Ese sexo que no es uno (1977) – Luce Irigaray
La mujer “se toca” todo el tiempo, sin que además se le pueda prohibir hacerlo, porque su sexo está formado por dos labios que se besan constantemente.(…)
La suspensión del autoerotismo se opera en la fractura violenta: la separación brutal de los dos labios por parte de un pene violador. (…)
En efecto, el placer de la mujer no tiene por qué elegir entre la actividad clitoridina y la pasividad vaginal, por ejemplo. El placer de la caricia vaginal no tiene que sustituir a la caricia clitoridiana. Una y otra contribuyen, de manera irremplazable, al goce de la mujer. (…)
Ahora bien, la mujer tiene sexos prácticamente en todas partes. Ella goza prácticamente con todo.
(Trad. R. Sánchez C.
La
formación de la Identidad de Género
Una
mirada desde la filosofía
Artículo
publicado en Esteve Zarazaga, J.M. y Vera Vila, Julio. Educación Social e
Igualdad de Género. Págs. 21 a 59. Edita Ayuntamiento de Málaga. Málaga, 2006.
320 págs. ISBN: 84-689-9770-6.
Purificación
Mayobre Rodríguez. Universidad
de Vigo. Galicia. España. Correo: pmayobre@uvigo.es
La
construcción de la identidad generizada
La configuración de la identidad
personal es un fenómeno muy complejo en el que intervienen muy diversos
factores, desde predisposiciones individuales hasta la adquisición de diversas
capacidades suscitadas en el proceso de socialización y educación, pero sin duda
un factor clave en la constitución de la
subjetividad es la determinación de género, eje fundamental sobre el que se
organiza la identidad del sujeto.
Tradicionalmente
se consideraba que el sexo era el factor determinante de las diferencias
observadas entre varones y mujeres y que era el causante de las diferencias
sociales existentes entre las personas sexuadas en masculino o femenino. Sin
embargo, desde hace unas décadas, se reconoce que en la configuración de la
identidad masculina o femenina intervienen no sólo factores genéticos sino
estrategias de poder, elementos simbólicos, psicológicos, sociales, culturales
etc., es decir, elementos que nada tienen que ver con la genética pero que son
condicionantes muy importantes a la hora de la configuración de la identidad personal.
En consecuencia hoy se afirma que en el sexo radican gran parte de las
diferencias anatómicas y fisiológicas entre los hombres y las mujeres, pero que
todas las demás pertenecen al dominio de lo simbólico, de lo sociológico, de lo
genérico y que, por lo tanto, los
individuos no nacen hechos psicológicamente como hombres o mujeres sino que la
constitución de la masculinidad o de la feminidad es el resultado de un largo
proceso, de una construcción, de una urdimbre que se va tejiendo en interacción
con el medio familiar y social.
En
esta construcción desempeña un papel muy importante lo que la feminista Teresa
de Lauretis denomina “la tecnología del género”. Tecnología del género es un
concepto elaborado por dicha autora a partir de la tesis foucaultiana de
“tecnologías del sexo”. Foucault en el primer volumen de La Historia de la Sexualidad, La Voluntad de Saber, sostiene que la
sexualidad –frente a lo que en principio pudiera pensarse- no es un impulso
natural de los cuerpos sino que “el sexo, por el contrario es el elemento más
especulativo, más ideal y también más interior en un dispositivo de sexualidad
que el poder organiza en su apoderamiento de los cuerpos, su materialidad, sus
fuerzas y sus placeres”[1].
Es decir, según Foucault, no se debe entender la sexualidad como un asunto
privado, íntimo y natural sino que es totalmente construida por la cultura
hegemónica, es el resultado de una “tecnología del sexo”, definida como un
conjunto “de nuevas técnicas para maximizar la vida”[2],
desarrollada y desplegada por la burguesía a partir del siglo XVIII con el
propósito de asegurar su supervivencia de clase y el mantenimiento en el poder.
Entre esas tecnologías del sexo incluye Foucault los sermones religiosos, las
disposiciones legales, el discurso científico o médico etc., es decir, una
serie de prácticas discursivas descriptivas, prescriptivas o prohibitivas, ya
que en el análisis foucaultiano tanto las prohibiciones como las prescripciones
o definiciones referentes a la conducta sexual lejos de inhibir o reprimir la
sexualidad, la han producido y la continúan produciendo.
Paralelamente a
esa “tecnología del sexo” Teresa de Lauretis habla de “la tecnología del
género”, entendiendo que el género –de la misma forma que la sexualidad- no es
una manifestación natural y espontánea del sexo o la expresión de unas
características intrínsecas y específicas de los cuerpos sexuados en masculino
o femenino, sino que los cuerpos son algo parecido a una superficie en la que
van esculpiendo –no sin ciertas resistencias por parte de los sujetos- los
modelos y representaciones de masculinidad y feminidad difundidos por las
formas culturales hegemónicas de cada sociedad según las épocas. Entre las
prácticas discursivas preponderantes que actúan de “tecnología del género” la
autora incluye el sistema educativo, discursos institucionales, prácticas de la vida cotidiana, el cine, los
medios de comunicación, los discursos literarios, históricos etc., es
decir, todas aquellas disciplinas o
prácticas que utilizan en cada momento la praxis y la cultura dominante para nombrar, definir, plasmar o
representar la feminidad (o la masculinidad), pero que al tiempo que la
nombran, definen, plasman o representan también la crean, así que “la
construcción del género es el producto y el proceso tanto de la representación
como de la autorrepresentación”[3].
Asimismo Teresa
de Lauretis releyendo a Althusser cree que se puede afirmar que la
ideología funciona como tecnología del
género pues donde Althusser afirma: “toda ideología tiene la función (que la
define) de “constituir” individuos concretos en cuanto sujetos”, Teresa de
Lauretis afirma: “el género tiene la función (que lo define) de constituir
individuos concretos en cuanto hombres y mujeres”[4]
con lo que también se podría establecer una conexión entre género e ideología o
pensar el género como una forma de ideología y, por lo tanto, como una
tecnología del género[5].
En definitiva lo que quiere afirmar la autora es que el proceso de constitución
del sujeto no se realiza sin la determinación del género, que devenimos sujetos
generizados y que, por lo tanto, la feminidad (o la masculinidad) es una
construcción, un procedimiento cuyo
resultado es hacer de un ser del sexo biológico femenino o masculino una mujer
o un hombre.
El proceso y el procedimiento de la
construcción de la identidad generizada no se realiza de la misma manera en las
niñas que en los niños, ya que los géneros, o lo que es lo mismo, las normas
diferenciadas elaboradas por cada sociedad para cada sexo no tienen la misma
consideración social, existiendo una clara jerarquía entre ellas. Esa asimetría
se internaliza en el proceso de adquisición de la identidad de género, que se
inicia desde el nacimiento con una socialización diferencial, mediante la que
se logra que los individuos adapten su comportamiento y su identidad a los
modelos y a las expectativas creadas por la sociedad para los sujetos
masculinos o femeninos.
La
jerarquía o asimetría que exhiben los géneros es una manifestación de la
bipolaridad inherente a la estructura
lógica del pensamiento occidental, fundamentada en el dualismo ontológico de
Platón. La consecuencia del dualismo
platónico es la estructuración de nuestro sistema de pensamiento de una forma
dual de modo que cada componente de ese ordenamiento dimórfico tiene su opuesto con lo que se
constituye una organización bipolar tal y como se puede observar en las
siguientes bivalencias: espíritu/naturaleza, mente/cuerpo, alto/bajo,
blanco/negro, verdadero/falso u hombre/mujer. Los dos términos de la
bipolaridad, sin embargo, no tienen el mismo valor, pues uno siempre es
positivo y el otro negativo, produciéndose una jerarquización entre las partes,
una priorización del primer término sobre el segundo y una importante
dicotomización de la realidad debido al efecto de polaridad paralela que enlaza
polos positivos con otros positivos (por ejemplo el concepto “alto” lo
asociamos con ideas como “elevado” o “superior” y “blanco” con “níveo” o “angelical”)
y polos negativos con otros negativos (el vocablo “bajo” lo enlazamos con
nociones como “inferior” o “ínfimo” y “negro” con “oscuro” o “tenebroso”) lo
que confirma y refuerza la jerarquía.
La lógica binaria
aplicada al par hombre/mujer justifica una concepción asimétrica de los sexos,
que el varón (identificado con la Cultura) haya sido considerado superior a la
mujer (asimilada a la Naturaleza) y que la mujer haya sido estimada como lo otro, pero lo otro en el sistema
dicotómico occidental no accede propiamente al estatuto humano, a la racionalidad,
ya que está íntimamente ligado al
cuerpo, a la naturaleza, a lo irracional. De hecho desde Platón se piensa que
la mujer está distanciada del logos,
que sólo participa fragmentariamente e inapropiadamente de la
racionalidad. Esto es lo que explica el carácter androcéntrico
de nuestra cultura, es decir, el hecho
de que el varón se establezca como medida y canon de todas las cosas y que las
mujeres hayan sido pensadas como un ser imperfecto, castrado respecto al
prototipo de la humanidad.
La feminidad como formato normativo
de género
En la civilización occidental las mujeres han sido objetualizadas,
cosificadas, reducidas a lo que en la jerga filosófica se denomina ser-en-sí,
no teniendo acceso a la autoconciencia, al ser-para-sí, a la autorrepresentación,
es decir, a la posibilidad de ser sujeto, de tener capacidad de nombrar y
significar el mundo. Esta infravaloración fue debida a que “el varón según
ratificaron grandes filósofos y pensadores como Schopenhauer, Nietzsche, Hegel
y Kierkegaard... fue considerado superior a la mujer, lo cual condujo a que
ésta fuese configurada como espejo de las necesidades del hombre, encarnando la
sumisión, la pasividad, la belleza y la capacidad nutricia. Este constructo
cultural vinculó a la mujer al cuidado de los hijos y de la familia y la
mantuvo alejada de las decisiones del Estado”[6].
Este alejamiento de la mujer
del mundo de la cultura y de la política es lo que explica que la feminidad
haya sido objeto de una heterodesignación, que hayan sido los varones los que
tradicionalmente han definido lo femenino y que la construcción de la feminidad
haya sido una construcción en negativo de lo masculino, haya sido una
construcción especular, quedando la mujer reducida a un espejo “dotado del
mágico y delicioso poder de reflejar la silueta del hombre del tamaño doble del
natural”[7].
El icono de la mujer como
soporte en el que el varón puede reflejarse es muy utilizado en el orden
patriarcal y muy importante para la configuración de la identidad masculina,
pues verse en los ojos de un ser lo suficientemente próximo le permite
reafirmar su identidad viril. Esta posibilidad de reflejarse no se da para la
mujer porque ella queda reducida a objeto reflectante, cosificada. Para acabar con esa
objetualización, para alcanzar el estatuto de sujeto, para poder hablar y
significar el mundo por sí misma y para poder configurar su autorrepresentación
las mujeres tuvieron que recorrer un largo camino. El camino no sólo ha sido
largo sino lleno de escollos ya que en Occidente durante siglos los saberes
hegemónicos, es decir, la religión, la ciencia, la medicina, la filosofía etc.
han actuado como discursos legitimadores de la desigualdad en las relaciones de
poder entre los sexos. Particular importancia tuvo la filosofía ya que “la más
alta, difícil y abstracta reflexión de las humanidades, es uno de los vehículos
conceptuales de sexuación, quizá el principal”[8]
y fue una de la prácticas discursivas
utilizadas por la elite dominante como discurso de legitimación de una ideología
patriarcal.
Desde sus orígenes la filosofía, por lo menos la filosofía hegemónica,
definió a la mujer de una forma especular, subrayando la polaridad entre los
géneros, valiéndose para ello de la caracterización de la filosofía como un saber que va más allá de las
apariencias sensibles, que se preocupa
sólo por el ser (la esencia, la sustancia, la idea), por una realidad inmóvil,
imperecedera, siempre idéntica a sí misma, que no deviene y no cambia, y que se despreocupa del mundo de las cosas
reales, contingentes, perecederas . Esta dicotomización encuentra su
fundamentación metafísica en el dualismo ontológico de Platón, creador del
logocentrismo y de la metafísica de la identidad, en virtud del cual la
realidad se presenta dividida en dos mundos distintos y contrapuestos: por una
parte, el mundo superior, invisible, eterno e inmutable de las ideas y, por
otra, el universo físico, visible, material, sujeto a cambio y a mutación. A su
vez el dualismo ontológico platónico da pie a un dualismo antropológico que,
consecuentemente con los principios metafísicos en los que se basa, defiende la
idea de que es el alma, la mente o la razón la que permite trascender lo
meramente corporal, lo casi animalesco y alcanzar la dignidad humana. Dicho
estatuto humano según la filosofía platónica lo encarnarían sólo
los varones, ya que las mujeres tienen una capacidad racional disminuida.
La filosofía de Platón es, pues, la causante de una importante
jerarquía entre espíritu y naturaleza, mente y cuerpo, hombre y mujer etc.,
pero hay que tener en cuenta que Platón admite todavía una cierta interconexión
entre ambos mundos, pues para nuestro autor la filosofía es amor a la sabiduría
y no solamente la posesión de la sabiduría por lo que “eros” (el amor) desempeña un papel muy importante de mediador, de
intermediario entre el mundo sensible y el inteligible, aunque ciertamente eros estará reservado sólo a los varones,
los únicos que son capaces de dar a luz a la filosofía, al orden simbólico.
La separación, el desgajamiento,
la jerarquía entre el mundo sensible y el inteligible se agrava –contrariamente
a lo que en principio pudiera pensarse- en la modernidad. La modernidad acentúa
el dualismo platónico ya que con Descartes y el cartesianismo pasión y
racionalidad se consideran dos extremos irreconciliables. Es, entonces, en la
modernidad cuando el dualismo mente/cuerpo, espíritu/naturaleza, razón/pasión o
sentimiento se agudiza, ya que según Descartes “no soy, pues, hablando con
exactitud, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o
una razón” y –sigue afirmando Descartes- “sin el cuerpo puedo ser o existir”,
con lo que el sujeto queda reducido a pura sustancia pensante, siendo el cuerpo
totalmente inesencial. De este modo el concepto de individuo o de persona que
el cartesianismo crea es el de un sujeto autónomo que no depende de otros yoes
ni de ninguna cosa fuera de sí y que considera al cuerpo, y por lo tanto a las
emociones y a los sentimientos, como una parte insignificante y despreciable. Esta
concepción de la subjetividad totalmente racional, imperturbable,
autosuficiente, negadora del cuerpo y de la relación con los otros sujetos
favorece la clásica economía binaria entre el principio activo del logos
masculino y la pasividad de la corporeidad femenina, al tiempo que permite
utilizar la contraposición razón/emoción, cultura/naturaleza para justificar la discriminación de las
mujeres por su falta de control emocional.
El modelo de subjetividad cartesiano
fue defendido posteriormente por los más ilustres representantes de la
ilustración, como Kant o Rousseau. Kant insiste en un modelo de sujeto guiado
exclusivamente por la razón y totalmente alejado de las pasiones, de las
emociones, de los deseos. La moral kantiana forja el ideal de un sujeto moral
autosuficiente, un sujeto individualista, autónomo, que se aleja de los
sentimientos, de las emociones, de las relaciones personales y de la ayuda de
los demás, porque si no lo hace así se revela dependiente e incapaz de alcanzar
la plena madurez. Este ideal de sujeto autocontrolado, independiente,
desvinculado del cuerpo y de las relaciones personales excluye una vez más a
las mujeres, las que difícilmente se acoplan a ese modelo individualista,
negador del cuerpo, de los afectos y de los vínculos personales.
Por su parte Rousseau define a la
mujer en relación al varón. Sofía está destinada a ser la esposa de Emilio, su
educación ha de estar orientada a satisfacer las necesidades físicas, afectivas
y sexuales del varón, por lo que el varón sigue siendo el prototipo, el canon,
la medida. En palabras del propio Rousseau: “Toda la educación de las mujeres
debe referirse a los hombres. Agradarles, serles útiles, hacerse amar y honrar
por ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de adultos, aconsejarlos, consolarlos,
hacerles la vida agradable y dulce: he ahí los deberes de las mujeres en todo
tiempo, y lo que debe enseñárseles desde la infancia”[9].
Este discurso discriminador difundido por importantes filósofos,
pedagogos e ideólogos modernos es consolidado por los dictámenes científicos de
la época. “Hacia mediados del siglo XVIII, Pierre Roussel inaugura la serie de
tratados sobre la mujer de la Medicina llamada filosófica por su combinación de principios metafísicos y
observación empírica... Estos médicos filósofos sostenían que la diferencia
biológica que existe entre los sexos es la causa de la diferencia de funciones
y espacios sociales... Los hombres debían ocuparse de la perfectibilidad de la
humanidad, asumiendo todas aquellas acciones ... necesarias para el progreso de
la humanidad (educación, organización democrática y racional de los aspectos
económicos, culturales, sanitarios etc. de la sociedad). Las mujeres, como
seres dominados por su biología, habían de dedicarse al perfeccionamiento de la
especie”[10]. Es
decir, debían quedar confinadas al ámbito doméstico y reducidas al papel de
madre y esposa.
En contra de esos dictámenes se propagaban otras filosofías que
defendían una concepción igualitaria de los sexos, destacando particularmente
Poullain de la Barre con su obra de L´égalité
des deux sexes (1673), Condorcet (1743-1794) en su Ensayo sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía
(1790), Olympe de Gouges (1748-1793) con su Declaración
de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791), Mary Wollstonecraft
(1757-1797) con Vindicación de los
Derechos de la Mujer. Todos ellos insisten en que es el prejuicio o la
costumbre lo que induce a pensar que los varones son superiores a las mujeres,
pero que si se atiende a los dictados de la razón se ha de concluir que todos
los seres humanos son iguales pues “el cerebro no tiene sexo”. Ahora bien, a
pesar de la exigencia de igualdad de estos pensadores/as, las relaciones del
feminismo con la modernidad y con el proyecto ilustrado no están exentas de
problemas, tensiones y paradojas, pues la Modernidad erigió una concepción del sujeto
y del ciudadano de espaldas a las mujeres, excluyéndolas del ámbito público,
negándoles el disfrute de los derechos civiles y políticos y deslegitimando
filosóficamente –por lo menos por parte de sus más eximios representantes- que
las mujeres pudieran ser alumbradas por las luces de la razón como muy
elocuentemente lo describe la filósofa Adriana Cavarero en el siguiente
fragmento:
“En el desarrollo histórico que ve surgir el Estado Moderno y la
moderna democracia, un viejo orden político basado en la desigualdad entre los hombres es suplantado por un nuevo orden
político basado en la igualdad entre los
hombres. En sus orígenes, el principio de igualdad se aplica sólo a los
sujetos masculinos. La hipótesis teórica que funda el principio de igualdad en
que “todos los hombres son iguales por naturaleza” está pensada sólo para el
sexo masculino... Pensado sólo para los hombres, el principio de igualdad –en
principio- no es que excluya a las mujeres, es que no las toma en
consideración. Las mujeres están desterradas de la esfera pública –son por lo
tanto invisibles e impensables- en la que el modelo igualitario erige su lema
revolucionario. Se asocian naturalmente a
la esfera privada y sólo en ellas son visibles... La exclusión de las mujeres
no es un proceso accidental que se va regularizando con el tiempo como pasó con
algunos sectores de varones. Se trata de una exclusión primaria, inscripta en
el sostenimiento exclusivamente masculino del principio. Pensado por los
hombres y para los hombres, el principio de igualdad deja intocable y refuerza
aquella natural distinción, entre una
esfera pública masculina y una esfera doméstica femenina, que hace de las
mujeres unos sujetos políticamente impensables, o sea unos no-sujetos”[11].
A pesar de todas las contradicciones, limitaciones y paradojas
subyacentes al pensamiento ilustrado, dicho sistema filosófico fue más propicio
que otros para las mujeres, ya que la proclamación de la razón, de una razón
descorporeizada permitió que se ubicara también a las mujeres en el ámbito de
la conciencia y que varias/os ilustradas/os postularan la misma capacidad de
autonomía y de racionalidad para los dos sexos. Estas tesis defendidas por las/los
teóricas/os ilustradas/os más radicales suponen un duro golpe para la misoginia
clásica, aunque como advierte Marta Azpeitia:
“(El racionalismo ilustrado) tal vez no fuera el mejor compañero
posible, cargado como iba con su equipaje dualista, su olvido del cuerpo y su
concepción de un alma o mente supuestamente neutra, abstraída de toda
determinación corporal –no olvidemos que la división mente-cuerpo venía cargada
de paralelos tradicionales con la división hombre-mujer-, pero se convirtió en
un modelo muy influyente en los defensores de la igualdad entre hombres y
mujeres por su capacidad para proporcionar armas argumentativas”[12].
De la
heterodesignación a la autorrepresentación
Epistemológicamente el acceso de las mujeres a la categoría de sujeto,
a la autorrepresentación ha sido posible después de que éstas emprendieran un
importante proceso de deconstrucción de su imagen especular. Esto no quiere
significar que no haya habido previamente mujeres que se negaran a ser el
objeto que refleja la imagen esperada por el sujeto masculino, mujeres que
mantuvieron una postura resistente o disidente con los modelos establecidos de
masculinidad y feminidad, que actuaron –en terminología del V. Woolf o I.
Zabala- como excéntricas o extrañas, que se rebelaron contra las definiciones
de género de su época, que se posicionaron como sujetos y buscaron sentido a su
ser mujer en posiciones críticas al sistema, en saberes alternativos o
marginales. Esta postura de disidencia se incrementa enormemente en los últimos
tiempos a partir de la labor de cuestionamiento sistemático del sistema
patriarcal llevada a cabo por el feminismo, o mejor los feminismos, en alianza
con diferentes corrientes hermenéuticas, críticas y con el
método deconstructivo derrideano.
La lógica derrideana de reconocimiento de la alteridad ha sido
aprovechada por el feminismo para criticar la concepción hegemónica y
asimétrica de los sexos. No se trata de invertir la asimetría tradicional de
forma que ahora lo otro, lo femenino, ocupe el primer término, puesto que ello
significaría simplemente continuar hablando desde el mismo sistema que se
critica sino de hablar desde dentro y fuera del sistema, desde dentro y fuera
de la ideología patriarcal para señalar los puntos ciegos de su lógica, sus
contradicciones y paradojas. Se trata más bien de subvertir que de invertir la
lógica maniquea que privilegia siempre una parte sobre otra. Esta subversión se
viene realizando desde la década de los setenta del siglo XX mediante la
impugnación de un sistema legal y de una organización simbólica y política que excluye a las mujeres.
En nuestros días, sin olvidar
la importante tarea de reivindicar la incorporación de las mujeres al ámbito
público y la desaparición de todos aquellos handicaps que las excluyen, marginan
o discriminan, muchas feministas consideran que es muy importante no sólo
conseguir determinadas condiciones materiales para las mujeres sino que es
preciso que éstas sean capaces de producir orden simbólico, es decir, que no se
queden sólo a nivel crítico, reactivo o deconstructivo sino que aboguen por la
creación de nuevas configuraciones de la identidad femenina. Para ello se
considera imprescindible un cambio de mentalidad, una revolución cultural, un
cambio de orden simbólico que permita la conceptualización de nociones de
subjetividad alternativas al modelo cartesiano.
La tarea de reconstrucción de la identidad femenina es emprendida por
varias filósofas feministas, quienes plantean la necesidad de recodificar y
renombrar al sujeto femenino ya no como otro sujeto soberano, jerárquico y
excluyente, no como uno “sino más bien
como una entidad que se divide una y otra vez en un arco iris de posibilidades
aún no codificadas”[13].
Proceden a construir una nueva subjetividad femenina, a resignificar el sujeto
femenino, teniendo en cuenta que el
término “mujer” no tiene un único significado, que las mujeres no son una
realidad monolítica sino que dependen de múltiples experiencias y de múltiples
variables que se superponen como la clase, la raza, la preferencia sexual, el
estilo de vida etc. Por este motivo a la hora de reinventarse a sí mismas y de
presentar nociones de subjetividad alternativas no recurren a conceptos como
ser, sustancia, sujeto etc. sino a categorías conceptuales como fluidez,
multiplicidad, intercorporalidad, nomadismo etc., es decir, conceptos que
parten de una visión comprensiva de los binomios espíritu/naturaleza,
mente/cuerpo, sujeto/objeto etc. y que favorecen una definición del sujeto como
múltiple, transfronterizo, relacional, interconectado y de final abierto.
En cualquier caso este proceso de reconstrucción de la subjetividad
femenina se plantea como una tarea incipiente y ardua, a la que se le presentan
numerosas resistencias. Para vencer esas resistencias y para difundir un concepto
de individuo que concilie las características que el género ha separado y
jerarquizado es muy importante la educación, pero una educación no
androcéntrica, una educación que resignifique los modelos y valores con los que
la cultura occidental ha construido lo femenino con el fin de que las mujeres
dejen de ser concebidas como jerárquicamente inferiores. Para ello es indispensable
que la educación, hoy denominada coeducación, no se limite a impartir y
difundir mediante el currículum explícito y el currículum oculto unos valores
aparentemente neutrales pero que siguen siendo androcéndricos, castrantes y
limitadores a la hora de configurar la identidad personal. Es necesario que la
educación fomente una cultura del mestizaje, integrada por valores y referentes
asociados a la masculinidad y a la feminidad, en la que los comportamientos,
conductas y formas de relacionarse femeninas se valoren como una manifestación
de la diferencia y no de la desigualdad.
A la hora de planificar una educación no androcéntrica surgen
numerosos debates dentro de la propia teoría feminista acerca de si la educación
debe fomentar la cancelación de los
géneros, provocar la potenciación de los dos géneros o activar la proliferación
de géneros. La apuesta por alguna de estas alternativas depende de la respuesta
que se dé a los siguientes interrogantes: Hombres y mujeres ¿somos iguales?
¿somos diferentes? ¿en qué, por qué, para qué somos diferentes? Las respuestas
a esas preguntas difieren epistemológicamente, filosóficamente y políticamente
por parte de los tres grandes paradigmas existentes actualmente en la teoría
feminista -el feminismo igualitarista, feminismo postmoderno y postestructuralista-
por lo que sus propuestas educativas son también diferentes.
Género en disputa
Género en
disputa es
la traducción al castellano del libro de Judith Butler, Gender Trouble. Dicha traducción no parece la más exacta para el
título inglés, pero en este apartado utilizamos ese enunciado para presentar
los debates, disputas y contestaciones a que dio lugar la teoría del género,
teoría que acaba proclamando la abolición de los géneros y desembocando en la
homologación de las mujeres entre sí y en la asimilación de las mujeres al
paradigma masculino. Ante esta situación diversos grupos o colectivos de
mujeres denuncian la categoría de género como una ficción unitaria y excluyente
que bajo la pretensión de universalidad, imparcialidad e igualdad sólo
representa a las mujeres heterosexuales, blancas y de clase media de los países
occidentales. Las mujeres negras, lesbianas o las mujeres que reivindican el
valor de contextos culturales específicos comienzan a plantear que las mujeres
no son un grupo homogéneo, que son diversas entre sí y que esa diversidad marca
diferencias sustantivas tanto en la teoría como en la práctica. Por otra parte
el feminismo cultural, heredero del feminismo radical, enfatiza la identidad
específica de las mujeres frente a la de los varones y, por último, el
feminismo postmoderno o postestructuralista propone una concepción de la
persona no vinculada a unas características o propiedades universales sino más
ligada a un contexto, a una cultura, a una situación social concreta.
El
punto de partida de estos debates es la teoría sexo/género por lo que
comenzaremos exponiendo sus presupuestos filosóficos y epistemológicos para
presentar, a continuación, las contestaciones o cuestionamientos de dicha
teoría.
La teoría
sexo género
Según
las teóricas feministas Donna Haraway[14],
Teresa de Lauretis[15]
o Rosi Braidotti[16] el concepto de género no
fue originariamente feminista sino que sus primeras conceptualizaciones, en el
sentido en que lo entendemos en la actualidad, proceden del campo de la
medicina, biología o lingüística. Ya en la década de los cincuenta Jhon Money y Patricia Tucken utilizaron el
concepto de identidad de género en su libro
Asignaturas Sexuales. En 1968 el término género aparece en el título del
libro de Robert Stoller Sex and Gender
y en 1972 en el trabajo de Ann Oakley titulado Sex, Gender and Society. En esos libros ya se presenta el término sexo
asociado a las características biológicas que diferencian a los machos de las
hembras o a los varones de las mujeres, y el concepto de género vinculado a la
cultura y a la definición de la masculinidad y de la feminidad realizada por
las diversas culturas.
En
la teoría feminista los antecedentes del concepto de género se pueden encontrar en la obra de Simone de
Beauvoir, El Segundo Sexo, publicada
en 1949 y en la que se afirma: “No se nace mujer, llega una a serlo”, con lo
que se quiere significar que la feminidad no deriva de una supuesta naturaleza
biológica sino que es adquirida a partir de un complejo proceso cuyo resultado
es hacer de un ser del sexo biológico femenino (o masculino) una mujer (o un
hombre). De esta forma Simone de Beauvoir inicia la crítica a los argumentos
naturalistas y deterministas que justificaban la inferioridad del sexo femenino
al tiempo que enfatiza la importancia desempeñada por la cultura, las
tradiciones o la historia para que las mujeres se conviertan en el segundo
sexo.
Posteriormente,
en la década de los setenta, el
feminismo anglosajón teoriza y sistematiza
las tesis de Simone de Beauvoir. La nueva teorización se presentó y concretizó
en el concepto de género, concepto que se manifestó en principio muy liberador
para las mujeres al permitir combatir las tesis biologicistas que condicionaban el estatus y rol de las
mujeres a su anatomía.
La
primera sistematización del sistema sexo/género la presenta la antropóloga
Gayle Rubin en un artículo titulado “The Traffic in Womwen: Notes on the
Political Economy of Sex”[17],
publicado en 1975, en el que defiende que todas las relaciones sociales están generizadas y que son esas relaciones
sociales –y no la biología- lo que contribuye a la opresión de las mujeres. A
esta conclusión llega al tratar de dar respuesta a la siguiente pregunta:
“¿Qué
es una mujer domesticada? Una hembra de la especie. Una explicación es tan
buena como la otra. Una mujer es una mujer. Sólo se convierte en doméstica,
esposa, mercancía, conejito de Playboy,
prostituta o dictáfono humano en
determinadas relaciones. Fuera de esas relaciones no es la ayudante del hombre…
¿Cuáles son, entonces, esas relaciones en las que una hembra se convierte en
una mujer oprimida?” [18]
Rubin
afirma que la domesticación de las hembras humanas, la opresión de las
mujeres no es un hecho natural, es un producto social que se lleva a cabo por medio de un sistema de parentesco
controlado por los varones, es lo que llama sistema sexo/género, entendido como
“un conjunto de disposiciones por el cual la materia biológica del sexo y la
procreación humana son conformadas por la intervención humana y social y
satisfechas en una forma convencional, por extrañas que sean algunas de esas
convenciones”[19].
Basándose
en la obra de Levi Strauss, Las
estructuras elementales de parentesco, afirma que en las sociedades
primitivas la primaria organización social de la actividad económica, política,
ceremonial y sexual son las estructuras de parentesco. Uno de los elementos
claves de estas estructuras de parentesco es el “regalo” o “don”. En esas
sociedades circulan todo clase de cosas:
alimentos, hechizos, rituales, palabras, nombres, adornos, herramientas y
poderes. En esas transacciones ninguna
de las partes gana nada, existe reciprocidad. Existe, sin embargo, un
intercambio, el principal regalo que puede intercambiarse, la mujer, en el que
la relación que se establece no es sólo de reciprocidad sino de parentesco ya
que la mujer se intercambia para ser esposa.
A
partir de este análisis Gayle Rubin
acuña el concepto de sexo/género al descubrir que las propias relaciones de
parentesco están generizadas y jerarquizadas al existir un sujeto capaz de
convertir a alguien en objeto. Si los hombres dan a las mujeres es que éstas no
pueden darse a sí mismas. Y si la forma básica del intercambio es el
matrimonio, la heterosexualidad está implícita como opción permitida. Por lo
tato –afirma Rubin- en el intercambio de mujeres hay que situar el origen de la
opresión de las mujeres, en el sistema social, no en la biología.
Posteriormente en un trabajo titulado Reflexionando
sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad se corrige a sí misma por no
haber distinguido entre género y sexualidad y por haber podido transmitir la
idea de que el sexo es una realidad natural, constante, universal y ajena a la
historia, cuando es una realidad política y organizada en sistemas de poder que
alientan determinadas prácticas o individuos en tanto que castigan o reprimen a
otros.[20]
La promoción de la heterosexualidad por
parte de esos sistemas de poder será un hecho fundamental en la opresión de las
mujeres y en el entendimiento del género como sistema jerárquico[21].
En cualquier caso estas matizaciones a las conclusiones del primer trabajo no
desdicen las principales conclusiones del mismo.
La
teoría sexo-género de Gayle Rubin sufrió numerosas redefiniciones,
delimitaciones, aplicaciones a distintos ámbitos del saber pero casi todas
ellas coinciden en un ideal proclamado ya por la propia Gayle Rubin en el Tráfico de las mujeres:
“El
sueño que me parece más atractivo es el de la sociedad andrógina y sin género
(aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ninguna importancia
para lo que uno es, lo que uno hace y con quién hace el amor” [22] .
De
la misma opinión es Sheila Benhabib, representante de la teoría crítica del
género, quien también aspira al reconocimiento de la igualdad entre hombres y
mujeres merced a la configuración de la identidad de ambos sexos de acuerdo con
una metaidentidad común a hombres y mujeres en la que se aglutinen aspectos del
“otro generalizado” y del “otro concreto”, o lo que es lo mismo, elementos de
la función instrumental (asociada a los varones) y de la función expresiva
(vinculada a las mujeres) con el fin de construir individuos capaces de asumir
una identidad más global[23]
.
Feminismos postmodernos y postestructuralistas
El
sueño expresado por Gayle Rubin y por otras teóricas del género es más bien una
pesadilla para las teóricas de la diferencia sexual. Para la filósofa,
feminista y psicoanalista Luce Irigaray la neutralización del sexo significa el
fin de la especie humana. En sus propias palabras:
“Querer
suprimir la diferencia sexual implica el genocidio más radical de cuantas
formas de destrucción ha conocido la historia. Lo realmente importante es
elaborar una cultura de lo sexual, desde el respeto a los dos géneros” [24]
Pero
¿qué es una cultura de lo sexual
respetuosa de los dos géneros? ¿Qué es la diferencia sexual? A estas preguntas
responden Luce Irigaray y Rosi Braidotti, entre otras, tratando de desligar la idea de diferencia de
la lógica dualista en la que se ha inscrito tradicionalmente como marca de
peyorativización, a fin de que pueda expresar el valor positivo de ser
“distinto de” la norma masculina, blanca y de clase media. El punto de partida
de ambas es la filosofía postmoderna y postestructuralista, es decir, una
filosofía que postula una nueva cultura, la cultura de la fragmentación, de la multiplicidad,
de la diversidad, del reconocimiento de la diferencia, de la alteridad, del
otro/a. Esta nueva cultura está propiciada por la filosofía de la diferencia
francesa (sobre todo por la ontología de Deleuze y Guattari, conformada por
conceptos como devenires, flujos, rizomas, nómadas etc. que nada tiene que ver
con los conceptos de ser, sustancia, sujeto etc. de la filosofía clásica o de
la filosofía moderna), por el método deconstructivo derrideano (interesado en
la deconstrucción tanto del logocentrismo como de la metafísica de la identidad
y en la afirmación de la alteridad), por el psicoanálisis freudiano y lacaniano
y por el postestructuralismo de Foucault (sobre todo en su concepción
posthumanista del sujeto).
Basándose
en esos presupuestos las corrientes feministas postmodernas se proponen romper con las pautas de identificación
masculina y presentar nuevas conceptualizaciones de las identidades femeninas.
La primera ruptura importante que postulan es el reconocimiento de la
diferencia sexual y la afirmación de que las mujeres pensamos a través del
propio cuerpo por lo que resultan totalmente inaceptables aquellas teorías
(incluida la teoría sexo/género que sigue manteniendo el dualismo
naturaleza/sexo/cuerpo// cultura/género/mente) que escinden el cuerpo del
pensamiento. Si bien el cuerpo no se ha de entender como una cosa natural, como
una noción esencialista o meramente biológica
sino como una entidad social, codificada socialmente, “como una interfaz,
un umbral, un campo de fuerzas incesantes donde se inscriben numerosos códigos”[25]
Una
de las primeras en proclamar la diferencia sexual fue Luce Irigaray para quien “la diferencia
sexual representa una de las cuestiones o la cuestión que hay que pensar en
nuestro tiempo”[26]. Para esta autora todavía
hay que luchar por la igualdad de salarios, de derechos sociales, contra la
discriminación en el empleo o en los estudios, pero la mera equiparación con
los hombres no es suficiente, pues las mujeres “simplemente “iguales” a los
hombres serían “como ellos” y, por lo tanto, no serían mujeres… Una vez más la
diferencia de los sexos quedaría anulada, desconocida, recubierta”[27].
Para las teóricas de la diferencia
sexual la neutralización de la diferencia postulada por el feminismo
igualitarista no sirve para nada, excepto para favorecer un nuevo tipo de
colonización, de sometimiento de los sexos, las razas o las generaciones a un
modelo único de identidad humana, de cultura, de civilización. Hacer a la mujer
igual al hombre, o al negro igual al blanco, es partir de una actitud
paternalista, de sumisión a los modelos definidos por el hombre occidental que
no acepta cohabitar con otros. Si se quiere repudiar el sexismo, el racismo
etc., es preciso aceptar las diferencias no sólo en términos legales o formales
sino también en el reconocimiento más profundo de que únicamente la
multiplicidad, la complejidad y la diversidad pueden ayudarnos a enfrentar los
retos de nuestro tiempo. Para ello es preciso iniciar una nueva etapa civilizatoria capaz de
acabar con la cultura que durante milenios defendió un sujeto único,
solipsista y egocéntrico e instaurar una cultura que no sea de dominio sino más
democrática, más de intercambio vital, cultural, de palabras, de gestos. Se
trata de llegar a una nueva fase de la civilización, un período en el que los
intercambios de objetos y, en particular, de mujeres no sean la base de la
construcción del orden social. Esta nueva
etapa comienza con el reconocimiento de que “el universal es dos: es
masculino y femenino”[28],
es decir, “el sujeto no es uno ni único, es dos”[29],
de que hombres y mujeres son dos sujetos diferentes no sometidos el uno al
otro. Esta nueva etapa ha de estar presidida por una nueva cultura, una cultura
de lo sexual que respete a los dos géneros y ésta sólo es posible desde la
reinvención de nosotras mismas, de nuestra identidad, de una nueva
interpretación simbólica de nuestros cuerpos y de la creación de una genealogía
femenina.
La reinvención de nosotras mismas,
de la subjetividad femenina ha de ser una actividad colectiva, sometida a
resignificaciones continuas, puesto que el término mujer/feminidad/subjetividad
femenina no constituye una esencia monolítica sino el sitio de conjuntos
múltiples, complejos y potencialmente contradictorios de experiencias, definidas
por variables yuxtapuestas. La reelaboración de la subjetividad femenina pretende
ser un paso hacia delante y no hacia atrás, un acto de autolegitimación de las
propias mujeres; no se trata de glorificar la feminidad arcaica y
heterodesignada por el sistema patriarcal sino de registrar un modo de autorrepresentación,
de autoafirmación en el que el hecho de
ser mujer tenga una connotación positiva y cuyo punto de partida es la
afirmación de Adriana Cavarero de que “la mujer debe ser algo más que un
no-varon y diferente de un no-varón”[30]
y cuya táctica epistemológica y política es la potenciación de lo femenino, la
implementación del devenir mujer y de hablar como mujer, si bien sin prescribir
cómo ha de ser ese devenir femenino o su habla. Lo único que se puede hacer es
comenzar a caracterizar esa subjetividad autónoma femenina entendiendo que esos
referentes son provisionales, fluidos, múltiples, sometidos a revisión continua.
Por eso Rosi Braidotti propone una subjetividad femenina nómade, es decir, una
identidad que se está configurando en un continuo devenir como una identidad
fluida, versátil, sin fronteras, abierta a nuevas posibilidades y con una gran
potencial para resignificar el mundo y las cosas. La autora la define en los
siguientes términos:
“La subjetividad nómade se refiere al devenir…
Necesitamos una identidad (sexual, racional, social) pero no una identidad
fijada, válida para todos los tiempos. Necesitamos puntos parciales de anclaje…
que actúen como puntos de referencia simbólicos Quiero una cultura del júbilo y quiero la
afirmación jubilosa de la positividad en lugar del peso de los dogmatismos y
moralismos”[31].
Esta cultura de la positividad, de
la autoafirmación de las diferencias, del reconocimiento del nomadismo
feminista, se propone favorecer la multiplicidad, la complejidad, y combatir el
esencialismo, el racismo, el sexismo, la violencia de género, desmantelando las
estructuras de poder que sustentan las oposiciones dialécticas de los sexos,
aunque respetando la diversidad de las mujeres y la multiplicidad dentro de
cada mujer.
Para favorecer la difusión de esa nueva
cultura se considera fundamental que la educación reconozca la diferencia
sexual, lo que supone un cambio radical en la educación tal y como se imparte
hoy. En la actualidad la llamada coeducación o educación mixta se define como
neutral, pero diversos estudios e investigaciones han evidenciado que está
claramente sesgada desde el punto de vista androcéntrico tanto por lo que se
refiere al currículo explícito como al currículo oculto. También está sesgada
–afirma Luce Irigaray- porque favorece el desarrollo de la subjetividad masculina,
ya que tanto la educación formal como la educación no formal prima aquellos
valores que intervienen en la configuración de la identidad de los varones,
entre los que podríamos señalar:
1/ La formación de un sujeto
a través de un saber adquirir y no de un devenir en función de la relación con
los otros sujetos.
2/
La adquisición de conocimientos, de instrumentos, de destrezas más que de
reglas de civilidad que fomenten la vida comunitaria.
3/
Una actitud de enfrentamiento entre el sujeto y la naturaleza y un sentido de
dominio del sujeto sobre el mundo, en vez de un talante de respeto y de
conocimiento de la vida y del universo.
4/
El ingreso de cada sujeto en un universo atomizado y aislado.
5/
El sometimiento a una tradición más que la preocupación por el presente y la
planificación de un futuro más libre.
6/
La adquisición de ideas y nociones abstractas en menoscabo de la atención a la
realidad más contextual.
Este
tipo de educación es más o menos ajustada a la subjetividad masculina,
interesada en la relación con los objetos y en adquirir saberes y capacidades
que le sirvan para conquistar el mundo, pero poco interesada en las relaciones
con los otros y menos aún con las otras. Sin embargo es poco apropiada para que
las niñas configuren su propia subjetividad, caracterizada por ser
fundamentalmente relacional, por estar más interesada en establecer vínculos
con los sujetos que con los objetos tal y como demuestran varias
investigaciones llevadas a cabo por la autora, cuyos análisis y resultados
presenta en varias de sus obras, entre
otras en “La questione dell´altro”, contenido en La democrazia cominzia a due. En estas investigaciones se confirma el importante carácter
intersubjetivo que se establece en la relación entre la hija y la madre. Si se
analizan los enunciados que le dirige la niña a la madre se puede observar cómo
la niña reconoce la existencia de dos sujetos, con derecho a la palabra los dos. También se interesa por
desempeñar una actividad conjunta entre los dos sujetos, como queda patente en
las siguientes expresiones que dirige la niña a la madre y que son prototípicas
en su relación: “Mamá, ¿quieres jugar conmigo? O “Mamá ¿puedo peinarte? En este
sentido la niña podría ser un modelo de respeto y de reconocimiento del otro,
del tú, incluida su madre, la que se
dirige a la hija dando órdenes, negando el tú de la niña. Los enunciados que
dirige la madre a la niña son del tipo:
“Ordena tu cuarto antes de ver la
televisión” o “Tráeme la leche al volver del colegio”. La madre da órdenes la
niña sin prever un derecho a la palabra por parte de los dos sujetos y no
atiende a la petición de la niña de
desempeñar actividades conjuntamente. Extrañamente la madre habla de otro modo
al niño, respetando en mucho mayor grado
su identidad. Los enunciados dirigidos al niño son más respetuosos de su subjetividad y de
reconocimiento de su derecho a la palabra. Son, más o menos, del siguiente
modo: “¿Quieres que vaya a darte un beso a la cama antes de dormirte?”. Por su
parte, el niño emplea una lengua más imperativa, al estilo de un pequeño jefe:
“Quiero jugar al balón”. La madre reconoce en el hijo un tú, el tú que le regala
a ella su hija.
Este
interés de la niña por el otro/a, por el tú, por el diálogo se verá mermado al
ingresar en la cultura masculina y quedar sometido el tú-ella en el él/ellos desde el punto de vista
lingüístico y como representante de la especie humana. No obstante, las chicas
no renuncian a la relación con el otro como pone de manifiesto la autora en
otras investigaciones, en las que se observa que las adolescentes y las mujeres
adultas priman las relaciones con otro sujeto, en tanto que los adolescentes y
los varones priman las relaciones con los objetos.
Todo
esto demuestra que a las mujeres y a los
hombres corresponden configuraciones subjetivas diferentes y que las chicas
manifiestan una mayor tendencia relacional, pero esa tendencia debe educarse y
los programas educativos aún no atienden esa necesidad, pues están más orientados al
mundo del tener que del ser. Interesa, pues, un cambio educativo con el fin de
fomentar ciertos valores de comunicación y no sólo de transmisión de información, de forma que las
relaciones entre las personas sean prioritarias, en tanto que las relaciones
con los bienes y las cosas no sean más que una consecuencia de la anterior.
Entonces el objetivo fundamental de la educación no será formar a la juventud para convertirlos en ciudadanos
competitivos y eficaces, sino que su
finalidad será educarlos para hacer de la vida relacional un hecho cultural
importante. De esta forma, la comunidad no estaría formada por individuos
atomizados, unidos entre sí por unas leyes externas a sí mismos, sino que en la
nueva sociedad los vínculos entre la ciudadanía constituirían el tejido de la
comunidad. La base de ese entramado sería la relación entre mujer(es) y
hombre(s) en el respeto de sus diferencias a todos los niveles, desde el más
íntimo hasta el político y cultural.
Para
que esto sea posible es necesario que todos estos valores se incluyan en los
programas escolares. Hace falta que la infancia aprenda a respetar la
diferencia sexual, pues quien aprende a respetar la diferencia entre mujer(es)
y hombre(s) no experimentará ninguna dificultad para respetar otras diferencias
porque los instintos de posesión, explotación, rechazo o menosprecio habrán
sido educados desde las pulsiones elementales.
Una
alternativa concreta del nuevo tipo de educación que se debiera impartir la presenta la autora en el Progetto do formazione alla cittadinanza per
ragazze e ragazzi, per done e uomini, encargo efectuado por la Comisión
para la realización de la paridad entre hombres y mujeres de la región
Emilia-Romagna. En ese proyecto la autora se
propone cuatro objetivos:
1.-
Hacer ver a la infancia la diferencia existente entre los dos géneros a base de
programas y métodos escolares innovadores.
2.-
Enseñar el respeto a sí mismo y al otro/a a partir del reconocimiento de la diferencia sexual, llave
para aprender a respetar otras alteridades.
3.-
Desarrollar actitudes relacionales con los sujetos y entre los sujetos.
4.-
Equilibrar en la instrucción los valores ligados a la subjetividad masculina y
los ligados a la subjetividad femenina.
Con
eses objetivos aspira a que la educación esté al servicio no sólo de la
liberación del hombre sino también de la mujer, al conjugar ideales de igualdad
y diferencia. Trata de impartir una educación sexuada con la que contribuir a
la formación de una comunidad más democrática al estar basada en el reconocimiento de la alteridad. Piensa,
además, que es la única forma de que se dé verdaderamente una paridad de
oportunidades entre chicas y chicos. Limitar la igualdad de oportunidades a que
la niña reciba la misma instrucción que los niños es limitarse a dejarlas
ingresar en un mundo adaptado a las cualidades y necesidades de los hombres.
Para dar las mismas oportunidades a las niñas que a los niños es preciso
dotar a la cultura y a la educación de
los valores que ella necesita para devenir sujeto femenino, esto es, la
práctica de la intersubjetividad, el
sentido de lo concreto, la preocupación por el futuro, el respeto por la
naturaleza etc.
Hay,
por último, otro aspecto importante que se debe tener en cuenta a la hora de
enseñar –que la autora toma del yoga- y es la necesidad de crear un vínculo
entre el/la maestro/a y el/la discípulo/a. La tradición occidental disocia
al/la profesor/a del/de la alumno/a. EL maestro se convierte en un vehículo aséptico de cultura,
limitándose a transmitir saberes codificados de autores muertos. Sin embargo
–afirma Luce Irigaray- enseñar es transmitir una experiencia masculina o
femenina, un saber concreto, útil, para una cultura de la vida y el/la propio/a
maestro/a constituye la garantía de verdad, de ética y también de estética.
Esta práctica de la enseñanza constituye una genealogía natural y cultural.
Todos
esos puntos debieran ser incluidos en los programas escolares. Hace falta que
la infancia sean instruida en la toma de conciencia da su identidad concreta y,
por lo tanto, sexuada, y en respetar y establecer relaciones con la
identidad concreta del otro/a. Ésta es la condición de una cultura verdaderamente democrática, de una
cultura que permitirá salvar los importantes fallos de las democracias basadas
simplemente en el derecho al voto.
Por su parte Judith Butler a partir
del postestructuralismo de Foucault, de Derrida y de las perspectivas lesbiana
y queer problematiza el género y la
correlación o coherencia entre el sexo mujer y el género femenino por un lado y
entre el sexo hombre y el género masculino por otro lado. No tiene por qué
haber dicha vinculación o paralelismo desde el momento que se admite que el
género es una construcción que no tiene nada que ver con la anatomía. Si
persiste esa asociación es porque –afirma Judth Butler- el sexo es ya género:
“¿Y
qué es el sexo a fin de cuentas? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u
hormonal?... ¿Tiene el sexo una historia? ¿Hay una historia de cómo se
estableció la dualidad del sexo, una genealogía que presente las opciones
binarias como una construcción variable? ¿Acaso los hechos supuestamente
neutrales del sexo se producen discursivamente por medio de discursos
científicos al servicio de otros intereses políticos y sociales? Si se impugna
el carácter inmutable del género, quizá esta construcción llamada “sexo” esté
tan culturalmente construida como el género, de hecho tal vez fue siempre
género, con la consecuencia de que la distinción entre sexo y género no existe
como tal[32]”
Partiendo de una postura
postestructuralista afirma que el sujeto se hace, se construye social, cultural y lingüísticamente
como individuo generizado, diferente, pero dado que el sexo es ya género y que no
existe ninguna identidad previa al trabajo de lo cultural, Judith Butler
afirma el carácter performativo del
género, es decir, que “no hay una identidad de género detrás de las expresiones
de género”[33].
La performatividad comienza
desde el momento que nacemos (e incluso antes) en el que se nos asigna con
cierta arbitrariedad un sexo. A partir de ese momento las tecnologías del
género actúan para que imitemos, repitamos o copiemos gestos, comportamientos,
deseos, sensaciones que se suponen son propios del sexo que se nos ha asignado.
De esta forma el sexo es desde el comienzo normativo, desde el momento en que
se afirma es una “niña” (“niño) se inicia el proceso por el cual se impone una
cierta feminización (o masculinización): la niña (niño) está obligada/o a
“citar” la norma para así convertirse en un sujeto normativo aceptable. La
feminidad (masculinidad) no es, en consecuencia, fruto de una elección sino la
cita o repetición forzosa de una norma cuya compleja historicidad es
inseparable de las relaciones de disciplina, regulación y castigo. No hay
“nadie” que escoja una norma de género, muy al contrario la cita de las normas
genéricas es necesaria para que tengamos derecho a ser “alguien”.[34]
Butler asegura que el carácter
performativo del género está muy clara en el fenómeno de la drag en la que se
hace patente que los dos géneros son una construcción cultural que obedece a
propósitos heterosexuales y obliga a quedar atrapada dentro dentro del
binarismo sexual imperante. La drag -afirma Butler- denuncia la falsa
naturalidad del género e insinúa la inclusión y legitimación de otras
posibilidades de género; sugiere que los actos repetitivos que modelan y
definen el género pueden, a su vez, revestirse y servir como prácticas subversivas
de la identidad sexual del cuerpo, pues:
“el drag, con su cuerpo, desborda los límites del género y los supera.
Trae a lo cotidiano el carácter subversivo del carnaval, juega con las
categorías de ser y parecer y lo hace poniendo en relación tres factores: el
sexo biológico, la identidad sexual (gender
identity) y la imitación/parodia de la identidad sexual (gender performance). La falta de
correspondencia entre sexo biológico e identidad sexual en la persona del drag crea tensión en el espectador. Esta
tensión desnaturaliza la normal-normativa equivalencia entre sexo y género
(identidad sexual) y hace que este último pueda ser visto por lo que realmente
es: una performance, una forma de mimesis
con su multiplicidad, con su exhibición hiperbólica del artificio, el drag excede el sistema sexo-género y
demuestra que el género, como la identidad sexual, es una ilusión, una
construcción, una máscara, un travestismo, cuya única consistencia está en la
cantidad de repeticiones inconscientes que consigue producir”[35].
El/la drag al cuestionar
el binarismo de género y la coherencia sexo masculino género masculino o sexo
femenino género femenino da pie para pensar que el concepto de género es un
concepto más amplio y más plural, que no se refiere sólo a mujeres y hombres
sino también a individuos en un cruce de identidad: trasgénero, transexual,
intersexo, individuos que ponen en entredicho qué se entiende por humano, qué
cuerpo es concebible como humano y qué cuerpo no lo es y sobre los que Judith
Butler reflexiona particularmente en
Cuerpos que importan[36]. Da pie también a
pensar que el quebrantamiento de las normas de género permite la posibilidad de
una vida más libre, menos violenta, en la que la incoherencia de género más o
menos presente en todas las personas se comprende y, consecuentemente, se aceptan nuevas formas de género.
La tarea de
resignificación de realidades innombrables, ininteligibles en el marco
conceptual actual y, por lo tanto, irreales es –afirma Judith Butler- un
proyecto político basado en un método de disidencia que puede ser subversivo si
se pone al servicio de una política radical y de una pedagogía transgresora.
La pedagogía
transgresora es una pedagogía que parte de la propia práctica pedagógica, de la
teoría queer y de la teoría psicoanalítica. Desde esos presupuestos trata de
superar las oposiciones binarias como tolerante/tolerado, opresor/oprimido,
normal/raro, autóctono/emigrante etc. mediante el cuestionamiento de las
categorías identitatarias y de las dinámicas que respaldan la forma de
conceptualización de la diferencia. Se
plantea resistir las prácticas de
normalización y control de los cuerpos y afrontar el importante papel que la
educación y el conocimiento tienen en la formación de estructuras de inteligibilidad de nuevas
identidades.
Según Deborah Britzman[37]
pedagogía transgresora es algo muy diferente de un llamamiento a la inclusión o
de simplemente añadir voces marginales a un programa. El caso del tratamiento
que han recibido los estudios gays o lesbianos en una educación sentimental que
pretende ser antihomofóbica es un ejemplo de que las argumentaciones a favor de
la inclusión producen las exclusiones que presuntamente pretenden subsanar,
pues en definitiva son prácticas de producción de la uniformización que se
limitan a invitar a algunos individuos subalternos a formar parte del currículo,
pero no porque tengan algo nuevo que decir a los que ya están allí. Si estos
individuos “añadidos” empezaran a hablar entre sí “¿qué dirían? ¿Acaso se les
podría entender? El problema es que los efectos diarios de la “inclusión” son
una versión más obstinada de la uniformidad y una versión más afable de la
otredad… La pedagogía de la inclusión, y la de la tolerancia que supuestamente
le sigue, pueden de hecho producir la base de la normalización. Vividas como
necesidades conceptuales, estas esperanzas tan sólo pueden ofrecer posiciones
de sujeto precarias al sujeto normal que tolera y al subalterno que es
tolerado. Es decir las posiciones de sujeto de nosotros y de ellos se
reciclan en forma de empatía. En contraposición la pedagogía transgresora se
debe interesar por desestabilizar las redes de poder que por medio de las
prácticas educativas normativas se encargan de disciplinar los cuerpos y de
configurar identidades predecibles y controlables. Debe aspirar a trascender la
repetición de la identidad e ir más allá de las dos posiciones de sujetos
permitidos.
A modo de conclusión
A lo largo de estas
páginas hemos tratado de reflejar el amplio e intenso debate existente en la
actualidad en el seno de la teoría feminista acerca de lo que significa o debe
significar ser mujer o la feminidad. Las disputas son una manifestación del
importante corpus de conocimiento existente hoy en el
feminismo y de que la teoría feminista no ha perdido la capacidad crítica que
la ha caracterizado desde sus orígenes. La heterogeneidad de posiciones teóricas o de modelos propuestos
para interpretar los mecanismos de subordinación de las mujeres o para superar
la discriminación de las mismas, no debe hacernos olvidar que todas las corrientes
coinciden en el reconocimiento de que las mujeres por el simple hecho de ser
mujeres han sido tradicionalmente discriminadas y que por lo tanto sus
oportunidades cuantitativa y cualitativamente son menores.
BIBLIOGRAFÍA
Amorós, Celia (ed.), Feminismo y Filosofía , Síntesis,
Madrid, 2000.
Azpeitia, Marta y otras (eds.), Piel que
habla. Viaje a través de los cuerpos femeninos. Icaria, Barcelona, 2001.
Beltrán, Elena y otras (eds.), Feminismos. Debates Teóricos Contemporáneos.
Alianza, Madrid, 2001.
Boff, Leonardo y Muraro, Rosa M., Femenino
y Masculino. Una nueva conciencia para el encuentro de las diferencias.
Trad. de Mª José Gavito Milano. Ed. Trotta, Madrid, 2004.
Braidotti, R., Sujetos nómades. Paidós, Barcelona,
2000.
Braidotti, R., Feminismo,
diferencia sexual y subjetividad nómade. Edición a cargo de Amalia Fischer
Pfeiffer. Ed. Gedisa, Barcelona - España, 2004.
Butler, Judith, Lenguaje poder e
identidad, Síntesis, Madrid, 2004.
Butler, Judith, Cuerpos que
importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Paidós,
Barcelona, 2002.
Butler J., Políticas del
performativo. Ed. Síntesis, Madrid, 2004. Traducción e introducción de
Beatriz Preciado y Javier Sáez.
Butler, Judith, Deshacer el género,
Paidós, Barcelona, 2006.
Concha, Ángeles de la y Osborne, Raquel (Coords.). Las mujeres y los niños primero.
(Discurso de la Maternidad), Barcelona, Madrid: Icaria y UNED, 2004.
Foucault, M., Historia
de la Sexualidad. La Voluntad de Saber. Siglo Veintiuno, Madrid, 1992.
Lauretis, T., Diferencias.
Etapas de un camino a través del feminismo. Horas y Horas, Madrid, 2000.
Lomas, C. (comp.), ¿Iguales o
diferentes?. Género, diferencia sexual, lenguaje y educación. Paidós,
Barcelona, 1999.
Lomas, Carlos (compilador), ¿Todos
los hombres son iguales? (Identidades masculinas y cambios sociales). Ed. Paidós,
Barcelona.. Icaria, Barcelona, 2002.
Mayobre, Purificación, Luce
Irigaray, Baía Pensamento, A Coruña, 2004.
Mérida, Rafael M., Sexualidades
transgresoras. Una antología de estudios queer
Puleo, A.,
Filosofía, Género y Pensamiento Crítico. Secretariado de Publicaciones e
Intercambio Editorial. Universidad de Valladolid. Valladolid, 2000
Restaino, F., Cavarero, A., Le Filosofie Femministe. Paravia, Torino, 1999.
Rousseau, J. J., Emilio
o de la educación. Alianza, Madrid, 1995.
Segarra, M., Carabí, A., Nuevas Masculinidades. Icaria, Barcelona, 2000.
Valcárcel, A., La
Política de las Mujeres. Cátedra, Valencia, 1997.
Woolf, V., Una
habitación propia, Seix Barral, Barcelona, 2001.
[1] Foucault, M., Historia de la
Sexualidad. La Voluntad de Saber. Siglo Veintiuno, Madrid, 1992, p. 188.
[2] Foucault, M., Opus Cit., p. 149.
[3] Lauretis, T., Diferencias. Etapas
de un camino a través del feminismo. Horas y Horas, Madrid, 2000, p. 43.
[4] Lauretis, T., Ibid, p. 39.
[5] Obviamente ni Foucault ni Althusser extrajeron ninguna de estas
conclusiones e incluso fueron bastante ciegos a todas estas cuestiones, pero
sus reflexiones fueron muy útiles a Teresa de Lauretis y a otras teóricas
feministas para extraer importantes conclusiones acerca de los géneros y del
sujeto femenino.
[6] Carabí, A., “Construyendo nuevas masculinidades” en Segarra, M.,
Carabí, A., Nuevas Masculinidades.
Icaria, Barcelona, 2000, p. 16.
[7] Woolf, V., Una habitación propia,
Seix Barral, Barcelona, 2001, p. 50.
[8] Valcárcel, A., La Política de
las Mujeres. Cátedra, Valencia, 1997, p. 74.
[9] Rousseau, J. J., Emilio o de la
educación. Alianza, Madrid, 1995, p. 494.
[10] Puleo, A., Filosofía, Género y
Pensamiento Crítico. Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial.
Universidad de Valladolid. Valladolid, 2000, pp. 48-49.
[11] Restaino, F., Cavarero, A., Le
Filosofie Femministe. Paravia, Torino, 1999, pp. 123-124. La traducción es
mía.
[12] Azpeitia, M., “Viejas y nuevas metáforas: Feminismo y Filosofía a
vueltas con el cuerpo” en Azpeitia, M. y otras (eds.), Piel que habla. Viaje a través de los cuerpos femeninos. Icaria,
Barcelona, 2001, p. 251.
[13] Braidotti, R., Sujetos nómades.
Paidós, Barcelona, 2000, p. 175.
[14] Haraway, Donna, “Gender for a
Marxist Dictionary: The Sexual Politics of a Word” en Simians, Cyborgs and Women, pp. 127- 148.
[15] Lauretis, Teresa de, “Eccentric
Subjects: Feminist Theory and Historical Consciousnes”, Feminist Studies, nº 1, 1990, pp. 115-150.
[16] Braidotti, Rosi, Sujetos Nómades,
Paidós, Barcelona, 2000.
[17] Traducido al castellano en Gortari, Ludka de (coord.), Nueva Antropología. Estudios sobre la mujer:
problemas teóricos. Conac y T/Uam. Iztapalapa, 1986.
[18] Rubin, Gayle, “El tráfico de las mujeres” en Nueva antropología. Estudios sobre la mujer: problemas teóricos, opus cit., p. 36.
[19]
Rubin, Gayle, ibid, p. 44.
[20] Rubin, Gayle, “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría
radical de la sexualidad” en Vance; Carole (comp.) Placer y peligro: explorando la sexualidad femenina, Madrid,
Revolución, 1989.
[21] En la crítica de la heterosexualidad como elemento de presión de las
mujeres insistirán autoras como Adrienne Rich, Monique Wittig, Teresa de
Lauretis o Judith Butler.
[22] Rubin, Gayle, ibid , p. 83.
[23] Benhabib, , Sheyla, “El otro
generalizado y el otro concreto: la controversia Kohlberg-Gilligan y la teoría
feminista” en Benhabib, Sheyla y Cornella, Drucila, Teoría Feminista y Teoria Crítica, edicions Alfons el Magnànim,,
Valencia, 1990, pp. 119-149.
[24] Irigaray, Luce, Yo, tú, nosotras,
Cátedra, Madrid, 1992, p. 10.
[25] Braidotti, Rosi, Feminismo,
diferencia sexual y subjetividad nómade. Gedisa, Barcelona, 2004, p. 16.
[26] Irigaray, Luce, Éthique de la Différence Sexuelle, Edition de Minuit, 1984, p.13.
[27] Irigaray, Luce, Ese sexo que no
es uno, Edfitorial Saltés, Madrid, 1982, p. 155.
[28] Irigaray, Luce, La democracia
comincia a due, Bollati Boringhieri, Torino, 1994, p. 2.
[29] Irigaray, Luce, ibid, p. 16.
[30] Restaino, Franco, Cavarero, Adriana, Le filosofie feminista, Torino, Paravia, 1999.
[31] Braidotti, Rosi, Feminismo,
diferencia sexual y subjetividad nómade. Gedisa, Barcelona, 2004, p.67.
[32] Butler, Judith, El género en
disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, Paidós, Barcelona,
2001, pp. 39-40.
[33] Butler, Judtih, ibidem, p. 58
[34] Butler, Judith, “Críticamente subversiva” en Mérida, Rafael M. (ed.) Sexualidades transgresoras. Una antología de estudios queer.
Icaria, Barcelona, 2002, pp.55-80.
[35] Mirizio, A., “Del carnaval al drag: La extraña relación entre
masculinidad y travestismo” en Segarra, M., Carabí, A. (eds.) Nuevas masculinidades, Icaria,
Barcelona, 2000, pp. 143-144.
[36] Butler, Judith, Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y
discursivos del “sexo”. Paidós, Barcelona, 2002. Para más información ver:
Burgos, Elvira, “Haciendo y deshaciendo el género” en Riff Raff. Revista de Pensamiento y Cultura, nº 30, 2006; Burgos,
Elvira, “Sobre la transformación social. Butler frente a Braidotti” en Riff Raff. Revista de Pensamiento y Cultura,
nº 27 extra, 2ª época, 2005; Burgos, Elvira, “En qué, por qué y para qué somos
diferentes varones y mujeres?. Subversión de la diferencia sexual” en Themata. Revista de Filosofía, 2005.
[37] Britzman, Deborah, “La pedagogía transgresora y sus extrañas técnicas”
en Mérida, Rafael M., Sexualidades transgresoras. Una antología
dee studios queer, Icaria, Barcelona, 2002, pp. 197-228.