Dirección de Estudios Históricos, INAH
Los planos de Alzate y el uso del espacio en la ciudad de México (siglo XVIII) (Resumen)
De
los tres planos que el padre Alzate realizó sobre la ciudad de México,
los dos primeros responden a una concepción eclesiástica
del territorio y el tercero a una inquietud personal de Alzate de investigar
la correspondencia que hubo entre los barrios indígenas prehispánicos
y los coloniales. La capital novohispana se dividió el parroquias
hasta 1782, cuando se creó la primera división civil por
cuarteles. A partir del postulado de David Olson, de que tanto los planos
como los manuscritos son representaciones que participan de un entorno
social, conforman un lenguaje y poseen un objetivo específico, emplearemos
aquí el Plano de 1769 de Alzate paralelamente a las
descripciones del paisaje contenidas en las fuentes documentales: desde
diferentes maneras de estructurar su lenguaje, ambos tuvieron la intención
de representar lugares. Nos centraremos en un punto específico sobre
el plano de Alzate –el límite sureste de la capital- y lo compararemos
con la información dada por los vecinos de los barrios de esa zona:
veremos que se trata de dos percepciones del espacio que, además,
fueron coetáneas.
Palabras
clave: Mapas de Alzate, Indígenas, Paisaje tradicional, siglo
XVIII, Ciudad de México
The
Alzate’s maps and the space use in México City (XVIIIth Century)
(Abstract)
Among
the three plans that Alzate made out of Mexico City, the two first respond
to an ecclesiastical conception of the territory and the third to a personal
quest of Alzate to investigate the correspondence between the pre-hispanic
native neighborhoods and the colonial. The colonial capital
was divided on parishes until 1782, when the first civil division by headquarters
was created. Considering David Olson’s presumptions, that
the maps as well as the manuscripts are representations that participate
of a social environment, conform a language and have a specific objective,
we will use here the Map of 1769 of Alzate in parallel to the descriptions
of the contained landscape in the documentary sources: through different
language structures, both intended to represent places. We will depart
from a specific point of Alzate’s map –the southeastern limit of the capital-
and we will compare it with the information given by the people of the
neighborhoods of that zone: we will see that we are dealing with two perceptions
of the space that, besides, were contemporaries.
Key
Words: Alzates’s Maps, Native neighborhoods, Traditional landscape,
Eighteen Century
De
los tres planos que el padre Alzate realizó sobre la ciudad de México,
los dos primeros responden a una concepción eclesiástica
del territorio y el tercero a una inquietud personal de Alzate de investigar
la correspondencia que hubo entre los barrios indígenas prehispánicos
y los coloniales. La capital novohispana se dividió el parroquias
hasta 1782, cuando se creó la primera división civil por
cuarteles. A partir del postulado de David Olson, de que tanto los planos
como los manuscritos son representaciones que participan de un entorno
social, conforman un lenguaje y poseen un objetivo específico, emplearemos
aquí el Plano de 1769 de Alzate paralelamente a las
descripciones del paisaje contenidas en las fuentes documentales: desde
diferentes maneras de estructurar su lenguaje, ambos tuvieron la intención
de representar lugares. Nos centraremos en un punto específico sobre
el plano de Alzate –el límite sureste de la capital- y lo compararemos
con la información dada por los vecinos de los barrios de esa zona:
veremos que se trata de dos percepciones del espacio que, además,
fueron coetáneas.
La
hechura del Plano de la Imperial México de 1769 respondió
a una representación planimétrica dirigida para servir al
proyecto reformador del arzobispo Lorenzana, en tanto las descripciones
del espacio vertidas por los vecinos, refieren a señalizaciones
y símbolos provenientes del uso, la memoria y el significado construido
a través del tiempo por las colectividades indígenas. Se
tratará, en suma, de mostrar dos representaciones del espacio urbano,
una erudita proyectada para reformar una política de gobierno y
otra, no menos elaborada, procedente de una relación empírica
con el territorio, a partir del uso cotidiano y la experiencia social.
Se trata, en suma, de dos recepciones del espacio urbano .
Los
barrios de indios en la representación planimétrica de Alzate.
El
padre Antonio Alzate elaboró tres planos sobre la ciudad de México:
1)
El Plano en que se comprehende el Curato de Indios, intitulado SS Joseph
situado en la Ciudad de México dispuesto por orden del Ylmo. SDD
Francisco Antonio Lorenzana Buitrón Dignmo. Arzobispo de esta Sta.
Iglesia Metropolitana (Atribuído a Alzate).
2)
El
Plano de la Imperial México, con la nueva distribución de
los territorios parroquiales para la más fácil y pronta administración
de los Sagrados Sacramentos, dispúsolo en 1769 años de orden
del Ilustrísimo Señor Don Francisco Antonio Lorenzana Buitrón
Dignísimo Arzobispo de esta Santa Iglesia Metropolitana, Don Joseph
Antonio de Alzate y Ramírez.
3)
El
Plano de Tenochtitlan Corte de los Emperadores Mexicanos. 1789.
El
primero muestra un fragmento de aquella ciudad religiosa, el segundo representó
al conjunto de la ciudad dividida en parroquias y el tercero, realizado
veinte años después de los otros, respondió a un interés
personal de Alzate de investigar si los antiguos barrios prehispánicos
correspondieron a los barrios indígenas coloniales. En este trabajo
concentraré la mirada sobre el segundo de ellos, a saber, El
Plano de la Imperial México de 1769 –por ser en éste
en el que Alzate especificó mayor cantidad de lugares distintivos
sobre los barrios-, a fin de reflexionar sobre los usos y representación
del espacio en aquella ciudad dieciochesca.
Hasta
el último tercio del siglo dieciocho la ciudad de México
estuvo dividida en parroquias, es decir, su planta urbana se determinaba
por la administración de las órdenes regulares, párrocos
seculares, así como por un espacio definido a partir del número
de feligreses, limosnas, obvenciones o entierros que marcaban los límites
entre las catorce parroquias en que se dividió la ciudad a partir
de 1772
[1] . Cuando el padre Alzate realizó en 1769 el Plano de
la Imperial México, se hallaba inserto en una ciudad que estaba
a punto de experimentar una de sus grandes revoluciones urbanas, pues hasta
el último tercio del siglo dieciocho los vecinos se reconocían
en un espacio urbano cargado de religiosidad: los párrocos como
autoridad, los templos, los campanarios, el tiempo marcado por los tañidos,
los cementerios, las fiestas patronales, el sacramento orientado para de
los indígenas, en fin, los vecinos convivían en un entorno
físico marcado por las funciones derivadas de una planta parroquial.
La primera gran revolución fue que a las diez parroquias en que
se dividía la ciudad -separadas según la calidad de los feligreses:
cuatro eran para españoles y seis destinadas a ofrecer los sacramentos
a los indígenas-, se añadieron cuatro parroquias más.
El arzobispo Lorenzana, quien tomaba partido en una larguísima disputa
histórica entre el clero regular y secular, pretendía terminar
con la asistencia a las parroquias según la calidad de los feligreses
[2] .
El
Plano de la Imperial México fue elaborado precisamente para
proyectar la transformación de ese suelo urbano, tajantemente separado
por los sacramentos destinados a los indios y los dirigidos específicamente
a los españoles. El padre Alzate fue llamado por el arzobispo Lorenzana
para elaborar un plano que, en primera instancia, sirviera para reconocer
ese territorio parroquial que debía transformarse. De modo que el
motivo por el que el plano fue elaborado era para mostrar cómo se
redistribuirían las parroquias.
El
contexto histórico del Plano de la Imperial México nos
recuerda el argumento de Harvey sobre la importancia de subrayar los objetivos
específicos por los que se elaboran los mapas. El obispo Lorenzana
requería acceder a través de una representación de
conjunto a la jurisdicción religiosa que pretendía reordenar
y Alzate elaboró el plano con ese fin. De modo que la función
técnica del plano era informar sobre los límites parroquiales,
el número de feligreses, los encargados de doctrina y todo lo que
de él se derivaba, que iba desde los bautismos hasta los entierros,
pasando por las limosnas o la obediencia de los ejercicios religiosos.
Desde esta representación, el arzobispo desplegaría los primeros
intentos de homogeneizar el espacio urbano.
Alzate
respondió a una petición del arzobispado, procurando satisfacer
las necesidades que Lorenzana requería. La representación
del Plano debería contener las divisiones parroquiales y
señalar los contornos de cada una de ellas dentro de los límites
que ocupaba el conjunto de la ciudad de México. Y para ello, antes
que la precisión cartográfica, Alzate debía preocuparse
por investigar y plasmar los límites de las nuevas y anteriores
parroquias; esto explica por qué el Plano de la Ymperial México
dista por mucho de poseer una escala numérica que abarcara al conjunto
de la ciudad ahí representada. Alzate, como puede verse en el plano,
empleó una escala y proporciones para el casco urbano español
y otra muy distinta para la zona de los barrios indígenas ¿A
dónde nos lleva todo esto?
En
primera instancia a considerar el horizonte desde el que se elaboran los
planos. La distancia histórica nos obliga a explicitar el presupuesto
de J.B. Harleyde que “los mapas redescriben el mundo, al igual que cualquier
otro documento, en términos de relaciones y prácticas de
poder, preferencias y prioridades culturales”
[3] . Alzate representó a la ciudad a partir de la información
que el arzobispo le solicitaba, es decir, por una mirada religiosa para
el arzobispo que pretendía reordenar la administración religiosa;
su plano respondía a ese vínculo entre la geografía
y el control territorial: “Durante siglos, sólo los miembros de
las clases dirigentes pudieron aprehender mediante el pensamiento unos
espacios demasiado vastos para tenerlos bajo la mirada, y estas representaciones
del espacio eran un instrumento esencial de ejercicio del poder sobre unos
territorios y unos hombres más o menos alejados”
[4]
No
es posible disociar entonces el contexto histórico, los motivos
o interlocutores por los que se elaboran los planos, en tanto son una representación
que responde a una finalidad y que por tanto están cargados de una
intención, es decir “no hay representación sin intención
ni interpretación”
[5] . Se trata de una simbolización del espacio que sigue las
reglas que su lenguaje, el cartográfico, le exige.
Una
vez aclarado el contexto e interlocutor desde el que Alzate elaboró
el Plano de la Ymperial México, acercaremos el lente hacia
una pequeña zona ubicaba al sureste del plano. Se trata de una parte
de la parcialidad indígena de San Juan en donde se establecían
diversos barrios indígenas a los que hasta entonces ningún
otro cartógrafo había representado. Alzate fue el primero
que se ocupó de elaborar un plano que refiriera a las denominaciones
y fisonomía de los barrios de indios que circundaban al casco español
colonial. Sin embargo veremos que su aproximación estaba también
influída por una percepción propia de los letrados de su
época.
La
leyenda que Alzate anotó en una de las esquinas del Plano habla
más que mil palabras: “En los curatos de Santa Cruz Acatlán
y de Santo Tomás hay una gran cantidad de casas de caña que
llaman jacales que no se han especificado en el mapa por ser inaveriguable
su situación, abundan principalmente al rumbo del sur de ambos curatos.
También es de notar que no se han puesto todas las casillas de adobe
de los barrios porque al paso que unas se destruyen otras se reedifican”.
Asimismo a Alzate le pareció inaccesible, tal como lo enunció
en una de las frases escritas al calce de su plano: “…por ser inaveriguable
su situación”.
Si
pocos autores contemporáneos al padre Alzate dedicaron tiempo a
escribir sobre los barrios –y cuando lo hicieron fue para condenar su papel
contrario al modelo de ciudad ideal vigente en su época-, menos
aún hubo interés por cartografiarlos. No hay duda de que
aún a finales del siglo dieciocho aquellos territorios eran desconocidos
para quienes no residieran en ellos; ningún interés específico
había existido para que fuesen abordados por una representación
gráfica que los mostrara como parte del conjunto urbano. Esto se
debía, simplemente, a que el significado de ciudad aún se
restringía al casco español; para los barrios indígenas
no se había requerido un plano de conjunto. Los mapas relativos
a los barrios eran, cuanto más, representaciones locales derivadas
de pleitos por propiedades y límites entre parcelas.
De
modo que aunque Alzate fue pionero en representar a los barrios de indios,
en 1769 participó de una mirada social que contrastó a los
jacales y casillas hechos de materiales efímeros, con la idea de
una urbanización rectilínea y sólida como la que regía
en el casco de la ciudad
[6] . Ese imaginario social respecto a los barrios –la falta
de civilización en ellos-, corresponde al desconocimiento que, efectivamente,
se tenía sobre aquel territorio; esto explica en buena medida por
qué fue tan poco abordado. Todo esto no es otra cosa que un referente
para elucidar la mirada de Alzate sobre los barrios de indios en su el
Plano
de la Ymperial México.
El
espacio indígena representado en los documentos dieciochescos
El
plano de 1769 es el que contiene más información sobre los
barrios indígenas: señala los nombres y ubicación
de las capillas y barrios, muestra la traza de las acequias, los límites
de la ciudad, la presencia de extensiones deshabitadas, en fin, su representación
está cargada de sugerentes detalles que nos permiten acceder a su
comprensión del espacio barrial. Los documentos conservados en el
archivo que remiten a los barrios indígenas de la zona sureste de
la capital, muestran la segunda representación del espacio. Al contrastarlas,
pretendo mostrar que en un mismo momento histórico existieron esas
dos maneras de referirse al entorno físico: se trata de resaltar
que la percepción del territorio depende de quien lo construye,
de los motivos por los que se refiere a él, así como por
los interlocutores a quienes se explica el sentido del paisaje. Paralelamente
a la representación cartográfica de Alzate veremos otra manera
de experimentar el espacio entre los vecinos de los barrios. Para contrastar
ambas perspectivas, me concetraré en un área ubicada al sur
de la capital, que era un cuadrángulo delimitado por los barrios
de la Magdalena Mixiuca, San Esteban, Ixtacalco y Santa Anna Zacatlamaco.
La
descripción hecha por el padre Alzate coincide en varios puntos
con la información dada por los vecinos: al tiempo que el plano
de 1769 aquel cuadrángulo se señala entre tierras y pantanos
deshabitados, las fuentes documentales refieren a los extensos terrenos
deshabitados o tierras eriazas dispuestas para el arrendamiento. En donde
Alzate trazó el brazo de una acequia o un terreno pantanoso, los
manuscritos nos muestran una región de recolección y abundante
agua.
Esta
comparación se vuelve plausible luego de subrayar el presupuesto
de que “los mapas redescriben el mundo, al igual que cualquier otro documento,
en términos de relaciones y prácticas de poder, preferencias
y prioridades culturales” o de que “los mapas son textos en el mismo sentido
en que lo son otros sistemas de signos no verbales” [7]
.
Tanto los mapas como las descripciones del paisaje forman parte de una
interpretación del espacio que, por igual, requiere ser traducido.
La
segunda representación del espacio que me gustaría presentar,
proviene de fuentes documentales que nos permiten reconstruir aquel pequeño
cuadrángulo ubicado al sur de la ciudad. Se trata de una reconstrucción
a partir del testimonio de los vecinos que solían recorrer sus tierras
cada vez que debían resolver algún asunto. Sus testimonios
muestran una distinta percepción, contemporánea al padre
Alzate, de una de las zonas que él mismo representó. Quizá
para esto sea necesario echar mano de la idea de Craib respecto a los paisajes
fugitivos
Esa
zona de tierras donadas por la corona, de barrios indígenas, sembradíos,
chinampas, pantanos y abundantes acequias muestra que sus referentes fueron
construidos a partir de la experiencia, de la relación con el espacio
vivido. Los vecinos refieren a costumbres, a permanencias en el paisaje,
a prácticas culturales que en momentos coinciden con algunas referencias
de la planimetría. Por eso el plano mandado a hacer por el obispo
Lorenzana, comparado con todos los de su época, es una de las contadas
rarezas que bosquejan, aunque apenas sugeridos, algunos puntos que delineaban
aquel entorno.
Y
si los vecinos de los barrios no requerían de una guía planimétrica
para “andar visualmente” entre sus callejones y sinuosos caminos, sí
poseían una suma de referentes que hacían legible y familiar
al entorno. Entre la representación elaborada para el arzobispo
y ésta otra, apoyada en la experiencia empírica, la diferencia
es que aquella era la perspectiva desde un “territorio específico” [8]
en tanto la segunda estaba creada a partir del comportamiento reiterado
en el lugar, por un uso consuetudinario.
Las
minucias con que fue descrita la zona muestran quiénes eran los
vecinos, cómo se distinguían y de qué manera valuaban
el espacio vivido al darnos información territorial. Estos manuscritos,
elaborados en el juzgado por el puño y letra de los escribanos que
recibían la información de testimonios orales, nos hacen
percatarnos del uso social en aquel territorio. El diálogo se daba
entre los vecinos de los barrios y por los tenedores de ganado que atraídos
por las tierras se acercaban a arrendarlas.
En
esas operaciones de arrendamiento, aparecen las colectividades al lado
de los funcionarios coloniales y postores que daban fe de las tierras a
rentar. Al referirse a los límites de esas enormes extensiones,
vertieron referentes de uso cotidiano, tales como los canales, las acequias,
los árboles, las mojoneras, etcétera. Sus descripciones,
que fueron transcritas de testimonios orales, distan del conocimiento erudito
plasmado en la representación planimétrica.
Por
los documentos sabemos que en el cuadrángulo formado entre Santa
Anna Zacatlamaco, Ixtacalco, San Esteban y La Magdalena Mixiuca supuestamente
terminaba lo comprendido como ciudad, sin embargo, dos de esos pueblos,
Ixtacalco y Santa Anna Zacatlamaco, mantenían vínculos tan
fuertes con los barrios limítrofes al sur de la capital novohispana
que su situación siempre creó ambigüedad sobre si pertenecían
o no a la ciudad. Esto se percibe cuando el alcalde de Santa Anna se refirió
al pueblo como “sujeto a la Parcialidad de San Juan de esta Ciudad…”
[9]
En
el plano de Alzate, Santa Anna Zacatlamaco ni siquiera aparecía
en él. Los referentes australes eran la garita de La Viga y el pueblo
de La Magdalena Mixiuca. Cerca de la línea que unía ambos
puntos, Alzate registró solamente al barrio de San Esteban,
pero más hacia el sur no representó nada. De modo que puntos
reiterados en los testimonios de archivo eran, para los vecinos, lugares
históricamente reconocidos.
Otros
elementos presentes en las descripciones documentales advierten una serie
de símbolos y referentes espaciales reconocidos y empleados cotidianamente
por los habitantes de aquella región aparentemente “anónima”
en la representación cartográfica. Los datos archivísticos
diseñan una compleja representación visual que podrían
hacer explicable por qué a Alzate le parecía “inaveriguable
la situación” de aquel lugar.
En
un punto intermedio en donde intersectaban los cuatro poblados referidos
-San Esteban, La Mixiuca, Ixtacalco y Santa Anna- se hallaba un punto de
referencia visual reconocido por los vecinos de esos cuatro lugares: a
“una cruz grande de madera que está entre dos sauces muy altos”.
Los
potreros de Ixtacalco y Santa Anna Zacatlamaco eran rentados cada cuatro
años, y a la llegada de cada nuevo arrendador, los representantes
asistían en una especie de ceremonia que se repetía igual
a la anterior: los vecinos mostraban y comprobaban los límites de
las tierras a arrendar a partir de señalar los mismos linderos,
una y otra vez verificados por la experiencia, la memoria y el uso cotidiano.
Los
lugares señalados coinciden con algunos puntos marcados en el Plano
de Alzate: la Acequia Real a la que los documentos añadieron reflexiones
y contenido. El juez que testificaba el arrendamiento indagaba para saber
si dicha acequia servía de límite entre ambos pueblos; asimismo,
quería saber si el “otro pedazo de tierra” que iba de Santa Anna
hacia “la cruz grande de madera que está entre dos sauces muy altos”
era o no efectivamente el lindero reconocido como fin de Ixtacalco. Así
la cruz, la acequia o la garita de la Coyuya fueron señalizaciones
“visuales” que resaltaban aquel paisaje construido por la experiencia.
Señalizaciones que al padre Alzate, por la finalidad que tuvo el
Plano de 1769, no tomó, ni tenía por qué, tomar en
cuenta.
Excepto
por unas cuantas referencias más, que coinciden con las del plano
de Lorenzana, en adelante la descripción del paisaje sólo
se reconstruye a partir de la lectura de los documentos.
Las
declaraciones orales tanto del saliente arrendador como de los vecinos
permiten diferenciar la experiencia de un territorio específico
construido al servicio del obispado y este otro construido a partir de
narraciones orales que repiten la experiencia referencial de las colectividades
asiduas a ese territorio. Las palabras de Don Marcos Arteaga, al describir
el “potrero o ciénega” perteneciente a los indígenas de Santa
Anna Zacatlamaco, añadía una serie de referentes espaciales
no registrados en el Plano de Lorenzana:
“...expresó
que el primer lindero, es de la Magdalena Mixiuca hasta la Estacadita,
y el segundo derecho de la Cruz de Atlapalco, frente de la esquina del
potrero de San Esteban, el tercero derecho por el oriente hasta la mojonera
del Tesoro. El cuarto desde dicha mojonera para el sur, hasta otra que
nombran del Arenal, y de ésta por el oriente hasta el Chiquerillo.
El quinto tomando el rumbo por el norte de este mismo paraje hasta la acequia
Real Junto al acalotito de San Nicolás. El sexto desde la dicha
acequia Real dando vuelta a la mano izquierda, y tierras de la Mixiuca,
las cuales lindan a la derecha con Balbuena y Santa Cruz, retrocediendo
hasta el guarda de la Coyuya...”
La
Estacadita, la mojonera del Tesoro, la mojonera del Arenal, el Chiquerillo,
el acalotito de San Nicolás y la cruz de Atlapalco son algunos referentes
espaciales más que enriquecen la mirada sobre aquella región.
La cruz, llamada aquí con la convención de Atlapalco, evoca
la señalada arriba en los linderos de Ixtacalco y Santa Anna. Las
mojoneras, es decir los mojones, del Tesoro y del Arenal nos hablan de
clara señales que servían para dividir los términos,
lindes y caminos: ¿Desde cuándo se hallaban ahí? ¿Quiénes
y cuándo los habían colocado? ¿A partir de qué
criterios se habían acordado?
La
Estacadita, hubiese sido de las dimensiones que fuera, nos reenvía
a un lenguaje muy antiguo, asociado en primera instancia con la idea de
fortificación. Resulta interesante leer la acepción que tenía
esta palabra aún en la primera mitad del siglo dieciocho: “Es un
paralelismo de estacas clavadas contra la tierra, que se suele poner sobre
el parapeto de la entrada encubierta, y se ponen regularmente hasta quince
en doce pies de terreno, para que por entre ellas no pueda pasar un hombre”
O bien “la obra y reparo hecho con estacas clavadas en la tierra, o ya
sea para encerrarse y pertrechar en ellas: como sucedía en las guerras
y milicia antigua, o para cerrar los huertos, detener la corriente de las
aguas, y otras obras en que con faginas, tierra y estacas se forman reparos
y defensas convenientes”.
[10]
¿Y
los chiquerillos? ¿Tendrían que ver con los chiqueros, los
lugares para guardar de noche a los puercos (estando por tanto de día
sueltos), tal como lo describe el Diccionario de Autoridades? A las palabras
del arrendador saliente, Don Marcos Arteaga, añade una segunda descripción
del mismo lugar. Su completísima narración comenzó
desde que salieron al amanecer de la acequia de la Viga rumbo al potrero
de Santa Anna, hasta su regreso, luego de reconocer, por una singular mojonera,
los potreros a arrendar:
“una
Mojonera, donde están cuatro árboles de sauce, y en medio
una Santa Cruz de Palo, que nombran de Atlapaco, desde la cual se ve una
Sanja Ciega que todos los concurrentes, generalmente dijeron ser el Acalote
viejo que corre desde dicha Cruz de Atlapanco, y parte del poniente, línea
recta hasta la mojonera que llaman del Tesoro, situada a la parte del oriente,
a distancia como de una legua que se reconoció haber de mojonera
a mojonera”
Llega
un momento en que los elementos anteriores son tan reiterados, que acostumbran
al lector a reconstruir una y otra vez el paisaje marcado en su centro
por la cruz rodeada de sauces. El acalote, la mojonera del Tesoro o la
zanja ciega son otros elementos más que sirven para reconstruir
el paisaje del entorno: “esta Cruz es el lindero fijo, que divide las tierras,
ciénegas o potreros de los cuatro pueblos, Ixtacalco, Santa Anna,
La Mixiuca y San Esteban”
La
cruz desde la que se salía la Zanja Ciega o Acalote antiguo, servía
de “lindero fijo” para dividir “las tierras, ciénegas o potreros
de los cuatro pueblos, Ixtacalco, Santa Anna, La Mixiuca y San Esteban”,
es decir, si nos ayudamos nuevamente del Diccionario de Autoridades, se
trataba del “término, la senda o camino que sirve de dividir y separar
las heredades unas de otras, para que los dueños de ellas sepan
lo que a cada uno pertenece”.
[11] Las Estacas, la Zanja ciega o Acalote, la Cruz, las
mojoneras del Arenal y del Tesoro, los potreros, los chiquerillos, etcéteras
eran todas referencias de uso de aquel territorio específico, que
tenían como función delimitar la propiedad. La importancia
de esos linderos se debe a que, narra la historia de las disputas o de
los acuerdos tomados sobre las propiedades en uso, aunque, debiéramos
subrayar, aquellas tierras no se inscribían dentro del concepto
de propiedad privada moderno; su posesión dependía de la
utilidad y del uso de quien las empleara y no en el respaldo de un título
de propiedad escrito y firmado ante notarios. La cruz, el acalote jugaban
las veces de puntos cardinales sobre aquellas posesiones, además
de acceso a las tierras.
La
cruz era el centro limítrofe reconocido por los cuatros barrios,
un elemento visual que se distinguía a lo lejos, recordándonos
la importancia de la mirada en la construcción de este espacio vivido.
La cruz era un punto indudable que evoca la historia, el recuerdo, el uso
y propiedad de las tierras, reconocido por todos. Su continua presencia,
además de la divinidad que evoca, la volvía uno de los símbolos
significativos de aquel lugar. Probablemente sedimentados unos nombres
sobre otros habían ocupado todos ellos un lugar relevante entre
la mirada de los vecinos, sin embargo, los linderos y señalizaciones
aparecen expuestos en un contexto que refiere a dimensiones territoriales,
convirtiéndolo en el “marco inteligible” para dibujar el territorio.
Estamos
ubicados de lleno en el uso social diferenciado de un segmento urbano.
Su representación, vertida desde dos miradas específicas,
nos muestra la importancia de símbolos irrelevantes, ya para para
la mirada del obispo Lorenzana, o bien para los vecinos de los barrios.
El anonimato con que fueron representadas en el Plano algunas partes
de la zona indígena, se vincula con la distancia conceptual existente
entre el proyecto arzobispal y la recepción de quienes usaban esos
suelos. La percepción de un territorio global era indiferente para
un uso colectivo del paisaje que no diferenciaba, como bien señaló
Lepetit, la experiencia vivida de la descripción espacial
[12] .
Cada
uno de los elementos anteriores, el acalote, la zanja, etcétera,
nos conduce a una cultura que parece empleó códigos de antiguo
régimen y símbolos construidos con intención de salvaguardar
el honor entre los barrios, tal como lo era el caso de la cruz de Atlapalco.
En fin, en este ejercicio para comprender los diferentes usos y recepciones
que tenían los habitantes de una misma ciudad, el límite
de sureste resulta, tal como lo expresa Harley, una “geografía oculta”
que es posible reinterpretar al recurrir a otras escalas, a otras perspectivas,
a otros lenguajes, tal como el de los vecinos que experimentaban la propiedad
de su espacio en términos de utilidad. Los barrios limítrofes
del sureste se llenan de vida, respecto al anonimato con que se representan
en el plano de Alzate, cotejando que “por lo común, los documentos
y más aún los escritos, están redactados desde un
punto de vista, esto es, están compuestos desde una perspectiva
que es, a la vez, conciencia y voz, desde una coincidencia.”
[13] Esta sugerente frase bien puede adaptarse al contexto histórico
en que coincidieron las dos distintas miradas vertidas en los documentos
aquí empleados; por una parte la representación gráfica
y por el otro la manuscrita. Una vertida desde los intereses secularizadores
de los obispos ilustrados y otra desde la consolidación de un territorio
dado en posesión a través de la palabra, la memoria y el
espacio descrito por la percepción visual. Se trata, finalmente,
de dos atributos opuestos, de dos maneras de representar el mundo en una
misma temporalidad. Por un lado estaban quienes elaboraban los planos con
fines estratégicos de control para el conjunto de la población
y por el otro los usuarios de las tierras, quienes para demostrar la extensión
y límites de sus terrenos, recorrían, redescribían
y rememoraban una y otra vez aquel territorio al que describían
mejor que a la palma de sus manos.
Notas
[1] Cfr. Marcela Dávalos, “La ciudad arzobispal y la disputa por las feligresías. Ciudad de México, siglo XVIII”, Rev. Trace, No. 32, Decembre, 1997.
[3] J.B. Harley. La Nueva Naturaleza de los Mapas. Ensayos sobre la historia de la cartografía. México: FCE, 2005, p. 61-62
[4] Yves Lacoste, La geografía: un arma para la guerra, Barcelona, Editorial Anagrama, Elementos Críticos 9, 1977, p.29
[5] David R. Olson. El mundo sobre el papel. El impacto de la escritura y la lectura en la estructura del conocimiento. Barcelona: Gedisa Editorial, Colección Lea, 1998, p.223
[6] Aquí dejaré de lado el cambio suscitado entre la elaboración del plano de 1769 y el plano de Alzate de 1789. Durante la segunda mitad del siglo dieciocho, los cartógrafos se concentraron en revisar las latitudes, escalas y proporciones de la mapografía colonial, a fin de igualar y confrontar cifras. Alzate no estuvo exento de esta tendencia. Cfr.
[7] J.B. Harley. La Nueva Naturaleza de los Mapas. Ensayos sobre la historia de la cartografía. México: FCE, 2005, p. 61-62
[8] Es decir, “el intento de un individuo o grupo de afectar, influir o controlar gente, elementos y sus relaciones, delimitando y ejerciendo un control sobre un área geográfica. Esta área puede ser denominada es que mientras aquel es un territorio específico”, Cfr. Robert D. Sack, “El significado de la territorialidad”, en Pedro Pérez Herrero (comp). Región e Historia en México (1700-1850). México: Instituto Mora/Universidad Autónoma Metropolitana, Antologías Universitarias, 1991, p. 194-195
[10] Diccionario de Autoridades. (Edición Facsímil de 1732) , Real Academia Española, Editorial Gredos, Madrid, 1990, Vol. 2.
[12] Bernard Lepetit. El tiempo de las ciudades. Las ciudades en la Francia Moderna. México: Instituto Mora, 1996, p. 110-121
[13] Justo Serna y Anaclet Pons. ¿Dios está en lo particular?. In Cómo se escribe la microhistoria. Valencia: Frónesis/Cátedra, Universitat de Valencia, 2000, p.142.
© Copyright Marcela Dávalos, 2006
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