con la delegación a dos
niveles, la institución impide, interponiéndose, la aprehensión de las relaciones de
fuerza que fundamentan en último término la autoridad de los agentes encargados de
ejercer el TE: la AuE está en el origen de la ilusión -que suma su fuerza de
imposición a las relaciones de fuerza de las que es expresión- de que la violencia
simbólica ejercida por un SE no mantiene ninguna relación con las relaciones de
fuerza entre los grupos o las clases (por ejemplo, la ideología jacobina de la
“neutralidad” de la Escuela en los conflictos de clase o las ideologías humboldtiana y
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neohumboldtiana de la Universidad como asilo de la ciencia, o incluso la ideología de
la Freischwebende Intelligenz, el caso extremo en fin, de la utopía de una “Universidad
crítica” capaz de llevar ante el tribunal de la legitimidad pedagógica los principios de la
arbitrariedad cultural de la que procede; utopía menos lejana de lo que parece de la
ilusión, propia de ciertos etnólogos según la cual la enseñanza institucionalizada
constituiría a diferencia de la educación tradicional, un “mecanismo de cambio” capaz
de determinar “discontinuidades” y de “crear un mundo nuevo” -M. Mead-). En la
medida en que enmascara más plenamente los fundamentos últimos de su autoridad
pedagógica y, de ahí, de la AuE de sus agentes, la “Universidad liberal” oculta que no
existe una Universidad liberal más eficazmente que un SE teocrático o totalitario, en el
que la delegación de autoridad se manifiesta objetivamente en el hecho de que los
mismos principios fundamentan directamente la autoridad política, la autoridad
religiosa y la autoridad pedagógica.
Escolio 2. La ilusión de la autonomía absoluta del SE es más fuerte que nunca
en la funcionarización completa del cuerpo docente en la medida en que, con la
retribución dada por el Estado o institución universitaria, el profesor ya no está
retribuido por el cliente, como otros vendedores de bienes simbólicos (por ejemplo,
profesiones liberales), ni incluso por referencia a los servicios prestados al cliente, y se
encuentra, por tanto, en las condiciones más favorables para ignorar la verdad objetiva
de su tarea (por ejemplo, ideología del “desinterés económico”).
4.2.2.1. En tanto que autoriza la desviación de la autoridad de función (AuE) en
beneficio de la persona del funcionario, o sea, en tanto que produce las
condiciones del encubrimiento y el desconocimiento del fundamento
institucional de la AuE, el SE produce las condiciones favorables para el
ejercicio de un TP institucionalizado, puesto que desvía en beneficio de la
institución y de los grupos o clases a los que sirve el efecto de reforzamiento
que produce la ilusión de la independencia del ejercicio del TE respecto a sus
condiciones institucionales y sociales (paradoja del carisma profesoral).
Escolio. Por el hecho de que la práctica sacerdotal no puede escapar tan
completamente al estilo estereotipado como lo hace la práctica pedagógica en tanto
que manipulación de bienes secularizados, el carisma sacerdotal nunca puede
basarse en la misma medida que el carisma profesoral en la técnica de la
desritualización ritual como juego con el programa implícitamente inscrito en el
programa. No hay nada más adecuado para servir a la autoridad de la institución y de
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la arbitrariedad cultural servida por la institución como la adhesión encantada del
maestro y del alumno a la ilusión de una autoridad y de un mensaje sin más
fundamento ni origen que la persona de un maestro capaz de hacer pasar su poder
delegado de inculcar la arbitrariedad cultural por un poder de decretarla (por ejemplo,
la improvisación programada comparada a la pedagogía que, fundándose en el
recurso al argumento de la autoridad, transparenta siempre la autoridad de la que el
maestro recibe la suya).
4.3. En una formación social determinada, el SE dominante puede constituir el
TP dominante como TE sin que ni aquellos que lo ejercen ni aquellos que lo
sufren dejen de ignorar su dependencia respecto a las relaciones de fuerza que
constituyen la formación social en la que se ejerce, porque: 1) produce y
reproduce, por los medios propios de la institución, las condiciones necesarias
para el ejercicio de su función interna de inculcación, que son al mismo tiempo
las condiciones suficientes de la realización de su función externa de
reproducción de la cultura legítima y de su contribución correlativa a la
reproducción de las relaciones de fuerza; y porque 2) por el solo hecho de que
existe y subsiste como institución, implica las condiciones institucionales del
desconocimiento de la violencia simbólica que ejerce, o sea, porque los medios
institucionales de los que dispone como institución relativamente autónoma,
detentadora del monopolio del ejercicio legítimo de la violencia simbólica, están
predispuestos a servir además, bajo la apariencia de neutralidad, a los grupos
o clases de las que reproduce la arbitrariedad cultural (dependencia por la
independencia).
59
La dominación masculina
Pierre Bourdieu
El recelo, cargado de prejuicios, con que la crítica feminista observa los escritos masculinos
sobre el tema de la diferencia entre los sexos no carece de fundamento. No sólo porque el
analista, una vez metido en lo que cree comprender, obedeciendo sin saberlo intereses
justificatorios, puede presentar las presuposiciones o los prejuicios que él mismo ha
introducido en su reflexión, sino sobre todo porque, enfrentado a una institución que se
encuentra inscrita desde hace milenios en la objetividad de las estructuras sociales y en la
subjetividad de las estructuras mentales, suele emplear como instrumentos de conocimiento
categorías de percepción y pensamiento que debiera abordar como objetos de
conocimiento. Citaré un solo ejemplo que, dado el autor, nos permitirá razonar a fortiori:
Se puede afirmar que ese significante (el falo) se selecciona como lo más saliente de lo que
se puede atrapar en la realidad de la cópula sexual, como también lo más simbólico en
sentido literal (tipográfico) del término, puesto que equivale a la cópula (lógica). Se puede
afirmar asimismo que por su turgencia es la imagen del flujo vital en tanto que formaliza la
generación.(1)
No hay que ser un fanático de la "lectura sintomática" para percibir detrás del "saliente" la
"embestida", acto sexual imperioso y bestial, y detrás de "atrapar", el ingenuo orgullo viril
ante el gesto de la sumisión femenina para apoderarse del atributo "codiciado" y no, simple
y sencillamente, deseado. El término atributo se escoge a propósito para recordar lo que
valen los juegos de palabras -aquí copulación, cópula- a los que se refieren a menudo los
mitos famosos: esas palabras llenas de significado que (como señalaba Freud, son también
las palabras del inconsciente) se esfuerzan por dar la apariencia de necesidad lógica (es
decir, de carácter científico) a los fantasmas sociales cuya emergencia no han autorizado
salvo en una forma sublimada científicamente.(2) Es significativo que la intuición del
antropólogo, familiarizado con los símbolos de la ultramasculinidad mediterránea, se vea
corroborada por la de un analista que, siguiendo la tradición de la reflexibilidad inaugurada
por Sandoz Ferenczi y Michael Balint, opte por aplicar las técnicas del análisis a la práctica
del analista: Roberto Speziale-Bagliaca ve en Lacan un perfecto ejemplar de la
personalidad "falonarcisista", caracterizada por la propensión a "acentuar los aspectos
viriles en detrimento de los aspectos dependientes, infantiles o femeninos", y a "entregarse
a la adoración". (3) Así pues, conviene preguntar si el discurso del psicoanalista no se halla
permeado, hasta en sus conceptos y problemática, por un inconsciente no analizado que, al
igual que entre los analizados, se burla de él, aprovechando sus juegos de palabras teóricas,
y si, en consecuencia, él no toma sin saberlo, de las regiones impensadas de su
inconsciente, los instrumentos mentales que emplea para pensar el inconsciente.
Es obvio que convendría llevar mucho más lejos la lectura antropológica de los textos
psicoanalíticos, de sus conjeturas, de sus sobreentendidos y de sus lapsus. A título
indicativo, me referiré sólo a dos pasajes de un texto famoso de Freud al que basta con
acercarse para ver cómo la diferencia biológica se ha constituido como deficiencia, es decir,
como inferioridad ética.
Ella (la niña) observa el gran pene bien visible de su hermano o de un compañero de
juegos, lo reconoce de inmediato como la réplica superior de su propio pequeño órgano
oculto y, a partir de ese momento, es víctima de la envidia del pene.(3)
[...]
Se vacila antes de confesarlo, pero no se puede dejar de pensar que el nivel de lo que es
moralmente normal entre las mujeres es otro. El superyo de éstas jamás será tan inexorable,
tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como el del hombre.(4)
La ambigüedad teórica del psicoanálisis que, al aceptar sin cuestionamiento los postulados
fundamentales de la visión masculina del mundo los expone sin saberlo como ideología
justificadora, no está diseñada para simplificar la tarea de las pensadoras feministas que se
inspiran en él (así sea negativamente) y que, al sentirse afrentadas por el inconsciente
masculino, tanto en sí mismas como en sus instrumentos de análisis, oscilan entre dos
visiones y dos usos opuestos de ese mensaje incierto y la visión esencialista de la condición
femenina, naturalización de una construcción social, o lo que revela sobre la condición
disminuida que el mundo social asigna objetivamente a las mujeres.(5)
Para tratar de romper el círculo, se puede, por una suerte de subterfugio metodológico,
aplicar el análisis antropológico a las estructuras de la mitología colectiva que remite a una
tradición extranjera, y sin embargo familiar: la de los montañeses bereberes de Kabilia que,
más allá de las conquistas y de las conversiones, y sin duda en reacción contra ellas, hacen
de su cultura el conservatorio de un viejo fondo de creencias mediterráneas organizadas en
torno al culto de la virilidad.(6) Este universo de discursos y de actos rituales orientados a
la reproducción de un orden social y cósmico fundado en la afirmación ultraconsecuente
del carácter primado de la masculinidad ofrece al intérprete una imagen burda y sistemática
de la cosmología "falonarcisista" que obsesiona nuestros inconscientes. A través de los
cuerpos socializados, es decir los habitus y las prácticas rituales, parcialmente arrancadas al
tiempo por la estereotipación y la repetición indefinida, el pasado se perpetúa en el largo
plazo de la mitología colectiva, relativamente ayuna de las intermitencias de la memoria
individual.(7) Así, el principio de división que organiza esta visión del mundo no se
entrega jamás de manera tan evidente y tan coherente como en el caso límite y, por ese
hecho paradigmático, de un universo social donde recibe el refuerzo permanente de las
estructuras objetivas y de una expresión colectiva y pública: hay un gran trecho entre la
libertad ordenada que las grandes ceremonias rituales ofrecen en la manifestación de la
mitología justificadora y las fugas estrechas y controladas que nuestras sociedades les
permiten, ya sea a través de la licencia poética o bien mediante la experiencia semiprivada
de la cura analítica.
Uno se podrá convencer de la unidad cultural de las sociedades mediterráneas (del presente
o del pasado, como la Grecia antigua) y del lugar particular de la sociedad kabila
consultando el conjunto de los estudios consagrados al problema del honor y de la
vergüenza en sociedades mediterráneas diferentes: Grecia, Italia, España, Egipto, Turquía,
Kabilia, etc.(8) La pertenencia de la cultura tradicional europea a esta área cultural
proviene de la comparación de los rituales observados en Kabilia con los rituales recogidos
por Arnold Van Gennep en Francia a principios del siglo XX.(9) Se habría podido hallar en
la tradición griega, en la cual, conviene no olvidarlo, el psicoanálisis ha volcado lo esencial
de esos esquemas interpretativos, elementos de ese inconsciente cultural mediterráneo,
apoyándose abiertamente en las investigaciones recientes de Page du Bois o de Jaspers
Svenbro, o en las obras de los historiadores franceses de las religiones antiguas, Jean-Pierre
Vernant, Marcel Détienne o Pierre Vidal-Naquet.(10) Pero ese inconsciente cultural que
todavía portamos jamás encuentra expresión directa y abierta en la tradición letrada del
Occidente.(11)
Parece preferible la referencia a un sistema todavía vigente (por tanto directamente
observable como tal) que permite interrogar metódicamente todo el universo de relaciones
debido a que, como ya lo he indicado en otra parte,(12) los análisis consagrados a una
tradición literaria cuya producción se extiende por varios siglos corren el riesgo de
sincronizar artificialmente, por necesidades de análisis, estados sucesivos y diferentes del
sistema, y sobre todo de ofrecer el mismo estatuto epistemológico a textos que han
sometido los viejos fondos mítico-rituales a reelaboraciones más o menos profundas: el
intérprete que pretende hacer las veces de etnógrafo corre el riesgo de tratar como
informantes a los autores que, como él, la hacen de etnógrafos, y cuyas cuentas y
testimonios, aun los más arcaicos en apariencia, tales como los de Homero o Hesíodo,
implican omisiones y reinterpretaciones. El mayor mérito de la obra de Page du Bois
consiste en describir una evolución de los temas mítico-rituales que adquiere sentido desde
el momento en que se relaciona con el proceso de "literaturización" inherente: desde esta
perspectiva se entiende mejor que la mujer haya sido pensada a través de analogías entre el
cuerpo femenino y la tierra labrada (por el arado masculino) o entre el vientre femenino y el
horno, ya sea aprehendida a través de la analogía, típicamente letrada si no literaria, entre el
cuerpo de la mujer y la tablilla sobre la que se escribe.
En un sentido más general, lo que dificulta la utilización de los documentos que integran en
una dirección docta una experiencia mítica del cuerpo(13) es que están particularmente
expuestos al efecto Montesquieu: resulta vano tratar de distinguir lo que se ha tomado de
las autoridades (como Aristóteles que, en puntos esenciales, reproducía la antigua mitología
masculina) y lo que se ha reinventado a partir de estructuras inconscientes y, en caso de
fracasar, sancionado o ratificado mediante la precaución de saber tomar prestado.
La violencia simbólica: una contención del cuerpo
El dominio masculino está suficientemente bien asegurado como para no requerir
justificación: puede limitarse a ser y a manifestarse en costumbres y discursos que enuncian
el ser conforme a la evidencia, contribuyendo así a ajustar los dichos con los hechos.(14)
La visión dominante de la división sexual se expresa en discursos como los refranes,
proverbios, enigmas, cantos, poemas o en representaciones gráficas como las decoraciones
murales, los adornos de la cerámica o de los tejidos. Pero se expresa también en objetos
técnicos o en prácticas: por ejemplo, en la estructuración del espacio, en particular en las
divisiones interiores de la casa o en la oposición entre la casa y el campo, o bien en la
organización del tiempo, de la jornada o del año agrícola y, de modo más amplio, en todas
las prácticas, casi siempre a la vez técnicas y rituales, especialmente en las técnicas del
cuerpo, postura, ademanes y porte.(15)
Si esta división parece "natural", como se dice a veces para hablar de lo que es normal, al
punto de volverse inevitable, se debe a que se presenta, en el estado objetivado, en el
mundo social y también en el estado incorporado, en los habitus, como un sistema de
categorías de percepción, pensamiento y acción. Se trata de la concordancia entre las
estructuras objetivas y las estructuras cognitivas que posibilita esa relación con el mundo
que Husserl describía con el nombre de "actitud natural" o experiencia dóxica. Ajena a
cualquier postura y cuestión herética, esta experiencia es la forma más absoluta de
reconocimiento de la legitimidad; aprehende al mundo social y a sus divisiones arbitrarias
como naturales, evidentes, ineluctables, comenzando por la división socialmente construida
entre los sexos.
Las "tesis" no propositivas de la doxa están fuera de cuestionamiento. Como "elecciones"
que se ignoran, se plantean como algo obvio y a salvo de cualquier contingencia que pueda
cuestionarlas: la universalidad de hecho del dominio masculino excluye,(16) en la práctica,
el efecto de "desnaturalización" o, si se prefiere, de la relativización que genera casi
siempre el encuentro con los estilos de vida diferentes, que suelen hacer aparecer las
"elecciones" naturalizadas de la tradición como arbitrarias, históricamente constituidas (ex
instituto), con base en la costumbre o la ley (nomos, nomo) y no en la naturaleza (phusis,
phusei). El hombre (vir) es un ser particular que se ve como ser universal (homo), que tiene
el monopolio, de hecho y de derecho, de lo humano (es decir, de lo universal), que se halla
socialmente facultado para sentirse portador de la forma completa de la condición
humana.(17) Basta examinar lo que es en Kabilia (y otras partes) la forma acabada de la
humanidad. El hombre de honor es por definición un hombre, en el sentido de vir, y todas
las virtudes que lo caracterizan, y que son indisociablemente los poderes, las facultades, las
capacidades y los deberes o cualidades, son atributos propiamente masculinos. Es el caso
del nif, el pundonor, que tiene lazos evidentes con la violencia heroica, el valor belicoso y
también, de manera muy directa, con la potencia sexual.
Debido a que se encuentra inscrito y en las divisiones del mundo social, o más
concretamente en las relaciones sociales de dominio y explotación que se han instituido
entre los sexos, y en las mentes, bajo la forma de los principios de división que conducen a
clasificar todas las cosas del mundo y todas las prácticas según distinciones reducibles a la
oposición entre lo masculino y lo femenino, el sistema mítico-ritual es continuamente
confirmado y legitimado mediante las prácticas mismas que determina y legitima. Al estar
clasificadas por la taxonomía oficial del lado de lo interior, lo húmedo, lo bajo, lo curvo, lo
continuo, las mujeres ven cómo se les atribuyen todas las tareas domésticas, es decir,
privadas y ocultas, o dicho de otro modo, invisibles o vergonzosas, como el cuidado de los
niños y los animales, y una buena parte de los trabajos exteriores, sobre todo los que tienen
que ver con el agua, la hierba, lo verde, la leche, la madera, y en especial las tareas más
sucias (como el transporte del estiércol), las más monótonas, las más penosas y las más
humildes. En cuanto a los hombres, al estar situados del lado del exterior, de lo oficial, lo
público, la ley, lo seco, lo alto, lo discontinuo, se arrogan todos los actos breves, peligrosos
y espectaculares que, como el degüello de una res, la labranza o la cosecha, por no hablar
del asesinato o la guerra, marcan rupturas en el curso ordinario de la vida y emplean
instrumentos forjados.
La división de las cosas y las actividades conforme a la oposición entre lo masculino y lo
femenino recibe su necesidad objetiva de su inserción en un sistema de oposiciones
homólogas (alto/bajo, dentro/afuera, adelante/atrás, derecha/izquierda, derecho/curvo,
seco/húmedo, duro/blando, picante/insípido, claro/oscuro) que, siendo semejantes en la
diferencia, son bastante concordantes para sostenerse mutuamente en y mediante el juego
inagotable de las transferencias y de las metáforas, y bastante divergentes para conferirle a
cada una de ellas una suerte de espesor semántico, sacado de la sobredeterminación de lo
armónico, las connotaciones y las correspondencias.(18) Dado que esas formas de
pensamiento de aplicación universal parecen siempre registrar diferencias inscritas en la
naturaleza de las cosas y que se ven confirmadas una y otra vez por el curso de los
acontecimientos, en particular por todos los ciclos biológicos y cósmicos así como por el
acuerdo de todos los espíritus en los cuales se encuentran inscritos, no se ve cómo podría
ver la luz la relación social de dominio que le dio origen y que, por un trastocamiento
completo de las causas y los efectos, aparece como una consecuencia de un sistema de
relaciones de sentido independiente de las relaciones de fuerza.
La somatización progresiva de las relaciones fundamentales que forman parte del orden
social desemboca en la institución de dos "naturalezas" diferentes, es decir, dos sistemas de
diferencias sociales naturalizadas que se inscriben a la vez en los hexis corporales, bajo la
forma de dos clases opuestas y complementarias de posturas, porte, presencia y gestos, y en
las mentes que los perciben, conforme a una serie de oposiciones dualistas milagrosamente
ajustadas a las distinciones que ellas han contribuido a producir, como la que se hace entre
lo derecho y lo enderezado, lo curvo y lo encorvado, y que permitiría volver a engendrar
todas las diferencias registradas en el uso del cuerpo o en las disposiciones éticas.
La eficacia simbólica del prejuicio desfavorable socialmente instituido en el orden social se
debe en buena medida al hecho de que produce su propia confirmación a modo de una selffulfilling
prophecy mediante el amor fati que lleva a las víctimas a entregarse y
abandonarse al destino al que socialmente están consagradas. Así, habiendo recibido en el
reparto lo pequeño, lo cotidiano, lo curvo -las mujeres, inclinadas sobre el suelo, recogen
las aceitunas o las ramillas, mientras que los hombres, armados de pértiga o hacha, cortan y
tumban-, viéndose relegadas a las preocupaciones vulgares de la gestión cotidiana de la
economía doméstica, las mujeres parecen disfrutar las mezquindades de la economía del
cálculo, de los vencimientos, del interés, y que el hombre de honor, que puede hacerlo y
disfrutarlo mediante su intermediaria, debe fingir que desprecia esas tareas.(19) El
reforzamiento que prestan las anticipaciones del prejuicio favorable instituido en el meollo
del orden social y las prácticas que aquéllas favorecen y que no pueden sino confirmarlas,
encierra a hombres y mujeres en un círculo de espejos que reflejan indefinidamente
imágenes antagónicas, pero inclinadas a validarse mutuamente. A falta de poder descubrir
el sustrato de una creencia compartida que constituye la base de todo el juego, no pueden
percibir más que las propiedades negativas que la visión dominante presta a las mujeres,
como la astucia y la intuición,(20) le son impuestas mediante una relación de fuerza que las
une y las enfrenta, por la misma razón que las virtudes, siempre negativas, que la moral les
prescribe: como si lo curvo atrajera al engaño, la mujer que está simbólicamente
consagrada a la sumisión y a la resignación no puede obtener poder alguno en las luchas
domésticas más que usando la fuerza sumisa que representa la astucia, capaz de devolver
contra el fuerte su propia fuerza, por ejemplo actuando como eminencia gris, que ha de
aceptar borrarse, negarse en tanto detentadora de poder, para ejercer el poder por
procuración. Y ¿cómo no ver que la identidad por entero negativa, definida
mediante prohibiciones pletóricas de tantas ocasiones de transgresión, condenaba de
antemano a las mujeres a aportar continuamente la prueba de su carácter maligno,
justificando así a la vez las prohibiciones y el sistema simbólico que les asigna una
naturaleza maléfica?(21).
No se puede pensar de modo adecuado esta forma particular de dominio más que a
condición de superar la alternativa ingenua de la contención y el consentimiento, de la
coerción y la adhesión: la violencia simbólica impone una coerción que se instituye por
medio del reconocimiento extorsionado que el dominado no puede dejar de prestar al
dominante al no disponer, para pensarlo y pensarse, más que de instrumentos de
conocimiento que tiene en común con él y que no son otra cosa que la forma incorporada
de la relación de dominio. Esto hace que las formas larvadas o denegadas (en el sentido
freudiano) del dominio y la explotación, sobre todo las que reciben una parte de su eficacia
de la lógica específica de las relaciones de parentesco, es decir de la experiencia y el
lenguaje del deber o del sentimiento (a menudo reunidos en la lógica de la abnegación
afectiva), como la relación entre los conjuntos o entre el hermano mayor y el chico (o la
chica),(22) o incluso la relación del amo y el esclavo o del patrón al que se llama
paternalista, o del obrero, representan un desafío insuperable para todo tipo de
economismo: ponen en juego otro tipo de economía, la de la fuerza simbólica, que se
ejerce, como por arte de magia, fuera de toda constricción física y en contradicción, en su
gratuidad aparente, con las leyes ordinarias de la economía. Pero esta apariencia se disipa
cuando se percibe que la eficiencia simbólica encuentra sus condiciones de posibilidad y su
contrapartida económica (en el sentido amplio de la palabra) en el inmenso trabajo previo
de inculcación y de transformación duradera de los cuerpos que es necesario para producir
las disposiciones permanentes y transponibles en las que descansa la acción simbólica
capaz de ponerlas en acción o de despertarlas.
Todo poder admite una dimensión simbólica: debe obtener de los dominados una forma de
adhesión que no descansa en la decisión deliberada de una conciencia ilustrada sino en la
sumisión inmediata y prerreflexiva de los cuerpos socializados. Los dominados aplican a
todo, en particular a las relaciones de poder en las que se hallan inmersos, a las personas a
través de las cuales esas relaciones se llevan a efecto y por tanto también a ellos mismos,
esquemas de pensamiento impensados que, al ser fruto de la incorporación de esas
relaciones de poder bajo la forma mutada de un conjunto de pares de opuestos (alto/bajo,
grande/pequeño, etc.) que funcionan como categorías de percepción, construyen esas
relaciones de poder desde el mismo punto de vista de los que afirman su dominio,
haciéndolas aparecer como naturales. Así, por ejemplo, cada vez que un dominado emplea
para juzgarse una de las categorías constitutivas de la taxonomía dominante (por ejemplo,
estridente/serio, distinguido/vulgar, único/común), adopta, sin saberlo, el punto de vista
dominante, al adoptar para evaluarse la lógica del prejuicio desfavorable. De todos modos,
el lenguaje de las categorías corre el riesgo de enmascarar, por sus connotaciones
intelectualistas, que el efecto del dominio simbólico no se ejerce en la lógica pura de las
conciencias conocedoras sino en la oscuridad de los esquemas prácticos del habitus en que
se halla inscrita la relación de dominio, con frecuencia inaccesible a la toma de conciencia
reflexiva y a los controles de la voluntad.
La somatización de las relaciones de dominio
Así pues, no es posible explicar la violencia simbólica, que es una dimensión de todo
dominio y que constituye lo esencial de la dominación masculina, sin hacer intervenir al
habitus y sin plantear, al mismo tiempo, la cuestión de las condiciones sociales de la que es
fruto y que constituyen, en último análisis, la condición escondida de la eficacia real de esta
acción en apariencia mágica. Es preciso evocar el trabajo de formación que se lleva a cabo,
ya sea a través de la familiaridad con un mundo simbólicamente estructurado, ya sea a
través de una labor de inculcación colectiva, más implícita que explícita, de la que forman
parte sobre todo los grandes rituales colectivos, y mediante la cual se opera una
transformación durable de los cuerpos y de la manera usual de utilizarlos. Esta acción, muy
semejante en su principio a todas las formas de terapia por la práctica o el discurso, no se
reduce a la inculcación de saberes o de recuerdos. Hablar de habitus equivale a recordar un
modo de fijación y evocación del pasado que la vieja alternativa bergsoniana de la
memoria-imagen y de la memoria-hábito (la una "espiritual" y la otra "mecánica") impide
pensar. El boxeador que esquiva un golpe, el pianista o el orador que improvisa o,
simplemente, el hombre o la mujer que camina, se sienta, que sostiene un cuchillo (en la
mano derecha...), que se quita el sombrero o inclina la cabeza para saludar, no evocan un
recuerdo, una imagen inscrita en su espíritu, la de la primera experiencia, por ejemplo, de la
acción que está en vías de ejecutar; no se contentan con dejar funcionar los mecanismos
materiales, físicos o químicos, y no es casualidad que hoy en día provoque tanta inquietud
imitar mecánicamente (por medio de robots) a un locutor que dice una de las frases
sencillas pero realmente adaptadas que son posibles en cada situación (más esfuerzo, a la
inversa de la jerarquía que introdujo de manera implícita Bergson para reproducir la imagen
de un acontecimiento, aun tan complejo como una representación teatral o una
manifestación política). Todos esos agentes ponen en marcha formas globales, esquemas
generadores que, contra la alternativa en que pretenden encerrarlos tanto el mecanicismo
como el intelectualismo, no son ni una suma de reflejos locales mecánicamente agregados
ni el producto coherente de un cálculo racional. Esos esquemas de aplicación muy general
permiten, por un lado, construir la situación como una totalidad dotada de sentido, en una
operación práctica de anticipación casi corporal, y por el otro, producir una respuesta
adaptada que, sin ser jamás la simple ejecución de un modelo o de un plan, se presenta
como una totalidad integrada e inmediatamente inteligible.
Es importante tratar de evocar el modo de operación propio del habitus sexuado y sexuante
y las condiciones de su formación. El habitus produce tanto construcciones socialmente
sexuadas del mundo y del cuerpo mismo, que sin ser representaciones intelectuales no por
ello son menos activas, como las respuestas sintéticas y adaptadas, que sin descansar en
modo alguno en el cálculo explícito de una conciencia que moviliza una memoria, no son,
empero, producto del ciego funcionamiento de mecanismos físicos o químicos capaces de
poner el espíritu en paz. A través de un trabajo permanente de formación, de bildung, el
mundo social construye el cuerpo a la vez como realidad sexuada y como depositaria de
categorías de percepción y de apreciación sexuantes que se aplican al cuerpo mismo en su
realidad biológica.
El mundo social trata al cuerpo como un pense-bête.(23) Inscribe en él, sobre todo bajo la
forma de principios sociales de división que el lenguaje ordinario condensa en pares
opositores, las categorías fundamentales de una visión del mundo (o, si se prefiere, de un
sistema de valores o preferencias). Es en sí mismo algo impresionante hacerse el tonto,
"embrutecerse", conforme a la prescripción pascaliana, que le asegura cierta posibilidad de
hacerse el ángel o de adoptar cualquier otra identidad cultural, siempre más o menos contra
natura (biológica), que se le exija. Socializar a la bestia, cultivar la naturaleza en y mediante
la sumisión incondicional del cuerpo a las prescripciones a menudo implícitas (debido a
que son indecibles o inefables) del orden social, equivale a dar a la bestia la ocasión de
pensar, según su propia lógica, que no es la que asociamos espontáneamente (después de
dos milenios de platonismo difuso) a la idea de pensamiento. Equivale a la capacidad de
pensarse, de pensar el cuerpo y la práctica, aunque tenemos dificultades para pensar porque
es intrínsecamente difícil pero también porque llevamos en nuestros espíritus, o nuestros
habitus letrados, una idea muy particular de la reflexión, heredada de la tradición
inaugurada por Descartes, una representación de la acción de reflexionar que excluye la
posibilidad de reflexionar en la acción.
Y sin embargo la fuerza que ejerce el mundo social sobre cada sujeto consiste en imprimir
en su cuerpo (la metáfora del carácter vuelve a adquirir aquí su sentido completo) un
verdadero programa de percepción, apreciación y acción que, en su dimensión sexuada y
sexuante, como en el resto, funciona como una naturaleza (cultivada, segunda), es decir,
con la violencia imperiosa y (aparentemente) ciega de la pulsión o el fantasma (construidos
socialmente). Y al aplicarla a todas las cosas del mundo, comenzando por la naturaleza
biológica del cuerpo (los antiguos gascones hablaban de "naturaleza" para designar al sexo
de la mujer), ese programa social naturalizado construye -o instituye- la diferencia entre los
sexos biológicos conforme a los principios de división de una visión mítica del mundo;
principios que son ellos mismos el producto de la relación arbitraria de dominio de los
hombres sobre las mujeres, relación que se halla inscrita en la realidad del mundo en
calidad de estructura fundamental del orden social. Ese programa social hace aparecer la
diferencia biológica entre los cuerpos masculino y femenino, y de manera particular la
diferencia anatómica entre los órganos sexuales (disponible para varios tipos de
construcción), como la justificación indiscutible de la diferencia socialmente construida
entre los sexos.
El sexismo es un esencialismo: al igual que el racismo, étnico o clasista, busca atribuir
diferencias sociales históricamente construidas a una naturaleza biológica que funciona
como una esencia de donde se deducen de modo implacable todos los actos de la existencia.
De todas las formas de esencialismo es la más difícil de desarraigar. El trabajo que busca
transformar en naturaleza un producto arbitrario de la historia encuentra fundamento
aparente tanto en las apariencias del cuerpo como en los efectos enteramente reales que ha
producido en el cuerpo y en la mente, es decir, en la realidad y en las representaciones de la
realidad. El trabajo milenario de socialización de lo biológico y de biologización de lo
social, al revertir la relación entre causa y efecto hace aparecer una construcción social
naturalizada (los habitus diferentes, fruto de las diversas condiciones producidas
socialmente) como la justificación natural de la representación arbitraria de la naturaleza
que le dio origen y de la realidad y la representación de ésta.
El analista cuidadoso de no ratificar lo real so pretexto de registrarlo científicamente
enfrenta una seria dificultad: en el caso de las mujeres, y en general de todos los grupos
económica y simbólicamente dominados,(24) puede optar por dejar pasar en silencio, en
nombre de un humanismo populista, tal o cual diferencia socialmente constituida e
instituida, por ejemplo, las que ciertos antropólogos norteamericanos han subsumido, en el
caso de los negros, bajo el nombre de la "cultura de la pobreza".(25) Eso, ante el temor de
dar armas al racismo, el cual precisamente atribuye esas diferencias culturales a la
naturaleza de los agentes (los pobres), poniendo entre paréntesis las condiciones de
existencia (la pobreza) de la que son el resultado, y proporcionando de esta forma los
medios para "culpar a las víctimas" (como se ve también en el caso del sexismo, sobre todo
cuando, como en el caso de Kabilia, se encuentra socialmente instituido).
Al ser fruto de la inscripción en el cuerpo de una relación de dominio, las estructuras
estructuradas y estructurantes del habitus constituyen el principio de actos de conocimiento
y reconocimiento prácticos de la frontera mágica que produce la diferencia entre los
dominantes y los dominados, es decir, su identidad social, toda ella contenida en esta
relación. Este conocimiento corporativo lleva a los dominados a contribuir a su propio
dominio al aceptar tácitamente, fuera de toda decisión de la conciencia y de todo acto
volitivo, los límites que le son impuestos, o incluso al producir o reproducir mediante su
práctica los límites abolidos en el ámbito del derecho.
Por este motivo la liberación de las víctimas de la violencia simbólica no pueda lograrse
por decreto. Se observa incluso que los límites incorporados no se manifiestan jamás tanto
como cuando los constreñimientos externos son abolidos y las libertades formales
-derecho de voto, derecho a la educación, acceso a todas las profesiones, incluida la
política- son adquiridas: la autoexclusión y la "vocación" (negativa tanto como positiva)
vienen entonces a tomar el relevo de la exclusión expresa. Procesos análogos se observan
entre todas las víctimas del dominio simbólico (por ejemplo, entre los hijos de familias
económica y culturalmente desfavorecidas, cuando el acceso a la educación secundaria o
superior les es formal y realmente abierto, o entre los miembros de las categorías más
desprovistas de capital cultural, cuando son invitados a usar su derecho formal a la cultura),
y como se ha podido ver en tantas revoluciones anunciadoras de un "hombre nuevo", los
hábitos de los dominados tienden a menudo a reproducir las estructuras provisoriamente
revolucionadas de las que son fruto.
El conocimiento-reconocimiento práctico de los límites excluye la posibilidad misma de la
transgresión, espontáneamente rechazada en el orden de lo impensable. Las conductas
censuradas que son impuestas a las mujeres, sobre todo en presencia de los hombres y en
los lugares públicos, no constituyen poses dispuestas para la ocasión sino maneras de ser
permanentes de las que no es posible afirmar si producen su acompañamiento de
experiencias subjetivas (vergüenza, modestia, timidez, pudor, ansiedad) o si son el
resultado de ello. Esas emociones corporales, que pueden surgir incluso al margen de las
situaciones en las que son exigidas, son otras tantas formas de reconocimiento anticipado
del prejuicio desfavorable y otras maneras de someterse, aunque sea a pesar de uno mismo,
al juicio dominante; son otras tantas formas de mostrar, a veces en el conflicto interior y la
división del yo, la complicidad subterránea que un cuerpo que se sustrae a las directrices de
la conciencia y la voluntad mantiene con las censuras sociales.
El peso del habitus no se puede aliviar por un simple esfuerzo de la voluntad, fruto de una
toma de conciencia liberadora. El que se abandona a la timidez es traicionado por su
cuerpo, que reconoce prohibiciones y llamados al orden inhibidores allí donde otro hábito,
producto de condiciones diferentes, se inclinaría a percibir prescripciones o incitaciones
estimulantes. La exclusión fuera de la plaza pública que, cuando se afirma explícitamente,
condena a las mujeres a espacios separados y a una censura despiadada de cualquier
expresión pública, verbal y aun corporal, haciendo de la incursión en un espacio masculino
(como los alrededores de un lugar de asamblea) una prueba terrible, puede realizarse en
otra parte casi con igual eficacia: de esta suerte, adquiere los visos de una agorafobia
socialmente impuesta que puede sobrevivir largo tiempo a la abolición de las prohibiciones
más visibles y que lleva a las mujeres a excluirse a sí mismas del ágora.
Es público y notorio que las mujeres se abstienen más a menudo que los hombres de
responder a cuestiones de opinión que afectan los asuntos públicos (la separación es tanto
más grande cuanto que suelen ser menos instruidas). La competencia socialmente
reconocida a un agente impone su propensión a adquirir la competencia técnica
correspondiente y, por eso, las posibilidades de poseerla. Eso, a través sobre todo de la
tendencia a ajustarse a esta competencia, induce al reconocimiento oficial del derecho a
poseerla. Se observa así que las mujeres tienden menos que los hombres a atribuirse las
competencias legítimas: por ejemplo, en las encuestas realizadas en la entrada de los
museos, un buen número de mujeres entrevistadas, sobre todo entre las menos cultas,
expresó su deseo de ceder a su compañero de visita la tarea de responder a las preguntas.
Ocultamiento del yo, no carente de cierto grado de ansiedad, como lo prueban las miradas
furtivas que las esposas dóciles dirigían a sus maridos y al encuestador durante el
intercambio de opiniones. Valdría la pena hacer un inventario todas las conductas que
demuestran la dificultad casi física que las mujeres tienen para entrar en las acciones
públicas y librarse de la sumisión al hombre como protector, tomador de decisiones y juez
(podría recordar aquí, a fin de estar en posición de razonar a fortiori, la relación entre
Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, conforme al análisis de Toril Moi en un texto
inédito). Y, a la manera de las mujeres kabilas, que ponen en práctica los principios de la
visión dominante en los ritos mágicos destinados a revertir los efectos de clausura que
tratan de provocar la impotencia masculina o los ritos de magia amorosa propios para
generar la sumisión y la docilidad de la amada, las mujeres más liberadas del modo de
pensamiento falocéntrico traicionan a menudo su sumisión a sus principios en el hecho de
que los obedecen hasta en las acciones y los discursos que buscan cuestionar los efectos
(argumentando, por ejemplo, como si ciertos rasgos fueran intrínsecamente femeninos o no
femeninos).
En el caso de los que están designados a ocupar las posiciones dominantes, también es
indispensable, la mediación de los habitus que disponen al heredero a aceptar su herencia
(de hombre, hijo mayor o noble), es decir, su destino social, y, contrariamente a la ilusión
del sentido común, las disposiciones que llevan a reivindicar o a ejercer tal o cual forma de
dominio, como la libido dominandi masculina en una sociedad falocéntrica, no son algo
que se da por sentado sino que deben ser construidas mediante un arduo trabajo de
socialización, tan indispensable como el que dispone a la sumisión. Decir "nobleza obliga"
equivale a afirmar que la nobleza, inscrita en el cuerpo del noble bajo la forma de un
conjunto de disposicines de apariencia natural (una forma de sostener la cabeza, el porte, la
manera de caminar, el ethos aristocrático), gobierna al noble, al margen de cualquier
constreñimiento externo. Esta fuerza superior, que puede hacerle aceptar como inevitables
o ineludibles, es decir, sin deliberación ni examen, actos que parecerían a otros imposibles
o impensables, es la trascendencia de lo social que se hace cuerpo y que funciona como un
amor fati, inclinación corporal por realizar una identidad constituida en esencia social y de
este modo transformada en destino. La nobleza, en el sentido de conjunto de disposiciones
consideradas como nobles en un universo social determinado (pundonor, coraje físico y
moral, generosidad, magnanimidad, etc.), es el resultado de un trabajo social de nominación
e inculcación al término del cual una identidad social instituida por una de esas rupturas
mágicas, conocidas y reconocidas por todos, que opera el mundo social, se inscribe en una
naturaleza biológica y se vuelve un habitus.
Todo ocurre como si, una vez trazado el límite arbitrario, el nomos que instituye las dos
clases en la objetividad, se tratase de crear las condiciones de la aceptación duradera de ese
nomos, es decir, de favorecer la institución en las mentes, bajo la forma de categorías de
percepción susceptibles de ser aplicadas a cualquier cosa, comenzando por el cuerpo, bajo
la forma de disposiciones socialmente sexuadas.(26) El nomos arbitrario no reviste la
apariencia de una ley de la naturaleza (o habla comúnmente de sexualidad "contra natura")
más que al término de una somatización de las relaciones sociales de dominio: a través de
un formidable trabajo colectivo de socialización difusa y continua, las identidades
distintivas que instituye el nomos cultural se encarnan bajo la forma de habitus claramente
diferenciadas, según el principio de división dominante y capaces de percibir el mundo
según ese principio de división (por ejemplo, tratándose de nuestros universos sociales,
bajo las especies de la "distinción natural" y del "sentido de la distinción").
La construcción social del sexo
No terminaríamos nunca de hacer el inventario de las acciones sexualmente diferenciadas
de diferenciación sexual que buscan acentuar en cada uno las señales exteriores más
inmediatamente conformes a la definición social de su identidad sexual o a fomentar las
prácticas que convienen a su sexo al tiempo que prohíben o desalientan las conductas
impropias, sobre todo en la relación con el otro sexo. Aun cuando no aborden más que
aspectos superficiales de la persona, esas acciones surten el efecto de construir, mediante
una verdadera acción psicosomática, las disposiciones y los esquemas que organizan las
posturas y los hábitos más incontrolados del hexis corporal y la pulsiones más oscuras del
inconsciente, como las revela el psicoanálisis. Así, por ejemplo, la lógica de todo el proceso
social en el cual se engendra el fetichismo de la virilidad se manifiesta con toda claridad en
los ritos de institución que, como mostré en otra parte, buscan instaurar una separación
sacralizante no entre quienes ellos han ya sometido y quienes no han sido sometidos
todavía, como lo deja entrever la noción de rito de paso (entre un antes y un después), sino
entre quienes son socialmente dignos de sufrirlos y quienes están excluidos a perpetuidad,
es decir, las mujeres.(27)
El cuerpo masculino y el cuerpo femenino, y en especial los órganos sexuales que, como
condensan la diferencia entre los sexos, están predispuestos a simbolizarla, son percibidos y
construidos según los esquemas prácticos del habitus y de este modo en apoyos simbólicos
privilegiados de aquellos significados y valores que están en concordancia con los
principios de la visión falocéntrica del mundo. No es el falo (o su ausencia) lo que
constituye el principio generador de esta visión del mundo sino que es esta visión del
mundo la que, al estar organizada, por razones sociales que convendrá tratar de descubrir,
según la división en géneros relacionales, masculino y femenino, puede instituir al falo,
erigido en símbolo de la virilidad, del nif propiamente masculino, en principio de la
diferencia entre los sexos (en el sentido de géneros) y dejar sentada la diferencia social
entre dos esencias jerarquizadas en la objetividad de una diferencia natural entre los
cuerpos biológicos.
La precedencia masculina que se afirma en la definición legítima de la división del trabajo
sexual y de la división sexual del trabajo (en ambos casos el hombre "es el ser superior" y
la mujer "se somete") tiende a imponerse, a través del sistema de los esquemas
constitutivos del habitus, en tanto matriz de todas las percepciones, los pensamientos y las
acciones del conjunto de los miembros de la sociedad y en tanto fundamento indiscutido,
porque se halla situado fuera de las tomas de conciencia y del examen, de una
representación androcéntrica de la reproducción biológica y de la reproducción social.
Lejos de que las necesidades de la reproducción biológica determinen la organización
simbólica de la división sexual del trabajo y, por ende, de todo el orden natural y social, es
una construcción arbitraria de lo biológico, y en particular del cuerpo, masculino y
femenino, de sus usos y de sus funciones, en especial en la reproducción biológica, que da
una base en apariencia natural a la visión masculina de la división del trabajo sexual y de la
división sexual del trabajo y, por ende, a toda la visión masculina del mundo. La fuerza
particular de la sociodicea masculina le viene de que asume dos funciones: legitima una
relación de dominio inscribiéndola en lo biológico, que a su vez es una construcción social
biologizada.
La definición de cuerpo en sí, apoyo real de la labor de naturalización, es en efecto el fruto
de todo un trabajo social de construcción, sobre todo en su dimensión sexual. A través de la
valorización del pundonor, principio de la conservación y del aumento del honor, es decir
del capital simbólico que, con el capital social de las relaciones de parentesco, representa la
principal (si no la única) forma de acumulación posible en este universo, los kabilas son
llevados a otorgar un privilegio indiscutido a la virilidad masculina; o en su aspecto ético
mismo, ésta permanece asociada, al menos tácitamente, a la virilidad física, a través sobre
todo de los testimonios de poder-desfloración de la novia, numerosa prole masculina, etc.-
que se esperan del hombre realizado, así como del falo que parece hecho para cargar con
todos los fantasmas colectivos de la potencia fecundadora.(28)
Por su turgencia, tan cara a Lacán, es lo que se hincha y lo que hace hinchar, el término más
ordinario para designar al pene es abbuch -cuyo femenino, thabbuchth, sirve para designar
el seno-, mientras que el falo "erecto" se llama ambul, morcilla gruesa.(29) El esquema de
hinchazón es el principio generador de los ritos de fecundidad, sobre todo en su dimensión
culinaria, que buscan producir miméticamente la hinchazón mediante el recurso, por
ejemplo, de los alimentos propensos a hinchar y a hacer hinchar (como en nuestra tradición
los buñuelos),(30) y que se imponen en los momentos en que la acción fecundadora de la
potencia masculina debe ejercerse, como en las bodas -y también en el inicio de las labores
agrícolas, ocasión de una acción homóloga de apertura y desfloración de la tierra. Las
mismas asociaciones que obsesionaban al pensamiento lacaniano (turgencia, flujo vital) se
encuentran en las palabras que designan el esperma, zzel y, sobre todo, laamara que (por su
raíz, aammar, significa llenar, prosperar) evoca la plenitud, lo que está lleno de vida, el
esquema de relleno (lleno/vacío, fecundo/estéril), y que se combinan regularmente con el
esquema del relleno en la generación de ritos de fertilidad.(31)
Se trata de categorías de percepción construidas en torno a oposiciones que nos remiten, en
último análisis, a la división del trabajo sexual, ella misma organizada conforme a esas
oposiciones que estructuran la percepción de los órganos sexuales y de la actividad sexual.
Las representaciones colectivas deben su fuerza simbólica al hecho de que, como bien lo
muestra el tratamiento social de la "hinchazón" fálica, que identifica al falo con la dinámica
vital del hinchamiento, inmanente a todo el proceso de procreación natural (germinación,
gestación, etc.), la construcción social de la percepción de los órganos y del acto sexual
registra y ratifica la "preñez" de las formas objetivas -como el hinchamiento y la erección
del falo.(32) El hecho de que la "selección" cultural de los rasgos semánticamente
pertinentes asuma simbólicamente algunas de las propiedades naturales más indiscutibles
contribuye así, con otros mecanismos, el más importante de los cuales es la inserción de
cada relación (lleno/vacío, por ejemplo) en un sistema de relaciones homólogas e
interconectadas para transmutar lo arbitrario del nomos social en necesidad de la naturaleza
(phusis). Esta lógica de la consagración simbólica de los procesos objetivos, cósmicos y
biológicos funciona en todo el sistema mítico-ritual, por ejemplo con la constitución de la
germinación del grano como resurrección, acontecimiento homólogo del renacimiento del
abuelo en el nieto sancionado con el retorno del nombre. Se trata de lo que le presta una
base casi objetiva a ese sistema de representaciones y, por ende, a la creencia, reforzada así
por su unanimidad, de la que es objeto.
Huelga señalar, por pequeña que sea la correspondencia entre las realidades o los procesos
del mundo natural y los principios de visión y de división que les son aplicados, y por
fuerte que pueda ser el proceso de reforzamiento circular de ratificación mutua, que
siempre hay lugar para la lucha cognitiva a propósito del sentido de las cosas del mundo y
en particular de las realidades sexuales. Cuando los dominados aplican a los mecanismos o
a las fuerzas que los dominan, o simplemente a los dominantes, categorías que son
resultado de la dominación, o en otros términos, cuando sus conciencias y sus inconscientes
son estructurados conforme a las estructuras incluso de la relación de dominio que les es
impuesta, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, actos de reconocimiento de la
doble imposición, objetiva y subjetiva, de la arbitrariedad de que son objeto. Dicho esto, la
indeterminación parcial de algunos de los elementos del sistema mítico-ritual, desde el
punto de vista de la distinción incluso entre lo masculino y lo femenino que forma la base
de su simbolismo, puede servir de punto de apoyo de las reinterpretaciones antagónicas por
las cuales los dominados adquieren una forma de revancha contra el efecto de imposición
simbólica.(33) Así, por ejemplo, las mujeres pueden, al aplicar otros esquemas
fundamentales de la visión mitopoética (alto/bajo, duro/blando, derecho/curvo, etc.)
aprehender también los atributos masculinos por analogía con cosas que penden sin vigor
(laalaleq, asaalaq, términos empleados también para las cebollas o la carne hinchada, o
acharbub, a veces asociado con ajerbub, harapo).(34) Su punto de vista se halla permeado
por las categorías de percepción dominantes, y por esta razón pueden sacar partido de este
estado disminuido para afirmar la superioridad del sexo femenino, recordando así que las
propiedades sociales de los dos géneros son el producto del dominio y pueden siempre ser
puestas en juego en la lucha de los sexos (como en el dicho: "En ti, todos tus pertrechos
penden, dice la mujer al hombre, mientras que yo soy una piedra soldada"). Esos análisis
valen para toda relación de violencia simbólica, de suerte que nada resulta más vano que
oponer, por ejemplo, el dominio simbólico ejercido a través de la cultura legítima y la
resistencia que pueden ofrecerle los dominados, a menudo armándose de las mismas
categorías de la cultura legítima, como en la parodia, la burla o la trastocación
carnavalesca.
Sin tener la absoluta seguridad de que mis conclusiones no dependan de los límites de mi
información, creo poder afirmar que el sexo de la mujer es el objeto de un esfuerzo
semejante de construcción que tiende a hacer una suerte de entidad negativa, definida
esencialmente por la privación de las propiedades masculinas y afectada por características
peyorativas, como lo viscoso (achermid, una de las palabras bereberes para designar la
vagina es también una de las más peyorativas, significa asimismo algo viscoso).
Cómo no vamos a recordar aquí, en su calidad de extraordinario documento antropológico,
el análisis sartriano, a menudo denunciado en la literatura feminista, del sexo femenino
como un agujero viscoso:
La obscenidad del sexo femenino es la de cualquier cosa abierta: es un llamado a ser, como
por otra parte todos los agujeros; en sí la mujer apetece una carne extraña que debe llenarla
plenamente por penetración y dilución. Y, a la inversa, la mujer siente su condición como
un llamado, precisamente porque ella está "agujereada" [...] Sin duda el sexo es una boca,
boca voraz que engulle el pene -lo que puede conducir a la idea de castración: el acto
amoroso es castración del hombre-, pero ante todo el sexo es un agujero.(35)
Esta objetivación inconsciente del inconsciente masculino se extiende al análisis de lo
viscoso. Esta sustancia "blanda" que "da primero la impresión de ser lo que se puede
poseer", "dócil", es una realidad "inquietante" que "posee", que "se adhiere", "bombea",
"aspira":
[...] es una actividad blanda, babosa y femenina en su aspiración, vive de manera oscura
bajo mis dedos y siento como un vértigo, me atrae hacia ella, como lo haría el fondo de un
precipicio. Existe una fascinación táctil de lo viscoso. Ya no soy dueño de detener el
proceso de apropiación. Continúa. En cierto sentido, es como una docilidad suprema del
poseído, una fidelidad de perro que se entrega, aun cuando ya no se quiere saber nada de él
y, en otro sentido, representa, bajo esta docilidad, una taimada apropiación del posesor
sobre el poseído.(36)
La última metáfora, la más reveladora, la de "la avispa que se hunde en la mermelada y se
ahoga",(37) símbolo de la muerte dulce del para sí y de la "revancha dulzona y femenina
del en sí", cancela de manera maravillosa la evocación de las oposiciones fundamentales de
la mitología masculina (masculino/femenino, pene/vagina, puro/manchado, duro/blando,
seco/húmedo, lleno/vacío, salado/dulce) y las formas que revisten, después de la
transformación, en el discurso filosófico (para sí/en sí, conciencia/materia, etc.). Se puede
incluso ver el punto donde el mito colectivo se dobla en fantasma privado (una
representación muy singular del acto sexual), directamente sublimado en intuición
fundamental del sistema filosófico: "Ahora bien, esta dilución, en sí misma es ya pavorosa,
porque ella es absorción del para sí por el en sí, como la tinta por un secante [...] Es horrible
en sí volverse viscoso para una conciencia".(38)
La representación de la vagina como falo invertido que Marie-Christine Pouchelle descubre
en las mismas oposiciones fundamentales entre lo positivo y lo negativo, el derecho y el
revés, que se impone desde el principio masculino, se plantea como medida de todo.(39) Y
para convencerse de que la definición social del sexo como órgano, lejos de ser un simple
registro de propiedades naturales, directamente confiadas a la percepción, es fruto de una
serie de acentuaciones o supresiones de las diferencias o de similitudes operadas en función
del estatuto social asignado al hombre y a la mujer y diseñadas para justificar la
representación dominante de la naturaleza femenina,(40) bastaría seguir la historia del
"descubrimiento" del clítoris, tal como lo informa Thomas Laqueur,(41) prolongándola
hasta la teoría freudiana de la migración de la sexualidad femenina del clítoris a la vagina,
que podría ser otro ejemplo del efecto Montesquieu, transfiguración de conducta prudente
de un mito social.
El cuerpo en su conjunto es también percibido a través de las grandes oposiciones
culturales: tiene su parte elevada y su parte baja, cuya frontera está marcada por la cintura,
señal de cierre y límite simbólico, al menos entre las mujeres, entre lo puro y lo impuro;
tiene su parte delantera, lugar de la diferencia sexual (por tanto privilegiada por un sistema
que busque siempre diferenciar), y su parte posterior, sexualmente indiferenciada y
potencialmente femenina, es decir, sumisa, como lo recuerda, por el gesto o la palabra, el
insulto mediterráneo por excelencia contra la homosexualidad. La combinación de los dos
esquemas engendra la oposición entre las partes nobles y públicas, frente, ojos, bigote,
boca, órganos de presentación del yo donde se condensa la identidad social, el honor social,
el nif, que obliga a hacer frente y a mirar a los otros a la cara, y sus partes privadas,
escondidas o vergonzosas, que el honor obliga a disimular.
La parte alta, masculina, del cuerpo, y sus usos legítimos, hacer frente, enfrentar (qabel),
mirar a la cara, a los ojos, tomar la palabra públicamente, etc., constituyen el monopolio
exclusivo de los hombres: es pues mediante la división sexual de los usos legítimos del
cuerpo que se establece el vínculo (enunciado por los psicoanalistas) entre el falo y el
logos. Prueba de ello es que la mujer que, en Kabilia, está oculta a las miradas, sin estar
velada, debe en cierto modo renunciar a hacer uso de su mirada (camina en público con los
ojos mirando a los pies) y de su palabra (la única voz que le sienta es wissen, no sé,
antítesis de la palabra viril que es afirmación decisiva, clara, al mismo tiempo que reflexiva
y mesurada).
¿Cómo no ver que el mismo acto sexual, aunque no deja de funcionar como una
suerte de matriz original, a partir de la cual se construyen todas las formas de unión de dos
principios opuestos, verja del arado y surco, cielo y tierra, fuego y agua, etc., está pensado
en función del principio de primacía de la masculinidad? Al igual que la vagina, debe su
carácter funesto, maléfico, al hecho de que es un agujero, vacío, así como inversión en
negativo del falo, lo mismo la posición amorosa en la cual la mujer se monta sobre el
hombre, invirtiendo la relación considerada como normal, en la que el hombre se "queda
debajo", se halla explícitamente condenada en numerosas civilizaciones.(42) Los kabilas,
no obstante que son poco dados a los discursos justificadores, apelan a una suerte de mito
original para legitimar las posiciones asignadas a los dos sexos en la división del acto
sexual y, más ampliamente, a través de la división sexual del acto de producción y de
reproducción biológica y sobre todo social, en todo el orden social y, más allá, en el orden
cósmico.
Fue en la fuente (tala) donde el primer hombre encontró a la primera mujer. Ella se
encontraba sacando agua cuando el hombre, arrogante, se le acercó y exigió beber. Pero
ella había llegado primero y tenía sed también. Descontento, el hombre la zarandeó. Ella
dio un paso en falso y se cayó. Entonces el hombre vio los muslos de la mujer, que eran
diferentes a los de él. Quedó estupefacto. La mujer, más astuta, le enseñó muchas cosas.
"Acuéstate, le dijo, te diré para qué sirven tus órganos". El se recostó en el suelo; ella
acarició su pene que se volvió dos veces de su tamaño y se acostó encima de él. El hombre
experimentó un gran placer. Comenzó a seguir a la mujer por doquier para volver a hacer lo
mismo, pues ella sabía más cosas que él, encender la lumbre, etc. Un buen día, el hombre le
dijo a la mujer: "Yo también quiero enseñarte; yo sé hacer cosas. Tiéndete y me acostaré
sobre ti". La mujer se tendió en el suelo, y el hombre se puso encima de ella. Volvió a
sentir el mismo placer y dijo entonces a la mujer: "En la fuente, eres tú quien manda; en la
caso, soy yo". En el espíritu del hombre, son siempre los últimos propósitos los que cuentan
y desde entonces a los hombres les gusta colocarse encima de las mujeres. De esta suerte,
los hombres se convirtieron en los primeros y son ellos quienes deben gobernar.(43)
La intención de sociodicea se afirma aquí sin ambages: el mito fundador instituye, en el
origen mismo de un orden social dominado por el principio constitutivo (ya enganchado, de
hecho, en los considerandos, la oposición entre la fuente y la casa) entre la naturaleza y la
cultura, entre la "sexualidad" de naturaleza y la "sexualidad" de cultura:(44) en el acto
anómico, realizado en la fuente, lugar femenino por excelencia, y a iniciativa de la mujer,
perversa iniciadora, naturalmente iniciada en las cosas del amor, se opone al acto conforme
al nomos, acto doméstico y domesticado, que se ejecuta a petición del hombre y conforme
al orden de las cosas, dentro de la jerarquía fundamental del orden social y del orden
cósmico, y en la casa, lugar de la naturaleza cultivada, del dominio legítimo del principio
masculino sobre el principio femenino, simbolizado por la preeminencia de la viga maestra
(asalas alemmas) sobre el pilar vertical (thigejdith), horca abierta hacia el cielo.
Pero lo que los discursos míticos profesan de manera bastante ingenua, los ritos institutivos,
que de hecho son actos simbólicos de diferenciación, lo cumplen de manera más insidiosa y
más eficaz simbólicamente. Baste pensar en la circuncisión, rito de institución de la
masculinidad por excelencia, que afirma la diferencia entre aquéllos cuya virilidad consagra
al mismo tiempo que los prepara simbólicamente para ejercerla y aquéllas que no están en
situación de sufrir la iniciación y que no pueden descubrirse como privadas de lo que
constituye la ocasión y el respaldo del ritual de confirmación de la virilidad. El trabajo
psicosomático que se lleva a cabo continuamente, sobre todo mediante el ritual, jamás es
tan evidente como en los llamados ritos de "separación", que tienen la función de
emancipar al muchacho en relación a su madre y garantizar su masculinización progresiva
fomentándola y preparando a aquél a hacer frente al mundo exterior.
Esta "intención" objetiva de negar la parte femenina de lo masculino (la misma que
Mélanie Klein exigía al análisis recuperar, mediante una operación inversa de la que realiza
el ritual), de abolir los lazos y los afectos con la madre, la tierra, la humedad, la noche, la
naturaleza, en una palabra, a lo femenino, se imagina de una manera particularmente
asombrosa en los ritos llevados a cabo en el momento de la "separación introductoria" (el
aazla gennayer) como el primer corte de cabellos de los muchachos, y en todas las
ceremonias que marcan el paso del umbral del mundo masculino y que encuentran su punto
culminante en la circuncisión. Estos ritos se sitúan en la larga serie de actos que buscan
separar al muchacho de su madre, empleando objetos fabricados al fuego y propios para
simbolizar la hendidura, el puñal, la verja del arado. Después del nacimiento, el niño es
colocado a la derecha (lado masculino) de su madre, a su vez acostada sobre su lado
derecho, y se colocan entre ellos objetos típicamente masculinos tales como una carda, un
gran cuchillo, una verja de arado, una de las piedras del hogar. Igualmente, la importancia
del primer corte de cabellos está relacionada con el hecho de que la cabellera, femenina, es
uno de los lazos simbólicos que atan al muchacho con el mundo materno. Es al padre a
quien incumbe realizar este corte inaugural, al atardecer, en la fecha fijada de antemano y
poco antes de la primera entrada al mercado, es decir, una fecha entre los seis y los diez
años. La tarea de masculinización se sigue con esta introducción en el mundo de los
hombres, del pundonor y de las luchas simbólicas, que representa la primera entrada al
mercado: el niño, vestido con ropa nueva y peinado con un turbante de seda, recibe un
puñal, un candado y un espejo, mientras que su madre coloca un huevo fresco en la capucha
de su albornoz. En la puerta del mercado rompe el huevo y abre el candado, actos viriles de
desfloración, y se mira al espejo, operador del cambio, una suerte de umbral. Su padre le
guía al mercado, mundo exclusivamente masculino, presentándolo a unos y otros. Al
regreso, atan una cabeza de res, símbolo fálico -como los cuernos- asociado al nif.
El mismo trabajo psicosomático que, aplicado a los muchachos, trata de virilizarlos,
despojándolos de todo lo que puedan mantener de femenino -como entre los "hijos de la
viuda"-, adquiere, aplicado a las muchachas, una forma más radical: la mujer, al estar
constituida como una entidad negativa, definida sólo en términos de privación, por
ausencia, sus virtudes mismas no pueden existir más que por una doble negación, como
vicio negado o superado, o como mal menor. Todo el trabajo de socialización, en
consecuencia, interioriza los límites, que afectan antes que nada y que se inscriben en el
cuerpo -porque lo más sagrado, h'aram, tiene que ver con los usos del cuerpo. La joven
kabila aprendía los principios fundamentales del arte de vivir femenino, de la celebración
inseparablemente corporal y moral, aprendiendo a vestirse y a llevar las diferentes
indumentarias que corresponden a sus estados sucesivos (niña, virgen, núbil, esposa, madre
de familia), apropiándose de modo insensible, tanto por mimetismo inconsciente como por
obediencia expresa, la forma correcta de anudarse la cintura o los cabellos, mover o
mantener inmóvil tal o cual parte de su cuerpo al andar, presentar la cara y manejar la
mirada.(45) Este aprendizaje que permanece básicamente tácito, puesto que los ritos
mismos de institución tratan sobre todo de aislar a las que los sufren de las que están
excluidas, tiende a inscribir en lo más profundo de los inconscientes los principios
antagónicos de la identidad masculina y de la identidad femenina, esas costumbres del
cuerpo que orientan la elección de vocación, todavía hoy en día, según divisiones
semejantes a las de la división sexual del trabajo en la sociedad kabila.
El sistema de las oposiciones fundamentales se ha conservado, transformándose, a través de
los cambios que han estado determinados por la revolución industrial y que han afectado a
las mujeres de manera diferente según su posición en la división del trabajo. Así, la división
entre lo masculino y lo femenino continúa organizándose en torno a la oposición entre el
interior y el exterior, entre la casa, con la educación de sus hijos, y el trabajo. Ha hallado su
forma canónica en la burguesía, con la división entre el universo de la empresa, orientada
hacia la producción y la utilidad, y el universo de la casa, orientado a la reproducción
biológica, social y simbólica de la unidad doméstica, por ende a la gratuidad y a la futilidad
aparentes de los gastos de dinero y tiempo, destinados a exhibir el capital simbólico y a
redoblarlo mediante su manifestación. Huelga señalar que, con la entrada de las mujeres al
mercado de trabajo, la frontera se ha desplazado, sin anularse, porque se han constituido al
interior del mundo laboral sectores protegidos. Y sobre todo, los principios de visión y de
división tradicionales se han visto sometidos a un desafío permanente que conduce a
cuestionamientos y revisiones parciales de la distribución entre los atributos y las
atribuciones.
El grupo, por considerar que la sexualidad es algo demasiado importante socialmente para
ser dejada al azar de las improvisaciones individuales, propone e impone una definición
oficial de los usos legítimos del cuerpo, excluyendo, tanto representaciones como prácticas,
todo lo que, en especial entre los hombres, puede evocar las propiedades estatutariamente
asignadas a otra categoría. El trabajo de construcción simbólica, que se termina en un
trabajo de construcción práctica, de bildung, de educación, opera lógicamente por
diferenciación en relación al otro sexo socialmente constituido; tiende en consecuencia a
excluir del universo de lo pensable y de lo factible todo lo que marque la pertenencia al
sexo opuesto -y en particular todas las virtualidades biológicamente inscritas en el
"polimorfo perverso" que es, de creer a Freud, todo niño pequeño, para producir este
artefacto social que es un hombre viril o una mujer femenina.
El cuerpo biológico socialmente forjado es así un cuerpo politizado, una política
incorporada. Los principios fundamentales de la visión del mundo androcéntrico son
naturalizados bajo la forma de posiciones y disposiciones elementales del cuerpo que son
percibidas como expresiones naturales de tendencias naturales. Toda la moral del honor
puede encontrarse así resumida en una palabra, mil veces repetida por los informadores,
qabel, plantar cara, mirar a la cara, y en la postura corporal que designa,(46) mientras que
la sumisión parece encontrar una traducción natural en el hecho de meterse debajo,
someterse, inclinarse, rebajarse, encorvarse, lo derecho asociándose por el contrario a una
postura derecha, que es monopolio del hombre, mientras que las posturas curvas, suaves, y
la docilidad correlativa, se consideran propias de las mujeres.(47)
Por este motivo la educación básica es fundamentalmente política: tiende a inculcar formas
de mantener el cuerpo en su conjunto, o tal o cual de sus partes, la mano derecha,
masculina, o la mano izquierda, femenina, la manera de caminar, de sostener la cabeza o la
mirada, de cara, a los ojos, o al contrario, a los pies, que son copias de una ética, una
política y una cosmología, y eso porque son casi todas sexualmente diferenciadas y, a
través de sus diferencias, expresan las oposiciones fundamentales de la visión del mundo.
El hexis corporal, redoblado y sostenido por la indumentaria, se encuentra también
sexualmente diferenciado, es un pense-bête permanente, inolvidable, en el que se
encuentran inscritos, de manera visible y sensible, todos los pensamientos o las acciones
potenciales, todas las posibilidades y las imposibilidades prácticas que definen un habitus.
La somatización de lo cultural es construcción del inconsciente.
La ilusión y la génesis social de la libido dominandi
Si bien las mujeres, sometidas a un trabajo de socialización que tiende a disminuirlas y
negarlas, hacen el aprendizaje de las virtudes negativas de la abnegación, la resignación y el
silencio, los hombres son también prisioneros e, irónicamente, víctimas de la representación
dominante, por más que sea conforme a sus intereses: cuando logra instituirse
completamente en la objetividad de las estructuras sociales y en la subjetividad de las
estructuras mentales que organizan las percepciones, los pensamientos y las acciones de
todo el grupo, el sistema mítico-ritual funciona como una representación autorrealizadora y
no puede encontrar en él mismo, ni fuera de él, el menor desmentido. La exaltación
arrebatada de los valores masculinos tiene su contrapartida tenebrosa en las angustias que
suscita la feminidad y que son el origen del trato sospechoso que se da a las mujeres, en
razón incluso del peligro que ellas hacen correr al pundonor masculino: por el hecho de que
ella encarna la vulnerabilidad del honor, de la h'urma, izquierda sagrada, siempre expuesta
a la ofensa, y que encierra siempre la posibilidad de la astucia diabólica, thah'ramith, arma
de la debilidad que opone el recurso del engaño y de la magia a los recursos de la fuerza y
del derecho, la mujer encierra la posibilidad de acarrear el deshonor y la desgracia.(48) Por
esta razón, el privilegio encuentra su contraparte en la tensión y contención permanentes, a
veces llevadas al absurdo, que imponen a cada hombre el deber de afirmar la virilidad.(49)
Así, por lo mismo que basta decir de un hombre, para encomiarlo, que "es todo un
hombre",(50) el hombre es un ser que implica un deber ser, que se impone como algo sin
discusión: ser hombre equivale a estar instalado de golpe en una posición que implica
poderes y privilegios, pero también deberes, y todas las obligaciones inscritas en la
masculinidad como nobleza. Y eso no equivale a evadir las responsabilidades (como
pareciera sugerir cierta lectura superficialmente feminista) cuanto a intentar comprender lo
que implica esta forma particular de dominio situándose en el principio del privilegio
masculino, que es también una trampa. Excluir a la mujer del ágora y de todos los lugares
públicos donde se desarrollan las tareas que suelen considerarse las más serias de la
existencia humana, como la política o la guerra, equivale a impedirle de hecho apropiarse
de las disposiciones que se adquieren al frecuentar esos lugares y esas tareas, como el
pundonor, que equivale a rivalizar con los otros hombres.
El principio de división primordial, el que divide a los seres humanos en hombres y
mujeres, asigna a los primeros las únicas tareas dignas de ser desempeñadas, incitándolos a
adquirir la disposición a tomar en serio las labores que el mundo social constituye como
serias. Esta illusio original, que hace al hombre verdaderamente hombre, y que puede
designarse como sentido del honor, virilidad, o en el léxico de los kabilas, más radical,
"kabilidad" (thakbaylith), es el principio indiscutido de todos los deberes hacia uno, el
morot o el móvil de todas las acciones que se deben realizar para estar en paz con uno
mismo, para permanecer digno, a los propios ojos, de una idea (recibida) del hombre. Es en
la relación entre un habitus construido según la división fundamental de lo derecho y lo
curvo, de lo parado y lo acostado, de lo lleno y lo vacío, en suma, de lo masculino y lo
femenino, y de un espacio social organizado también conforme a esta división, y por entero
dominado por la oposición entre los hombres, preparados a entrar en las luchas por la
acumulación de capital simbólico, y las mujeres, preparadas a excluirse o a no entrar, con
ocasión del matrimonio, que en tanto objetos de intercambio, revestidos de una elevada
función simbólica, que se definen las inversiones agonísticas de los hombres, y de las
virtudes, todas ellas de abstención y de abstinencia, de las mujeres.
Así, el dominante es también dominado, pero mediante su dominio, lo que evidentemente
no es algo desdeñable. Para analizar esta dimensión paradójica del dominio simbólico, casi
siempre ignorado por la crítica feminista, conviene, al pasar sin transición de un extremo al
otro del espacio cultural, de los montañeses kabilas al grupo Bloomsbury, apelar a Virginia
Woolf, pero no tanto a la autora de esos clásicos del feminismo como A room of one's own
(Una recámara propia) o Three guineas (Tres guineas), sino a la novelista que, gracias al
acto de escribir y a la amnesia que favorece, revela cosas que han estado ocultas a la mirada
del sexo dominante por lo que ella denomina "el poder hipnótico de la dominación".(51)
La novela To the lighthouse (Paseo hasta el faro) propone una evocación de las relaciones
entre los sexos libre de toda clase de clichés y frases hechas acerca del sexo, el dinero y la
cultura o el poder, que aún transmiten los textos más teóricos, y un análisis incomparable
de lo que puede ser la mirada femenina a esta suerte de esfuerzo desesperado, y bastante
patético, en su inconsciente triunfante, que todo hombre debe hacer para estar a la altura de
su idea infantil del hombre.
En pocas palabras, To the lighthouse es la historia de la familia Ramsay, que se encuentra
de veraneo en una de las islas Hébridas con unos amigos. La señora Ramsay prometió a su
hijo menor, James, de seis años, llevarlo al día siguiente a dar un paseo al faro que se ve
iluminado todas las noches. Pero el señor Ramsay anuncia que al día siguiente hará mal
tiempo. Estalla una discusión al respecto. Pasa el tiempo. La señora Ramsay se muere. De
vuelta a la casa largamente abandonada, el señor Ramsay emprenderá, con James, el paseo
otrora frustrado.
Es probable que, a diferencia de la señora Ramsay, que teme que su marido no ha
entendido, la mayor parte de los lectores, sobre todo masculinos, no comprendan, a la
primera lectura, la situación extraña que evoca el inicio de la novela:
De repente, un grito violento, semejante al de un sonámbulo a medio despertar, en el cual
se detectaba algo como "bajo las balas, bajo las granadas de un cañón, ráfaga ardiente",
resonó en sus oídos con una enorme intensidad y la hizo volverse, inquieta, para ver si
alguien no había oído a su marido.(52)
Y es probable que tampoco comprendan cuando, páginas adelante, el señor Ramsay es
sorprendido por otros personajes, Lily Briscoe y su amigo: "Así, cuando Ramsay se
precipitó hacia ellos con gritos y aspavientos, se cercioró de que la señorita Briscoe
comprendiese cuál era el problema. `¡Error! ¡Craso error!'". Sólo poco a poco,
a través de las diferentes visiones de diversos personajes (en las páginas 35, 39-42, 45-46),
la conducta del señor Ramsay adquiere sentido. "Ella abrigaba el temor de que el hábito de
hablar solo o recitar versos iba en aumento. Se suscitaban situaciones embarazosas" (p.87).
De este modo, el mismo señor Ramsay, que había aparecido, desde la primera página de la
novela, como un formidable personaje masculino, y paternal, es descubierto en flagrante
delito de infantilismo.
Toda la lógica del personaje radica en esta contradicción aparente. El señor Ramsay, cual
rey arcaico que evoca el Benveniste del Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, es
aquél cuyas palabras son veredictos; el que puede anular con una frase la "alegría
extraordinaria" de su hijo, entusiasmado con el plan del paseo al día siguiente hasta el faro
("Pero, dice su padre deteniéndose ante la ventana del salón, no hará buen tiempo"). Sus
previsiones tienen el poder de hacerse realidad: ya sea que actúen como órdenes,
bendiciones o maldiciones que hacen ocurrir, por arte de magia, lo que anuncian, ya sea
que, por un efecto infinitamente más sobrecogedor, enuncien simplemente lo que se
anuncia, lo que está inscrito en las señales accesibles a la previsión simple del visionario
casi divino, capaz de dar razón al mundo, redoblar la fuerza de las leyes de la naturaleza
natural o social convirtiéndolas en leyes de la razón y de la experiencia, en enunciados a la
vez racionales y razonables de la ciencia y de la sabiduría. Previsión de la ciencia, el acto
de comprobación imperativo de la profecía paterna envía el futuro al pasado; predicción de
la sabiduría, da a este porvenir todavía irreal la sanción de la experiencia y del
conformismo absoluto que implica. Adhesión incondicional al orden de las cosas y
ratificación apresurada del principio de realidad, se opone a la comprensión materna, que
concede una adhesión evidente a la ley del deseo y del placer pero escindida en una doble
concesión condicional al principio de realidad: "`Sí, por supuesto, si hace buen tiempo
mañana', dijo la señora Ramsay. `Pero tendrán que levantarse de madrugada', añadió".(53)
Basta comparar esta frase(54) con el veredicto paterno para ver que el nombre del padre no
tiene necesidad de anunciarse, ni de justificarse, el "pero" ("`Pero, [...] no hará buen día'"),
subrayando que no existe, para un ser razonable ("Sé razonable", "Más tarde
comprenderás"), otra opción que someterse sin más ante la fuerza de las cosas. Es ese
realismo, mata-alegrías y cómplice del orden imperante en el mundo, lo que desencadena el
odio al padre, odio que, como en la rebeldía adolescente, se dirige menos contra la
necesidad que el discurso paterno pretende desvelar cuanto en oposición a la adhesión
arbitraria que el padre todopoderoso le concede, probando así su debilidad: debilidad de la
complicidad resignada que admite sin resistencia; debilidad de la complacencia que obtiene
satisfacción y vanidad del placer cruel de desilusionar, es decir, de hacer compartir su
propia desilusión, su propia resignación, su propia derrota.(55) Las rebeliones más
radicales de la infancia y la adolescencia se dirigen no tanto en contra del padre como en
contra de la obediencia espontánea al padre, contra el hecho de que el primer movimiento
del habitus sea para obedecerlo y para acatar sus razones.
En ese punto, gracias a la indeterminación que autoriza el uso del estilo indirecto libre, se
pasa insensiblemente del punto de vista de los niños sobre el padre al punto de vista del
padre acerca de sí mismo. Punto de vista que no tiene, en realidad, nada de personal puesto
que, en tanto punto de vista dominante y legítimo, no es otra cosa que la elevada idea de sí
mismo que tiene el derecho y la obligación de mantener, él que está resuelto a realizar en su
ser el deber ser que el mundo social le asigna, en este caso, el ideal del hombre y del padre
que se debe realizar:
[...] lo que él decía era la verdad. Era siempre la verdad. Era incapaz de no decir la verdad;
no alteraba jamás un hecho, no modificaba jamás una palabra desagradable en función de la
comodidad o el beneplácito de alma viviente alguna, mucho menos de sus propios hijos,
carne de su carne, y destinados por tanto a aprender lo antes posible que la vida es ardua,
que los hechos no aceptan compromisos, y que el paso al país fabuloso donde se
desvanecen nuestras esperanzas más luminosas, donde nuestras barcas frágiles naufragan
en la tiniebla (llegado a este punto, el señor Ramsay se incorporaba y fijaba la mirada en el
horizonte, achicando sus ojillos azules), representa una prueba que exige ante todo coraje,
sinceridad y aguante.(56)
Vista desde esta perspectiva, la dureza gratuita del señor Ramsay ya no es resultado de una
pulsión tan egoísta como el placer de desilusionar; es la afirmación libre de una elección, la
de la rectitud y también la del amor paterno bien entendido que, al rehusar abandonarse a la
facilidad culpable de la indulgencia femenina, y ciegamente materna, debe presentar el
mundo en toda su crueldad. Es, sin duda, lo que significa la metáfora del cuchillo o la hoja
de metal, que la interpretación freudiana aplastaría, y que, como entre los kabilas, cifra el
papel masculino -la palabra y la metáfora teatrales se imponen por una vez- del lado de la
fractura, la violencia, el asesinato, es decir, del lado de un orden natural construido contra
la fusión original con la naturaleza materna y contra el abandono al laissez-faire, a las
pulsiones y a las impulsiones de la naturaleza femenina. Se empieza a sospechar que el
verdugo es también víctima y que la palabra paterna está expuesta, por lo mismo que su
fuerza, a convertir lo probable en destino en el esfuerzo mismo para conjurarlo y
exorcizarlo al expresarlo.
Y ese sentimiento no puede sino intensificarse cuando se descubre que el padre inflexible,
que con una frase sin apelación posible acaba de matar los sueños de su hijo, ha sido
sorprendido en vías de jugar como un niño, entregando a quienes se han encontrado así
"introducidos en un dominio privado", Lily Briscoe y su amigo, "algo que no había tenido
la intención de mostrarles": los fantasmas de la libido academica que se expresan
metafóricamente en los juegos bélicos. Pero conviene citar en toda su amplitud el largo
ensueño del señor Ramsay en el cual la evocación de la aventura guerrera, la carga en el
valle de la Muerte, la batalla perdida y el heroísmo del jefe ("Pero no quería morir
acostado; encontraría alguna arista rocosa y moriría parado, los ojos fijos en la tempestad
[...]"), se mezcla íntimamente con la evocación ansiosa del destino póstumo del filósofo ("Z
no es atacado más que una vez por generación". "Jamás alcanzará a R"):
¿Cuántos hombres en un millar de millones, se preguntaba, terminan por llegar a Z?
Desde luego, el jefe de una columna infernal puede plantearse esta pregunta y responder sin
traicionar a quienes lo siguen: `Uno, tal vez'. Uno en una generación. ¿Debe ser
entonces culpado si no es ése? ¿Con tal de que haya penado sinceramente,
entregado hasta que no le quede nada? Su renombre, ¿cuánto dura? Incluso a un
héroe se le permite preguntarse al estar moribundo cómo se hablará de él tras su muerte.
Ese renombre durará posiblemente dos mil años [...]. ¿Cómo culpar al jefe de esta
columna infernal que, después de todo, ha trepado bastante alto para ver la perspectiva
estéril de los años y de la muerte de las estrellas si, antes de que la muerte entiese sus
miembros y los deje sin movimiento, eleva con cierta solemnidad sus dedos entumecidos
ante sí y se incorpora? Pues, de este modo, la expedición de socorro que ha ido en su busca
lo encontrará muerto en su puesto cual soldado glorioso. El señor Ramsay se enderezó y se
mantuvo muy derecho al lado de una urna. ¿Quién lo iba a culpar si, mientras se
mantenía así un momento, su pensamiento se detenía en el renombre, las expediciones de
socorro, las pirámides de piedra erigidas sobre sus huesos por los discípulos agradecidos?
Por último, ¿quién culparía al jefe de la infausta expedición si [...](57)
La técnica del difuminado-encadenado, que tanto gustaba a Virginia Woolf, funciona aquí
de maravilla: la aventura guerrera y el renombre que la consagra es una metáfora de la
aventura intelectual y del capital simbólico de la celebridad al que aspiraba; la illusio lúdica
permite reproducir en un grado más elevado de desrealización, por ende a un menor costo,
la illusio de la existencia ordinaria, con sus apuestas vitales y sus asedios apasionados, todo
lo que agita las discusiones del señor Ramsay y sus discípulos, autoriza el trabajo del
levantamiento parcial y controlado del sitio, que es necesario para asumir y superar la
desilusión ("No tenía genio; no se hacía ilusiones", p.44) conociendo al mismo tiempo la
illusio fundamental, la inversión en el juego mismo, la convicción de que el juego merece
ser jugado a pesar de todo, hasta el final, y según las reglas (puesto que, después de todo, el
último de los soldados rasos siempre puede "morir de pie"). Ese cerco visceral cuya
expresión es esencialmente una postura se logra en las poses, las posiciones o los gestos
corporales que están orientados en el sentido de lo derecho, lo recto, de la erección del
cuerpo o de sus sustitutos simbólicos, la pirámide de piedra, la estatua.
La illusio que es constitutiva de la masculinidad representa la base de todas las formas de la
libido dominandi, es decir, todas las formas específicas de illusio que se generan en los
diferentes campos. Esta illusio original es lo que hace que los hombres (por oposición a las
mujeres) sean socialmente instituidos de tal manera que se dejen involucrar, como niños, en
todos los juegos que les son socialmente asignados y cuya forma por excelencia es la
guerra. Al dejarse sorprender en un ensueño despierto que descubre la vanidad pueril de sus
bloqueos más profundos, el señor Ramsay revela bruscamente que los juegos a los cuales se
presta, como el resto de los hombres, son juegos de niños, que no se perciben en toda su
extensión porque, precisamente, la connivencia colectiva le confiere la necesidad y la
realidad de las evidencias compartidas. Por lo mismo que, entre los juegos constitutivos de
la existencia social, los que se dicen serios, estén reservados a los hombres -mientras que
las mujeres se dedican a los hijos-(58) se olvida que el hombre es también un niño que
juega al hombre. La alienación genérica es el origen del privilegio específico.
La lucidez de los excluidos
Las mujeres gozan del privilegio (negativo) de no dejarse engañar por los juegos en los que
se disputan los privilegios, y de no estar atrapadas, al menos directamente, en primera
persona. Pueden incluso vanagloriarse y, mientras no estén comprometidas por
procuración, considerar con una divertida indulgencia los esfuerzos desesperados del
"hombre-niño" por hacerse el hombre y la desesperación que en él generan sus fracasos.
Ellas pueden adaptar sobre los juegos más serios el punto de vista distante del espectador
que observa la tempestad desde la orilla, lo que puede valerles para ser tildadas de frívolas
e incapaces de interesarse en cosas serias, como la política. Pero, al ser esta distancia un
efecto de la dominación, están a menudo condenadas a participar por procuración, por una
solidaridad afectiva con el jugador, que no implica una verdadera participación intelectual y
afectiva en el juego y que las convierte con frecuencia en seguidoras incondicionales, pero
mal informadas, de la realidad del juego y las correspondientes apuestas.(59)
Por esta razón, la señora Ramsay comprende de inmediato la situación embarazosa en la
cual se ha puesto su marido al jugar en voz alta a la Carga de la Brigada de la Caballería
Ligera. Le duele el sufrimiento que pueda causarle ser sorprendido de esta guisa, pero
también y sobre todo lo que origina su extraña conducta cuya verdadera razón ella captó al
instante. Todo su comportamiento lo dirá cuando, herido, y así reducido a su verdad de niño
grande, el padre severo, que acababa de sacrificar a su gusto (compensatorio) "desilusionar
a su hijo y ridiculizar a su mujer", venga a pedirle su compasión por un sufrimiento nacido
de la illusio y de la desilusión: "Ella acarició la cabeza de James; transfirió a su hijo los
sentimientos que experimentaba por su marido". Por una de esas condensaciones que
permite la lógica de la práctica, la señora Ramsay identifica, en un gesto de protección
afectuosa al que la destina y prepara su ser social,(60) al pequeño hombre que acaba de
descubrir la negatividad insoportable de lo real. Aun si se empeña en disimular su
clarividencia, sin duda para proteger la dignidad de su marido, la señora Ramsay sabe
perfectamente que el veredicto enunciado sin piedad emana de un ser digno de lástima que,
él también, como víctima de los veredictos inexorables de lo real, merece piedad.(61)
Ahora bien, posiblemente ella sucumba así a una estrategia última, la del hombre infeliz
que, al hacerse el niño, se asegura de despertar los sentimientos maternos que son
estatutariamente asignados a las mujeres.(62)
Convendría citar aquí el extraordinario diálogo tácito en el cual la señora Ramsay procura
de continuo a su marido, primero aceptando la apuesta aparente de la escena familiar, en
lugar de sacar las cosas de quicio, por ejemplo, dada la desproporción entre el furor del
señor Ramsay y su causa manifiesta. Cada una de las frases, en apariencia anodinas, de los
dos interlocutores abarca apuestas mucho más amplias, más fundamentales, y cada uno de
los dos adversarios-socios lo sabe, en virtud de su conocimiento íntimo y casi perfecto de
su interlocutor que, a cambio de un mínimo de complicidad en la mala fe, permite provocar,
a propósito de naderías, conflictos últimos sobre el todo. Esta lógica de todo o nada deja a
los interlocutores la libertad de elegir, en cada momento, la incomprensión más total que
reduce el discurso adverso al absurdo devolviéndolo a su objeto aparente (en este caso, el
tiempo que hará al día siguiente) o la comprensión, ella también total, que es la condición
tácita de la disputa mediante sobreentendidos y de la reconciliación.
No había la esperanza más remota de poder ir al día siguiente al faro, declaró secamente el
señor Ramsay, en tono irascible. ¿Cómo lo sabía? le preguntó ella. El viento
cambiaba de pronto. El carácter extraordinariamente irracional de esta observación, lo
absurdo del espíritu femenino provocaron en el señor Ramsay un acceso de ira. El se había
arrojado al valle donde la muerta está siempre presta; lo habían hecho pedazos y migajas, y
he aquí que ahora ella evadía de frente la realidad, daba a sus hijos esperanzas obviamente
absurdas, en suma, decía mentiras. Pateó el escalón de piedra. `¡Al diablo!', dijo él.
Pero, ¿qué había hecho ella? Simplemente había señalado que tal vez hiciera buen
tiempo al día siguiente. Y eso podía suceder. No con un barómetro a la baja y viento del
oeste.
¿De dónde le viene a la señora Ramsay su extraordinaria perspicacia cuando oye
una de esas discusiones entre hombres acerca de asuntos tan futilmente serios como la raíz
cúbica o cuadrada, Voltaire o Madame de Stael, el carácter de Napoleón o el sistema
francés de propiedad rural? La señora Ramsay, ajena a los juegos masculinos y a la
exaltación obsesiva del yo y de las pulsiones sociales que imponen, ve con entera
naturalidad que las tomas de posición, en apariencia las más puras y apasionadas a favor o
en contra, no suelen responder más que al deseo de "sentar algo" (otro más de esos
movimientos fundamentales del cuerpo, semejante al "dar la cara" de los kabilas), a la
manera de Tansley, otra encarnación del egotismo masculino:
[...] haría siempre lo mismo, hasta que obtuviera su cátedra de profesor o contrajera
matrimonio; entonces no tendría necesidad de decir: `Yo, yo, yo'. Pues a eso se reducía su
crítica al pobre Sir Walter, o tal vez se tratase de Jane Austen: `Yo, yo, yo'. El pensaba en sí
mismo y en la impresión que producía; ella lo sabía por el sonido de su voz, por el acento y
el tono molesto en su manera de hablar. El éxito le sentaría bien".(63)
Por otra parte, Virginia Woolf expresa bien la formidable alienación inherente en este
dominio:
Si usted triunfa en su profesión, las palabras "Por Dios y por el Imperio" probablemente
serán grabadas como una dirección en el collar de un perro. Y, si las palabras tienen
sentido, como debieran, tendrá que aceptar dicho sentido y hacer todo lo que esté en su
poder para imponerlo.(64)
Percibe la trampa que constituyen los juegos uniformes donde se engendra la illusio
masculina, que impone a los hombres hacer lo que tienen que hacer, ser lo que tienen que
ser. Y ella afirma explícitamente que son responsables de ello la segregación de las mujeres
y las "líneas de demarcación místicas", esos ritos de institución de los que las mujeres están
excluidas puesto que tienen por función excluirlas:
Inevitablemente nosotras consideramos a la sociedad como un lugar de conspiración que
absorbió al hermano que muchas tienen razones para respetar en la vida privada, y que
impone en su lugar a un macho monstruoso, con voz estruendosa, de puño duro, que, de
una manera pueril, inscribe con tiza en el suelo esas líneas de demarcación místicas -
rígidas, separadas, artificiales- entre las cuales están los seres humanos. Esos lugares donde,
ataviado de oro y púrpura, decorado de plumas como un salvaje, él prosigue sus rituales
místicos y goza de placeres sospechosos del poder y de la dominación, mientras que
nosotras, "sus" mujeres, estamos encerradas en el hogar sin que se nos permita participar en
ninguna de las numerosas sociedades que componen su sociedad.(65)
De hecho, las mujeres rara vez son lo suficientemente libres de toda dependencia, si no
frente a los juegos sociales, al menos respecto de los hombres que los realizan, para llevar
el desencanto hasta esta suerte de conmiseración un poco condescendiente por la illusio
masculina. Al contrario, toda su educación las prepara a entrar en el juego por procuración,
es decir, en una posición a la vez exterior y subordinada, y a conceder a la preocupación
masculina, como la señora Ramsay, una suerte de atención enternecida y de comprensión
confiante generadoras también de un profundo sentimiento de seguridad. Excluidas de los
juegos de poder, están preparadas a participar por medio de los hombres que participan en
él, ya se trate de su marido o, como la señora Ramsay, de su hijo.(66)
El principio de esas disposiciones afectivas radica en el estatuto que le es asignado a la
mujer en la división del trabajo de dominio y que Kant describió en un lenguaje falsamente
contestatario, el de una moral teórica disfrazada en ciencia de las costumbres:
Las mujeres no pueden defender personalmente sus derechos y sus asuntos civiles como
tampoco pueden hacer la guerra; no pueden hacerlo más que por medio de un representante;
y esta irresponsabilidad legal desde el punto de vista de los asuntos públicos no las hace
sino más poderosas en la economía del hogar: ahí predomina el derecho del más débil, que
el sexo masculino por su naturaleza se siente llamado a proteger y a defender.(67)
La renuncia y la docilidad que Kant imputa a la naturaleza femenina están bien inscritas en
lo más profundo de las disposiciones constitutivas del habitus, segunda naturaleza que no
presenta tanto las apariencias de la naturaleza y del instinto como la libido socialmente
instituida que se realiza en una forma particular de deseo, de libido en el sentido ordinario
del término. En la socialización diferencial que dispone a los hombres a amar los juegos de
poder y a las mujeres a los hombres que lo juegan, el carisma masculino es, por una parte,
el encanto del poder, la seducción que la posesión del poder ejerce, por sí, sobre cuerpos
cuya sexualidad misma está políticamente socializada.(68) Como la socialización inscribe
las disposiciones políticas bajo la forma de disposiciones corporales, la experiencia sexual
misma está orientada políticamente. No se puede negar que existe una seducción del poder
o, si se prefiere, un deseo o un amor a los poderosos, efecto sincero e ingenuo que ejerce el
poder cuando es aprehendido por cuerpos socialmente preparados para reconocerlo,
desearlo y amarlo, es decir, como carisma, encanto, gracia, irradiación o simplemente
belleza. Así, el dominio masculino encuentra uno de sus mejores apoyos en el
desconocimiento que favorece la aplicación al dominante de categorías de pensamiento
engendradas en la relación misma de dominio (grande/pequeño, fuerte/débil) y que
engendra esta forma límite del amor fati, que es el amor del dominante y de su dominación,
libido dominantis que implica la renuncia a ejercer en primera persona la libido dominandi.
Kant acierta al decir, en la continuación del texto ya citado, que "renunciar uno mismo a su
capacidad, a pesar de la degradación que esto puede comportar, ofrece sin embargo muchas
ventajas": el dominante ve siempre muy bien los intereses de los dominados, lo que no
implica que todo enunciado de esos intereses sea desacreditado o refutado por ello. De
hecho, como no cesa de sugerirlo Virginia Woolf, al estar excluido de la participación en
los juegos de poder, privilegio y trampa, el dominado se gana la quietud que presta la
indiferencia frente al juego y la seguridad garantizada por la delegación en quienes
participan en él, seguridad por otra parte ilusoria y siempre amenazada de dejar lugar a la
más terrible tristeza, porque jamás se ignora por completo la debilidad real de la gran figura
protectora y que, cual espectador fascinado de un ejercicio peligroso, se está afectivamente
implicado en la acción, a través de una persona querida, sin ejercer realmente el dominio
sobre ella. En la imagen masculina siempre está presente la figura paterna, cuyos veredictos
perentorios, si bien pueden mortificar, tienen un inmenso poder asegurador.(69) La señora
Ramsay sabe demasiado bien lo que asegura la delegación en el padre providencial y lo que
cuesta matar la figura paterna, sobre todo por el desarrollo que experimenta cuando
descubre el barullo de su marido, para fomentar la muerte del profeta veraz: quiere proteger
a su hijo de la violencia del veredicto paterno, pero sin arruinar la imagen del padre
omnisciente.
Por medio de éste, que detenta el monopolio de la violencia simbólica legítima (y no sólo
de la potencia sexual) en el interior de la unidad social elemental, se ejerce la acción
psicosomática que conduce a la somatización de la política. Como lo recuerda La
metamorfosis de Kafka, los propósitos paternos surten un efecto mágico de constitución,
nominación creadora, porque hablan directamente al cuerpo que, como lo recordaba Freud,
sigue las metáforas al pie de la letra ("no eres sino un pequeño gusano"), y si la distribución
diferencial de la libido social que ellos manejan parece tan extraordinariamente ajustada a
los lugares que le serán asignados a unos y a otros (según el sexo, pero también según el
rango de nacimiento y muchas otras variables) en los diferentes juegos sociales, eso se debe
en buena parte al hecho de que, aun cuando parecen no obedecer más que a lo arbitrario del
buen placer, los veredictos paternos emanan de un personaje que, habiendo sido labrado por
y para las censuras de los imperativos del mundo, tiene al principio de realidad por
principio de placer.
La mujer objeto
El habitus masculino se construye y se realiza en relación con el espacio reservado donde
se efectúan, entre hombres, los juegos serios de la competencia, ya se trate de juegos de
honor, cuyo límite es la guerra, o de juegos que, en las sociedades diferenciadas, ofrecen a
la libido dominandi, bajo todas sus formas (económica, política, religiosa, artística,
científica, etc.), campos de acción posibles. Al estar excluidas de hecho o de derecho de
esos juegos, las mujeres se hallan acantonadas en un papel de espectadoras, o como señala
Virginia Woolf, como espejos lisonjeros que devuelven al hombre la figura engrandecida
de él mismo, a la cual debe y quiere equipararse, y que le refuerzan de este modo el cerco
narcisista en una imagen idealizada de su identidad.(70) En la medida en que se dirige o
parece hacerlo a la persona en su singularidad, y hasta en sus bizarrías o sus
imperfecciones, o incluso al cuerpo, es decir la naturaleza en su facticidad, que arranca a la
contingencia constituyéndola como gracia, carisma, libertad, la sumisión femenina aporta
una forma irreemplazable de reconocimiento, justificando al que hace de ello el objeto de
existir y de existir como existe. Es probable que el proceso de virilización en favor del cual
conspira todo el orden social no pueda llevarse a cabo por entero más que con la
complicidad de las mujeres, es decir, en y por la sumisión oblativa, atestiguada por la
ofrenda del cuerpo (se habla de "darse") que constituye la forma suprema del
reconocimiento otorgado a la dominación masculina en lo que tiene de más específico.
Sigue en pie que la ley fundamental de todos los juegos serios, sobre todo de todos los
cambios de honor; es el principio de isotimia, de igualdad de honor: el desafío, porque se
envuelve en el honor, no vale nada salvo si se dirige a un hombre de honor, capaz de dar
una réplica que, en tanto que encierra también una forma de reconocimiento, se traduce en
honor. Dicho en otras palabras, sólo puede realmente honrar el reconocimiento otorgado a
un hombre (por oposición a una mujer) y por un hombre de honor, esto es, alguien que
pueda ser aceptado como un rival en la lucha por el honor. El reconocimiento que persiguen
los hombres en los juegos donde se adquiere y se invierte el capital simbólico tiene tanto
más valor simbólico cuanto que quien se lo otorga es él mismo.
De este modo, las mujeres quedan literalmente fuera de juego.(71) La frontera mágica que
las separa de los hombres coincide con
"la línea de demarcación mística", de la que habla Virginia Woolf, y que distingue a la
cultura de la naturaleza, lo público de lo privado, confiriendo a los hombres el monopolio
de la cultura, es decir, de la humanidad y de lo universal. Al quedar recluidas en el ámbito
de lo privado, por tanto excluidas de todo lo que es del ámbito público, oficial, no pueden
intervenir en tanto que sujetos, en primera persona, en los juegos en los que la masculinidad
se afirma y se realiza, a través de los actos de reconocimiento mutuo que implican todos los
cambios isotímicos, cambios de desafíos y respuestas, de dones y contradones, entre los
cuales el primer lugar lo ocupa el cambio de mujeres.
El fundamento de esta exclusión original, que el sistema mítico-ritual ratifica y amplía, al
punto de hacer de ello el principio de división de todo el universo, no es otra cosa que la
disimetría fundamental que se instaura entre el hombre y la mujer sobre el terreno de los
intercambios simbólicos, la del sujeto y la del objeto, del agente y del instrumento. El
ámbito de las relaciones de producción y reproducción del capital simbólico, del cual el
mercado matrimonial es una realización paradigmática, descansa en una suerte de golpe
original que hace que las mujeres no puedan aparecer salvo como objetos o, mejor, en tanto
que símbolos cuyo sentido está constituido fuera de ellas y cuya función consiste en
contribuir a la perpetuación o al aumento del capital simbólico detentado por los hombres.
La cuestión de los fundamentos de la división entre los sexos y del dominio masculino
encuentra así su solución: en la lógica de la economía de los intercambios simbólicos y,
más precisamente, en la construcción social de las relaciones de parentesco y del
matrimonio que asigna a las mujeres, universalmente, su estatuto social de objetos de
intercambio definidos conforme a los intereses masculinos (es decir, primordialmente como
hijas o hermanas) y destinadas a contribuir así a la reproducción del capital simbólico de
los hombres, es donde se halla la explicación del carácter primado otorgado universalmente
a la masculinidad en las taxonomías culturales. El tabú del incesto en el cual Lévi-Strauss
ve el acto fundador de la sociedad, en tanto que imperativo del intercambio pensado en la
lógica de la comunicación equitativa entre los hombres -lo que también es-, constituye de
hecho el reverso del acto inaugural de violencia simbólica por el cual a las mujeres se les
niega como sujetos del intercambio y de la alianza que instauran a través de ellas, pero
reduciéndolas al estado de objeto: las mujeres son tratadas como instrumentos simbólicos
que, al circular y hacer circular las señales fiduciarias de importancia social, producen o
reproducen el capital simbólico, y que al unir e instituir relaciones, producen o reproducen
capital social. Si ellas son excluidas de la política, remitidas al mundo privado, es con la
finalidad de que puedan ser instrumentos de política, medios para asegurar la reproducción
del capital social y del capital simbólico.
Es notorio que los grandes ritos institucionales, por los cuales los grupos asignan una
identidad distintiva a menudo contenida en un nombre, sean grandes ceremonias colectivas
y públicas que buscan atribuir un nombre propio (como el bautismo), es decir, un título que
da derecho de participación al capital simbólico de un grupo e impone el respeto del
conjunto de los deberes dictados por la voluntad de aumentarlo o conservarlo o, en sentido
más amplio, todos los actos oficiales de nominación que realizan todos los detentadores
legítimos de una autoridad burocrática y que implican casi siempre una afirmación de la
fractura mágica entre los sexos (convendría entender en la misma lógica el cambio de
nombre que es casi siempre impuesto a la mujer en el momento de contraer nupcias).
De este modo se comprende que la exclusión impuesta a las mujeres no sea jamás tan brutal
y tan rigurosa como cuando la adquisición de capital simbólico constituye la única forma de
acumulación verdadera, como en Kabilia, donde la perpetuación del honor social, es decir,
del valor socialmente reconocido a un grupo por un juicio colectivo construido según las
categorías fundamentales de la visión del mundo común, depende de su capacidad de
establecer alianzas propias para garantizar capital social y capital simbólico. Así las cosas,
las mujeres no son únicamente símbolos; constituyen también valores que es preciso
conservar a salvo de la ofensa o la sospecha y que, al invertir en intercambios, pueden
producir alianzas, es decir, capital social, y aliados prestigiosos, esto es, capital simbólico.
En la medida en que el valor de esas alianzas, por ende en el beneficio simbólico que
pueden procurar, depende en gran parte del valor simbólico de las mujeres disponibles para
el intercambio y abundantes beneficios simbólicos potenciales, el pundonor de los
hermanos o de los padres, que conduce a una vigilancia tan celosa, hasta paranoica, como la
de los maridos, es una forma de interés bien entendible.
Como encuentra su principio y las condiciones sociales de su reproducción en la lógica
relativamente autónoma de los intercambios, a través de los cuales se garantiza la
reproducción del capital simbólico, el dominio masculino puede perpetuarse más allá de las
transformaciones de los modos de producción económicos, habiendo afectado la revolución
industrial relativamente poco la estructura tradicional de la división del trabajo entre los
sexos:(72) el hecho de que las grandes familias burguesas dependan en buena medida, aún
hoy en día, de su capital simbólico y de su capital social para el mantenimiento de su
posición en el espacio social, explica que perpetúen, más de lo que sería de esperar, los
principios fundamentales de la visión masculina del mundo.(73)
El peso determinante de la economía de los bienes simbólicos que, a través del principio de
división fundamental, organiza toda la percepción del mundo social, se impone al universo
social, es decir, no sólo a la economía de la producción material sino también a la economía
de la reproducción biológica. Por ello se puede explicar que, en el caso de Kabilia y en
muchas otras tradiciones, la obra propiamente femenina de gestación y de alumbramiento
se encuentra como anulada en favor de la obra propiamente masculina de fecundación. En
el ciclo de la procreación, al igual que en el ciclo agrícola, la lógica mítico-ritual privilegia
la intervención masculina, siempre marcada, con ocasión del matrimonio o del inicio de la
labranza, por ritos públicos, oficiales, colectivos, en detrimento de los periodos de
gestación tanto la de la tierra como de la mujer, que no dan lugar más que a
manifestaciones potestativas y casi furtivas: de un lado, una intervención discontinua y
extraordinaria en el curso de la vida, acción arriesgada y peligrosa de apertura que es
lograda solemnemente -a veces, como a propósito de la primera labranza, públicamente,
frente al grupo-; del otro, una suerte de proceso natural y pasivo de hinchamiento en el cual
la mujer o la tierra son el lugar, la ocasión, el apoyo, el receptáculo, y que no exige más que
prácticas técnicas o rituales de acompañamiento asignados a las mujeres o actos "humildes
y fáciles" destinados a asistir a la naturaleza en su labor, como la recogida de la hierba para
los animales, y por ende condenadas por partida doble a permanecer ignoradas: familiares,
continuas, ordinarias, repetitivas y monótonas, se realizan en su mayoría fuera de la vista,
en la oscuridad de la casa, o en los tiempos muertos del año agrícola.(74)
¿Cómo no ver que, aun si son aparentemente reconocidas o ritualmente celebradas,
las actividades asociadas a la reproducción biológica y social de la descendencia se hallan
todavía muy depreciadas en nuestras sociedades? Si pueden ser impartidas exclusivamente
a las mujeres es porque son negadas en cuanto tales y permanecen subordinadas a las
actividades de producción, únicas en recibir una sanción económica y un reconocimiento
social verdaderos. Se sabe que la entrada de las mujeres en la vida profesional ha
proporcionado una prueba asombrosa de que la actividad doméstica no es socialmente
reconocida como un verdadero trabajo: en efecto, negada o denegada por su evidencia
misma, la actividad doméstica ha continuado imponiéndose a las mujeres por añadidura.
Joan Scott analiza el trabajo de transformación simbólica que los "ideólogos", aun los más
antagónicos a la causa de las mujeres, como Jules Simon, han debido realizar, a lo largo del
siglo XIX, para integrar en un sistema de representaciones renovado esta realidad
impensable que es la "obrera", y sobre todo para rehusar a esta mujer pública el valor social
que debería garantizarle su actividad en el mundo económico: transfiriendo, por un extraño
desplazamiento, su valor y sus valores en el terreno de la espiritualidad, la moral y el
sentimiento, es decir, fuera de la esfera de la economía y del poder, se le niega tanto a su
trabajo público como a su invisible trabajo doméstico el único reconocimiento verdadero
que constituye en adelante la sanción económica.(75) Pero no hay necesidad de ir tan lejos
en el tiempo y en el espacio social para hallar los efectos de esa denegación de existencia
social: como si la ambición profesional fuera tácitamente rehusada a las mujeres, basta que
sean ejecutadas por mujeres para que las reivindicaciones normalmente otorgadas a los
hombres, sobre todo en tiempos cuando son exaltados los valores viriles de afirmación del
yo, sean de inmediato desrealizadas por la ironía o la cortesía dulcemente condescendiente.
Y no es raro que, aun en las regiones del espacio social menos dominadas por los valores
masculinos, las mujeres que ocupan posiciones de poder sean de algún modo sospechosas
de deber a la intriga o a la complacencia sexual (generadora de protecciones masculinas) las
ventajas tan evidentemente indebidas y mal adquiridas.
La negación o la denegación de la contribución que las mujeres aportan no sólo a la
producción sino también a la reproducción biológica, corre pareja con la exaltación de las
funciones que les son impartidas, en tanto objetos más que sujetos, en la producción y
reproducción del capital simbólico. Al igual que, en las sociedades menos diferenciadas,
eran tratadas como medios de intercambio que permitían a los hombres acumular capital
social y capital simbólico mediante matrimonios, verdaderas inversiones más o menos
arriesgadas y productivas que facultaban a establecer alianzas más o menos extensas y
prestigiosas, en la actualidad intervienen en la economía de los bienes simbólicos en tanto
objetos simbólicos predispuestos y encargados de la circulación simbólica. Símbolos en los
cuales se afirma y se exhibe el capital simbólico de un grupo doméstico (hogar,
descendencia, etc.), ellas deben manifestar el capital simbólico del grupo en todo lo que
contribuye a su apariencia (cosmética, indumentaria, etc.): por eso, y más que en las
sociedades arcaicas, están colocadas en el ámbito del parecer, del ser percibido, del
complacer, y les incumbe volverse seductoras mediante un trabajo cosmético que, en
ciertos casos, y sobre todo en la pequeña burguesía de representación, constituye una parte
muy importante de su trabajo doméstico.
Al estar así socialmente inclinadas a tratarse a sí mismas como objetos estéticos, destinados
a suscitar la admiración tanto como el deseo, y en consecuencia a atraer una atención
constante a todo lo relacionado con la belleza, la elegancia, la estética del cuerpo, la
indumentaria, los ademanes, se encargan de manera natural, en la división del trabajo
doméstico, de todo lo relacionado con la estética y, de modo más amplio, de la gestión de la
imagen pública y las apariencias sociales de los miembros de la unidad doméstica, los
niños, pero también los maridos, que les delegan con harta frecuencia la elección de su
ropa. Ellas asumen también el cuidado y la preocupación del decoro de la vida cotidiana,
del hogar y su decoración interior, de la parte de gratuidad y finalidad sin fin que encuentre
siempre ahí su lugar, aun entre los más desheredados (los apartamentos más sencillos de las
ciudades obreras tienen sus macetas con flores, sus adornos y sus cuadros). Son ellas
quienes garantizan la gestión de la vida ritual y ceremonial de la familia, organizan las
recepciones, las fiestas, las ceremonias (de la primera comunión a la boda, pasando por la
comida de aniversario y las invitaciones de los amigos) destinadas a asegurar el
mantenimiento de las relaciones sociales y de la irradiación de la familia.
Encargadas de la gestión del capital simbólico de las familias, están llamadas a trasladar ese
papel al seno de la empresa, que les confía casi siempre las actividades de presentación y
representación, recepción y acogida, y también la gestión de los grandes rituales
burocráticos que, a semejanza de los rituales domésticos, contribuyen al mantenimiento y al
aumento del capital social de relaciones y capital simbólico. Huelga decir que esas
actividades de exhibición simbólica, que son a las empresas lo que las estrategias de
presentación en sí son a los individuos, exigen, para ser llevadas a cabo decentemente, una
atención extrema a la apariencia física y a las disposiciones a la seducción, que son afines
al papel más tradicional asignado a la mujer. Y es también por una simple extensión del
papel tradicional que se puede confiar a las mujeres las funciones (a menudo subordinadas,
aunque el sector de la cultura sea uno de los pocos en donde pueden ocupar posiciones
directivas) de la producción o el consumo de los bienes y de los servicios simbólicos o, más
precisamente, de señas de distinción, luego los productos o los servicios de belleza
(peluqueras, especialistas en belleza, manicuristas, etc.), hasta los bienes culturales
propiamente dichos.
Agentes privilegiados, al menos en el sentido de la unidad doméstica, de la conversión del
capital económico en capital simbólico, la gestión de los ritos y las ceremonias destinados a
manifestar el rango social de la unidad doméstica, el más típico de los cuales es el salon
littéraire las mujeres juegan un papel determinante en la dialéctica de la presunción y la
distinción que constituye el motor de toda la vida cultural. A través de las mujeres, o mejor
dicho, a través del sentido de la distinción que lleva a unos a alejarse de los bienes
culturales devaluados por la divulgación, o a través de la presunción que lleva a otros a
apropiarse en cada momento de las señales de distinción más visibles del momento, se pone
en marcha esta suerte de máquina infernal en la cual no hay acción que no sea una reacción
a otra acción, agente que sea realmente el sujeto de la acción más directamente orientada
hacia la afirmación de su singularidad. Las mujeres de la pequeña burguesía, de las que se
sabe ponen una gran atención en el cuidado del cuerpo o la cosmética y se preocupan por la
respetabilidad ética y estética,(76) son las víctimas favoritas de la dominación simbólica,
pero también las agentes designadas para turnar los efectos en dirección de las clases
dominadas. Atrapadas por la aspiración de identificarse con los modelos dominantes, las
mujeres se muestran más inclinadas a apropiarse a cualquier precio, muy a menudo a
crédito, de las propiedades distinguidas, distintivas de los dominantes, y a imponerlas, con
el fervor del recién converso, en favor sobre todo del poder simbólico circunstancial que
puede garantizarles su posición en el aparato de producción o circulación de los bienes
culturales.(77) Convendría retomar aquí el análisis de los efectos de dominación simbólica
que se ejercen a través de los mecanismos implacables de la economía de los bienes
culturales para hacer ver que las mujeres que no pueden lograr la emancipación (más o
menos aparente), salvo mediante una participación más o menos activa en la eficacia de
esos mecanismos, están condenadas a descubrir que no pueden alcanzar su liberación real
salvo mediante una subversión de las estructuras fundamentales del campo de la producción
y de la circulación de los bienes simbólicos, como si éste no les diese los visos de libertad
más que para mejor conseguir de ellas la sumisión diligente y la participación activa en un
sistema de explotación y de dominio del cual ellas son las primeras víctimas.(78)
Una libido institucional
La preocupación por la verdad, sobre todo en asuntos que, como las relaciones entre los
sexos, son particularmente vulnerables a la transfiguración mistificadora, obliga a decir
cosas que a menudo están calladas y que tienen muchas posibilidades de ser mal
entendidas, sobre todo cuando parecen reconocer o recortar el discurso dominante. La
revelación, si está dedicada a aparecer a quienes toman partido por los intereses dominantes
como una denuncia parcial e interesada, tiene más posibilidades de ser recusada por otros,
que se dicen críticos, como ratificación del orden establecido en cuanto que el modo más
normal de describir o registrar se inspira a menudo en la intención (subjetiva u objetiva) de
justificar y que el discurso conservador avanza a menudo sus órdenes normativas bajo las
apariencias del acta de comprobación.(79) El conocimiento científico de una realidad
política tiene, necesariamente, efectos políticos que pueden ser de sentido contrario: la
ciencia de una forma de dominio, en este caso el dominio masculino, puede tener por efecto
reforzarlo -en la medida en que los dominantes pueden utilizarla para "racionalizar" los
mecanismos propios para perpetuarla-, o puede tener el resultado de impedirlo, un poco a la
manera de la divulgación de un secreto de Estado, favoreciendo la toma de conciencia y la
movilización de las víctimas. Al igual que para abrir a la escuela una posibilidad real de ser
una "escuela liberadora", como se decía antaño, y no para conservar las cosas como están,
era preciso revelar que la escuela era conservadora, es necesario hoy en día correr el riesgo
de que parezca que se justifica el estado actual de la condición femenina mostrando en qué
y cómo las mujeres, tal como son, es decir, tal como el mundo social las ha hecho, pueden
contribuir a su propia dominación.
Se conocen los peligros a los cuales se halla inexorablemente expuesto todo proyecto
científico que se define con relación a un objeto preconstruido, en especial cuando se trata
de un grupo dominado, es decir, de una "causa" que, como tal, parece hacer las veces de
justificación epistemológica y eximir del trabajo propiamente científico de construcción del
objeto, y los estudios de la mujer, los estudios de las minorías, los estudios sobre
homosexualidad que en la actualidad vienen a sustituir a nuestros estudios populistas de las
"clases populares", están sin duda menos protegidos contra la ingenuidad de los "buenos
sentimientos", que no necesariamente excluye el interés bien entendido por los beneficios
asociados a las "buenas causas", que no tienen porqué justificar su existencia y que además
confieren a quienes se apoderan de ellas un monopolio de hecho (a menudo reivindicado
por la ley), pero llevándolos a encerrarse en una suerte de ghetto científico. Transformar,
sin otra forma de proceso, en problema sociológico el problema social planteado por un
grupo dominado equivale a condenarse a dejar escapar lo que constituye la realidad misma
del objeto, sustituyendo una relación social de dominio por una entidad sustancial, una
esencia, pensada en sí misma y para ella misma, como lo puede ser (y de hecho ya se hace
por medio de los men's studies) la entidad complementaria. Es también, simple y
sencillamente, condenarse a un aislacionismo que sólo puede tener efectos por entero
funestos, cuando conduce por ejemplo a ciertas producciones "militantes" a acreditar a las
fundadoras del movimiento feminista "descubrimientos" que forman parte de los
conocimientos más antiguos y de los que con mayor antigüedad han admitido las ciencias
sociales, como el hecho de que las diferencias sexuales son diferencias sociales
naturalizadas. Si no se trata de excluir de la ciencia, en nombre de no sé qué Wertfreiheit
utópico, la motivación individual y colectiva que suscita la existencia de una movilización
política e intelectual (y cuya ausencia basta para explicar la pobreza relativa de los men's
studies), queda que el mejor de los movimientos políticos está destinado a hacer mala
ciencia y, al final, mala política, si no logra convertir sus pulsiones subversivas en
inspiración crítica, y ante todo de sí mismo.
Esta acción de revelación cuenta con tantas más posibilidades de ser eficaz, simbólica y
prácticamente, cuanto se desempeñe a propósito de una forma de dominio que descansa
casi exclusivamente en la violencia simbólica, es decir, en el desconocimiento, y como tal,
puede ser más vulnerable que otras a los efectos de la destrivialización realizada por un
socioanálisis liberador. Sin embargo, debe hacerse dentro de ciertos límites porque esas
cosas son asunto no de conciencia sino de cuerpo, y los cuerpos no siempre comprenden el
lenguaje de la conciencia, y también porque no es fácil romper la cadena continua de
aprendizajes inconscientes que se logran cuerpo a cuerpo, y con circunloquios, en la
relación a menudo oscura en sí misma entre las generaciones sucesivas.
Sólo una acción colectiva que busque organizar una lucha simbólica capaz de cuestionar
prácticamente todos lo presupuestos tácitos de la visión falonarcisista del mundo puede
determinar la ruptura del pacto casi inmediato entre las estructuras incorporadas y las
estructuras objetivadas que constituye la condición de una verdadera conversión colectiva
de las estructuras mentales, no sólo entre los miembros del sexo dominado sino también
entre los miembros del sexo dominante, que no pueden contribuir a la liberación más que
librando la trampa del privilegio.
La grandeza y la miseria del hombre, en el sentido de vir, estriba en que su libido se halla
socialmente construida como libido dominandi, deseo de dominar a los otros hombres y,
secundariamente, a título de instrumento de lucha simbólica, a las mujeres. Si la violencia
simbólica gobierna al mundo, es que los juegos sociales, desde las luchas de honor de los
campesinos kabilas hasta las rivalidades científicas, filosóficas y artísticas de las señoras
Ramsay de todo tiempo y lugar, pasando por los juegos de guerra que son el límite ejemplar
del resto de los juegos, están hechos de tal modo que (el hombre) no puede entrar en ellos
sin verse afectado por ese deseo de jugar que es asimismo el deseo de triunfar o, por lo
menos, de estar a la altura de la idea y del ideal del jugador atraído por el juego. Esta libido
institucional, que reviste también la forma del superyo, puede conducir también, y a
menudo en el mismo movimiento, a las violencias extremas del egotismo viril así como a
los sacrificios últimos de la abnegación y del desinterés: el pro patria mori nunca es sino el
límite de todas las maneras, más o menos nobles y reconocidas, de morir o vivir por causas
o fines universalmente reconocidos como nobles, es decir, universales.
No se ha visto que, por el hecho de estar excluidas de los grandes juegos masculinos y de la
libido social que se genera, las mujeres suelan inclinarse por una visión de dichos juegos
que no esté tan alejada de la indiferencia que predica la cordura: pero esta visión distante
que les hace percibir, así sea vagamente, el carácter ilusorio de la ilusión y sus apuestas, no
tiene muchas posibilidades de estar en posición de afirmarse en contra de la adhesión que
se impone a ellas, al menos en favor de la identificación con las causas masculinas, y la
guerra contra la guerra que les propone la Lisístrata de Aristófanes, en la cual rompen el
pacto ordinario entre la libido dominandi (o dominantis) y la libido sin más, es un programa
tan utópico que está condenado a servir de tema de comedia.
No podría, sin embargo, sobreestimarse la importancia de una revolución simbólica que
busca trastocar, tanto en los espíritus como en la realidad, los principios fundamentales de
la visión masculina del mundo: hasta tal punto es cierto que la dominación masculina
constituye el paradigma (y a menudo el modelo y la apuesta) de toda dominación, que la
ultramasculinidad va casi siempre de la mano con el autoritarismo político, mientras que el
resentimiento social más cargado de violencia política se nutre de fantasmas
inseparablemente sexuales y sociales (como lo testimonian, por ejemplo, las connotaciones
sexuales del odio racista o la frecuencia de la denuncia de la "pornocracia" entre los
partidarios de revoluciones autoritarias). No debe esperarse de un simple socioanálisis, aun
colectivo, y de una toma de conciencia generalizada, una conversión duradera de las
disposiciones mentales y una transformación real de las estructuras sociales mientras las
mujeres continúen ocupando, en la producción y la reproducción del capital simbólico, la
posición disminuida que es el verdadero fundamento de la inferioridad del estatuto que le
imparten el sistema simbólico y, a través de él, toda la organización social. Todo lleva a
pensar que la liberación de la mujer tiene por condición previa una verdadera maestría
colectiva de los mecanismos sociales de dominación, que impiden concebir la cultura, es
decir, el ascenso y dominación en y por los cuales se instituye la humanidad, salvo como
una relación social de distinción afirmada contra una naturaleza que no es otra cosa que el
destino naturalizado de los grupos dominados, mujeres, pobres, colonizados, etnias
estigmatizadas, etc. Queda claro que, sin estar aún todas y siempre completamente
identificadas con la naturaleza, contraste en relación a la cual se organizan todos los juegos
culturales, las mujeres entran en la dialéctica de la presunción y la distinción en calidad de
objetos más que de sujetos.
NOTAS
1. Lacan, J. Ecrits, Seuil, París, 1966, p.692.
2. El vínculo entre el falo y el logos se encuentra condensado (según una lógica que es la
del sueño) en un juego de palabras característico de la lógica del mito docto. La célebre
descripción de la oposición entre el norte y el mediodía, donde se ha visto la primera
expresión del determinismo geográfico, parece un ejemplo paradigmático de mito docto
destinado a producir ese "efecto ciencia" que he denominado efecto Montesquieu (cfr.
Bourdieu, P. "Le nord et le midi: contribution á une analyse de l'effet Montesquieu", Actes
de la recherche en sciences sociales, núm.35, 1980, pp.21-25). Está asimismo en el juego
de palabras (y en particular a través del doble sentido cargado de sobreentendidos) en el
que los fantasmas sociales del filósofo encontraban la ocasión de manifestarse sin tener
que aceptar su culpa (cfr. Bourdieu, P. L'ontologie politique de Martin Heidegger, Minuit,
París, 1988).
3. Speziale-Bagliacca, R. Sulle spalle di Freud, psicoanalysis e ideologia fallica,
Astrolabio, Roma, 1982, pp.43 y ss.
4. Freud, S. "Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos",
en La vie sexuelle, PUF, París, 1977, pp.126 y 131.
5. Llama la atención que el discurso feminista suela caer en el esencialismo que reprocha,
con razón, al "conocimiento masculino" (cfr. Féral, J. Towards a theory of displacement,
en Sub-stance, núm.32, 1981, pp.52-64): no se terminará de recontar los enunciados (de la
forma: la mujer es plural, indefinida) que están dominados por la lógica profunda de la
mitología de la que toman la contrapartida (cfr. Irigaray, L. Speculum, De l'autre femme,
Minuit, París, 1977; Kristeva, J. "La femme, ce n'est jamais ça", en Tel Quel, núm.59,
otoño, 1974, pp.19-25).
6. La antropología comparada, a la cual se puede recurrir, corre el riesgo de perder la
lógica del sistema de las oposiciones pertinentes que no se logra y no se entrega por
completo más que en los límites históricos de una tradición cultural (cfr. Héritier-Augé, F.
"Le sang du guerrier et le sang des femmes. Notes anthropologiques sur le rapport des
sexes", Cahiers du Grif, Tierce, París, invierno 1984-85, p.7-21). En cambio, permite
aparecer lo arbitrario de las oposiciones homólogas en el interior de las cuales la
oposición entre lo masculino y lo femenino se halla sumergida (y naturalizada por el efecto
de la coherencia sistémica). Así, entre los inuit, la luna es un hombre y el sol es su
hermana, las cualidades que la tradición mediterránea atribuye a la mujer (como el frío, lo
crudo) y la naturaleza se asignan al hombre, mientras que el calor, lo cocido y la cultura
se asocian a la mujer, lo que no impide a los inuit relegar a la mujer al universo doméstico
y minimizar al máximo su papel en la procreación (cfr. Saladin d'Anglure, citado por
Héritier-Augé, op cit.).
7. Sobre el cuerpo y la práctica ritual como conservatorios (y no "memoria") para
transmitir y conservar el pasado véase: Bourdieu, P. Le sens pratique, Minuit, París, 1980,
sobre todo la primera parte, capítulo 4.
8. Cfr. Peristiany, J. (ed.) Honour and shame: the values of mediterranean society,
Chicago University Press, 1974; Pitt-Rivers, J. Mediterranean countrymen. Essays in the
social anthropology of the Mediterranean, Mouton, París-La Haya, 1963.
9 Cfr. Gennep, Van. Manuel de folklore français contemporain, Picard, París, 3 vols.,
1937-1958.
10. Du Bois, P. Sowing the body, psychoanalysis and ancient representations of women,
Chicago University Press, 1988. Svenbro, J. Phrasikleia: anthropologie de la lecture en
Gréce ancienne, La Decouverte, París, 1988.
11. En la cual, por ejemplo, Michel Foucault se encierra cuando, en el segundo volumen de
su Historia de la sexualidad, opta por iniciar con Platón su indagación acerca de la
sexualidad y el sujeto, ignorando autores como Homero, Hesíodo, Esquilo, Sófocles,
Herodoto o Aristófanes, por no mencionar los filósofos presocráticos, entre quienes aflora
con mayor claridad el viejo sustrato mediterráneo.
12. Bourdieu, P. "Lecture, lecteurs, lettrés, littérature", en Choses dites, Minuit, París,
1987, pp.132-143.
13. Como el tratado de cirugía que analiza Marie-Christine Pouchelle en Corps et
chirurgie á l'apogée du Moyen-Age, Flammarion, París, 1983.
14. No sería oportuno hablar aquí de ideología. Si las prácticas rituales y los discursos
míticos cumplen incuestionablemente una función legitimadora, jamás encuentran su
principio, contrariamente a las afirmaciones de ciertos antropólogos empeñados en
legitimar el orden social. Es notable que la tradición kabila, no obstante organizada según
la división jerárquica entre los sexos, no propone mitos justificatorios de esta diferencia
(salvo tal vez el mito del nacimiento de la cebada, cfr. Bourdieu, Le sens pratique, op cit.,
p.128, y el mito que trata de racionalizar la posición "normal" del hombre y de la mujer en
el acto sexual). La concepción que imputa los efectos de legitimación a acciones
intencionalmente orientadas a la justificación del orden establecido no vale ni para las
sociedades diferenciadas, en las cuales las acciones de legitimación más eficientes son
dejadas a instituciones como el sistema escolar y a mecanismos que aseguran la
transmisión hereditaria del capital cultural. En Kabilia todo el orden social funciona como
una inmensa máquina simbólica fundada en la dominación masculina.
15. Sobre la estructuración del espacio interior de la casa ver: Bourdieu, P. Le sens
pratique, op cit., pp.441-461, y sobre la organización de la jornada, pp.415-421.
16. Aunque no todas las sociedades han sido estudiadas, y las que lo han sido no
necesariamente han buscado aclarar la naturaleza de la relación entre los sexos, no es
descabellado pensar que, con toda probabilidad, la supremacía masculina es universal
(cfr. Héritier-Augé, op cit.).
17. Es lo que dice la lengua cuando, por hombre, entiende no sólo al ser humano varón
sino al ser humano en general, y emplea el género masculino para hablar de la
humanidad. La fuerza de la evidencia dóxica se observa en que esta monopolización
gramatical de lo universal, hoy en día reconocida, no aparece en su verdad sino después
de la crítica femenina.
18. Para un cuadro detallado de la distribución de las actividades entre los sexos, véase:
Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., p.358.
19. Las pláticas y las observaciones realizadas en el marco de nuestras investigaciones
sobre el mercado de la casa permiten verificar que, todavía en la actualidad y cerca de
nosotros, la lógica de la división de las tareas, nobles o triviales, entre los sexos, conducía
a menudo a un reparto de los papeles que deja a la mujer el cuidado de hacer las compras
ingratas, como preguntar los precios, verificar las facturas, pedir las rebajas, etc. (cfr.
Bourdieu, P. "Un contrat sous contrainte", en Actes de la recherche en sciences sociales,
núm.81-82, marzo de 1990, pp.34-51).
20. La "intuición femenina" es un caso particular de la lucidez especial de los dominados
que ven más de lo que son vistos. Cfr. Van Stolk, A. y C. Wouters. "Power changes and selfrespect:
a comparison of two cases of established-outsiders relations", en Theory, culture
and society, núm.4, 1987, pp.477-488. Los mismos autores sugieren que los homosexuales,
habiendo sido criados como heterosexuales, han interiorizado el punto de vista dominante,
por lo que pueden adoptar ese punto de vista sobre ellos mismos (lo que los condena a una
discordancia cognitiva y valuativa que podría explicar su lucidez especial), y pueden
comprender mejor el punto de vista de los dominantes de lo que éstos alcanzan a entender
el suyo.
21. Se puede preguntar si, como sugiere la definición de los diccionarios, la virtud no es
identificada con la "castidad" o la "fidelidad sentimental o conyugal". Como siempre, la
relación entre dominantes y dominados no es simétrica: se concede tanto más a los
hombres la potencia sexual y su ejercicio legítimo cuanto que son más poderosos
socialmente (salvo, tal vez, como lo han mostrado algunos escándalos recientes, en
Estados Unidos), mientras que la virtud de las mujeres es tanto más controlada, de hecho y
de derecho, en la mayoría de las sociedades, cuanto más ocupen un rango social más
elevado.
22. Sobre esta relación y las condiciones de su funcionamiento véase: Bourdieu, P. Le sens
pratique, op cit., pp.266-268.
23. Ya desarrollé ese punto en Esquisse d'une théorie de la pratique, Droz, Ginebra,
pp.195-196, y en Le sens pratique, pp.115-116.
24. Entre ellos las etnias estigmatizadas por el hecho de su origen étnico o religioso,
marcado o no por algún rasgo físico -por ejemplo, el color de la piel-, representan el caso
límite.
25. Es el tipo de elección que toman, de manera más o menos consciente, quienes,
preocupados por la rehabilitación, quieren a toda costa hablar de "cultura popular".
26. Sobre la institución de una nobleza escolar a través de la fractura instaurada por el
concurso y el trabajo de imposición y de inculcación realizado por la institución escolar,
véase: Bourdieu, P. La noblesse d'Etat, Minuit, París, 1989.
27. Sobre las razones que me han llevado a sustituir la noción de rito de institución
(palabra que debe entenderse en el sentido a la vez de lo que está instituido -la institución
del matrimonio- y del acto de instituir, la institución del heredero) a la noción de rito de
paso, que debe su éxito inmediato al hecho de que no es una premonición de sentido común
convertida en concepto de conducta cuerda. Véase: Bourdieu, P. "Les rites d'institution",
en Ce que parler veut dire, Fayard, París, 1982, pp.121-134.
28. La tradición europea, que permanece viva en el inconsciente masculino europeo
contemporáneo, asocia el valor físico o moral con la virilidad y, al igual que la tradición
bereber, establece explícitamente un vínculo entre el volumen de la nariz (nif), símbolo del
pundonor, y el supuesto tamaño del falo.
29. El lazo morfológico, a primera vista sorprendente, entre abbuch, el pene, y thabbucht,
el seno, puede explicarse por el hecho de que representan dos manifestaciones de la
plenitud vital,
de lo vivo que da vida, a través del esperma y la leche. (Igual relación entre thamellalts, el
huevo, símbolo por excelencia de la fecundidad femenina, e imellalen, los testículos).
30. Cfr. Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.412-415.
31. Cfr. Bourdieu, P. Ibidem, pp.452-453 (sobre los esquemas lleno/vacío y sobre el
llenado) y también p.397 (sobre la serpiente).
32. Se observa que no se puede comprender la percepción ordinaria en su verdad salvo a
condición de exceder la alternativa del constructivismo idealista y del objetivismo realista.
33. Cfr. Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.426 y ss.
34. Estas palabras están empapadas de tabú, así como los términos anodinos en apariencia
como duzan, los asuntos, los utensilios; laqul, la vajilla; lah'wal, los ingredientes, o
azaakuk, la cola, que les sirven con frecuencia de sustitutos eufemísticos.
35. Sartre, J.P. L'etre et le néant, Gallimard, París, 1943, p.706.
36. Ibidem, pp.699-701; subrayados del autor.
37. Ibid., p.701.
38. Ibid., p.702.
39. Pouchelle, M. Corps et chirurgie á l'apogée du Moyen-Age, Flammarion, París, 1983.
Como Marie-Christine Pouchelle, que muestra que el hombre y la mujer son dos variantes,
superior e inferior, de la misma fisiología, Thomas Laqueur estableció que hasta el
Renacimiento no se dispone de términos anatómicos para describir en detalle al sexo de la
mujer, que se le representa como compuesto de los mismos órganos que el del hombre,
pero organizados de otra forma (cfr. Laqueur, Th. "Orgasm, generation and the politics of
reproductive biology", en C. Gallagherand y Th. Laqueur (eds.), The making of the modern
body: sexuality and society in the nineteenth century, University of California Press,
Berkeley, 1987).
40. Yvonne Knibiehler muestra cómo, al prolongar el discurso de los moralistas como
Roussel, los anatomistas de principios del siglo XIX, sobre todo Virey, tratan de encontrar
en el cuerpo de la mujer la justificación del estatuto social que le asignan en nombre de las
oposiciones tradicionales entre el interior y el exterior, la sensibilidad y la razón, la
pasividad y la actividad (cfr. Knibiehler, Y. "Les médecins et la nature femenine au temps
du Code
Civil", en Annales, núm. 31, 1976, pp.824-845).
41. Laqueur, Th. W. "Amor Veneris, Vel Dulcedo Appeletur", en M. Feher con R. Naddaf y
N. Tazi (eds.), Zone, Parte III, Zone, Nueva York, 1989.
42. Según Charles Malamoud, el sánscrito emplea para calificarla la palabra Viparita, que
es utilizada también para designar el mundo al revés, en sentido de arriba a abajo.
43. Ese mito fue recopilado en 1988 por Tassadit Yacine (le agradezco que me lo haya
querido comunicar).
44. El simple uso de la palabra sexualidad puede fomentar una lectura etnocéntrica. En
ese mundo que se podría decir enteramente sexualizado, nada es propiamente hablando
sexual en el sentido moderno, y secularizado, del término: además de otras razones por las
que las realidades sexuales no están constituidas en estado separado, en ellas mismas
(como, por ejemplo, en la intención erótica), y están entrelazadas en el sistema de las
oposiciones que organizan todo el cosmos.
45. Como lo muestra bien Yvette Delsaut en un texto inédito, es mediante un trabajo muy
semejante de formación o, mejor aún, de reforma del cuerpo y de los usos del cuerpo, las
elecciones estéticas, vestimentas y cosméticas, que la institución escolar trataba de
imponer ambiciones, pero encerrándolas en sus propios límites, a las hijas de las clases
"modestas" que destinaba a la profesión de institutriz (cfr. Delsaut, Y. "Carnets de
socioanalyse, 2: Une photo de classe", en Actes de la recherche en siciences sociales,
núm.75, noviembre de 1988, pp.83-96).
46. Sobre la palabra qabel, él mismo vinculado a las orientaciones más fundamentales de
toda la visión del mundo, véase: Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., p.151.
47. Toda la ética (por no hablar de la estética) participa del conjunto de los adjetivos
fundamentales (elevado/bajo, derecho/torcido, rígido/flexible) de los cuales una buena
parte designa asimismo posiciones o disposiciones del cuerpo, o de tal o cual de sus partes.
48. Como se ha podido apreciar en el mito original, donde descubría con estupor el sexo
de la mujer y el placer (sin reciprocidad) que se le revelaban, el hombre se sitúa, en el
sistema de las oposiciones que lo unen a la mujer, del lado de la buena fe y de la
ingenuidad (niya), antítesis perfectas de la astucia diabólica (that'raymith).
49. Primero, al menos en el caso de las sociedades norteafricanas, sobre el plano físico,
como lo certifica el testimonio, recogido en 1962, de un farmacéutico de Argel, es muy
frecuente y común entre los hombres recurrir a los afrodisíacos, por otra parte presentes
en la farmacopea tradicional. La virilidad es la prueba de una forma más o menos
disfrazada de juicio colectivo, con ocasión de los ritos de desfloración de la recién casada,
pero también a través de las conversaciones femeninas que, como lo prueban los. registros
que llevé a cabo, en los años sesenta, ocupan un lugar destacado en las cosas sexuales y en
las proezas o fallas de la virilidad. En las sociedades diferenciadas, donde la fuerza de la
diferenciación social tiende a disminuir cuando se asciende en la jerarquía social (o, al
menos, hacia las regiones del campo del poder), el peso de la carga viril se ejerce
particularmente sobre los dominados que enfrentan cada vez más a menudo exigencias
imposibles.
50. Toda la moral del honor no es más que el desarrollo de esta fórmula fundamental de la
illusio viril.
51. Virginia Woolf tenía conciencia de la paradoja, que no sorprenderá a quienes tienen de
la literatura, y de sus propias vías de verdad, una visión simplista: "Prefiero, siempre que
la verdad sea importante, escribir ficción" (Woolf, V. The pargiters, Harcourt Brace
Jovanovich, Nueva York, 1977, p.9). Más aún: "Es probable que la ficción aquí contenga
más verdad que hechos" (Woolf, V. A room of one's own, Leonard y Virginia Woolf,
Londres, 1935, p.7).
52. Woolf, V. To the lighthouse. En México se puede conseguir una traducción de esta
obra: Al faro, Antonio Marichalar (trad.), Hermes/Sudamericana, México, 1987 (n.
53. La palabra paterna se sitúa espontáneamente en la lógica de la predicción conjuradora
o profiláctica, que anuncia el futuro temido para exorcizarlo, y también como una amenaza
("terminarás mal", "nos deshonrarás a todos", "no lograrás jamás tu bachillerato") y cuya
confirmación mediante los hechos ofrece la ocasión de un triunfo retrospectivo ("te lo
dije"), compensación encantada del sufrimiento causado por la decepción de no haber sido
sacado del error ("esperaba que me hicieras mentir").
54. Y también, si se quiere, la respuesta de la señora Ramsay, que opone al veredicto
paterno un cuestionamiento de la necesidad o una afirmación de la contingencia fundadas
en un puro acto de fe: "Pero tal vez haga buen tiempo, creo que lo hará".
55. "Si James hubiera tenido a su alcance una hacha, un atizador o cualquier otro
instrumento susceptible de clavarse en el pecho de su padre y de matarlo ahí mismo, de un
golpe, lo habría hecho. Tales, así de extremas, eran las emociones que el señor Ramsay
hacía nacer en el corazón de sus hijos con su sola presencia cuando estaba ante ellos,
presente a su manera, delgado como un junco, estrecho como una hoja de cuchillo, con la
sonrisa sarcástica que provocaba en él no sólo el placer de desilusionar a su hijo y
ridiculizar a su mujer, no obstante superior a él en todos los aspectos (a ojos de James),
sino además de la secreta vanidad sacada de la rectitud de su propio juicio".
56. To the lighthouse, pp.10-11; cursivas del autor.
57. Ibidem, pp.45-46; cursivas del autor.
58. "[...] sin replicar, y adoptando la actitud de una persona aturdida y cegada, ella
inclinó la cabeza [...] No había nada que decir".
59. Esto se aprecia en la participación que las mujeres jóvenes de las clases populares
prestan a las pasiones deportivas de "su" hombre, y que, por su carácter decisorio y
afectivo, no puede aparecer a los hombres más que como frívola, hasta absurda, por la
misma razón, por otra parte, que la actitud opuesta, más frecuente en el matrimonio, es
decir, la hostilidad celosa en cuanto a una pasión por cosas a las cuales no tienen acceso.
60. La función protectora de la señora Ramsay es evocada en varias ocasiones, sobre todo
a través de la metáfora de la gallina que aletea para proteger a sus polluelos: "tomaba
bajo su protección la totalidad del sexo que no era el suyo y eso por razones que no
alcanzaba a explicar".
61. Al evocar explícitamente el veredicto a propósito del paseo al faro y al pedir perdón a
la señora Ramsay por la brutalidad con la cual la ha asestado (él le hace cosquillas "no
sin cierta timidez, en las piernas desnudas de su hijo"; propone "muy humildemente" ir a
pedir consejo a los guardias costeros), el señor Ramsay traiciona que esta negativa
rotunda tiene que ver con la escena ridícula y con el juego de la illusio y de la desilusión.
62. Se descubre más tarde que ella conocía perfectamente el punto sensible en que su
marido podía en cualquier momento ser conmovido: "Ah, ¿pero cuánto crees que
durará? preguntó alguien. Es como si ella tuviera antenas que se proyectaban hacia afuera
temblando y que, al interceptar ciertas frases, llamara la atención sobre éstas. Esta era
una de ellas. Sintió el peligro proveniente de su marido. Una pregunta de ese tipo llevaría,
estaba casi segura, a alguna afirmación que le haría pensar en lo que su propia carrera
había tenido de fallido. ¿Cuánto tiempo continuaría leyendo? se preguntaría al
instante".
63. Ibid., p.126.
64. Woolf, V. Tres guineas.
65. Ibidem.
66. "[...] su madre mirándolo guiar diestramente las tijeras en torno al refrigerador, lo
imaginaba sentado en un sillón de juez, todo de rojo y armiño, o en vías de dirigir alguna
empresa seria en un momento crítico del gobierno de su país".
67. Kant, E. Antropología desde el punto de vista pragmático. En la continuación del texto,
Kant, por una de esas "degradaciones encadenadas" que traicionan las asociaciones del
inconsciente, pasa de las mujeres a las "masas", de la renuncia que está inscrita en la
necesidad de delegar a la "docilidad" que conduce a los pueblos a dimitir en beneficio de
"padres de la patria".
68. Esto contra la tendencia a encerrar todos los intercambios sexuales del universo
burocrático, sobre todo entre patrones y secretarias, en la alternativa del "acoso sexual"
(sin duda aún subestimado por las denuncias más "radicales") y del uso cínico e
instrumental del encanto femenino como instrumento de poder. El efecto mismo del
encanto que es inherente al poder consiste en impedir discernir, en una relación afectiva (o
sexual) entre personas de rango estatutario diferente, la parte del constreñimiento y la
parte de la seducción. Cfr. Pringle, R. Secretaries talk, sexuality, power and work, Allen
and Unwin, Londres/Nueva York, 1988, en especial las pp.84-103.
69. "Luego decía: `Dios mío'. Añadía: `Mañana seguramente llueve'. Decía: `No lloverá'. Y
he aquí que una perspectiva divina de seguridad se abría instantáneamente ante ella. No
había nadie a quien reverenciara tanto" (To the lighthouse).
70. "Las mujeres por siglos sirvieron a los hombres de espejos, poseían el poder mágico y
delicioso de reflejar una imagen del hombre dos veces más grande que la naturaleza"
(Woolf, V. A room of one' own, op cit.).
71. En la medida en que ella se inspira en la intención de romper con las impresiones
superficiales "torciendo la batuta en el otro sentido", esta evocación de la visión femenina
del papel bueno corresponde a un estado de la división del trabajo entre los sexos que, en
numerosos puntos, está superado, en especial con la abolición de la segregación sexual en
la escuela y en muchos otros lugares públicos y con el acceso de una parte cada vez más
importante de la población femenina a la enseñanza superior y a la vida profesional (a
veces en posiciones tradicionalmente consideradas masculinas), tanto como de cambios
que implican el deterioro del modelo tradicional de la mujer en el hogar y en la vida
doméstica, sin hablar del efecto, indiscutible aunque diferenciado socialmente, de las
luchas feministas que se constituyen como políticas, es decir, como posibilidad de
cuestionar y transformar, las diferencias naturalizadas del orden antiguo. Queda que, en la
situación de transición, el estado arcaico que ha sido evocado aquí sobrevive todavía
mucho tiempo en las prácticas y en las disposiciones inconscientes.
72. Cfr. Thomas, J. "Women and capitalism: oppression or emancipation? A review
article", en Comparative studies in society and history, núm.30, 1988, pp.534-549.
73. Cfr. Bourdieu P. y M. de Saint Martin. "Le patronat", en Actes de la recherche en
sciences sociales, núm.20-21, 1978, pp.3-82.
74. La tesis de Mary O'Brien según la cual la dominación masculina es producto del
esfuerzo de los hombres para superar su alienación de los medios de reproducción de la
especie y para restablecer la primacía de la paternidad disimulando el trabajo real de las
mujeres en el parto, omite señalar ese trabajo "ideológico" en sus bases, es decir, en las
constricciones del mercado de los bienes simbólicos y en la necesaria subordinación de la
reproducción biológica a las necesidades de la reproducción del capital simbólico. Cfr.
O'Brien, M. The politics of reproduction, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1981.
75. Scott, J. W. "L'ouvriére, mot impie, sordide", Le discours de l'économie politique
française sur les ouvriéres (1840-1860), en Actes de la recherche en sciences sociales,
núm.83, junio de 1990, pp.2-15 (en especial p.12).
76. Cfr. Bourdieu, P. La distinction, Critique sociale du jugement, Minuit, París, 1979,
pp.226-229; Ce que parler veut dire, op cit.
77. Cfr. Bourdieu, P., con la colaboración de S. Bouhedja, R. Christin y C. Givry, "Un
placement de pére de famille. La maison individualle: specificité du produit et logique du
champ de production", en Actes de la recherche en sciences sociales, núm.81-82, marzo de
1990, pp.6-33.
78. Se podría mostrar que toda una serie de estrategias de subversión propuestas por el
movimiento feminista (como la defensa del aspecto natural o la denuncia del uso de la
mujer como instrumento de exhibición simbólica, sobre todo en la publicidad) descansan
en la intuición de los mecanismos evocados aquí. Pero esta intuición parcial debería
extenderse a situaciones en las cuales las mujeres pueden tener toda la apariencia de
ejercer las responsabilidades de un agente que actúa al mismo tiempo que permanecen
prisioneras de una relación instrumental.
79. El texto de Kant citado aquí ofrece un ejemplo notable de este efecto retórico.
Pierre Bourdieu. Sociólogo francés. Profesor en la Escuela de Altos Estudios en
Ciencias Sociales, director del Centro de Sociología Europea y de la revista
Actes de la recherche en sciences sociales, París, Francia.
1 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
Colección Pedagógica Universitaria
No. 37-38
enero-junio/julio-diciembre 2002
Estrategias de reproducción y modos de
dominación1
Pierre Bourdieu
Una de las preguntas más importantes respecto del mundo social es la de saber
por qué y cómo este mundo dura, persevera en el ser; cómo se perpetúa el orden
social, es decir, el conjunto de relaciones de orden que lo constituyen. Para
responder verdaderamente a esta pregunta, hay que rechazar tanto la visión
“estructuralista” –según la cual las estructuras, llevando consigo el principio de su
propia perpetuación, se reproducen con la colaboración obligada de los agentes
subordinados a sus presiones–, como la visión interaccionista o etnometodológica
(o más generalmente marginalista) –según la cual el mundo social es el producto
de actos de construcción que los agentes operan, en cada momento, en una
especie de “creación continua”. Hace falta, en otros términos, rechazar la pregunta
sobre si los signos de sumisión que los subordinados conceden continuamente a
sus superiores hacen y rehacen sin cesar la relación de dominación o si, a la
inversa, la relación objetiva de dominación impone los signos de sumisión. De
hecho, el mundo social está dotado de un conatus, como decían los filósofos
clásicos, de una tendencia a perseverar en el ser, de un dinamismo interno, inscrito
a la vez en las estructuras objetivas y en las estructuras “subjetivas”, las
disposiciones de los agentes, y continuamente conservado y sostenido por acciones
de construcción y reconstrucción de las estructuras que dependen en su principio
de la posición ocupada en las estructuras por aquellos que las llevan a cabo. Toda
sociedad descansa sobre la relación entre dos principios dinámicos, que son
desigualmente importantes según las sociedades y que están inscritos, uno, en
las estructuras objetivas, y más precisamente, en la estructura de la distribución
del capital y en los mecanismos que tienden a asegurar la reproducción; el otro, en
2 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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las disposiciones (a la reproducción); y es en la relación entre estos dos principios
que se definen los diferentes modos de reproducción, y en particular las estrategias
de reproducción que les caracterizan.
Antes de entrar en abstracciones, inevitables, del intento de formalización o,
si esto no fuere demasiado enfático, de axiomatización a la cual voy a dedicarme
frente a ustedes, quisiera recordar brevemente las condiciones en las cuales
nacieron y se desarrollaron las reflexiones teóricas que me han conducido a construir
el concepto de sistema de estrategias de reproducción. Me parece necesario,
especialmente por la presencia de un auditorio perteneciente en su mayoría a otra
disciplina –la historia– y a otra tradición intelectual nacional, hacer explícito el
contexto histórico en el cual –y contra el cual– he sido impelido a pensar toda una
clase de acciones como estrategias –y no como la puesta en obra de reglas–
objetivamente orientadas hacia la reproducción de ese cuerpo social que es la
familia (o la “casa”) constituyendo un sistema.
Pero más que los malentendidos inherentes a la comunicación
interdisciplinaria e internacional, temo aquellos que pueden resultar de la
desrealización que produce la formalización. Frecuentemente pensé, por ejemplo,
que el pensamiento de Max Weber ha sufrido mucho por lecturas teoricistas
favorecidas por las tentativas de formalización que él mismo presentó, al final de
su vida, en Wirtschaft und Gesellschaft, y que muchas de las deformaciones que
su obra ha soportado hubieran sido evitables si muchos de sus lectores (por
ejemplo Talcott Parsons) hubieran tenido una visión más exacta del contexto
histórico específico (el espacio de los posibles científicos) respecto del cual se
constituyó su pensamiento y de las investigaciones históricas en las cuales se
afirmó. Por otro lado, en la medida que los principios de error contra los cuales
han sido construidos se mantienen vigentes, los conceptos más rigurosamente
controlados están expuestos a ser el objeto de empleos distraídos y superficiales
que, como sucede cotidianamente a nociones como capital cultural o capital
simbólico, tienden a destruir el poder de ruptura que encierran.
No es fácil reconstituir de manera exacta el espacio de posibles teóricos
frente al cual estaba colocado cuando, en los años sesenta, comencé a
interesarme, a propósito del caso de Kabylia y del Béarn, en la lógica de los
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intercambios matrimoniales y las prácticas testamentarias. Lo que es seguro es
que estaba dominado por la visión estructuralista que, a favor de la noción de regla,
podía dar las apariencias de una revolución teórica a una restauración del juridicismo
que, desde el origen, había frecuentado las investigaciones etnológicas en materia
de teorías sobre el parentesco, como lo ha mostrado Louis Dumont, pero también
y sobre todo en materia de teorías de la devolución de los bienes. Es típica de esta
visión la lectura que Emmanuel Le Roy Ladurie hará de los trabajos de Jean Yver
que conducen a definir áreas geográficas al interior de las cuales se imponen
normas testamentarias inflexibles, dejando sin ningún lugar a los acomodos y a
las negociaciones.2 Sin duda porque participé de esa mood teórica,
incontestablemente ligada al prestigio extraordinario que entonces detentaba, a
los ojos de todos los investigadores en ciencias sociales, la obra de Claude Lévi-
Strauss, y particularmente Las estructuras elementales del parentesco, yo había
intentado, en un primer trabajo sobre el caso de Béarn, construir un modelo ligando
los intercambios matrimoniales a las tradiciones testamentarias.3 Pero un estudio
más profundo de matrimonios concretos, y en particular de separaciones, tanto en
Kabylia como en Béarn, me condujo poco a poco a poner en duda la visión
estructuralista, que tal vez debía una parte de su seducción al hecho de reducir el
funcionamiento social a una suerte de mecanismo de relojería, puesto al día por
una especie de Dios relojero, exterior y superior a su creación. Me parecía, en
efecto, que tanto en el caso de Kabylia como en Béarn, la norma oficial, el
“matrimonio preferencial” con la prima paralela o el derecho de primogénito, no era
más que una de las presiones, y no la más imperativa, con las cuales los agentes
debían contar para concebir sus estrategias testamentarias o matrimoniales; y por
tanto debía abandonar la visión altiva y la “mirada distante” que caracterizaban la
visión estructuralista para colocarme, a través de un cambio radical de “paradigma”
(en el sentido de Kuhn), simbolizado por el recurso a la noción de estrategia, al
principio mismo de la práctica, en el punto de vista de los agentes –lo que no
quiere decir, como a veces lo ha sugerido Lévi-Strauss, en su conciencia, por una
regresión hacia una fenomenología subjetivista, que sirve de fundamento a una
visión ingenuamente “espontaneísta” del orden social.4 Este cambio de la relación
a los agentes –menos distante– y a la práctica –menos intelectualista– implicaba
una transformación profunda de la perspectiva sobre las prácticas, es decir, la
construcción de una teoría de la práctica fundada en una teoría reflexiva de la
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mirada teórica (o del “scholastics bias”) que implicaba una transformación profunda
de la manera de realizar la investigación sobre las estrategias matrimoniales y
testamentarias. Es así, por ejemplo, que en el caso de Kabylia, pude mostrar, con
Abdelmalek Sayad, que ese elemento fundamental del capital simbólico que es el
nombre propio era la apuesta de estrategias extremadamente complejas, tanto
para los ascendentes como entre los descendientes –estrategias que otros han
podido observar en lugares y tradiciones muy diferentes.5 Hablar de apuestas,
exige abandonar la lógica mecanicista de la estructura por la lógica dinámica y
abierta del juego, y obligarse a tomar en cuenta, para comprender cada nueva
jugada, toda la serie de jugadas anteriores, tanto en materia matrimonial como en
materia testamentaria. Es obligarse a reintroducir el tiempo –que Leibniz definía
como “el orden de las sucesiones”– y también, a la manera de los mismos agentes,
el conjunto (o el sistema) de estrategias de todos los tipos, matrimoniales y
testamentarias, pero también económicas, educativas, etc., que están en el principio
del estado del juego y del poder sobre el juego, y, a través de él, de toda nueva
estrategia.
El cuerpo de proposiciones teóricas que voy a intentar exponer se apoya
sobre toda una serie de análisis históricos muy precisos de las estrategias que,
en contextos muy diferentes, agentes muy distintos –los campesinos kabyles o
de Béarn, los líderes de las industrias preocupados por asegurar la perpetuación
de su empresa o de los empleados deseosos de transmitir su capital cultural
asegurando su conversión en capital escolar– aplican, y a través de las cuales se
completa el conatus de la unidad doméstica. Lo mismo que los análisis llamados
etnológicos que llevé a cabo a propósito de Béarn o de Kabylia no han dejado de
orientar mis investigaciones sobre las estrategias educativas que las diferentes
categorías sociales ponen en marcha, hoy día, en todas las sociedades avanzadas,
para reproducir su posición en el espacio social, esos análisis llamados sociológicos
me han permitido comprender más adecuadamente las transformaciones de las
estrategias matrimoniales de las sociedades rurales que han estado determinadas
por la unificación del mercado de bienes simbólicos y por la transformación profunda
del sistema de mecanismos de reproducción, ligado al crecimiento extraordinario
del peso del sistema escolar.6
5 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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Se puede armar una especie de cuadro de las grandes clases de estrategias
de reproducción (engendradas por esas disposiciones) que se encuentran en todas
las sociedades, pero con pesos diferentes (según el grado de objetivación del
capital) y bajo formas que varían según la naturaleza del capital que trata de
transmitirse y el estado de los mecanismos de reproducción disponibles (por
ejemplo, las tradiciones testamentarias). Esta construcción teórica permite restaurar
en el análisis científico la unidad de prácticas que son casi siempre aprehendidas
en orden disperso y separadas por ciencias diferentes (derecho, demografía,
economía, sociología).
Aunque sean, en la práctica, interdependientes y estén entremezcladas, uno
puede distribuir las estrategias de reproducción en algunas grandes clases. Entre
las estrategias de inversión biológica, las más importantes son las estrategias de
fecundidad y las estrategias profilácticas. Las primeras son estrategias a muy
largo plazo, que comprometen todo el futuro de la descendencia y de su patrimonio,
y tienen por objeto controlar la fecundidad, es decir, el aumento o la reducción del
número de hijos, y por tanto, la fuerza del grupo familiar, pero también el número de
pretendientes potenciales del patrimonio material y simbólico: según el estado de
medios disponibles, ellas pueden tomar caminos directos, con las técnicas de
control de nacimientos, o indirectas, con el matrimonio tardío o el celibato, por
ejemplo, que tienen la doble ventaja de impedir la reproducción biológica y de
excluir (al menos en los hechos) de la herencia (es la función de orientación hacia
el sacerdocio de algunos de los hijos en las familias aristocráticas o burguesas
bajo el Antiguo Régimen, o del celibato de los hijos menores en ciertas tradiciones
campesinas favoreciendo al primogénito). Las estrategias profilácticas están
destinadas a mantener el patrimonio biológico asegurando los cuidados continuos
o discontinuos destinados a mantener la salud o a eludir la enfermedad y, más
generalmente, asegurando una gestión razonable del capital corporal.
Las estrategias testamentarias buscan asegurar la transmisión del patrimonio
material entre generaciones con el mínimo de desperdicio posible dentro de los
límites de las posibilidades ofrecidas por la costumbre o el derecho –así fuere
recurriendo a todos los artificios y a todos los subterfugios disponibles en los
límites del derecho o a todos los “favores”7 (como la transmisión directa e invisible
de efectivo o de objetos). Estas estrategias se especifican según la especie de
capital que se trata de transmitir, digamos según la composición del patrimonio.
6 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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Las estrategias educativas, de las cuales las estrategias escolares de las
familias o de los niños escolarizados son un caso particular, son estrategias de
inversión a muy largo plazo que no necesariamente son percibidas como tales y
no se reducen, como lo cree la economía del “capital humano”, sólo a su dimensión
económica, o incluso monetaria: en efecto, ellas tienden, antes que todo, a producir
los agentes sociales dignos y capaces de recibir la herencia del grupo, es decir
de transmitirla en su momento al grupo. Es el caso específico de las estrategias
“éticas” que buscan inculcar la sumisión del individuo y de sus intereses al grupo
y a sus intereses superiores, y que por ese hecho, cumplen una función fundamental
asegurando la reproducción de la familia que es ella misma el “sujeto” de las
estrategias de reproducción.
Las estrategias de inversión económica, en el sentido amplio del término,
están orientadas hacia la perpetuación o el aumento del capital bajo sus diferentes
especies. A las estrategias de inversión económica en sentido restringido, hace
falta añadir las estrategias de inversión social, orientadas hacia la instauración o
el mantenimiento de relaciones sociales directamente utilizables o movilizables,
a corto o a largo plazo; es decir, hacia su transformación en obligaciones durables,
sentidas subjetivamente (sentimientos de reconocimiento, de respeto, etc.) o
institucionalmente garantizadas (derechos), convertidas en capital social y en
capital simbólico a través de la alquimia del intercambio –de dinero, de trabajo, de
tiempo, etc– y por todo un trabajo específico de mantenimiento de relaciones. Las
estrategias matrimoniales, ejemplo particular de los precedentes, deben asegurar
la reproducción biológica del grupo sin amenazar su reproducción social por un
mal matrimonio y contribuir, por la alianza con un grupo al menos equivalente bajo
todas las relaciones socialmente pertinentes, al mantenimiento del capital social.
Las estrategias de inversión simbólica son todas las acciones que tienen
por objeto conservar o aumentar el capital de reconocimiento (en los diferentes
sentidos del término), privilegiando la reproducción de los esquemas de percepción
y de apreciación más favorables a sus propietarios y produciendo las acciones
susceptibles de ser apreciadas favorablemente según esas categorías (por ejemplo
mostrar la fuerza para no tener que servirse de ella). Las estrategias de sociodicea,8
que son un caso particular, buscan legitimar la dominación y su fundamento (es
decir la especie de capital sobre la cual se apoya) naturalizándolas.
7 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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Las estrategias de reproducción tienen por principio no una intención consciente
y racional, sino las disposiciones del habitus que tienden espontáneamente a
reproducir las condiciones de su propia producción. Dado que ellas dependen de
las condiciones sociales de las cuales el habitus es producto, es decir, en las
sociedades diferenciadas, del volumen y la estructura del capital poseído por la
familia (y de su evolución en el tiempo), ellas tienden a perpetuar su identidad, que
está diferenciada, manteniendo las separaciones, las distancias y las jerarquías, y
contribuyen así en forma práctica a la reproducción de todo el sistema de diferencias
constitutivas del orden social.9 Las estrategias de reproducción engendradas por
las disposiciones a la reproducción inherentes al habitus pueden duplicarse en
estrategias concientes, individuales y a veces colectivas, que estando casi siempre
inspiradas por la crisis del modo de reproducción establecido, no contribuyen
necesariamente a la realización de los fines que persiguen.
Las estrategias de reproducción constituyen un sistema y, con ese título,
están al principio de suplencias funcionales y de efectos compensatorios ligados a
la unidad de función; las estrategias matrimoniales pueden, por ejemplo, suplir al
fracaso de las estrategias de fecundidad. Del hecho de que ellas se aplican en
puntos diferentes del ciclo de vida como proceso irreversible, las diferentes
estrategias de reproducción están también cronológicamente articuladas, cada
una de ellas, debiendo en cada momento contar con los resultados esperados por
aquella que le ha precedido o que tiene un alcance temporal más corto: es así, por
ejemplo, que en la tradición béarnesa, las estrategias matrimoniales dependen
muy directamente de las estrategias de fecundidad de la familia, por intermedio del
número y del sexo de los hijos, pretendientes potenciales a una “dote” o a una
compensación; pero también de las estrategias educativas, en las que el éxito era
la condición de la aplicación de estrategias buscando separar de la herencia a las
hijas y a los hijos menores (unas a través del matrimonio apropiado y los otros a
través del celibato o la emigración) y en fin, de las estrategias propiamente
económicas buscando entre otras cosas el mantenimiento o el aumento del
patrimonio. Esta interdependencia se extiende a varias generaciones; una familia
podría estar obligada a imponerse, durante largo tiempo, pesados sacrificios para
compensar las “salidas” que habían sido necesarias para “dotar” en tierras o dinero
a una familia muy numerosa o para reestablecer la posición material y sobre todo
simbólica del grupo después de un matrimonio con una persona considerada como
inferior por nacimiento o por el medio al cual pertenece.10 Los mismos análisis se
8 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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aplican a las grandes familias aristocráticas y a las familias reales, cuyas
estrategias domésticas se convierten en asuntos de Estado (guerras de sucesión,
etc.).11
Una historia comparada de los sistemas de estrategias de reproducción debe
tomar en cuenta, por una parte, la composición del patrimonio que trata de
transmitirse, es decir, el peso relativo de las diferentes especies de capital, y por
otra, el estado de los mecanismos de reproducción (mercado, específicamente el
mercado de trabajo, derecho, específicamente el derecho de sucesión o de
propiedad, institución escolar y título escolar, etc.). Por ejemplo, el peso
determinante que detenta el capital simbólico en el patrimonio de los campesinos
kabyles (en razón de la tradición de indivisión de la tierra y del lugar eminente
acordado a los valores de honor, por tanto a la reputación del grupo) hace de esta
sociedad una especie de laboratorio para el estudio de las estrategias de
acumulación, de reproducción y de transmisión del capital simbólico: las estrategias
que se desarrollan alrededor de la transmisión de nombres propios de ancestros
prestigiosos, como yo las he analizado, o la importancia a primera vista
desmesurada que es otorgada a los juegos de honor, se explican sin duda por el
hecho de que la acumulación de capital simbólico, forma extremadamente frágil y
lábil, representa la forma principal de acumulación.12 Esas estrategias se
encuentran entre los campesinos béarneses, preocupados por conservar, aumentar
y transmitir el nombre y el renombre de la “casa”, pero se complican por el hecho
de que la tierra poseída asigna un límite a las estrategias, y en particular al bluff
que autoriza la lógica de los juegos simbólicos.13 Y otras presiones, propiamente
jurídicas, pero también políticas, dan su fisonomía particular a las estrategias de
familias reales o aristocráticas, bien que la familiaridad con las estrategias de
“casas” campesinas permite comprender inmediatamente el principio.14
Pero las diferentes estrategias de reproducción no se definen completamente
más que en relación con los mecanismos de reproducción, institucionalizados o
no. El sistema de estrategias de reproducción de una unidad doméstica depende
de las ventajas diferenciales que ella puede esperar de distintas inversiones, en
función de los poderes efectivos sobre los mecanismos institucionalizados
(mercado económico, mercado escolar, mercado matrimonial) que le aseguran el
volumen y la estructura de su capital. A través de la estructura de oportunidades
disímiles de beneficio, que son objetivamente ofrecidas a sus inversores por los
9 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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diferentes mercados sociales, se imponen sistemas de preferencias (o de intereses)
distintos y propensiones del todo distantes a invertir en los diferentes instrumentos
de reproducción. Por ejemplo, todo el largo periodo de transición del Estado dinástico
al Estado burocrático está marcado, tanto en Francia como en Inglaterra, por una
lucha entre aquellos que no querían conocer y reconocer las estrategias de
reproducción con base familiar (los hermanos del rey), fundadas sobre los vínculos
sanguíneos, y aquellos que invocaban las estrategias de reproducción burocráticas
(los ministros del rey), fundadas sobre la transmisión escolar del capital cultural.
En nuestras sociedades, donde diferentes instrumentos de reproducción están
disponibles, la estructura de la distribución de poderes sobre los instrumentos de
reproducción es el factor determinante del rendimiento diferencial que los distintos
instrumentos de reproducción están en la medida de ofrecer a las inversiones de
diversos agentes, y por tanto, de la reproducibilidad de su patrimonio y de su
posición social, y por tanto de la estructura de sus propensiones diferenciales a
invertir sobre los distintos mercados. Se ha podido mostrar, por ejemplo, que el
sistema escolar no puede contribuir a la reproducción de la estructura social y,
más precisamente, de la estructura de la distribución del capital cultural, condenando
a los niños a una eliminación tanto más probable cuando provienen de familias
más desprovistas de capital cultural, que en la medida que esos niños (y sus
familias) tienen tantas más oportunidades de tener disposiciones que los inclinan
a la autoeliminación (como la indiferencia o la resistencia a las incitaciones
escolares) que si ellos están situados en una posición más desfavorecida en la
estructura de la distribución del capital cultural.15
Igualmente, hoy se ve oponerse, en el seno del campo del poder e incluso en
el seno del campo de poder económico, agentes que, en función del capital que
poseen, mayormente económico o más cultural, se orientan hacia estrategias de
reproducción fundadas sea sobre la inversión en la economía o sea sobre la
inversión en la escuela: entre los patrones “familiares”, la transmisión enteramente
controlada por la familia de un derecho de propiedad hereditario, y por otro lado, la
transmisión, más o menos asegurada por el Estado, de un poder vitalicio, fundado
en el título escolar, que, a diferencia del título de propiedad o del título de nobleza,
no es transferible hereditariamente. De modo general, la propensión a invertir en el
sistema escolar depende del peso relativo del capital cultural en la estructura del
patrimonio: a diferencia de los empleados o de los profesores que concentran sus
10 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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inversiones en el mercado escolar, los patrones familiares, en los que el éxito
social no depende al mismo grado del éxito escolar, invierten menos “interés” y
trabajo en sus estudios y no obtienen el mismo rendimiento de su capital cultural.
Las transformaciones de la relación entre el patrimonio, considerado en su
volumen y su estructura, y el sistema de instrumentos de reproducción, con la
transformación correlativa de oportunidades de beneficio, tienden a llevar a cabo
una reestructuración del sistema de estrategias de reproducción: quienes detentan
el capital no pueden mantener su posición en la estructura social más que pagando
el precio de una reconversión de las especies de capital que poseen en otras
especies, más rentables y más legítimas en el estado considerado de instrumentos
de reproducción: así, por ejemplo, es el principio de la reconversión, en la Alemania
del siglo XIX, de una aristocracia latifundista en burocracia de Estado.
En los universos sociales donde los dominantes deben cambiar sin cesar
para conservarse, tienden necesariamente a dividirse, sobre todo en los periodos
de rápida transformación de los modos de reproducción, según el grado de
reconversión de sus estrategias de reproducción: los agentes o los grupos mejor
provistos de especies de capital que posibilitan recurrir a nuevos instrumentos de
reproducción, los cuales son los más inclinados y los más aptos a emprender una
reconversión, se oponen a aquellos que están más ligados a la especie de capital
amenazada (por ejemplo, en vísperas de la revolución de 1789, los pequeños
aristócratas de provincia sin fortuna ni cultura se oponen a la nobleza y a la burguesía
aristocratizada o, en 1968, los profesores de las disciplinas más directamente
subordinadas a los concursos de reclutamiento de profesores –gramática, lenguas
antiguas o incluso filosofía– se oponían a los profesores de nuevas disciplinas,
como las ciencias sociales). Muchas de las grandes oposiciones que están en el
centro de los debates ideológicos de una época (por ejemplo, las discusiones
actuales sobre la “cultura”) no son más que el enfrentamiento de diferentes formas
de sociodicea conservadora: aquellas que buscan antes que nada legitimar el
modo de reproducción antiguo, diciendo eso que llevaba sin decirse hasta ahora,
y transformando la doxa en ortodoxia, se oponen a quienes buscan racionalizar,
en el doble sentido de la palabra, la reconversión apresurando la toma de conciencia
de las transformaciones y la elaboración de estrategias adaptadas, legitimando
esas estrategias a los ojos de los “integristas”.
11 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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De esta manera, la mayor virtud de la construcción de la noción de modo de
reproducción como relación entre un sistema de estrategias de reproducción y un
sistema de mecanismos de reproducción, es que ella permite construir y comprender
de manera unificada fenómenos pertenecientes a universos sociales muy alejados,
como la transmisión de los nombres propios en Kabylia y en la Italia del
Renacimiento16 o la política de las grandes dinastías reales y la política doméstica
de las familias campesinas (y de hacer desaparecer de un solo golpe la ruinosa
oposición entre sociología, historia y etnología). Pero ella no debe hacernos olvidar,
por tanto (por esta especie de “etnologismo” que ha afectado a la última Escuela
de los Anales), las diferencias profundas entre sociedades donde las disposiciones
a la reproducción y las estrategias de reproducción que ellas engendran no
encuentran otro apoyo, en la objetividad de las estructuras sociales, más que en
las estructuras familiares, instrumento mayor, si no exclusivo, de reproducción, y
deben por tanto organizarse alrededor de estrategias educativas y matrimoniales;
y las sociedades donde ellas pueden apoyarse a la vez sobre las estructuras del
mundo económico y sobre las estructuras de un Estado organizado, donde las
más importantes, desde el punto de vista de la reproducción, son las estructuras
de la institución escolar.
Las sociedades precapitalistas o protocapitalistas se distinguen de las
sociedades capitalistas porque en aquellas el capital está mucho menos objetivado
(y codificado) que en las sociedades capitalistas, y mucho menos inscrito en las
instituciones capaces de asegurar su propia perpetuación y de contribuir, por su
funcionamiento, a la reproducción de las relaciones de orden que son constitutivas
del orden social. De aquí se deriva que, en esas sociedades, el problema de la
perpetuación de las relaciones sociales, y especialmente de las relaciones sociales
de dominación, se presenta de una manera particularmente dramática: ¿cómo es
posible mantener a alguien duraderamente? ¿Cómo se pueden instaurar relaciones
de trabajo, de intercambio, etc., y particularmente relaciones asimétricas de
dominación que sean capaces de perpetuarse perdurablemente, incluso más allá
de los límites de la vida de aquellos que ellas comprometen?17 Se puede citar a
Marx, quien opone las sociedades en las que las relaciones de producción toman
la forma de “relaciones de dependencia personal” y las sociedades donde ellas
descansan sobre “la independencia de las personas fundada sobre la dependencia
12 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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material”.18 Y de hecho, hace mucho tiempo que estructuras objetivas como el
mercado de trabajo (y el “trabajador libre”, en el sentido de Weber) y el conjunto
de instituciones estatales, de las cuales la más importante, desde ese punto de
vista, es la institución escolar, no existen, los dominantes deben consagrarse a
un trabajo de creación continua de las relaciones sociales, reducidas a las
relaciones personales. Eso se ve bien en el caso de las relaciones entre el fellah
y su khammès, aparcero en la quinta:19 el patrón debe mantener continuamente la
relación, por toda una serie de intercambios que buscan identificarlo a una relación
entre parientes (puede llegar hasta dar una de las hijas a uno de los hijos del
khammès). En la ausencia de lo que Sartre llamaba la “violencia inerte”, los
mecanismos económicos y sociales, como aquellos del mercado de trabajo y de
la violencia legítima de las reglas del derecho, él está obligado a recurrir a esas
formas suaves o eufemísticas de la presión que definen la violencia simbólica,
con todos los recursos del paternalismo (y que pueden asociarse a la violencia
física brutalmente ejercida, como en la venganza).20
De esta manera, las sociedades precapitalistas o protocapitalistas no ofrecen
las condiciones de una dominación impersonal y, menos todavía, de una
reproducción impersonal de las relaciones de dominación. Estas sociedades no
disponen de la violencia escondida de los mecanismos objetivos, donde es
suficiente dejar hacer, como el mercado de trabajo o el mercado escolar. De aquí
se deriva que la perpetuación de las relaciones sociales descansa casi
exclusivamente sobre los habitus, es decir, sobre las disposiciones socialmente
instituidas por estrategias metódicas de inversión educativa, que inclinan a los
agentes a producir el trabajo continuo de mantenimiento de las relaciones sociales
(específicamente con el trabajo simbólico de construcción y de reconstrucción
genealógica), en consecuencia del capital social, y también del capital simbólico
de reconocimiento que buscan los intercambios reglamentados, y en particular,
los intercambios matrimoniales. Y si las estrategias matrimoniales ocupan un
lugar tan importante en el sistema de estrategias de reproducción, es porque, sin
estar necesariamente codificado de manera tan perfecta y rigurosa como lo hacen
creer ciertas teorías del parentesco, el vínculo matrimonial aparece como uno de
los instrumentos más seguros que se encuentran propuestos, en la mayoría de
las sociedades (y todavía en las sociedades contemporáneas), para asegurar la
reproducción del capital social y del capital simbólico, salvaguardando el capital
económico.
13 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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En las sociedades donde los agentes están de más en más duraderamente
colocados (especialmente en posición dominada) por el efecto de mecanismos
generales, como aquellos que regulan el mundo económico y el mundo cultural (y
donde podríamos decir que, grosso modo, capital llama capital), el peso de las
estrategias matrimoniales tiende globalmente a disminuir, aun cuando siga siendo
todavía importante, mientras la familia posea el control entero de una empresa
agrícola, industrial o comercial (en ese caso, las estrategias por las cuales la
familia busca asegurar su propia reproducción –estrategias de fecundidad,
estrategias educativas, estrategias testamentarias y sobre todo estrategias
matrimoniales– tienden a subordinarse a las estrategias propiamente económicas).
En la medida que un campo económico dotado de sus propias leyes de
desarrollo se constituye, y que ahí se instauran los mecanismos que aseguran la
reproducción durable de su estructura, y con el cual el Estado contribuye a garantizar
la constancia (como aquellos que están ligados a la existencia de la moneda y que
fundan la confianza necesaria para hacer posibles las inversiones
transgeneracionales), el poder directo y personal sobre las personas tiende a ceder
de más en más el lugar al poder sobre los mecanismos que aseguran el capital
económico o el capital cultural (el título escolar).
La emergencia del Estado, que organiza la concentración y la redistribución
de las diferentes especies de capital –económico, cultural y simbólico–, conlleva
una trasformación de las estrategias de reproducción, de las cuales podemos ver
un ejemplo, para el capital simbólico, en el paso del honor feudal –fundado sobre el
reconocimiento otorgado por los pares y por los plebeyos, obligados sin cesar a
conquistarlo y a mantenerlo–, a los honores burocráticamente conferidos por el
Estado. Un proceso análogo se observa en el caso del capital cultural. La historia
de las sociedades europeas está profundamente marcada por el desarrollo
progresivo, al seno del campo del poder, de un modo de reproducción con base en
un componente escolar, del cual se observan en principio los efectos en el mismo
campo del poder con el paso de la lógica dinástica de “la casa del rey”, fundada
sobre un modo de reproducción familiar, a la lógica burocrática de la razón de
Estado, fundada sobre un modo de reproducción escolar. Uno de los factores de
esta evolución es el conjunto de contradicciones y de conflictos que nacen con la
coexistencia, en el seno del Estado dinástico, de dos categorías de agentes, el
14 Colección Pedagógica Universitaria 37-38, enero-junio/julio-diciembre 2002
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rey y su parentela de una parte, y de la otra los funcionarios del rey; es decir, de
dos modos de reproducción y de dos poderes, un poder heredado y transmisible
hereditariamente por la sangre, y por lo tanto fundado sobre la naturaleza (con el
título nobiliario), y un poder adquirido y vitalicio, fundado en el “don” y el mérito, y
garantizado por el derecho (con el título escolar). El proceso de desfeudalización
que conduce del Estado dinástico al Estado burocrático puede ser descrito como
un proceso de desnaturalización, una ruptura progresiva de los vínculos naturales,
de las lealtades primarias con base familiar. El estado moderno es en principio
antiphysis y la lealtad hacia el Estado supone una ruptura con todas las fidelidades
originarias.
El Estado, heredero de un proceso de erradicación de todo vestigio de vínculos
naturales –que sobreviven a pesar de todo en el nepotismo y el favoritismo–, favorece
y garantiza el funcionamiento del modo de reproducción escolar en el seno del
campo del poder de Estado, pero también en el seno del campo de poder
económico, del cual podemos aprehender la lógica específica comparándola al
modo de reproducción familiar que se perpetua a pesar de todo (en una oposición
que no puede explicarse sin evocar aquella que se establecía entre la casa del rey
y los funcionarios reales).
En las grandes firmas burocráticas, el diploma deja de ser un simple atributo
estatutario (como el diploma de derecho de un empresario privado) para volverse
un verdadero derecho de entrada: la escuela (bajo la forma de una “grande école”)
y el cuerpo, grupo social que la escuela produce en apariencia ex nihilo (pero de
hecho producido a partir de propiedades ligadas a la familia), toman el lugar de la
familia y la parentela; con la cooptación de los condiscípulos sobre la base de
solidaridades de escuela o de cuerpo, se juega el rol que vuelve al nepotismo y a
las solidaridades de clan en las empresas familiares.
Toda estrategia de reproducción implica una forma de numerus clausus, en
términos de las funciones de inclusión y exclusión que limitan sea el número de
los productos biológicos del cuerpo (aunque sólo la familia puede hacerlo), sea el
número de individuos habilitados a formar parte (lo que puede conducir a excluir
una parte de los productos biológicos del cuerpo, mujeres, hijos menores, etc.).
Lo más importante, es que en el modo de reproducción “familiar”, la responsabilidad
de estos ajustes incumbe a la familia. Con el modo de reproducción de componente
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escolar, al cual los patrones tecnocráticos deben su posición, la familia pierde el
control de las opciones testamentarias y el poder de designar ella misma a los
herederos. Lo que caracteriza al modo de reproducción escolar, es la lógica
propiamente estadística de su funcionamiento. La responsabilidad de la transmisión
no incumbe más a una persona o a un grupo, obligados u orientados por la tradición
(derecho del primogénito, etc), como en la transmisión familiar, sino a todo un
conjunto de agentes, individuales o colectivos, cuyas acciones, aisladas y
estadísticamente agregadas, tienden a asegurar a la clase en su conjunto los
privilegios que ella rechaza hacia tal o cual de sus elementos tomado de modo
separado: la Escuela no puede contribuir a la reproducción de la clase (en el
sentido lógico del término) más que sacrificando ciertos miembros de la clase que
se ahorraran un modo de reproducción dejando a la familia el pleno poder sobre la
transmisión. La contradicción específica del modo de reproducción escolar reside
en la oposición entre los intereses de la clase que la escuela sirve estadísticamente
y los intereses de los miembros que ella sacrifica. Y también en el hecho de que la
sobreproducción, con todas las contradicciones que ella implica, se vuelve una
constante estructural cuando, con el modo de reproducción con componente escolar,
las oportunidades teóricamente iguales son ofrecidas a todos los “herederos”
–mujeres tanto como hombres, hijos menores tanto como primogénitos–, para
obtener títulos escolares, al mismo tiempo que el acceso de los “no-herederos” a
esos títulos se incrementa también (en números absolutos) y que la eliminación
brutal, desde la entrada a la enseñanza secundaria, cede su lugar a una eliminación
suave. La crisis de 1968 es sin duda, por una parte, el efecto de esta contradicción.
Habríamos de cuidarnos siempre de reducir la oposición entre los dos modos
de reproducción a la oposición entre recurrir a la familia y recurrir a la escuela. Se
trata sobre todo, de hecho, de la diferencia entre una gestión puramente familiar de
los problemas de reproducción y una gestión familiar que utiliza a la Escuela en
las estrategias de reproducción. En efecto, además de la acción de reproducción
que ejerce la escuela, ésta se apoya en la transmisión doméstica del capital cultural;
la familia continúa introduciendo la lógica relativamente autónoma de su propia
economía, lo cual le permite acumular el capital que detenta cada uno de sus
miembros, al servicio de la acumulación y de la transmisión del patrimonio.
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Otro error posible, es el que consistiría en concluir, según un esquema
evolucionista simple, que los dos modos de reproducción corresponden a momentos
de una evolución inseparable de aquella que conduce, según ciertos autores, de
un modo de dominación fundado sobre la propiedad y los owners a otro, más
racional y más democrático, fundado en la “competencia” y los managers. De
hecho, la definición del modo de reproducción legítimo es una apuesta de luchas,
especialmente en el seno del campo de poder económico, y hay que tener cuidado
de considerar como el fin de la historia eso que no es más que un estado de
fuerzas susceptible de ser transformado. Esas luchas toman frecuentemente la
forma de una lucha por el poder del Estado y sobre el poder que está en medida
de ejercer sobre el sistema de instrumentos de reproducción, económicos o
escolares particularmente.
Habría que analizar largamente los efectos de la transformación del modo de
reproducción sobre el funcionamiento de la familia como instancia responsable de
la reproducción e, inversamente, los efectos de la transformación en la familia (por
ejemplo, con la elevación de las tasas de divorcio) sobre el funcionamiento del
modo de reproducción con componente escolar. ¿La crisis de la familia está ligada
a las transformaciones de las estrategias de reproducción tendientes a reducir la
necesidad de la unidad doméstica? Pero muchos índices llevan a creer que la
familia burguesa continúa cultivando su integración social, que es la condición
mayor de su contribución a la perpetuación de su capital social y de su capital
simbólico y, por ello, de su capital económico. Estamos lejos todavía del agente
económico aislado, tal como lo describen los economistas.
Lo anterior conduce a preguntarse quién es, en definitiva, el “sujeto” de las
estrategias de reproducción. Es cierto que la familia y las estrategias de
reproducción han surgido juntas: sin familia, no habría estrategias de reproducción;
sin estrategias de reproducción, no habría familia (o cuerpo y de Stand como casi
familia). Hace falta que la familia exista –lo que no se explica por sí mismo– para
que las estrategias de reproducción sean posibles; y las estrategias de reproducción
son la condición de la perpetuación de la familia, en su creación continua. La
familia, en la forma particular que ella reviste en cada sociedad, es una ficción
social (frecuentemente convertida en ficción jurídica) que se instituye en la realidad
a precio de un trabajo que busca instituir duraderamente en cada uno de los
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miembros de la unidad instituida (especialmente por el matrimonio como rito de
institución) los sentimientos apropiados para asegurar la integración de esta unidad
y la creencia en el valor de esta unidad y de su integración. Puede observarse que
las estrategias educativas tienen una función fundamental; como todo el trabajo
simbólico, teórico (genealógico especialmente) y práctico (intercambio de dones,
de servicios, fiestas y ceremonias, etc.), que incumbe particularmente a las mujeres
y que transforma la obligación de amar en disposición amante y que tiende a dotar
a cada uno de los miembros de la familia de un “espíritu de familia”: ese principio
cognitivo de visión y de división es al mismo tiempo un principio práctico de cohesión,
generador de adhesiones, de generosidades, de solidaridades y de una adhesión
vital a la existencia de un grupo familiar y de sus intereses.
Ese trabajo de integración es tanto más indispensable que la familia; si ella
debe, para estar conforme, funcionar como un cuerpo, tiende siempre a funcionar
como un campo, con sus propias relaciones de fuerzas físicas, económicas y
sobre todo simbólicas (ligadas especialmente al volumen y a la estructura del
capital poseído por los diferentes miembros), y sus luchas por la conservación o la
transformación de esas relaciones de fuerza. Es solamente al precio de un trabajo
constante que las fuerzas de fusión (afectivas especialmente) llegan a oponerse o
a compensar las fuerzas de fisión.
La unidad de la familia está hecha por y para la acumulación y la transmisión.
El “sujeto” de la mayor parte de las estrategias de reproducción es la familia,
actuando como una especie de sujeto colectivo y no como un simple agregado de
individuos. Para comprender las estrategias colectivas de las familias (en el caso
del matrimonio kabyle, por ejemplo, o en el caso de la compra de una casa en la
Francia de hoy), hay que conocer primero la estructura y la historia de la relación
de fuerzas entre los diferentes agentes y sus estrategias. Pero hace falta conocer
también el volumen y la estructura del capital que las familias tienen para transmitir,
y a partir de ello, la posición de cada uno en la estructura de la distribución de las
diferentes especies de capital. Es, en efecto, esta posición la que orienta las
estrategias (que es el verdadero sujeto) –lo que explica que, siguiendo su propio
conatus, cada una de las familias contribuye a la reproducción del espacio de
posiciones constitutivas de un orden social, por tanto, a la realización del conatus
inscrito en este orden.21
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Es posible ver mejor cómo responder a la pregunta, expuesta al principio, de
las condiciones de permanencia del orden social. El mundo social no es ese
universo radicalmente discontinuo que era para Hobbes, según Durkheim (“Para
Hobbes, es un acto de voluntad el que da origen al orden social y su soporte es un
acto de voluntad perpetuamente renovado”), y que proponen hoy todos aquellos
que, preocupados por restituir su lugar al “sujeto”, conducen a reducir las relaciones
sociales, incluyendo las relaciones de dominación, a los actos (de sumisión
especialmente) que realizan los agentes en cada momento. Como el universo
físico según Leibniz, tiene en sí mismo el principio de su dinamismo y de su
lógica. Esta vis insita, que es también una lex insita, está inscrita a la vez en las
estructuras objetivas (y los mecanismos que aseguran la reproducción, como
aquellos que favorecen la reproducción de la distribución del capital cultural) y en
las estructuras del habitus o, más precisamente, en la relación entre los unos y
los otros; ella existe en las probabilidades objetivas que están inscritas en las
tendencias inmanentes a los diferentes campos sociales (como tendencias a
producir frecuencias estables y regularidades, frecuentemente reforzadas por reglas
explícitas) y en las esperanzas subjetivas, groseramente ajustadas a esas
tendencias, que están inscritas en las inclinaciones del habitus.
Traducción de Miguel A. Casillas22
Notas
1 Este texto es la trascripción del curso del Colegio de Francia impartido en
Göttingen, Alemania, el 23 de septiembre de 1993. Apareció publicado por
primera vez en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 105, en
diciembre de 1994.
2 Cf. J. Yver. (1966). Égalité entre héritiers et Exclusion des enfants dotés.
Essai de géographie coutumière. Paris: Sirey. E. Le Roy Ladurie. (1972),
"Structures familiales et coutume d’héritage en France au XVIe siècle:
système de la coutume", Annales ESC, 4-5, p.825-846, retomado en Le
Territoire de l’historien. Paris: Gallimard, p. 222-251.
3 Cf. P. Bourdieu. (1962) “Célibat et condition Paysanne”, Études rurales, 5-6,
abril-septiembre, p. 32-136. Sobre este trabajo y sus prolongaciones y
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perfeccionamientos en la tradición etnológica, véase el número especial de
la revista Études rurales: "La terre, secesión et héritage", 1988, p. 110-113.
4 La noción de estrategia, tal como yo la utilicé, tenía como primera virtud la de
tomar en cuenta las presiones estructurales que pesan sobre los agentes
(contra ciertas formas del individualismo metodológico), al mismo tiempo
que la posibilidad de respuestas activas a esas presiones (contra cierta
visión mecanicista del estructuralismo). Como lo indica la metáfora del
juego, esas presiones están inscritas, por lo esencial, en el capital disponible
(bajo sus diferentes especies), es decir, en la posición ocupada por una
unidad determinada en la estructura de la distribución de ese capital, en la
relación de fuerzas con otras unidades. En ruptura con el uso dominante de
la noción, que considera las estrategias como los objetivos concientes y a
largo plazo de un agente individual, yo empleaba ese concepto para designar
a los conjuntos de acciones ordenadas en busca de objetivos a más o
menos largo plazo y no necesariamente admitidos como tales, que son
producidos por los miembros de un colectivo como sería el caso de la familia
(Cf. P. Bourdieu. “Les stratégies matrimoniales dans le système de
reproduction”, Annales, 4-5, julio-octubre, 1972, pp. 1105-1127; Cl. Lévi-
Strauss, “L’ethnologie et l’histoire”, Annales ESC, 6, noviembre-diciembre
1983, pp. 1217-123; P. Bourdieu, «De la règle aux stratégies» en Choses
dites. Paris: Minuit, 1987, pp. 75-93)
5 P. Bourdieu, Esquisse d’une théorie de la pratique, Genève, Droz, 1966, pp.
82-83, 133-137; Christiane Klapisch-Zuber, La Maison et le Nom, stratégies
et rituels dans l’Italie de la Renaissance, Paris, École des hautes études en
sciences sociales, 1990.
6 Cf. P. Bourdieu, “Reproduction interdite. La dimension symbolique de la
domination économique”, Études rurales, No 113-114, enero-junio, 1989,
pp. 15-36; “Le patronat”, Actes de la recherche en sciences sociales, 21,
marzo-abril, 1978, pp.3-82.
7 Comillas de la traducción.
8 En el sentido de una sociología natural, que buscaría entender las diferencias
sociales como parte de la naturaleza de las cosas, sin comprender que se
trata de un proceso de construcción social (N. del T.)
9 El habitus tiende, en efecto, a perpetuarse según su determinación interna,
afirmando su autonomía en relación a la situación (en lugar de someterse a
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la determinación directa del entorno, como la materia).
10 Cf. P. Bourdieu, “Célibat…”, loc. cit., y “les strategies…”, loc. cit.
11 Para otros ejemplos, cf. la bibliografía de Marie-Christine Zelem, en Études
rurales, 110-112, 1988, pp. 325-357, y también Kojima Hiroshi, “A
Demographic Evaluation of P. Bourdieu’s ‘Fertility Strategy”, The Journal of
Population Problems, 45 (4), 1990, pp. 52-58.
12 Cf. P. Bourdieu, Esquisse…, op. cit.
13 Cf. P. Bourdieu, “Célibat…”loc. cit. pp.32-136, y Le sens pratique, op. cit.
14 Cf. P. Bourdieu, “Espris d’État”, Actes de la recherche en sciences sociales,
96-97, marzo, 1993, pp. 49-62.
15 Lo que conduce a revocar también la distinción ordinaria entre métodos
cuantitativos y métodos cualitativos: uno no puede realmente demostrar
tales mecanismos más que a condición de conducir, simultáneamente, el
análisis que podría decirse cualitativo de las disposiciones –por ejemplo
los esquemas de percepción y de apreciación que los agentes individuales
aplican en su selección de una disciplina– y el análisis estadístico de las
estructuras –por ejemplo, las distribuciones según el sexo y el origen social
entre las diferentes disciplinas.
16 Cf. P. Bourdieu, Esquisse.., op. cit., pp.82-83, 133-137. Christiane Klapisch-
Zuber, La Maison et le Nom..., op. cit.
17 ¿Cómo, mientras que no se puede recurrir a la justicia o a la policía, podría
uno cobrarle a un deudor? Como lo observa Renou, no hay otro recurso,
frecuentemente, que la magia, o más precisamente, la maldición mágica
(arma de los débiles, frecuente de las mujeres).
18 K. Marx, “Principes d’une critique de l’économie politique”, en Oeuvres, I,
Paris, Gallimard, Pléiade, p. 210.
19 Se trata de la relación donde un terrateniente brinda parte de su tierra para
que los campesinos la trabajen a cambio de una renta o parte de la cosecha.
20 Se puede advertir la simplificación que Norbert Elias hace de la realidad
histórica cuando reduce la historia de la evolución de la violencia a un
modelo lineal de deterioro continuo: si tanto es que los grandes modelos
de evolución tuvieran un interés y un sentido, habríamos al menos de tomar
el hecho de que, en muchas de las sociedades arcaicas, la violencia física
más brutal (especialmente las relaciones con el out group) coincide con
formas eufemísticas y estilizadas de violencia simbólica (con el intercambio
de dones, por ejemplo), que esas formas refinadas (de las cuales el
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paternalismo es un superviviente) han decaído a medida que se instauraba
la violencia inerte de los mecanismos del mercado de trabajo y, en fin, que
en las sociedades económicamente avanzadas, la violencia inerte encuentra
un conectivo en la violencia suave del management ilustrado todas las veces
que la relación de fuerzas lo impone.
21 En el caso de sociedades con base en Estado, hace falta conocer también la
historia del trabajo de institucionalización del cual la familia tal y como la
conocemos es producto. Esta cosa tan privada es de hecho un asunto
público, en la medida en que la familia depende de acciones públicas tales
como las políticas de vivienda o, más directamente, la política de la familia
y el derecho familiar; garantizada por el Estado, ratificada por el Estado,
ella recibe del Estado los medios de existir y de subsistir.
22 Doctor en sociología. Profesor investigador del Departamento de Sociología
de la UAM-A; investigador invitado del IIE de la Universidad Veracruzana.