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NATURALEZA Y NECESIDAD DE LAS REVOLUCIONES CIENTÍFICAS Kuhn T.S.

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IX. NATURALEZA Y NECESIDAD DE LAS REVOLUCIONES CIENTÍFICAS
estas observaciones nos permiten finalmente considerar los problemas que dan título a este ensayo. ¿Qué son las revoluciones científicas y cuál es su función en el desarrollo científico? Gran parte de la respuesta a esas preguntas ha sido anticipada ya en secciones previas. En par­ticular, la discusión anterior ha indicado que las revoluciones científicas se consideran aquí como aquellos episodios de desarrollo no acumulativo en que un antiguo paradigma es reemplazado, com­pletamente o en parte, por otro nuevo e incom­patible. Sin embargo, hay mucho más que decir al respecto y podemos presentar una parte de ello mediante una pregunta más. ¿Por qué debe lla­marse revolución a un cambio de paradigma? Frente a las diferencias tan grandes y esenciales entre el desarrollo político y el científico, ¿qué paralelismo puede justificar la metáfora que en­cuentra revoluciones en ambos?
Uno de los aspectos del paralelismo debe ser ya evidente. Las revoluciones políticas se inician por medio de un sentimiento, cada vez mayor, restringido frecuentemente a una fracción de la comunidad política, de que las instituciones exis­tentes han cesado de satisfacer adecuadamente los problemas planteados por el medio ambiente que han contribuido en parte a crear. De ma­nera muy similar, las revoluciones científicas se inician con un sentimiento creciente, también a menudo restringido a una estrecha subdivisión de la comunidad científica, de que un paradigma existente ha dejado de funcionar adecuadamente en la exploración de un aspecto de la naturaleza hacia el cual, el mismo paradigma había previa­mente mostrado el camino. Tanto en el desarro­llo político como en el científico, el sentimiento de mal funcionamiento que puede conducir a la crisis es un requisito previo para la revolución. Además, aunque ello claramente fuerza la metáfo­ra, este paralelismo es no sólo válido para los principales cambios de paradigmas, como los atri-buibles a Copérnico o a Lavoisier, sino también para los mucho rnás pequeños, asociados a la asimilación de un tipo nuevo de fenómeno, como el oxígeno o los rayos X. Las revoluciones cien­tíficas, como hicimos notar al final de la Sec­ción V, sólo necesitan parecerles revolucionarias a aquellos cuyos paradigmas sean afectados por ellas. Para los observadores exteriores pueden parecer, como las revoluciones balcánicas de co­mienzos del siglo xx, partes normales del proceso de desarrollo. Los astrónomos, por ejemplo, po­dían aceptar los rayos X como una adición simple al conocimiento, debido a que sus paradigmas no fueron afectados por la existencia de la nueva radiación. Pero, para hombres como Kelvin, Cro-okes y Roentgen, cuyas investigaciones trataban de la teoría de la radiación o de los tubos de rayos catódicos, la aparición de los rayos X vio­ló, necesariamente, un paradigma, creando otro. Es por eso por lo que dichos rayos pudieren ser descubiertos sólo debido a que había algo que no iba bien en la investigación normal.
Este aspecto genético del paralelo entre el des­arrollo político y el científico no debería ya dejar lugar a dudas. Sin embargo, dicho paralelo tiene un segundo aspecto, más profundo, del que de­pende la importancia del primero. Las revolucio­nes políticas tienden a cambiar las instituciones políticas en modos que esas mismas institucio­nes prohiben. Por consiguiente, su éxito exige el abandono parcial de un conjunto de instituciones en favor de otro y, mientras tanto, la sociedad no es gobernada completamente por ninguna insti­tución. Inicialmente, es la crisis sola la que ate­núa el papel de las instituciones políticas, del mismo modo, como hemos visto ya, que atenúa el papel desempeñado por los paradigmas. En números crecientes, los individuos se alejan cada vez más de la vida política y se comportan de manera cada vez más excéntrica en su interior. Luego, al hacerse más profunda la crisis, muchos de esos individuos se comprometen con alguna proposición concreta para la reconstrucción de la sociedad en una nueva estructura institucio­nal. En este punto, la sociedad se divide en cam­pos o partidos enfrentados, uno de los cuales trata de defender el cuadro de instituciones anti­guas, mientras que los otros se esfuerzan en esta­blecer otras nuevas. Y, una vez que ha tenido lugar esta polarización, el recurso político fracasa. Debido a que tienen diferencias con respecto a la matriz institucional dentro de la que debe tener lugar y evaluarse el cambio político, debido a que no reconocen ninguna estructura suprains-titucional para dirimir las diferencias revolucio­narías, las partes de un conflicto revolucionario deben recurrir, finalmente, a las técnicas de per­suasión de las masas, incluyendo frecuentemente el empleo de la fuerza. Aunque las revoluciones tienen una función vital en la evolución de las instituciones políticas, esa función depende de que sean sucesos parcialmente extrapolíticos o extrainstitucionales.
El resto de este ensayo está dedicado a demos­trar que el estudio histórico del cambio de para­digma revela características muy similares en la evolución de las ciencias. Como la elección entre instituciones políticas que compiten entre sí, la elección entre paradigmas en competencia resulta una elección entre modos incompatibles de vida de la comunidad. Debido a que tiene ese carác­ter, la elección no está y no puede estar determi­nada sólo por los procedimientos de evaluación característicos de la ciencia normal, pues éstos dependen en parte de un paradigma particular, y dicho paradigma es discutido. Cuando los para­digmas entran, como deben, en un debate sobre la elección de un paradigma, su función es nece­sariamente circular. Para argüir en la defensa de ese paradigma cada grupo utiliza su propio pa­radigma.
Por supuesto, la circularidad resultante no hace que los argumentos sean erróneos, ni siquiera inefectivos. El hombre que establece como pre­misa un paradigma, mientras arguye en su de­fensa puede, no obstante, proporcionar una mues­tra clara de lo que será la práctica científica para quienes adopten la nueva visión de la naturaleza. Esa muestra puede ser inmensamente persuasiva y, con frecuencia, incluso apremiante. Sin em­bargo, sea cual fuere su fuerza, el status del argu­mento circular es sólo el de la persuasión. No puede hacerse apremiante, lógica ni probable­mente, para quienes rehusan entrar en el círculo. Las premisas y valores compartidos por las dos partes de un debate sobre paradigmas no son suficientemente amplios para ello. Como en las revoluciones políticas sucede en la elección de un paradigma: no hay ninguna norma más ele­vada que la aceptación de la comunidad perti­nente. Para descubrir cómo se llevan a cabo las revoluciones científicas, tendremos, por consi­guiente, que examinar no sólo el efecto de la na­turaleza y la lógica, sino también las técnicas de argumentación persuasiva, efectivas dentro de los grupos muy especiales que constituyen la comu­nidad de científicos.
Para descubrir por qué la cuestión de la elec­ción de paradigma no puede resolverse nunca de manera inequívoca sólo mediante la lógica y la experimentación, debemos examinar brevemente la naturaleza de las diferencias que separan a los partidarios de un paradigma tradicional de sus sucesores revolucionarios. Este examen es el ob­jeto principal de esta sección y de la siguiente. Sin embargo, hemos señalado ya numerosos ejem­plos de tales diferencias, y nadie pondrá en duda que la historia puede proporcionar muchos otros. De lo que hay mayores probabilidades de poner en duda que de su existencia —y que, por consi­guiente, deberá tomarse primeramente en consi­deración—, es de que tales ejemplos proporcionan información esencial sobre la naturaleza de la ciencia. Dando por sentado que el rechazo del paradigma ha sido un hecho histórico, ¿ilumina algo más que la credulidad y la confusión huma­nas? ¿Hay razones intrínsecas por las cuales la asimilación de un nuevo tipo de fenómeno o de una nueva teoría científica deba exigir el rechazo de un paradigma más antiguo?
Nótese, primeramente, que si existen esas ra­zones, no se derivan de la estructura lógica del conocimiento científico. En principio, podría sur­gir un nuevo fenómeno sin reflejarse de manera destructiva sobre parte alguna de la práctica cien­tífica pasada. Aunque el descubrimiento de vida en la Luna destruiría paradigmas hoy existentes (que nos indican cosas sobre la Luna que pare­cen incompatibles con la existencia de vida en el satélite), el descubrimiento de vida en algún lu­gar menos conocido de la galaxia no lo haría. Por la misma razón, una teoría nueva no tiene por qué entrar en conflictos con cualquiera de sus predecesores. Puede tratar exclusivamente de fe­nómenos no conocidos previamente, como es el caso de la teoría cuántica que trata (de manera significativa, no exclusiva) de fenómenos subató­micos desconocidos antes del siglo xx. O también, la nueva teoría podría ser simplemente de un nivel más elevado que las conocidas hasta ahora, agrupando todo un grupo de teorías de nivel más bajo sin modificar sustancialmente a ninguna de ellas. Hoy en día, la teoría de la conservación de la energía proporciona exactamente ese enla­ce entre la dinámica, la química, la electricidad, la óptica, la teoría térmica, etc. Pueden conce­birse todavía otras relaciones compatibles entre las teorías antiguas y las nuevas. Todas y cada una de ellas podrían ilustrarse por medio del pro­ceso histórico a través del que se ha desarrollado la ciencia. Si lo fueran, el desarrollo científico sería genuinamente acumulativo. Los nuevos tipos de fenómenos mostrarían sólo el orden en un aspecto de la naturaleza en donde no se hubiera observado antes. En la evolución de la ciencia, los conocimientos nuevos reemplazarían a la igno­rancia, en lugar de reemplazar a otros conoci­mientos de tipo distinto e incompatible.
Por supuesto, la ciencia (o alguna otra empre­sa, quizá menos efectiva) podría haberse desarro­llado en esa forma totalmente acumulativa. Mu­cha gente ha creído que eso es lo que ha sucedido y muchos parecen suponer todavía que la acumu­lación es, al menos, el ideal que mostraría el desarrollo histórico si no hubiera sido distorsio­nado tan a menudo por la idiosincrasia humana. Hay razones importantes para esta creencia. En la Sección X descubriremos lo estrechamente que se confunde la visión de la ciencia como acu­mulación con una epistemología predominante que considera que el conocimiento es una construcción hecha por la mente directamente sobre datos sensoriales no elaborados. Y en la Sec­ción XI examinaremos el fuerte apoyo propor­cionado al mismo esquema historiográfico por las técnicas de pedagogía efectiva de la ciencia. Sin embargo, a pesar de la enorme plausibilidad de esta imagen ideal, hay cada vez más razones para preguntarse si es posible que sea una imagen de la ciencia. Después del período anterior al pa­radigma, la asimilación de todas las nuevas teo­rías y de casi todos los tipos nuevos de fenómenos ha exigido, en realidad, la destrucción de un para­digma anterior y un conflicto consiguiente entre escuelas competitivas de pensamiento científico. La adquisición acumulativa de novedades no pre­vistas resulta una excepción casi inexistente a la regla del desarrollo científico. El hombre que tome en serio los hechos históricos deberá sospe­char que la ciencia no tiende al ideal que ha forjado nuestra imagen de su acumulación. Quizá sea otro tipo de empresa.
Sin embargo, si los hechos que se oponen pue­den llevarnos tan lejos, una segunda mirada al terreno que ya hemos recorrido puede sugerir que la adquisición acumulativa de novedades no sólo es en realidad rara, sino también en princi­pio, improbable. La investigación normal que es acumulativa, debe su éxito a la habilidad de los científicos para seleccionar regularmente proble­mas que pueden resolverse con técnicas concep­tuales e instrumentales vecinas a las ya existen­tes. (Por eso una preocupación excesiva por los problemas útiles sin tener en cuenta su relación con el conocimiento y las técnicas existentes, puede con tanta facilidad inhibir el desarrollo científico). Sin embargo, el hombre que se es­fuerza en resolver un problema definido por los conocimientos y las técnicas existentes, no se limita a mirar en torno suyo. Sabe qué es lo que desea lograr y diseña sus instrumentos y dirige sus pensamientos en consecuencia. La novedad inesperada, el nuevo descubrimiento, pueden sur­gir sólo en la medida en que sus anticipaciones sobre la naturaleza y sus instrumentos resulten erróneos. Con frecuencia, la importancia del des­cubrimiento resultante será proporcional a la amplitud y a la tenacidad de la anomalía que lo provocó. Así pues, es evidente que debe haber un conflicto entre el paradigma que descubre una anomalía y el que, más tarde, hace que la ano­malía resulte normal dentro de nuevas reglas. Los ejemplos de descubrimientos por medio de la destrucción de un paradigma que mencionamos en la Sección VI no nos enfrentan a un simple accidente histórico. No existe ningún otro modo efectivo en que pudieran generarse los descubri­mientos.
El mismo argumento se aplica, de manera to­davía más clara, a la invención de nuevas teorías. En principio, hay sólo tres tipos de fenómenos sobre los que puede desarrollarse una nueva teo­ría. El primero comprende los fenómenos que ya han sido bien explicados por los paradigmas exis­tentes y que raramente proporcionan un motivo o un punto de partida para la construcción de una nueva teoría. Cuando lo hacen, como en el caso de las tres famosas predicciones que analiza­mos al final de la sección VII, las teorías resultan­tes son raramente aceptadas, ya que la naturaleza no proporciona terreno para la discriminación. Una segunda clase de fenómenos comprende aque­llos cuya naturaleza es indicada por paradigmas existentes, pero cuyos detalles sólo pueden com­prenderse a través de una articulación ulterior de la teoría. Éstos son los fenómenos a los que dirigen sus investigaciones los científicos, la mayor parte del tiempo; pero estas investigaciones están encaminadas a la articulación de los para­digmas existentes más que a la creación de otros nuevos. Sólo cuando fallan esos esfuerzos de ar­ticulación encuentran los científicos el tercer tipo de fenómenos, las anomalías reconocidas cuyo rasgo característico es su negativa tenaz a ser asimiladas en los paradigmas existentes. Sólo este tipo produce nuevas teorías. Los paradigmas pro­porcionan a todos los fenómenos, excepto las anomalías, un lugar determinado por la teoría en el campo de visión de los científicos.
Pero si se adelantan nuevas teorías para resol­ver anomalías en la relación entre una teoría existente y la naturaleza, la nueva teoría que tenga éxito deberá permitir ciertas predicciones que sean diferentes de las derivadas de su prede-cesora. Esta diferencia podría no presentarse si las dos teorías fueran lógicamente compatibles. En el proceso de su asimilación, la segunda de­berá desplazar a la primera. Incluso una teoría como la de la conservación de la energía, que hoy en día parece una superestructura lógica que se relaciona con la naturaleza sólo por medio de teorías independientemente establecidas, no se desarrolló históricamente sin destrucción de paradigma. En lugar de ello, surgió de una cri­sis en la que un elemento esencial fue la incom­patibilidad entre la dinámica de Newton y cier­tas consecuencias recientemente formuladas de la teoría calórica. Sólo después del rechazo de la teoría calórica podía la conservación de la ener­gía llegar a ser parte de la ciencia.1 Y sólo des­pués de ser parte de la ciencia durante cierto tiempo, podía llegar o parecer una teoría de un tipo lógicamente más elevado, que no estuviera en conflicto con sus predecesoras. Es difícil ver cómo pueden surgir nuevas teorías sin esos cam­bios destructores en las creencias sobre la natu­raleza. Aunque la inclusión lógica continúa sien­do una visión admisible de la relación entre teorías científicas sucesivas, desde el punto de vista his­tórico no es plausible.
Creo que hace un siglo hubiera sido posible dejar en este punto el argumento en pro de la necesidad de las revoluciones. Pero, desgraciada­mente, hoy en día no puede hacerse eso, debido a que la visión del tema antes desarrollado no puede mantenerse si se acepta la interpretación contemporánea predominante de la naturaleza y la función de la teoría científica. Esta interpre­tación, asociada estrechamente con el positivismo lógico inicial y que no ha sido rechazada categó­ricamente por sus sucesores, restringiría el al­cance y el significado de una teoría aceptada, de tal modo que no pudiera entrar en conflicto con ninguna teoría posterior que hiciera pre­dicciones sobre algunos de los mismos fenómenos naturales.
El argumento mejor conocido y más fuerte a favor de esta concepción restringida de una teoría científica surge en discusiones sobre la relación entre la dinámica contemporánea de Einstein y las ecuaciones dinámicas, más anti­guas, que descienden de los Principia de Newton. Desde el punto de vista de este ensayo, esas dos teorías son fundamentalmente incompatibles en el sentido ilustrado por la relación de la astro­nomía de Copérnico con la de Tolomeo: sólo puede aceptarse la teoría de Einstein reconocien­do que la de Newton estaba equivocada. En la actualidad, esta opinión continúa siendo minoritaria.2 Por consiguiente, debemos examinar las objeciones mas importantes que se le hacen.
La sustancia de esas objeciones puede desarro­llarse corno sigue. La dinámica relativista no pue­de haber demostrado que la de Newton fuera errónea, debido a que esta última es usada toda­vía, con muy buenos resultados, por la mayoría de los ingenieros y, en ciertas aplicaciones selec­cionados, por muchos físicos. Además, lo apro­piado del empleo de la teoría más antigua puede probarse a partir de la misma teoría moderna que, en otros aspectos, la ha reemplazado. Puede utilizarse la teoría de Einstein para demostrar que las predicciones de las ecuaciones de Newton serán tan buenas como nuestros instrumentos de medición en todas las aplicaciones que satisfa­gan un pequeño número de condiciones restric­tivas. Por ejemplo, para que la teoría de Newton proporcione una buena solución aproximada, las velocidades relativas de los cuerpos estudiados deberán ser pequeñas en comparación con la ve­locidad de la luz. Sujeta a esta condición y a unas cuantas más, la teoría de Newton parece ser deducible de la de Einstein, de la que, por consi­guiente, es un caso especial.
Pero, añade la misma objeción, ninguna teoría puede entrar en conflicto con uno de sus casos especiales. Si la ciencia de Einstein parece con­firmar que la dinámica newtoniana es errónea, ello se debe solamente a que algunos newtonia-nos fueron tan incautos como para pretender que la teoría de Newton daba resultados absolu­tamente precisos o que era válida a velocidades relativas muy elevadas. Puesto que no pudieron disponer de ninguna evidencia para confirmarlo,
2 Véanse, por ejemplo, las observaciones de P. P. Wie­ner, en Philosophy of Science, XXV (1958), 298.



traicionaron las normas de la ciencia al hacerlo. Hasta donde la teoría de Newton ha sido una verdadera teoría científica apoyada en pruebas válidas, todavía lo es. Sólo las pretensiones ex­travagantes sobre la teoría —que nunca forma­ron realmente parte de la ciencia— pudieron, de acuerdo con la teoría de Einstein, mostrarse erróneas. Eliminando esas extravagancias pura­mente humanas, la teoría de Newton no ha sido puesta en duda nunca y no puede serlo.
Alguna variante de este argumento es amplia­mente suficiente para hacer que cualquier teoría que haya sido empleada alguna vez por un grupo significativo de científicos competentes, sea in­mune a los ataques. La tan calumniada teoría del flogisto, por ejemplo, explicaba gran número de fenómenos físicos y químicos. Explicaba por qué ardían los cuerpos —eran ricos en flogisto— y por qué los metales tenían más propiedades en común que sus minerales. Los metales estaban compuestos todos por diferentes tierras elemen­tales combinadas con flogisto, y este último, co­mún a todos los metales, producía propiedades comunes. Además, la teoría del flogisto explicaba numerosas reacciones en las que se formaban ácidos mediante la combustión de sustancias ta­les como el carbono y el azufre. Explicaba asi­mismo, la disminución de volumen cuando tiene lugar la combustión en un volumen confinado de aire —el flogisto liberado por la combustión "es­tropeaba" la elasticidad del aire que lo absorbía, del mismo modo como el fuego "estropea" la elasticidad de un resorte de acero.3 Si esos fenó­menos hubieran sido los únicos que los teóricos
3 James B. Conant, Overthrow of the Phlogiston Theory (Cambridge, 1950), pp. 13-16; y J. R. Partington, A Short History of Chemistry (2? ed.; "Londres, 1951), pp. 85-88. El informe más completo y simpático sobre los logros de la



del flogisto hubieran pretendido explicar median­te su teoría, no habría sido posible atacarla nun­ca. Un argumento similar sería suficiente para cualquier teoría que alguna vez haya tenido éxi­to en su aplicación a cualquier conjunto de fe­nómenos.
Pero, para salvar en esta forma a las teorías, deberá limitarse su gama de aplicación a los fe­nómenos y a la precisión de observación de que tratan las pruebas experimentales que ya se ten­gan a mano.4 Si se lleva un paso más adelante (y es difícil no dar ese paso una vez dado el pri­mero), esa limitación prohibe a los científicos la pretensión de hablar "científicamente" sobre fe­nómenos que todavía no han sido observados. Incluso en su forma actual, la restricción pro­hibe al científico basarse en una teoría en sus propias investigaciones, siempre que dichas inves­tigaciones entren a un terreno o traten de obtener un grado de precisión para los que la práctica anterior a la citada teoría no ofrezca precedentes. Lógicamente, esas prohibiciones no tienen excep­ciones; pero el resultado de aceptarlas sería el fin de la investigación por medio de la que la cien­cia puede continuar desarrollándose.
A esta altura, este punto también es virtual-mente una tautología. Sin la aceptación de un paradigma no habría ciencia normal. Además, esa aceptación debe extenderse a campos y a grados de precisión para los que no existe ningún pre­cedente completo. De no ser así, el paradigma no podrá proporcionar enigmas que no hayan sido
teoría del flogisto lo hace H. Metzger, en Newton, Stahl. Boerhaave et la doctrine chimique (Paris, 1930), 2a Parte. 4 Compárense las conclusiones obtenidas por medio de un tipo muy diferente de análisis, por R. B. Braithewaite, Scientific Explanation (Cambridge, 1953), pp. 50-87, sobre todo la p. 76.



todavía resueltos. Además, no sólo la ciencia normal depende de la aceptación de un paradig­ma. Si las teorías existentes sólo ligan a los cien­tíficos con respecto a las aplicaciones existentes, no serán posibles las sorpresas, las anomalías o las crisis. Pero éstas son precisamente las seña­les que marcan el camino hacia la ciencia no-ordinaria. Si se toman literalmente las restric­ciones positivistas sobre la gama de aplicabilidad legítima de una teoría, el mecanismo que indica a la comunidad científica qué problemas pueden conducir a un cambio fundamental dejará de fun­cionar. Y cuando esto tenga lugar, la comunidad inevitablemente regresará a algo muy similar al estado anterior al paradigma, condición en la que todos los miembros practican la ciencia, pero en la cual sus productos en conjunto se parecen muy poco a la ciencia. ¿Es realmente sorpren­dente que el precio de un avance científico im­portante sea un compromiso que corre el riesgo de ser erróneo?
Lo que es más importante, hay en la argumen­tación de los positivistas una reveladora laguna lógica que vuelve inmediatamente a presentarnos la naturaleza del cambio revolucionario. ¿Puede realmente derivarse la dinámica de Newton de la dinámica relativista? ¿Cómo sería esa deriva­ción? Imaginemos un conjunto de enunciados, E1 E2,..., En, que, en conjunto, abarcaran las leyes de la teoría de la relatividad. Estos enunciados contienen variables y parámetros que represen­tan la posición espacial, el tiempo, la masa en reposo, etc. A partir de ellos, con ayuda del apa­rato de la lógica y la matemática, puede dedu­cirse todo un conjunto de enunciados ulteriores, incluyendo algunos que pueden verificarse por medio de la observación. Para probar lo apro­piado de la dinámica newtoniana como caso espe-



cial, debemos añadir a los Ei enunciados adicio­nales, como (v/c)2 << l, que restringen el alcance de los parámetros y las variables. Este conjunto incrementado de enunciados es manipulado, a continuación, para que produzca un nuevo con­junto, N1 N2 ..., Nm que es idéntico, en la forma, a las leyes de Newton sobre el movimiento, la ley de gravedad, etc. Aparentemente, la dinámica de Newton se deriva de la de Einstein, sometida a unas cuantas condiciones que la limitan.
Sin embargo, la derivación es ilegítima, al me­nos hasta este punto. Aunque el conjunto Ni es un caso especial de las leyes de la mecánica rela­tivista, no son las leyes de Newton. O, al menos, no lo son si dichas leyes no se reinterpretan de un modo que hubiera sido imposible hasta des­pués de los trabajos de Einstein. Las variables y parámetros que en la serie einsteiniana E1 repre­sentaban la posición espacial, el tiempo, la masa, etc., se presentan todavía en Ni; y continúan representando allí espacio, tiempo y masa einstei-nianos. Pero las referencias físicas de esos con­ceptos einsteinianos no son de ninguna manera idénticos a las de los conceptos newtonianos que llevan el mismo nombre. (La masa newtoniana se conserva; la einsteiniana es transformable por medio de la energía. Sólo a bajas velocidades re­lativas pueden medirse ambas del mismo modo e, incluso en ese caso, no deben ser consideradas idénticas). A menos que cambiemos las defini­ciones de las variables en Ni  los enunciados deri­vados no serán newtonianos. Si las cambiamos, no podremos de manera apropiada decir que he­mos derivado las leyes de Newton, al menos no en cualquiera de los sentidos que se le reconocen actualmente al verbo "derivar". Por supuesto, nuestra argumentación ha explicado por qué las leyes de Newton parecían ser aplicables. Al ha-



cerlo así ha justificado, por ejemplo, a un auto­movilista que actúe como si viviera en un universo newtoniano. Una argumentación del mismo tipo se utiliza para justificar la enseñanza por los agri­mensores de la astronomía centrada en la Tierra. Pero la argumentación no ha logrado todavía lo que se proponía. O sea, no ha demostrado que las leyes de Newton sean un caso limitado de las de Einstein, ya que al transponer el límite, no sólo han cambiado las formas de las leyes; simul­táneamente, hemos tenido que modificar los ele­mentos estructurales fundamentales de que se compone el Universo al cual se aplican.
Esta necesidad de cambiar el significado de conceptos establecidos y familiares, es crucial en el efecto revolucionario de la teoría de Einstein. Aunque más sutil que los cambios del geocen­trismo al heliocentrismo, del flogisto al oxígeno o de los corpúsculos a las ondas, la transforma­ción conceptual resultante no es menos decisiva­mente destructora de un paradigma previamente establecido. Incluso podemos llegar a conside­rarla como un prototipo para las reorientaciones revolucionarias en las ciencias. Precisamente por­que no implica la introducción de objetos o con­ceptos adicionales, la transición de la mecánica de Newton a la de Einstein ilustra con una cla­ridad particular la revolución científica como un desplazamiento de la red de conceptos a través de la que ven el mundo los científicos.
Estas observaciones deberían bastar para de­mostrar lo que, en otro clima filosófico, se hubie­ra dado por sentado. Al menos para los cientí­ficos, la mayoría de las diferencias aparentes entre una teoría científica descartada y su suce-sora, son reales. Aun cuando una teoría anticuada pueda verse siempre como un caso especial de su sucesora más moderna, es preciso que sufra



antes una transformación. Y la transformación sólo puede llevarse a cabo con las ventajas de la visión retrospectiva, la guía explícita de la teoría más reciente. Además, incluso en el caso de que esa transformación fuera un dispositivo legítimo que pudiera emplearse para interpretar la teoría más antigua, el resultado de su aplica­ción sería una teoría tan restringida que sólo podría reenunciar lo ya conocido. A causa de su economía, esa reenunciación, podría resultar útil, pero no sería suficiente para guiar las investi­gaciones.
Por consiguiente, demos ahora por sentado que las diferencias entre paradigmas sucesivos son necesarias e irreconciliables. ¿Podremos decir, entonces, de manera más explícita cuáles son esos tipos de diferencias? El tipo más evidente ha sido ilustrado ya repetidamente. Los paradig­mas sucesivos nos indican diferentes cosas sobre la población del Universo y sobre el comporta­miento de esa población. O sea, presentan dife­rencias en problemas tales como la existencia de partículas subatómicas, la materialidad de la luz y la conservación del calor o de la energía. Éstas son las diferencias principales entre para­digmas sucesivos y no requieren una mayor ilus­tración. Pero los paradigmas se diferencian en algo más que la sustancia, ya que están dirigidos no sólo hacia la naturaleza, sino también hacia la ciencia que los produjo. Son la fuente de los métodos, problemas y normas de resolución acep­tados por cualquier comunidad científica madura, en cualquier momento dado. Como resultado de ello, la recepción de un nuevo paradigma fre­cuentemente hace necesaria una redefinición de la ciencia correspondiente. Algunos problemas an­tiguos pueden relegarse a otra ciencia o ser decla­rados absolutamente "no científicos". Otros que anteriormente eran triviales o no existían siquie­ra, pueden convertirse, con un nuevo paradigma, en los arquetipos mismos de la realización cien­tífica de importancia. Y al cambiar los problemas también lo hacen, a menudo, las normas que dis­tinguen una solución científica real de una sim­ple especulación metafísica, de un juego de pala­bras o de un juego matemático. La tradición científica normal que surge de una revolución cien­tífica es no sólo incompatible sino también a me­nudo realmente incomparable con la que existía con anterioridad.
El efecto del trabajo de Newton sobre la tra­dición normal de práctica científica del siglo XVII proporciona un ejemplo sorprendente de los efec­tos más sutiles del desplazamiento de paradigma. Antes de que naciera Newton, la "nueva ciencia" del siglo había logrado finalmente rechazar las explicaciones aristotélicas y escolásticas, que se expresaban en términos de las esencias de los cuerpos materiales. El decir que una piedra cae porque su "naturaleza" la impulsa hacia el centro del Universo se había convertido en un simple juego tautológico de palabras, algo que no había sido antes. A partir de entonces, todo el con­junto de percepciones sensoriales, incluyendo el color, el gusto e incluso el peso, debían explicarse en términos del tamaño, la forma, la posición y el movimiento de los corpúsculos elementales de la materia base. La atribución de otras cuali­dades a los átomos elementales era recurrir a lo oculto y, por consiguiente, se encontraba fuera del alcance de la ciencia. Moliere recogió ese nuevo espíritu con precisión, cuando ridiculizó al doctor que explicaba la eficacia del opio como soporífero atribuyéndole una potencia adormece­dora. Durante la segunda mitad del siglo XVII, muchos científicos preferían decir que la forma redondeada de las partículas de opio les permi­tía suavizar los nervios en torno a los que se movían.5
Durante un periodo anterior, las explicaciones en términos de cualidades ocultas habían sido una parte integrante del trabajo científico fecun­do. Sin embargo, en el siglo XVII, el nuevo com­promiso con la explicación mecánico-corpuscular resultó inmensamente fructífero para una serie de ciencias, al eliminar los problemas que ha­bían desafiado todas las soluciones generalmente aceptadas y sugerir otros nuevos para reemplazar­los. En la dinámica, por ejemplo, las tres leyes del movimiento de Newton son menos el produc­to de nuevos experimentos que el de un intento de volver a interpretar observaciones conocidas, en términos de movimientos y acciones recípro­cas de los corpúsculos neutrales primarios. Exa­minemos sólo un ejemplo concreto. Puesto que los corpúsculos neutrales sólo podían actuar unos sobre otros por contacto, la visión mecánico-cor­puscular de la naturaleza dirigió la atención cien­tífica hacia un tema absolutamente nuevo de estudio, la alteración del movimiento de las par­tículas por medio de colisiones. Descartes anun­ció el problema y proporcionó su primera solu­ción supuesta. Huyghens, Wren y Wallis fueron todavía más allá, en parte mediante experimen­tos con discos de péndulos que entraban en coli­sión; pero, principalmente, mediante la aplica­ción de características previamente conocidas del movimiento al nuevo problema. Y Newton in­cluyó sus resultados en sus leyes del movimiento. La "acción" y "reacción" iguales de la tercera
5 Sobre el corpuscularismo en general, véase "The Es­tablishment of the Mechanical Philosophy", de Marie Boas. Osiris, X (1952), 412-541. Sobre el efecto de la forma de las partículas sobre el gusto, véase idem., p. 483.



ley son los cambios en la cantidad de movimiento que experimentan las dos partes que entran en colisión. El mismo cambio de movimiento pro­porciona la definición de la fuerza dinámica im­plícita en la segunda ley. En este caso, como en muchos otros durante el siglo XVII, el paradigma corpuscular engendró un nuevo problema y una parte importante de su solución.6
Sin embargo, aunque gran parte del trabajo de Newton iba dirigido a problemas e incluía nor­mas derivadas de la visión mecánico-corpuscular del mundo, el efecto del paradigma que resultó de su trabajo fue un cambio ulterior y parcial­mente destructor de los problemas y las normas legitimadas por la ciencia. La gravedad, interpre­tada como una atracción innata entre cualquier par de partículas de materia, era una cualidad oculta en el mismo sentido que lo había sido la "tendencia a caer" de los escolásticos. Por con­siguiente, aunque continuaban siendo efectivas las normas del corpuscularismo, la búsqueda de una explicación mecánica de la gravedad fue uno de los problemas más difíciles para quienes acepta­ban los Principia como paradigma. Newton le dedicó mucha atención, lo mismo que muchos de sus sucesores del siglo XVIII. La única opción aparente era la de rechazar la teoría de Newton debido a que no lograba explicar la gravedad, y también esta alternativa fue adoptada amplia­mente. Sin embargo, en última instancia, ningu­na de esas opiniones triunfó. Incapaces de prac­ticar la ciencia sin los Principia o de hacer que ese trabajo se ajustara a las normas corpuscula­res del siglo XVII, los científicos aceptaron gra­dualmente la idea de que la gravedad, en realidad, era innata. Hacia mediados del siglo XVIII esa
6 Dugas, La mécanique au XVIIe siècle (Neuchatel, 1954), pp. 177-85, 284-98, 345-56.

interpretación había sido casi universalmente aceptada y el resultado fue una reversión ge-nuina (que no es lo mismo que retroceso) a una norma escolástica. Las atracciones y repulsiones innatas se unían al tamaño, a la forma, a la posi­ción y al movimiento como propiedades primarias, físicamente irreductibles, de la materia.7
El cambio resultante en las normas y proble­mas de la ciencia física fue una vez más de con­secuencias. Por ejemplo, hacia los años de la década de 1740, los electricistas podían hablar de la "virtud" atractiva del fluido eléctrico, sin in­currir en el ridículo que había acogido al doctor de Moliere un siglo antes. Al hacerlo así, los fenómenos eléctricos exhibieron, cada vez más, un orden diferente del que habían mostrado cuan­do se consideraban como los efectos de un efluvio mecánico que sólo podía actuar por contacto. En particular, cuando la acción eléctrica a dis­tancia se convirtió por derecho propio en tema de estudio, pudo reconocerse como uno de sus efectos el fenómeno que ahora conocemos como carga por inducción. Previamente, cuando se ob­servaba, se lo atribuía a la acción directa de "atmósferas" eléctricas o a las pérdidas inevita­bles en cualquier laboratorio eléctrico. La nueva visión de los efectos de inducción fue, a su vez, la clave para el análisis que hizo Franklin de la botella de Leyden y, en esa forma, para el surgi­miento de un paradigma nuevo y newtoniano para la electricidad. La dinámica y la electricidad no fueron tampoco los únicos campos científicos afectados por la legitimación de la búsqueda de fuerzas innatas de la materia. El gran caudal
7 I. B. Cohen, Franklin and Newton: An Inquiry into Speculative Newtonian Experimental Science and Fran­klin's Work in Electricity as an Example Thereof (Filadel-fia, 1956), caps, VI-VII.



de literatura del siglo XVIII sobre afinidades quí­micas y series de reemplazo, se deriva también de este aspecto supramecánico del newtonismo. Los químicos que creían en esas atracciones diferen­ciales entre las diversas especies químicas, pre­pararon experimentos que no hubieran podido concebir antes y buscaron nuevos tipos de reac­ciones. Sin los datos y los conceptos químicos que se desarrollaron en el curso de este proceso, el trabajo posterior de Lavoisier y, de manera especial, el de Dalton, hubieran sido incompren­sibles.8 Los cambios en las normas que rigen los problemas, conceptos y explicaciones admisibles, pueden transformar una ciencia. En la sección siguiente sugeriré incluso un sentido en el que pueden transformar al mundo.
En la historia de cualquier ciencia, casi en cual­quier periodo de su desarrollo, pueden encon­trarse otros ejemplos de esas diferencias no sustantivas entre paradigmas sucesivos. Por el momento, contentémonos con otras dos ilustra­ciones, mucho más breves. Antes de la revolución química, una de las tareas reconocidas de la quí­mica era la de explicar las cualidades de las sustancias químicas y los cambios que sufrían esas cualidades durante las reacciones químicas. Con la ayuda de un número reducido de "princi­pios" elementales —uno de los cuales era el flo-gisto—, el químico debía explicar por qué algu­nas sustancias son acidas, otras básicas, combus­tibles, y así sucesivamente. En este sentido, se habían logrado ciertos éxitos. Ya hemos hecho notar que el flogisto explicaba por qué los me­tales eran tan similares y hubiéramos podido desarrollar una argumentación similar para los
8 Sobre la electricidad, véase idem, caps, VIII-IX. Sobre la química, véase Metzger, op. cit., 1a Parte.



ácidos. Sin embargo, la reforma de Lavoisier, eli­minó finalmente los "principios" químicos y, de ese modo, le quito a la química algo del poder real de explicación y gran parte del potencial. Para compensar esa pérdida, era necesario un cambio en las normas. Durante gran parte del siglo XIX, el no lograr explicar las cualidades de los compuestos no era acusación contra una teo­ría química.9
También Clerk Maxwell compartía con otros proponentes del siglo XIX de la teoría ondulatoria de la luz, la convicción de que las ondas de luz debían propagarse a través de un éter material. El diseño de un medio mecánico para sostener a esas ondas fue un problema normal para mu­chos de sus más capaces contemporáneos. Sin embargo, su propia teoría electromagnética de la luz, no dio ninguna explicación sobre un medio capaz de soportar las ondas de luz y claramente hizo que dar tal explicación resultara mucho más difícil de lo que había parecido antes. Inicialmen-te, la teoría de Maxwell fue ampliamente recha­zada por esas razones; pero, como la teoría de Newton, la de Maxwell resultó difícil de excluir y cuando alcanzó el status de paradigma, cambió la actitud de la comunidad hacia ella. Durante las primeras décadas del siglo xx, la insistencia de Maxwell en la existencia de un éter mecánico pa­reció ser cada vez más algo así como un mero reconocimiento verbal y se abandonaron los in­tentos para diseñar un medio etéreo de ese tipo. Los científicos no consideraron ya como no cien­tífico el hablar de un "desplazamiento" eléctrico, sin especificar qué estaba siendo desplazado. El resultado, nuevamente, fue un nuevo conjunto
9 E. Meyerson, Identity and Reality (Nueva York, 1930). cap. x.

de problemas y normas que, en realidad, tuvo mucho que ver con la aparición de la teoría de la relatividad.10
Esos cambios característicos en la concepción de la comunidad científica sobre sus problemas y sus normas legítimos tendrían menos importan­cia para la tesis de este ensayo si fuera posible suponer que siempre tuvieron lugar de un tipo metodológico más bajo a otro más elevado. En este caso, asimismo, sus efectos parecerían ser acumulativos. No es extraño que algunos histo­riadores hayan argumentado que la historia de la ciencia registra un aumento continuo de la madurez y el refinamiento de la concepción del hombre sobre la naturaleza de la ciencia.11 Sin embargo, el argumento en pro del desarrollo acu­mulativo de los problemas y las normas de la ciencia es todavía más difícil de establecer que el de la acumulación de las teorías. El intento para explicar la gravedad, aunque abandonado convenientemente por la mayoría de los científi­cos del siglo XVIII, no iba dirigido a un problema intrínsecamente ilegítimo; las objeciones a las fuerzas innatas no eran inherentemente no cien­tíficas ni metafísicas en sentido peyorativo. No existen normas externas que permitan ese juicio. Lo que ocurrió no fue ni un trastorno ni una elevación de las normas, sino simplemente un cambio exigido por la adopción de un nuevo paradigma. Además, desde entonces, ese cambio fue invertido, y puede volver a serlo. En el si­glo xx, Einstein logró explicar las atracciones
10   E. T. Whittaker, A History of the Theories of Aether
and Electricity, II (Londres, 1953), 28-30.
11 Sobre   una   tentativa brillante   y   absolutamente   al
día de encajar el desarrollo científico en este lecho de
Procusto, véase
The Edge of Objectivity: An Essay in the
History of Scientific Ideas,
de C. C. Gillispie (Princeton,
1960).

gravitacionales y esta explicación hizo que la ciencia regresara a un conjunto de cánones y problemas, a este respecto, que se parece más a los de los predecesores de Newton que a los de sus sucesores. Asimismo, el desarrollo de la mecánica cuántica ha invertido la prohibición me­todológica que tuvo su origen en la revolución química. Los químicos actualmente intentan, y con gran éxito, explicar el color, el estado de agregación y otras cualidades de las sustancias utilizadas y producidas en sus laboratorios. Es posible que esté teniendo lugar también una in­versión similar en la teoría electromagnética. El espacio, en la física contemporánea, no es el sus­trato inerte y homogéneo empleado tanto en la teoría de Newton como en la de Maxwell; algu­nas de sus nuevas propiedades no son muy dife­rentes de las atribuidas antiguamente al éter; es posible que lleguemos a saber, algún día, qué es un desplazamiento eléctrico.
Cambiando el acento de las funciones cognosci­tivas a las normativas de los paradigmas, los ejemplos anteriores aumentan nuestra compren­sión de los modos en que dan forma los para­digmas a la vida científica. Previamente, hemos examinado, sobre todo, el papel desempeñado por un paradigma como vehículo para la teoría cien­tífica. En este papel, su función es la de decir a los científicos qué entidades contiene y no contiene la naturaleza y cómo se comportan esas entida­des. Esta información proporciona un mapa cu­yos detalles son elucidados por medio de las investigaciones científicas avanzadas. Y puesto que la naturaleza es demasiado compleja y va­riada como para poder estudiarla al azar, este mapa es tan esencial como la observación y la experimentación para el desarrollo continuo de la ciencia. A través de las teorías que engloban, los paradigmas resultan esenciales para las acti­vidades de investigación. Sin embargo, son tam­bién esenciales para la ciencia en otros aspectos y esto es lo que nos interesa en este momento. En particular, nuestros ejemplos más recientes muestran que los paradigmas no sólo proporcio­nan a los científicos mapas sino también algunas de las indicaciones principales para el estableci­miento de mapas. Al aprender un paradigma, el científico adquiere al mismo tiempo teoría, mé­todos y normas, casi siempre en una mezcla inse­parable. Por consiguiente, cuando cambian los paradigmas, hay normalmente transformaciones importantes de los criterios que determinan la legitimidad tanto de los problemas como de las soluciones propuestas.
Esta observación nos hace regresar al punto en que se inició esta sección, pues nos proporcio­na nuestra primera indicación explícita de por qué la elección entre paradigmas en competencia plantea regularmente preguntas que no pueden ser contestadas por los criterios de la ciencia normal. Hasta el punto, tan importante como incompleto, en el que dos escuelas científicas que se encuentren en desacuerdo sobre qué es un pro­blema y qué es una solución, inevitablemente ten­drán que chocar al debatir los méritos relativos de sus respectivos paradigmas. En los argumen­tos parcialmente circulares que resultan regular­mente, se demostrará que cada paradigma satis­face más o menos los criterios que dicta para sí mismo y que sé queda atrás en algunos de los dictados por su oponente. Hay también otras ra­zones para lo incompleto del contacto lógico que caracteriza siempre a los debates paradigmáticos. Por ejemplo, puesto que ningún paradigma re­suelve todos los problemas que define y puesto que no hay dos paradigmas que dejen sin resolver los mismos problemas, los debates paradig­máticos involucran siempre la pregunta: ¿Qué problema es más significativo resolver? Como la cuestión de la competencia de normas, esta cues­tión de valores sólo puede contestarse en térmi­nos de criterios que se encuentran absolutamente fuera de la ciencia normal y es ese recurso a cri­terios externos lo que de manera más obvia hace revolucionarios los debates paradigmáticos. Sin embargo, se encuentra también en juego algo más fundamental que las normas y los valores. Hasta ahora, sólo he argüido que los paradigmas son parte constitutiva de la ciencia. A continua­ción, deseo mostrar un sentido en que son tam­bién parte constitutiva de la naturaleza.
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