Ibrahim siempre te seguiré


No hay nada mas dificil que no engañarse a uno mismo.

Datos personales

Ramón López Velarde (1888-1921) es uno de los poetas mayores de la literatura en México. Su obra revela un dilema del espíritu al cual se entregó hasta sus últimas consecuencias sin renunciar a sus dos polos: la religiosidad y el erotismo. Su escritura, plena de imágenes y de un lenguaje constantemente renovado, colocó a la poesía de México en la antesala de la vanguardia. Con él los poetas mexicanos ingresaron a la modernidad literaria. Sus temas son los más íntimos: las mujeres y el cielo de la provincia, “La suave Patria” que Ramón López Velarde tradujo a un lengu

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amón López Velarde (1888-1921) es uno de los poetas mayores de la literatura en México. Su obra revela un dilema del espíritu al cual se entregó hasta sus últimas consecuencias sin renunciar a sus dos polos: la religiosidad y el erotismo. Su escritura, plena de imágenes y de un lenguaje constantemente renovado, colocó a la poesía de México en la antesala de la vanguardia. Con él los poetas mexicanos ingresaron a la modernidad literaria. Sus temas son los más íntimos: las mujeres y el cielo de la provincia, “La suave Patria” que Ramón López Velarde tradujo a un lenguaje inédito, poblado de matices, sorpresas y absolutamente siempre, la poesía. Publicó en vida dos libros, La sangre devota (1916) y Zozobra (1919). Póstumamente aparecieron El son del corazón  (1932) y los libros de prosa, El minutero (1923) y Don de febrero y otras prosas (1952), entre otros. José Luis Martínez se encargó de reunir sus escritos públicos: poemas, crónicas, relatos y ensayos en 1971. Poeta de mitos y enigmas, Ramón López Velarde fue fiel a una de sus máximas. No le interesaba escribir nada que no saliera de la combustión de sus huesos.
 Luego de años de ser sólo referencia de eruditos, se encuentra pues en las estanterías la gran poesía del superbonzo Tablada (1867-1949), guía crucial para salir del palacio modernista y decadente hacia el laberinto de las vanguardias. Último oficiante de misas negras verbales y acólito de Des Esseintes, Tablada se graduó a paleogurú del orientalismo e introdujo el hai-kai al castellano, ensayó felizmente el caligrama y los carmina figurata; fue el bautista de Huidobro, auguró el tiempo de la diosa imagen, parodió los folclores, presintió el imagismo yanqui, impresionó a su traductor Samuel Beckett, exploró freudismos y patafísicas, atinó con la poesía alternante, inventó la lírica tridimensional y educó a lo mejor de la poesía mexicana actual, de Octavio Paz para abajo. Todo con un vigor, una gracia y un acierto que careció de parangón en el castellano de su tiempo.
     En la otra cara de la moneda, lejos de alharacas y sinfonías, el mínimo López Velarde (1888-1921), poeta lúbrico y beato, salió del modernismo por el soliloquio recoleto, agotando sus estaciones estilísticas, creando una lírica fastuosa y extraña, codificada por la amargura del amor imposible y la alabanza de aldea sacrificada por la industria; una poesía emparentada con mistralistas franceses, regionalistas españoles y católicos belgas; una poesía empeñada en descifrar, en "el alma de las cosas", la propia, lo que acaso le condujo a inventariar, en su alma turbulenta, el doloroso parto de la modernidad expresiva y política que padeció México con su Revolución.
     Más que un poeta, López Velarde es casi un icono de la nacionalidad atribulada. Murió joven, célibe, horro, enfermo y legendario, como las esperanzas en la Revolución Mexicana. Inspirado por la teología que mamó en los conventos del interior, adicto a la democracia y a la doctrina social de León XIII, fraguó una poesía de modestia casera en su primera época (La sangre devota, 1916) que, entre lo paródico y lo majestuoso, aliñada en el culto del adjetivo y el esdrújulo joyero, ensalzó el talante criollo del norte de su patria y los modales de las vírgenes provincianas, en cuyas pudibundeces de quinqué encontró mayor erotismo que en las artes de la Bella Otero; del mismo modo que vio en sí mismo ya no al liróforo celeste ni a la torre de Dios, sino al moderno poeta confuso, primera víctima de su ironía. Nada extraordinario, si no fuera por el arte exacto con que lo hizo:
   
     ...También yo, Magdalena,
      me deslumbro
     en tu sonrisa férvida; y mis horas
     van a tu zaga, hambrientas y canoras,
     como va tras el ama, por la holgura
     de un patio regional, el cortesano
     séquito de palomas que codicia
     la gota de agua azul y el rubio grano.
   
     Más tarde, reclutado para la metrópolis ígnea, su reñido periodismo y su conflicto político, armó uno de los libros más raros del momento castellano, Zozobra (1919), ya graduado a la malicia de Baudelaire: minucioso registro de una caída en el amor inteligente que corría pareja a la caída del México humilde en el arribismo de la modernidad. Libro bizarro de versos secretos y audaces, surgidos de una poética tétrica y caprichosa, lúcida y abigarrada, Zozobra y el resto de los poemas que aparecieron póstumamente lograron templar a tal grado la clave mexicana, sin obstinarse en ello, que la obra devino, más que un poemario, un perfil sombrío y perfecto de su enigma.
     De ahí la veneración que se le dispensa en México, un extraño culto de legos y especialistas que hurgan sus rastros en hemerotecas y archivos, desentrañan metáforas e imágenes, disputan datos biográficos y diseccionan enigmas cada vez que el poeta padece un nuevo aniversario y un nuevo homenaje. A su tumba vacía —desde que el Estado expropió su osario para el panteón oficial— llegan eventuales flores anónimas; es el único poeta mexicano en cuya casa germinó un museo; su bibliohemerografía sigue inflándose con la levadura de una especial sumisión. López Velarde fue un poeta, pero con el tiempo ha devenido también un referente al que apela la atribulada idiosincrasia mexicana para reiterar sus certidumbres o explicar sus silencios. Es el único moderno a la altura de la santificación popular, y, por un curioso acto de prestidigitación oficial, un vigilante más de la identidad dudosa: López Velarde se ha convertido en lopezvelardemanía. No quedan excluidos de este comportamiento los pocos, olvidables poetas que trataron de ser sus monaguillos, y los muchos que lo estudiaron sin seguir, ostensiblemente, sus pasos. El lúgubre pergeño de su figura y su misteriosa obra generaron rituales y concilios, pero no una iglesia y menos una mistagogia.
     Pero esta pasión no ha hallado eco en la órbita hispánica. López Velarde no ha sido "traducido" al español, al venezolano o al argentino. En los mapas de la historia de nuestra literatura continental, su nombre es un letrero semicaído en las goteras de un pueblo del que algunos han oído hablar y al que apenas algunos turistas audaces han llegado (Neruda, Borges, Molinari, Nicanor Parra). Una consecuencia de ello es la reiteración de un puñado de lugares comunes que más opacan que revelan su estrella. Inclusive en México se le ha leído mal. Hace sesenta años, se quejaba Xavier Villaurrutia: "La intimidad de su voz, su claroscuro misterioso y su profundo secreto han retardado la difusión de su obra, ya no digamos más allá de nuestras fronteras, donde no se le admira porque se le desconoce, sino dentro de nuestro país, donde aun las minorías le han concedido rápidamente, antes de comprenderlo, una admiración gratuita y ciega, admiración que es, casi siempre, una forma de la injusticia".1
     Destino contradictorio: en México la obra de López Velarde es una constante pasión que por misteriosa lealtad civil, por el frenesí hagiográfico de las naciones indecisas, se ha convertido en depositaria de una sofocante devoción; para las culturas hermanas en el castellano, permanece casi desconocida. Felizmente esto comienza a cambiar: el trabajo que ahora presenta Alfonso García Morales coincide con la aparición en Seix-Barral de los ensayos que le dedicó Octavio Paz, y con los que quien firma ha pergeñado, que aparecieron recién en Tusquets México. No hace mucho, la Colección Archivos de la Unesco ha publicado una Poesía y poética que repite la última edición del erudito José Luis Martínez para el Fondo de Cultura Económica. En 1998, con sorprendente estudio preliminar y notas, Saúl Yurkiévich preparó una Poesía para Taurus de España (1998) que, extrañamente, es la única laguna importante en la bibliografía de García Morales.
     Su trabajo no pudo ser mejor: es motivo de celebración que un estudioso español se haya involucrado, con la minuciosa pasión que el volumen refleja, en un poeta tan difícil y remoto. Es la prueba de que se comienza a leer y a escuchar a López Velarde como se debe. Su prólogo y sus notas, que sumarán las dos centenas de páginas, no tienen desperdicio: la edición es pulcra y amorosa. Leyó bien, agotó la bibliografía meritoria, se enfrentó con donaire a las complejidades de la historia mexicana del periodo, aprovecha, claro está, la erudición mexicana y la discute cuando es menester, interpreta con gracia y sentido común e ingresa con mérito numerario en la academia informal, pero estricta, del lopezvelardismo. No es poca cosa. Esperemos que el volumen suscite el interés del poeta y del lector en España: le está deparada una amable y fructífera sorpresa. Las obras de Tablada y de López Velarde son hospitalarias en sí mismas; que además el lector peninsular pueda sumarle el valor agregado del contraste con su propia tradición, es un lujo que exige una equivalente responsabilidad.  
Sheridan G.





El primer libro de poemas de Ramón López Velarde lo edita Revista de Revistas en los primeros meses de1916, con el título de La sangre devota. Son 38 poemas en el tomo, que despertaron emoción entre los muchos grupos literarios de esa época, como anuncio del fin de la lucha revolucionaria y en donde los intelectuales forjaron el renacimiento creativo del arte mexicano, en todas las disciplinas, cuyo esplendor permanece y asombra.
El maestro del minimalismo y la descripción perfecta, Julio Torri, en 10 líneas celebra la aparición de un poeta nuevo: “Con elegante portada de Saturnino Herrán, publica nuestro excelente amigo López Velarde un tomo de poesías. Las hay en La sangre devota muy bellas, que recuerdan vagamente el panteísmo de Francis Jammes; otras, de originalidad no rebuscada, delatan al poeta que va descubriendo su camino, y que empieza a dominar los recursos de su arte. López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer Manuel José Othón. Nuestros parabienes al autor de Sangre devota, obra en que se han ocupado los críticos de varias publicaciones periódicas, suceso que nos ha sorprendido muy gratamente. Esto nos quita el placer de dedicar mayor espacio al libro de López Velarde”.
Un año después, en mayo de 1917 fallece Josefa de los Ríos, la provinciana de Jerez, Zacatecas, musa de Ramón López Velarde, que le dicta los sentimientos en la mayoría de los poemas de La sangre devota. En esos meses el poeta preparaba la segunda edición de su poemario y sin cambiar ninguna palabra de los textos originales, agrega un prólogo a la segunda edición en donde aparece este párrafo “Deseo afirmar que por lealtad y legitimidad conmigo mismo esta segunda edición es idéntica a la de 1916, sin cambio de una palabra, ni de un punto, ni de una coma. Una sola novedad: en el primer poema, el nombre de la mujer que dictó casi todas las páginas”.
La explicación es válida. Josefa de los Ríos (1880-1917) llega a nosotros bajo el nombre poético de Fuensanta. El primer verso de La sangre devota, de apenas tres líneas del poema En el reinado de la primavera se le anuncia: “Amada, es Primavera. / Fuensanta, es que florece / la eclesiástica unción de la cuaresma”. A partir de ahí, Fuensanta acompaña los versos en el libro de Ramón López Velarde. La otra presencia perenne es la provincia mexicana, al lado del conflicto dual entre lo místico de una formación y lo carnal cotidiano, el deseo y el amor.
Quizás dentro del libro, una de las piezas poéticas más bellas es Mi prima Águeda, aunque vienen otros igual de armoniosos y perfectos como Y pensar que pudimos; o las descripciones en Viaje al terruño, A la gracia primitiva de las aldeanas y La bizarra capital de mi estado, anunciaciones de las figuras que cuatro años después dan luz a La suave patria. Para despertar la curiosidad de acercarse a las ediciones actuales de La sangre devota, este es el poema Mi prima Águeda, dedicado a Jesús Villalpando:
“Mi madrina invitaba a mi prima Águeda / a que pasara el día con nosotros, / y mi prima llegaba / con un contradictorio / prestigio de almidón y de temible / luto ceremonioso. // Águeda aparecía, resonante / de almidón, y sus ojos / verdes y sus mejillas rubicundas / me protegían contra el pavoroso / luto… // Yo era rapaz / y conocía la o por los redondo / y Águeda que tejía /mansa y perseverante en el sonoro / corredor, me causaba / escalofríos ignotos / (Creo que hasta la debo la costumbre / heroicamente insana de hablar solo.) // A la hora de comer, en la penumbra / quieta del refectorio, / me iba embelesando un quebradizo / sonar intermitente de vajilla / y el timbre caricioso / de la voz de mi prima. // Águeda era / (luto, pupilas verdes y mejillas / rubicundas) un cesto policromo / de manzanas y uvas / en el ébano de un armario añoso”.
La poesía de Ramón López Velarde es para leerse en la intimidad, con suavidad de lector. No se presta a la grandilocuencia hueca los declamadores. Sin embargo, hacerlo en voz alta, tiene la enorme ventaja del ritmo natural y rebuscados juegos de palabras y los pleonasmo intencionales, como el citado en el preámbulo de esta entrega. Sin duda es insuperable la lectura cadenciosa y muy suave al oído de la amada o del amado, según sea la voluntad de la vida.
Para ello, abundan las ediciones de La sangre devota y de los otros poemarios de Ramón López Velarde, aunque de lo mejor son las obras completas reunidas primero por Editorial Porrúa en “Sepan cuantos…” y la magnifica hecha por el Fondo de Cultura Económica.
Sirva esta columna para rendir homenaje al poeta que nació en Jerez, Zacatecas, pero fue en la ciudad de México la inspiración, el tiempo y el impulso para comprenderse y crear la poesía. También aquí, en la colonia Roma, falleció de una pulmonía.

 





Me arrancaré, mujer, el imposible
amor de melancólica plegaria,
y aunque se quede el alma solitaria
huirá la fe de mi pasión risible.
Iré muy lejos de tu vista grata
y morirás sin mi cariño tierno,
como en las noches del helado invierno
se extingue la llorosa serenata.
Entonces, al caer desfallecido
con el fardo de todos mis pesares,
guardaré los marchitos azahares
entre los pliegues del nupcial vestido.
Huérfano quedará mi corazón
alma del alma, si te vas de ahí,
y para siempre lloraré por ti
enfermo de amorosa consunción.
Triste renuncio a las venturas todas
de tu suave y eterna compañía,
hoy que se apaga con la dicha mía,
el altar que soñé para mis bodas.
Y el templo aquel de claridad incierta
y tú, como las vírgenes vestida,
brillarán en la noche de mi vida
como la luz de la esperanza muerta.
Al decir que las penas son fugaces
en tanto que la dicha persevera,
tu cara es sugestiva y hechicera
y juegan a los novios los rapaces.
Al escuchar la apología que haces
del mejor de los mundos, se creyera
que lees a Abelardo... En voz parlera
dialogas con los pájaros locuaces.
De pronto, sin que tú me lo adivines,
cual por un sortilegio se contrista
mi alma con la visión de los jardines,
mientras oigo sonar plácidamente
los trinos de tu plática optimista
y el irisado chorro de la fuente.
Tú no eres en mi huerto la pagana
rosa de los ardores juveniles;
te quise como a una dulce hermana
y gozoso dejé mis quince abriles
cual un ramo de flores de pureza
entre tus manos blancas y gentiles.
Humilde te ha rezado mi tristeza
como en los pobres templos parroquiales
el campesino ante la virgen reza.
Antífona es su voz, y en los corales
de tu mística boca he descubierto
el sabor de los besos maternales.
Tus ojos tristes, de mirar incierto,
recuérdanme dos lámparas prendidas
en la penumbra de un altar desierto.
Las palmas de tus manos son ungidas
por mí, que provocando tus asombros
las beso en las ingratas despedidas.
Soy débil, y al marchar por entre escombros
me dirige la fuerza de tu planta
y reclino las sienes en tus hombros.
Nardo es tu cuerpo y tu virtud es tanta
que en tus brazos beatíficos me duermo
como sobre los senos de una Santa.
¡Quién me otorgara en mi retiro yermo
tener, Fuensanta, la condescendencia
de tus bondades a mi amor enfermo
como plenaria y última indulgencia!
Esta novia del alma con quien soñé en un día
fundar el paraíso de una casa risueña
y echar, pescando amores, en el mar de la vida
mis redes, a la usanza de la edad evangélica.
Es blanca como la hostia de la primera misa
que en una azul mañana miró decir la tierra
luce negros los ojos, la túnica sombría
y en un ungir las heridas las manos beneméritas.
Dormir en paz se puede sobre sus castos senos
de nieve, que beatos se hinchan como frutas
en la heredad de Cristo, celeste jardinero;
tiene propiedades hondas y los labios de azúcar,
y por su grave porte se asemeja al excelso
retrato de la Virgen pintado por San Lucas.
Tú, Fuensanta, me libras de los lazos del mal;
queman mi boca exangüe de Isaías los carbones;
por ti me dan los cielos profundas contriciones
y el ensueño me otorga su gracia episcopal.
Para comer las viandas del convite nupcial
en que se han desposado nuestros dos corazones,
tomo el báculo y ciño mis pies y mis riñones
cual se hacía en las fiestas del Cordero Pascual.
Las llaves con que he abierto tu corazón, mis llaves
sagradas son las mismas de Pedro el Pescador;
y mis alejandrinos, por tristes y por graves,
son como los versículos proféticos de un canto,
y hasta las doce horas de mis días de amor
serán los doce frutos del Espíritu Santo
A fuerza de quererte
me he convertido, Amor, en alma en pena.
¿Por qué, Fuensanta mía,
si mi pasión de ayer está ya muerta
y en tu rostro se anuncia los estragos
de la vejez temida que se acerca,
tu boca es una invitación al beso
como lo fue en lejanas primaveras?
Es que mi desencanto nada puede
contra mi condición de ánima en pena
si a pesar de tus párpados exangües
y las blancuras de tu faz anémica,
aún se tiñen tus labios
con el color sangriento de las fresas.
A fuerza de quererte
me he convertido, Amor, en alma en pena,
y con el candor angélico de tu alma
seré una sombra eterna.
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¡Ay de Dios, que tu palabra
me tiene embrujada
el alma!
Mi lírica adolescencia
y tu existencia
gitana
se dicen en la ventana
cosas
de amor y buenaventura
en estas noches lluviosas.
Juran por Cristo, venerables dueñas,
de quien llora en el vientre de la madre
conoce del futuro; tú gemiste
antes de que nacieras, y por eso
tus artes de gitana me iluminan
en los discursos de tu voz profética.
Me haces la caridad de tu palabra
y por oírte hablar quedan las cosas
enmudecidas religiosamente,
y yo me maravillo del concepto
que en tu boca, Fuensanta, se hace música,
y me quedo pendiente de tus labios
como quien se divierte con cristales.
Me embelesa el decoro de tu plática,
y ante tu vista escrutadora extiendo
la palma de las manos, predices
mi destino en lenguaje milagroso.

Y sigues conversando, eres la clave

del dolor y del gozo; abarca todas
las horas venideras, la mirada
de tus ojos sintéticos, bien mío.
y con tu rostro ecuánime subyugas
¡oh tú, la bienpensada que conversas
cual si hubieses venido del misterio!
¡Si me quitan el regalo
de tus proféticos labios,
me muero de desencanto!
Dios quiera
que se conserve el prodigio
de tu palabra hechicera
para decirme en voz baja
cosas
de amor y buenaventura
en estas noches lluviosas.
Y nuestro dulce noviazgo
será, Fuensanta, una flor
con un pétalo de enigma
y otro pétalo de amor.
¡Tú me dirás del enigma,
yo te diré del amor!
¡Ay de Dios, que tu palabra
me tiene embrujada
el alma!
Tus ventanas, con pájaros y flores
tus ventanas que miran al Oriente,
están esclarecidas con la gracia
de la aurora riente
que con primicias de su luz decora
la virtud de tu frente.
Tus ventanas de antigua arquitectura
en que el canario, a trinos, alborota
la paz de tu silencio provinciano;
ventanas en que flota,
para embriaguez de los amantes fieles,
la desmayada ofrenda del perfume
de rosas y claveles...
Tus ventanas, Amor, de cuya clave
quise colgar la jaula de mi dicha
para que la cuidaras como una ave;
ventana de madera
en que en vano soñé dejar prendida
mi devoción como una enredadera...
Tus ventanas que miran al oriente
y madrugan, fragantes, de limpieza
¿esperaron un alba,
de cándida belleza
o el regreso del novio
que anda en tierras de olvido,
o esperan, acaso,
el milagro de un sol desconocido?
Ventanas que rondé
en la alborada de mis mocedades,
rejas con agua, y luz, y caracoles
en que Ella gusta de escuchar el sordo
fragor de las marinas tempestades;
rejas dignas de célebres idilios,
rejas de mi noviazgo adolescente,
que yo os mire de nuevo
¡oh ventanas abiertas al Oriente!
Fuensanta, dulce amiga,
blanca y leve mujer,
dueña ideal de mi primer suspiro
y mis copiosas lágrimas de ayer;
enlutada que un día de entusiasmo
soñé condecorar,
prendiendo, en la alborada de las nupcias,
en el negro mobiliario de tu pecho
una fecunda rama de azahar.
Dime ¿es verdad que ha muerto mi quimera,
y el idólatra de tu palidez
no volverá a soñar con el milagro
de la diáfana rosa de tu tez?
(Así interrogo en la profunda noche
mientras las nubes van
cual pesadillas lóbregas, y gimen,
a distancia, unos huérfanos sin pan.)
De las cercanas torres
bajo el fúnebre son
de un toque de difuntos, y Fuensanta
clama en un gesto de desolación:

"¿No escuchas las esquilas agoreras?

¡Tocan a muerto por nuestra ilusión!
Me duele ser cruel
y quitar de tus labios
la última gota de la vieja miel.
"Mas el cadáver del amor con alas
con que en horas de infancia me quisiste,
yo lo he de estrechar
contra mi pecho fiel, y en una urna
presidirá los lutos de mi hogar."
Hemos callado porque nuestras almas
están bien enclavadas en su cruz.
Me despido... Ella guía,
llevando, en un trasunto de Evangelio,
en las frágiles manos una luz.
Pero apenas llegados al umbral,
suspiro de alma en pena
o soplo del Espíritu del mal,
un golpe de aire marea la bujía...
Aúlla un perro en la calma sepulcral...
fue así como Fuensanta y el idólatra
nos dijimos adiós en las tinieblas
de la noche fatal.
En los prados de tu huerto
a la luz del plenilunio
se moría cada flor,
y concurriendo a una extraña
complicidad de infortunio,
en el rosal de mi vida
se deshojaba el amor.
Bien pudiera el peregrino
hacer estación romántica
a la mitad del camino,
y desgranar un rosario
de cuentas sentimentales
por aquel deshojamiento
del alma y de los rosales.
¡Oh novia! Siempre querida,
cuyas pupilas llorosas
contemplaron la caída
de pétalos y esperanzas
sobre la faz de las cosas,
cuando en la calma nocturna
se deshojaban a un tiempo
las quimeras y las rosas.
        A Josefa De Los Ríos
        *17 de marzo de 1880
        +7 de mayo de 1917
Amada, es primavera.
Fuensanta, es que florece
la eclesiástica unción de la cuaresma.
Hay un alivio dulce
en las almas enfermas,
porque abril con sus auras les va dando
la sensación de la convalecencia.
Se viste el cielo del mejor azul
y de rosas la tierra,
y yo me visto con tu amor... ¡Oh gloria
de estar enamorado, enamorado,
ebrio de amor a ti, novia perpetua,
enloquecidamente enamorado,
como quince años, cual pasión primera!
Y con la dicha de palomas que huyen
del convento en que estaban prisioneras
y se ven lejos, bajo la promesa
azul del firmamento
y sobre la florida de la tierra,
así vuelan a verte en otros climas
¡oh santa, amadísima, oh enferma!
estos versos de infancia que brotaron
bajo el imperio de la Primavera.
      A Enrique Fernández Ledezma.
De tu magnífico traje
recogeré la basquiña
cuando te llegues, o niña,
al estribo del carruaje.
Esperando para el viaje
la tarde tiene desmayos
y de sus últimos rayos
la luz mortecina ondea
en la lujosa librea
de los corteses lacayos.
No temas: por los senderos
polvosos y desolados
te velarán mis cuidados,
galantes palafreneros.
Y cuando con mil luceros
en opulento derroche
se venga encima la noche,
obsequiará tus oídos
con sus monótons ruidos
la serenata del coche.
EN CAMINO
Al fin te ve mi fortuna
ir, a mi abrigo amoroso,
al buen terruño oloroso
en que se meció tu cuna
los fulgores de la luna,
desteñidos oropeles,
se cuajan en tus broqueles
y van por la senda larga,
orgullosos de su carga,
los incansables corceles.
De la noche en el arcano
llega al éxtasis la mente
si beso devotamente
los pétalos de tu mano.
En la blancura del llano
una fantasía rara
las lagunas comparara,
azuladas y tranquilas,
con tus azules pupilas
en la nieve de tu cara.
La aurora su lumbre viva
manda al cárdeno celaje
y al empolvado carruaje
un rayo de luz furtiva.
Surge la ciudad nativa:
en sus lindes, un bohío
parece ver que del río
el cristal rompen las ruedas,
y entre mudas alamedas
se recata el caserío.
Como níveo relicario
que ocultan los naranjales,
del coche por los cristales
¿no distingues el Santuario?
Del esbelto campanario
salen y rayan los cielos
las palomas con sus vuelos,
cual si las torres, mi vida,
te dieran la bienvenida
agitando sus pañuelos.
LLEGADA
Por las tapias la verdura
del jazmín cuelga a la calle,
y respira todo el valle
melancólica ternura.
Aromarán la frescura
de tus carrillos sedeños
los jardines lugareños,
y en las azules mañanas
llegarán a tus ventanas,
en enjambres, los ensueños.
Escucharás, amor mío,
girando en eterna danza
la interminable tardanza
de las hojas... Y en el frío
mes de diciembre sombrío,
en el patriarcal sosiego
del hogar, mi dulce ruego
ha de loar tu belleza
cabe la muda tristeza
del caserón solariego.
Esparcirán sus olores
las pudibundas violetas
y habrá sobre tus macetas
las mismas humildes flores:
la misma charla de amores
que su diálogo desgrana
en la discreta ventana,
y siempre llamando a misa
el bronce, loco de risa
de la traviesa campana.
A tus plácidos hogares
irán las venturas viejas
como vienen las abejas
a buscar los colmenares.
Y mi cariño en tus lares
verás cómo se acurruca
libre de pompa caduca,
al estrecharte mi abrazo
en el materno regazo
de tu aromosa tierruca.
Con planta imponderable
cruzas el mundo y cruzas mi conciencia,
y es tu sufrido rostro como un éxtasis
que se dilata en una transparencia.
¡Pobrecilla sonámbula!
Pareces, en tu ruta de novicia,
ir diciendo al azar: "No me hagáis daño;
temo que me maltrate una caricia."
Devuelves su matiz inmaculado
al paisaje ilusorio en que te posas
y restituyesen su integridad
inocente a los hombres y a las cosas.
Así cruzas el mundo,
con ingrávidos pies, y en una transparencia
de éxtasis se adelgaza tu perfil,
y vas diciendo: "Marcho en la clemencia
soy la virginidad del panorama
y la clara embriaguez de tu conciencia."
En los claros domingos de mi pueblo es costumbre
que en la plaza descubran las gentiles cabezas
las mozas, y sus ojos reflejan dulcemente
y la banda del kiosco toca lánguidas piezas.
Y al caer sobre el pueblo la noche ensoñadora,
los amantes se miran con la mejor mirada
y la orquesta en sus flautas y violín atesora
mil sonidos románticos en la noche enfiestada.
Los días de guardar en los pueblos provincianos
regalan al viandante gratos amaneceres
en que frescos los rostros, el Lavalle en las manos,
camino de la iglesia van las mozas aprisa;
que en los días festivos, entre aquellas mujeres
no hay una cara hermosa que se quede sin misa.
Tú que prendiste ayer los aurorales
fulgores del amor en mi ventana;
tú, bella infiel, adoración lejana
Madona de eucologios y misales:
Tú, que ostentas reflejos siderales
en el pecho enjoyado, grave hermana,
y en tus ojos, con lumbre sobrehumana,
brillan las tres virtudes teologales:
no pienses que tal vez te guardo encono
por tus nupcias de hoy. Que te bendiga
mi señor Jesucristo. Yo perdono
tu flaqueza, y esclavo de tu hechizo
de tu primer hijuelo, dulce amiga,
celebraré en mis versos el bautizo.
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A Jesús Villalpando
Mi madrina invitaba a mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso.

Águeda aparecía, resonante

de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me protegían contra el pavoroso
luto...
Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos...
(Creo que hasta le debo la costumbre
heroicamente insana de hablar solo.)
A la hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.
Hambre y sed padezco: Siempre me he negado
a satisfacerlas en los turbadores
gozos de ciudades -flores de pecado.
Esta hambre de amores y esta sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de muchachas de un lugar pequeño.
Vasos de devoción, arcas piadosas
en que el amor jamas se contamina;
jarras cuyas paredes olorosas
dan al agua frescura campesina...
Todo eso sois muchachas cortijeras
amigas del buen sol que os engalana,
que adivináis las cosas venideras
cual hacerlo pudiese una gitana.
Amo vuestros hechizos provincianos,
muchachas de los pueblos, y mi vida
gusta beber del agua contenida
en el hueco que forman vuestras manos.
Pláceme en los convites campesinos,
cuando la sombra juega en los manteles,
veros dar la locura de los vinos,
pan de alegría y ramos de claveles.
En el encanto de la humilde calle
sois a un tiempo, asomadas a la reja,
el son de esquilas, la alternada queja
de las palomas, y el olor del valle.
Buenas mozas: no abrigo mas empeños
que oír vuestras canciones vespertinas,
llegando a confundirme en las esquinas
entre el grupo de novios lugareños.
Mi hambre de amores y mi sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de doncellas de un lugar pequeño.
A Jesús B. González
He de encomiar en verso sincerista
la capital bizarra
de mi Estado, que es un
cielo cruel y una tierra colorada.
Una frialdad unánime
en el ambiente, y unas recatadas
señoritas con rostro de manzanas
ilustraciones prófugas
de las cajas de pasas.
Católicos de Pedro el Ermitaño
y jacobinos de época terciaria.
(Y se odian los unos a los otros
con buena fe.)
Una típica montaña
que, fingiendo un corcel que se encabrita,
al dorso lleva una capilla, alzada
al Patrocinio de la Virgen.
Altas y bajas del terreno, que son siempre
una broma pesada.
Y una Catedral, y una campana
mayor que cuando suena, simultánea
con el primer clarín del primer gallo,
en las avemarías, me da lástima
que no la escuche el Papa.
Porque la cristiandad entonces clama
cual si fuese su queja mas urgida
la vibración metálica,
y al concurrir ese clamor concéntrico
del bronce, en el ánima del ánima,
se siente que las aguas
del bautismo nos corren por los huesos
y otra vez nos penetran y nos lavan.
Tu paz -¡oh paz de cada día!-
y mi dolor que es inmortal,
se han de casar, Amada mía,
en una noche cuaresmal.
Quizá en un Viernes de Dolores
cuando se anuncian ya las flores
y en el altar que huele a lirios
el casto pecho de María
sufre por los siete martirios;
mientras la luna, Amada mía,
deja caer sus tenues franjas
de luz de ensueño sideral
sobre las místicas naranjas
que, por el arte virginal
de las doncellas de la aldea,
lucen banderas de papel
e irisaciones de oropel
sobre la piel que amarillea.
Fuensanta: al amor aventurero
de cálidas mujeres, azafatas
súbitas de la carne, te prefiero
por la frescura de tus manos gratas.
Yo te convido, dulce Amada
a que te cases con mi pena
entre los vasos de cebada
la última noche de novena.
Te ha de cubrir la luna llena
con luz de túnica nupcial
y nos dará la Dolorosa
la bendición sacramental.
Y así podré llamarte esposa,
y haremos juntos la dichosa
ruta evangélica del bien
hasta la eterna gloria.
Amén.
Fuensanta: las finezas del Amado
las finezas más finas,
han de ser par ti menguada cosa,
porque el honor a ti, resulta honrado.
La corona de espinas,
llevándola por ti, es suave rosa
que perfuma la frente del Amado.
El madero pesado
en que me crucifico por tu amor,
no pesa más, Fuensanta,
que el arbusto en que canta
tu amigo el ruiseñor
y que con una mano
arranca fácilmente el leñador.
Por ti el estar enfermo es estar sano;
nada son para ti todos los cuentos
que en la remota infancia
divierten al mortal;
porque hueles mejor que la fragancia
de encantados jardines soñolientos,
y porque eres más diáfana, bien mío
que el diáfano palacio de cristal.
Pero con ser así tu poderío,
permite que te ofrezca el pobre don
del viejo parque de mi corazón.
Está en diciembre, pero con tu cántico
tendrá las rosas de un abril romántico.
Bella Fuensanta,
tú ya bien sabes el secreto: ¡canta!
¿Dónde estará la niña
que en aquel lugarejo
una noche de baile
me habló de sus deseos
de viajar, y me dijo
su tedio?
Gemía el vals por ella,
y ella era un boceto
lánguido: unos pendientes
de ámbar, y un jazmín
en el pelo.
Gemían los violines
en el torpe quinteto...
E ignoraba la niña
que al quejarse de tedio
conmigo, se quejaba
con un péndulo.
Niña que me dijiste
en aquel lugarejo
una noche de baile
confidencias de tedio:
dondequiera que exhales
tu suspiro discreto,
nuestras vidas son péndulos...
Dos péndulos distantes
que oscilan paralelos
en una misma bruma
de invierno.
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PARA TUS DEDOS ÁGILES Y FINOS

Doy a los cuatro vientos los loores
de tus dedos de clásica finura
que preparan el pan sin levadura
para el banquete de nuestros amores.
Saben de las domésticas labores
lucen en el mantel su compostura
y apartan, de la verde, la madura
producción de los meses frutidores.
Para gloria de Dios en homenaje
a tu excelencia, mi soneto adorna
de tus manos preclaras el linaje.
Y el soneto dichoso, en las esbeltas
falanges de mis índices se torna
una sortija de catorce vueltas.
¿Imaginas acaso la amargura
que hay en no convivir
los episodios de tu vida pura?
Me está vedado conseguir que el viento
y la llovizna sean comedidos
con tu pelo castaño.
Me está vedado oír en los latidos
de tu paciente corazón (sagrario
de dolor y clemencia)
la fórmula escondida
de mi propia existencia.
Me está vedado, cuando te fatigas
y se fatiga hasta tu mismo traje,
tomarte en brazos, como quien levanta
a su propia ilusión incorruptible
hecha fantasma que renuncia al viaje.
Despertarás una mañana gris
y verás, en la luna de tu armario,
desdibujarse un puño
esquelético, y ante el funerario
aviso, gritarás las cinco letras
de mi nombre, con voz pávida y floja
¡y yo me hallaré ausente
de tu final congoja.!
¿Imaginas acaso
mi amargura impotente?
me estás vedada tú... Soy un fracaso
de confesor y médico que siente
perder a la mejor de sus enfermas
y a su más efusiva penitente.
Primer amor, tú vences la distancia,
Fuensanta, tu recuerdo me es propicio.
Me deleita de lejos la fragancia
que de noche se exhala de tus tiestos,
y en pago de tan grande beneficio
te canonizo en estos
endecasílabos sentimentales.
A tu virtud mi devoción es tanta
que te miro en el altar, como la santa
Patrona que veneran tus zagales,
y así es como mis versos se han tornado
endecasílabos pontificales.
Como risueña advocación te he dado
la que ha de subyugar los corazones:
permíteme rezarte, novia ausente,
Nuestra Señora de las Ilusiones.
¡Quién le otorgara al corazón doliente
cristalizar el infantil anhelo,
que en su fuego romántico me abrasa,
de venerarte en diáfano capelo
en un rincón de la nativa casa!
Tanto
del grave encanto de tus ojos místicos,
que en vano espero para nuestra boda
alguna de las horas de pureza
en que se confortó mi gran tristeza
con los primeros panes eucarísticos.
Se distraen las penas en los cuartos de hoteles
con el heterogéneo concurso divertido
de yanquis, sacerdotes, quincalleros infieles,
niñas recién casadas y mozas del partido.
Media luz... copia al huésped la desconchada luna
en su azogue sin brillo; y flota en calendarios,
en cortinas polvosas y catres mercenarios
la nómada tristeza de viajes sin fortuna.
Lejos quedó el terruño, la familia distante
y en la hora gris del éxodo medita el caminante
que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo:
que van pasando juntos por el sórdido hotel
con el cosmopolita dolor del moribundo
los alocados lances de la luna de miel.
Noble señora de provincia: unidos
en el viejo balcón que ve al poniente,
hablamos tristemente, largamente,
de dichas muertas y de tiempos idos.
De los rústicos tiestos florecidos
desprendo rosas para ornar tu frente,
y hay en los fresnos del jardín de enfrente
un escándalo de aves en los nidos.
El crepúsculo cae soñoliento,
y si con tus desdenes amortiguas
la llama de mi amor, yo me contento

con el hondo mirar de tus arcanos

ojos, mientras admiro las antiguas
joyas de las abuelas en tus manos.


DEL PUEBLO NATAL
Ingenuas provincianas: cuando mi vida se halle
desahuciada por todos, iré por los caminos
por donde vais cantando los más sonoros trinos
y en fraternal confianza ceñiré vuestro talle.
A la hora del Angelus, cuando vais por la calle,
enredados al busto los chales blanquecinos,
decora vuestros rostros --¡oh rostros peregrinos!--
la luz de los mejores crepúsculos del valle.
De pecho en los balcones de vetusta madera,
platicáis en las tardes tibias de primavera
que Rosa tiene novio, que Virginia se casa;
y oyendo los poetas vuestros discursos sanos
para siempre se curan de males ciudadanos,
y en la aldea la vida buenamente se pasa.
Fuensanta:
dame todas las lágrimas del mar.
Mis ojos están secos y yo sufro
unas inmensas ganas de llorar.
Yo no sé si estoy triste por el alma
de mis fieles difuntos
o porque nuestros mustios corazones
nunca estarán juntos.
Hazme llorar, hermana,
y la piedad cristiana
de tu manto inconsútil
enjúgueme los llantos con que llore.
el tiempo amargo de mi vida inútil.
Fuensanta:
¿tú conoces el mar?
Dicen que es menos grande y menos hondo
que el pesar.
Yo no sé ni por qué quiero llorar:
será tal vez por el pesar que escondo
tal vez por mi infinita sed de amar.
Hermana:
dame todas las lágrimas del mar...
A Artemio de Valle Arizpe.
Sus ventanas floridas
que miran al Oriente,
llevan buena amistad con las auroras
que, como primicias fúlgidas, esmaltan
el campo de victorias de su frente.
Aquella madrugada
apareció el Amor tras de su reja
y la dejó lavada
con el cristal cerúleo de su pozo...
¡Y todavía, adentro
de mi alma, hay un gozo
fluido, de mujer madrugadora
que riega su ventana y la decora!
Ventanas que rondé
en la alborada de mis mocedades;
rejas con caracoles
en que Ella gusta de escuchar el sordo
fragor de las marinas tempestades;
rejas depositarias
de aquellos soliloquios de noctívago
y de mi donjuanismo adolescente;
que yo os mire de nuevo
¡oh ventanas, abiertas al Oriente!
Plaza de Armas, plaza de musicales nidos,
frente a frente del rudo y enano soportal;
plaza en que se confunden un obstinado aroma
lírico y una cierta prosa municipal;
plaza frente a la cárcel lóbrega y frente al lúcido
hogar en que nacieron y murieron los míos;
he aquí que te interroga un discípulo, fiel
a tus fuentes cantantes y tus prados umbríos.
¿Que se hizo, Plaza de Armas, el coro de chiquillas
que conmigo llegaban en la tarde de asueto
del sábado, a tu kiosco, y que eran actrices
de muñeca excesiva y de exiguo alfabeto?
¿Qué fue de aquellas dulces colegas que rieron
para mí, desde un marco de verdor y de rosas?
¿Qué de las camaradas de los juegos impúberes?
¿Son vírgenes intactas o madres dolorosas?
Es verdad, sé el destino casto de aquella pobre
pálida, cuyo rostro, como una indulgencia
plenaria, miré ayer tras un vidrio lloroso;
me ha inundado en recuerdos pueriles la presencia
de Ana, que al tutearme decía el "tú" de antaño
como una obra maestra, y que hoy me habló con
ceremonia forzada; he visto a Catalina
exangüe, al exhibir su maternal fortuna
cuando en un cochecillo de blondas y de raso
lleva el fruto cruel y suave del idilio
por los enarenados senderos... Más no sé
de todas las demás que viven en exilio.

Y por todas inquiero. He de saber de todas

las pequeñas torcaces que me dieron el gusto
de la voz de mujer. ¡Torcaces que cantaban
para mí, en la mañana de un día claro y justo!
Dime, plaza de nidos musicales, de las
actrices que impacientes por salir a la escena
del mundo, chuscamente fingían gozosos líos
de noviazgos y negros episodios de pena.
Dime, Plaza de Armas, de las párvulas lindas
y bobas, que vertieron con su mano inconsciente
un perfume amistoso en el umbral del alma
y una gota del filtro del amor en mi frente.
Mas la plaza está muda, y su silencio trágico
se va agravando en mí con el mismo dolor
del bisoño que sale a vacaciones
pensando en la benévola acogida de Abel,
y halla muerto, en la sala, al hermano menor.

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