Walter Benjamin ( )
Deutschland über alles
I. Entre las frases comunes que denuncian diariamente el
miedo y la tontería de los alemanes, la de la catástrofe que se
aproxima: así no podemos seguir, ocupa un lugar importante.
Vivimos obsesionados por las ideas de seguridad y posesión de la década
pasada, somos incapaces de asumir nuestra nueva estabilidad dentro de la
inflación. La relativa estabilidad de que gozábamos antes de la Primera
Guerra Mundial, ha ido creando la atmósfera propicia a la creencia de
que toda situación que nos empobrezca significa la decadencia. Sin
embargo, las relaciones estables no tienen por qué ser necesariamente
las mejores; desde antes de la guerra existían grupos para quienes la
única situación estable era la miseria estabilizada. La decadencia no es
menos inestable, ni menos espléndida que el ascenso económico. Hay que
rescatar el asombro ante la vida cotidiana como la última ratio,
entender las manifestaciones de nuestro decantamiento como la única
estabilidad posible, la instancia salvadora, milagrosa e incompresible.
Los pueblos de Europa central viven como los habitantes de una ciudad
sitiada: los víveres y la pólvora se han agotado, la salvación es
imposible; acaso la rendición sea la única redención. La fuerza
invisible que ha venido acorralando a Europa central no desea pactar ni,
mucho menos, negociar la caída. Así las cosas, nos queda sólo esperar
el último ataque del enemigo; esta espera cotidiana, una atención
decidida, puede traer el milagro. Sí, vivimos en un misterioso contacto
con las fuerzas que nos han sitiado. Por el contrario, la frase de que así no podemos seguir
obliga necesariamente a poner un límite al sufrimiento de los
individuos y las sociedades: un límite que al ser rebasado nos impide de
veras seguir adelante, el límite de la destrucción.
El tobogán del miedo
II. Una paradoja ejemplar: la gente tiene una sola obsesión
en la cabeza, la de sus más íntimos intereses. Al mismo tiempo, sin
embargo, nunca ha estado más determinada en su conducta por los
instintos de las masas. Y nunca como ahora esos instintos habían estado
más lejos ni habían sido más extraños a la vida. Allí donde el oscuro
instinto del animal encuentra la salida ante el peligro que se acerca,
esta sociedad que sólo persigue su propio interés se lanza por el
tobogán del miedo como una masa ciega, con la estupidez animal y sin la
estúpida sabiduría de los animales, perdiendo el olfato de las
diferencias individuales, entregándose a las fuerzas que todo lo igualan
impunemente. Una y otra vez se demuestra que recalando en la costumbre
perdemos la vida, y que la aplicación del intelecto, la planeación,
fracasa ante el peligro. La imagen de la estupidez se perfecciona:
inseguridad y perversión de nuestros impulsos más vitales; por otro
lado, impotencia y desgaste de nuestro intelecto. Ésta es, sin duda, la
constitución de todos y cada uno de los ciudadanos alemanes.
III. Nuestras más cercanas amistades han ido adquiriendo una
penetrante y casi insoportable claridad, apenas pueden resistirla, en
un extremo, el dinero ocupa de manera devastadora el centro de nuestros
intereses más vitales; en el otro, el dinero es precisamente el
obstáculo ante el cual fracasa cualquier relación entre las personas.
Así desaparecen, tanto en la naturaleza como en la moral, la confianza
espontánea, la serenidad y la salud.
La oscura vergüenza
IV. No es una casualidad que se habla de la miseria descarnada.
Nos hemos acostumbrado a exhibirla; es una ley de la necesidad. Y sin
embargo, es sólo la punta del iceberg. La verdadera desgracia no es la
compasión que sentimos, ni la conciencia de nuestra frialdad, sino la vergüenza
que nos despierta. Es imposible vivir en una de las grandes ciudades
alemanes donde los hambrientos tienen que vivir de los billetes que
otros utilizan para cubrir una desnudez que los hiere.
V. La pobreza no envilece: aunque esta frase sea
cierta, al pobre se le envilece y consuela con el dicho. Se trata de una
de esas frases que podían haber tenido su valor y cuya decadencia es
evidente. Hoy tiene el mismo efecto que aquella otra frase brutal: el que no trabaja, no come.
Cuando había un trabajo que alimentaba a su marido, la esposa reconocía
que la pobreza no envilecía. Lo que verdaderamente envilece es el
desgaste donde millones han nacido, donde cientos de miles quedan
atrapados. Mugre y miseria crecen como muros levantados por una mano
invisible. Cualquier individuo puede soportar la miseria a solas, pero
si su mujer lo observa siente vergüenza. El individuo es capaz de
soportarla mientras se encuentre solo, mientras pueda ocultarla. En
estas circunstancias nunca deberá pactar con la pobreza, menos aún
cuando se cierne como una sombra sobre su pueblo y su casa. Permanecerá
despierto, consignará toda humillación, y la hará suya hasta que el
sufrimiento vaya abriendo no la calle estrecha de la tristeza, sino el
sendero ascendente de la revuelta. Sin embargo, en este sentido, no hay
nada que esperar. Mientras cada destino terrible se discuta diariamente
en los periódicos, mientras se sigan presentando las causas y las
consecuencias aparentes, nadie llegará a conocer las oscuras fuerzas que
han dominado su vida.
VI. El extranjero que se siente interesado por conocer la
vida alemana, el que ha viajado algún tiempo por el país, ve en los
habitantes algo tan exótico como popular. Un francés inteligente ha
dicho: “Es muy raro el caso de un alemán que llegue a saber algo de sí
mismo”. Y si lo hace, no lo dirá nunca. En el caso de que lo diga, no
será capaz de darse a entender. Esta distancia ha sido creada por la
guerra.
Aunque no sólo por los actos criminales, reales o imaginarios, de los
alemanes. Lo que ha consumado el grotesco aislamiento de Alemania, lo
que hace que otros europeos vean en los alemanes cierta clase de
salvajes, es incomprensible para el extranjero. Los que viven la
situación desde adentro tampoco entienden la fuerza inconsciente que
subyace en la miseria y la tontería de la vida diaria, lo que convierte a
las personas en esclavos de la comunidad. Nuestra vida se determina por
las leyes del clan, como la de cualquier primitivo. La ironía, el más
europeo de todos nuestros bienes, que sirve al individuo para oponerse a
la vida de la comunidad, se nos ha perdido del todo en Alemania.
Espejismos en el huevo de la serpiente
VII. También se ha perdido la libertad de conversar. Si
antes era lógico escuchar y atender al otro en una conversación, ahora
sólo se pregunta por el precio de sus zapatos y de su paraguas. En toda
conversación se imponen dos temas: lo caro de la vida y el dinero. En
este contexto, no se trata de las preocupaciones o el sufrimiento de las
personas, sino de la consideración de la totalidad. Es como si
estuviéramos atrapados en un teatro, como si debiéramos seguir el
desarrollo de la obra y hacerla el objeto de todos nuestros
pensamientos, como si tuviéramos que repetir de memoria sus parlamentos.
VIII. Quien es consciente de nuestro decantamiento, tendrá
que justificar su permanencia, su actividad y su participación en este
caos. Hay demasiadas razones para explicar el fracaso general,
demasiadas excepciones justificadas para desempeñar esa profesión, vivir
en esa casa o en este momento. La ciega voluntad de salvar el propio
prestigio se impone en todas partes, a nadie le interesa aceptar la
propia impotencia ni escapar a la obnubilación social. Por eso estamos
tan llenos de teorías en torno al sentido de la existencia, de visiones
del mundo que sirven sólo para justificar conflictos privados e
irrelevantes. Por esa misma razón nos llenamos de espejismos, imágenes
de un futuro cultural que a pesar de todo ha comenzado a florecer de
pronto, de la noche a la mañana, ya que cada uno se compromete con las
ilusiones ópticas de su aislado punto de vista.
Desintegración de una primavera inconclusa
IX. Las personas que se han arraigado en este país perdieron
hace tiempo el sentido y el perfil de los otros. Todo individuo que sea
libre les parecerá un disidente. Hay que imaginar la cadena de montañas
que forman los Alpes, imaginarlas no adelgazándose contra el cielo sino
contra un manto oscuro. Esas formas gigantescas difícilmente podrán
perfilarse. De igual modo, una pesada cortina ha caído sobre el cielo de
Alemania. Somos incapaces de ver el perfil de nuestros grandes hombres.
X. Nuestras cosas pierden su calor. Los objetos de uso
diario nos rechazan de modo tímido pero constante. En resumen, tenemos
que luchar todos los días contra sus resistencias secretas, hacer un
esfuerzo increíble para someter a los objetos. A su frialdad tenemos que
oponer nuestro calor. Hay que tratarlos con sumo cuidado, evitar que su
aguijón se nos clave, no hay que desangrarnos con ellos. Por otra
parte, nadie espera ayuda de los otros. Cobradores, funcionarios,
obreros y vendedores se sienten los representantes de una materia
anónima y rebelde, cuyo verdadero peligro se transparenta a través de su
crudeza. El país mismo conspira y consuma el decantamiento de las
cosas, una lógica continuación de nuestro desgaste. Se alimenta de los
hombres y las cosas. La primavera alemana que nunca acaba de florecer,
es sólo una más de las señales de la naturaleza que se desintegra.
La naturaleza amarga
XI. El medio ambiente ofrece una enorme resistencia contra
cualquier actividad humana, ya sea física o espiritual. La carencia de
habitaciones y la reglamentación del tránsito, los signos más
elementales de la libertad europea, trabajan en un sentido para destruir
nuestro libre movimiento en las ciudades. Y si la coerción medieval nos
encadenó a ciertas asociaciones naturales, ahora nos sujeta en una
semejanza antinatural. Esta limitación de nuestro tránsito terminará por
despertar un incontenible deseo de migración. Nunca, como ahora, hubo
tal desproporción entre la libertad de movimiento y la riqueza de
nuestros medios.
XII. Las ciudades, al igual que las cosas, han ido
mezclándose de modo incontenible. Grandes ciudades, cuya fuerza
tranquiliza y ayuda a quien desea crear algo (encerrándolo en una
fortaleza y dándole la conciencia de las fuerzas elementales) acusan hoy
el desgarramiento causado por la invasión del campo. No ha sido el
paisaje sino lo más amargo que nos ofrece la naturaleza: el suelo
propicio, las carreteras, el cielo nocturno, lo que ha entrado
invadiendo a la ciudad. La inseguridad de los grandes hacinamientos ha
puesto a las ciudades en una desesperante situación: trasladar la
arquitectura citadina al campo. n
Traducción de José María Pérez Gay
Ibrahim siempre te seguiré
No hay nada mas dificil que no engañarse a uno mismo.
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